Parecía que hubiera dormido solo unos segundos, pero cuando Piper lo despertó sacudiéndolo, estaba oscureciendo.
—Ya hemos llegado —dijo.
Leo se frotó los ojos para despejarse. Debajo de ellos había una ciudad sobre un acantilado que dominaba un río. Las llanuras que la rodeaban estaban cubiertas de nieve, pero la ciudad emitía un brillo cálido con la puesta de sol invernal. Rodeados de unos altos muros se amontonaban los edificios como en una ciudad medieval, mucho más antigua que todos los lugares que Leo había visto antes. En el centro había un castillo de verdad —al menos, Leo supuso que era un castillo— con enormes muros de ladrillo rojo y una torre cuadrada con un puntiagudo tejado verde a dos aguas.
—Dime que es Quebec y no el taller de Santa Claus —dijo.
—Sí, la ciudad de Quebec —confirmó Piper—. Una de las ciudades más antiguas de Norteamérica. Fundada en torno a mil seiscientos más o menos.
Leo arqueó una ceja.
—¿Tu padre también ha hecho una peli sobre eso?
Ella le hizo una mueca, algo a lo que Leo estaba acostumbrado, pero el gesto no acababa de funcionar con su nuevo maquillaje glamuroso.
—A veces leo, ¿vale? Solo porque Afrodita me haya reconocido no quiere decir que sea una cabeza hueca.
—Qué genio —comentó Leo—. Ya que sabes tanto, ¿qué es ese castillo?
—Un hotel, creo.
Leo se echó a reír.
—Imposible.
Pero a medida que se acercaban, Leo vio que ella tenía razón. La majestuosa entrada estaba llena de conserjes, aparcacoches y porteros recogiendo equipajes. Lustrosos coches de lujo negros avanzaban lentamente en la entrada. Gente con trajes elegantes y capas de invierno se apresuraba para escapar del frío.
—¿El dios del viento del norte se aloja en un hotel? —preguntó Leo—. No puede ser…
—Cuidado, chicos —lo interrumpió Jason—. ¡Tenemos compañía!
Leo miró abajo y vio a lo que se refería Jason. En lo alto de la torre se elevaban dos figuras aladas: ángeles furiosos con espadas de horrible aspecto.
A Festo no le gustaron los ángeles. Se detuvo en el aire, batiendo las alas y enseñando las garras, y emitió un sonido estruendoso con la garganta que Leo reconoció de inmediato. Se estaba preparando para escupir fuego.
—Tranquilo, chico —murmuró Leo.
Algo le decía que a los ángeles no les haría ninguna gracia que los quemaran.
—Esto no me gusta —dijo Jason—. Parecen espíritus de la tormenta.
Al principio Leo pensó que tenía razón, pero a medida que se acercaban a los ángeles, cayó en la cuenta de que eran mucho más sólidos que los venti. Parecían adolescentes normales y corrientes, salvo por su pelo de color blanco hielo y sus plumosas alas moradas. Sus espadas de bronce tenían las hojas dentadas como témpanos. Sus caras se parecían tanto que podrían haber sido hermanos, pero, desde luego, no eran gemelos.
Uno era del tamaño de un buey, con una camiseta de hockey de vivo color rojo, unos pantalones de chándal holgados y unas botas con tacos de piel negra. Saltaba a la vista que el chico había estado en muchas peleas, pues tenía los dos ojos negros y, cuando enseñó los dientes, tenía varios mellados.
El otro chico parecía salido de una de las portadas de los discos de rock de los ochenta que la madre de Leo todavía conservaba: de Journey, por ejemplo, o de Hall & Oates, o de algo todavía peor. Llevaba el pelo corto por arriba y largo por detrás. Calzaba unos puntiagudos zapatos de piel, y vestía unos pantalones de diseño demasiado ceñidos y una espantosa camisa de seda con los tres botones superiores desabrochados. Tal vez pensaba que parecía un dios del amor molón, pero no debía de pesar más de cuarenta kilos y padecía un severo acné.
Los ángeles se pararon delante del dragón y permanecieron flotando con las espadas en ristre.
El buey del hockey gruñó.
—No pasar.
—¿Cómo? —dijo Leo.
—No tenéis carta de vuelo registrada —explicó el dios del amor molón. Además de sus otros problemas, tenía un acento francés tan pésimo que Leo estaba seguro de que era falso—. Esto es un espacio aéreo restringido.
—¿Matar?
El buey lució su sonrisa mellada.
El dragón empezó a expulsar humo, preparándose para defenderse de ellos. Jason invocó su espada dorada, pero en ese instante Leo gritó:
—¡Esperad! Comportémonos, chicos. ¿Puedo al menos saber quién va a tener el honor de matarme?
—¡Yo soy Cal! —gruñó el buey.
Parecía muy orgulloso de sí mismo, como si le hubiera costado mucho tiempo memorizar la frase.
—Es la forma breve de Calais —dijo el dios del amor—. Por desgracia, mi hermano no puede pronunciar palabras de más de dos sílabas…
—¡Pizza! ¡Hockey! ¡Matar! —propuso Cal.
—… lo que incluye su nombre —concluyó el dios del amor.
—Yo soy Cal —repitió Cal—. ¡Y este es Zetes! ¡Mi tato!
—Caramba —dijo Leo—. ¡Eso han sido casi tres frases, tío! Así se hace.
Carl gruñó, visiblemente satisfecho consigo mismo.
—Estúpido bufón —refunfuñó su hermano—. Se están burlando de ti. Da igual. Yo soy Zetes, que es la forma breve de Zetes. Pero la señorita… —Guiñó el ojo a Piper, pero el guiño era más bien un espasmo facial—. Puede llamarme como quiera. Tal vez le apetezca cenar con un famoso semidiós antes de que os matemos.
Piper hizo un sonido como si se hubiera atragantado con una pastilla para la tos.
—Es… una oferta realmente espantosa.
—No importa —Zetes meneó las cejas—. Los Boréadas somos gente muy romántica.
—¿Boréadas? —lo interrumpió Jason—. ¿Quieres decir que sois los hijos de Bóreas?
—¡Ah, así que has oído hablar de nosotros! —Zetes parecía complacido—. Somos los guardianes de nuestro padre. Como comprenderás, no podemos dejar que personas no autorizadas vuelen en este espacio montados en dragones inestables, asustando a los necios mortales.
Señaló abajo, y Leo vio que los mortales estaban empezando a fijarse. Varios señalaban hacia arriba: todavía no estaban alarmados; más bien confundidos y molestos, como si el dragón fuera un helicóptero de tráfico que estuviera volando demasiado bajo.
—Y, lamentablemente, por ese motivo —dijo Zetes, apartándose el pelo de su cara cubierta de acné—, vamos a tener que daros una muerte dolorosa.
—¡Muerte! —convino Cal, con un poco más de entusiasmo del que Leo consideraba necesario.
—¡Espera! —dijo Piper—. Es un aterrizaje de emergencia.
—¡Oh!
Cal se quedó tan decepcionado que Leo casi sintió lástima por él.
Zetes observó a Piper, aunque ya llevaba rato haciéndolo.
—¿Cómo ha decidido la chica guapa que es un aterrizaje de emergencia?
—Tenemos que ver a Bóreas. ¡Es muy urgente! Por favor.
Piper forzó una sonrisa, que Leo se imaginó que debía de estar costándole horrores, pero seguía teniendo la bendición de Afrodita y estaba muy guapa. También había algo en su voz: Leo se sorprendió creyendo cada palabra que salía de sus labios. Jason estaba asintiendo, con cara de absoluta convicción.
Zetes tiró de su camisa de seda, probablemente para asegurarse de que seguía bien abierta.
—Bueno… siento decepcionar a una dama tan bonita, pero a mi hermana le daría una avalancha si os dejáramos…
—¡Y nuestro dragón funciona mal! —añadió Piper—. ¡Podría estrellarse en cualquier momento!
Festo se puso a vibrar solícitamente y a continuación giró la cabeza y derramó una sustancia viscosa por la oreja que salpicó un Mercedes negro aparcado abajo.
—¿No matar? —dijo Cal gimoteando.
Zetes consideró el problema. Acto seguido volvió a guiñar el ojo espasmódicamente a Piper.
—Bueno, estás preciosa. Quiero decir, estás en lo cierto. Un dragón que funciona mal… podría ser una emergencia.
—¿Matar luego? —propuso Cal, que probablemente era lo más amistoso que se había mostrado jamás.
—Habrá que dar explicaciones —decidió Zetes—. Últimamente nuestro padre no ha tratado muy bien a las visitas. Pero sí, venid, gente del dragón averiado. Seguidnos.
Los Boréadas envainaron sus espadas y sacaron unas armas más pequeñas de sus cinturones… o al menos a Leo le parecieron armas. A continuación las encendieron, y Leo se dio cuenta de que eran linternas con conos naranja, como las que usan los encargados de la señalización aérea en las pistas de aterrizaje. Cal y Zetes se volvieron y se lanzaron en picado a la torre del hotel.
Leo se volvió hacia sus amigos.
—Me encantan estos tíos. ¿Los seguimos?
Jason y Piper no parecían entusiasmados.
—Supongo —decidió Jason—. Estamos aquí. Pero me pregunto por qué Bóreas no ha tratado muy bien a las visitas.
—Bah, todavía no nos ha conocido —Leo lanzó un silbido—. Festo, sigue esas linternas.
A medida que se aproximaban, Leo empezó a temer que se estrellaran contra la torre. Los Boréadas fueron directos a la punta del tejado a dos aguas y no redujeron la velocidad. Entonces una parte del tejado inclinado se abrió deslizándose y dejó a la vista una entrada lo bastante grande para Festo. La parte superior y la inferior estaban bordeadas de carámbanos que parecían dientes puntiagudos.
—Esto no puede ser bueno —murmuró Jason, pero Leo azuzó al dragón para que bajara, y entraron descendiendo detrás de los Boréadas.
Aterrizaron en lo que debía de haber sido el ático, pero el lugar se había congelado. El vestíbulo tenía unos techos abovedados de más de diez metros de altura, enormes ventanas con cortinas y exuberantes alfombras orientales. Al fondo de la estancia, una escalera subía a otro salón igual de grande, y más pasillos se desviaban a la izquierda y a la derecha. Pero el hielo daba un toque inquietante a la belleza de la sala. Cuando Leo se deslizó por el dragón, la alfombra crujió bajo sus pies. Una fina capa de escarcha cubría los muebles. Las cortinas no se movían porque estaban congeladas, y las ventanas, revestidas de hielo, dejaban entrar la extraña luz acuosa de la puesta de sol. Incluso el techo estaba cubierto de témpanos. Jason estaba seguro de que si intentaba subir la escalera resbalaría y se partiría el cuello.
—Chicos, arreglad el termostato y entonces entraré encantado —dijo Leo.
—Yo no —Jason miró con inquietud la escalera—. Algo no va bien. Algo allí arriba…
Festo se puso a vibrar y arrojó unas llamas. Empezó a formarse escarcha en sus escamas.
—No, no, no —Zetes se acercó resueltamente, aunque Leo no tenía ni idea de cómo podía andar con aquellos puntiagudos zapatos de piel—. El dragón debe ser desactivado. No puede haber fuego aquí dentro. El calor me destroza el pelo.
Festo gruñó e hizo girar las brocas que tenía por dientes.
—Tranquilo, chico —Leo se volvió hacia Zetes—. El dragón se pone un poco susceptible con la idea de que lo desactiven, pero tengo una solución mejor.
—¿Matar? —propuso Cal.
—No, colega. Tienes que dejar esa cantinela de matar. Espera.
—Leo —dijo Piper con nerviosismo—, ¿qué vas a…?
—Observa y aprende, reina de la belleza. Anoche, cuando estaba reparando a Festo, encontré todo tipo de botones. Algunos es mejor que no sepáis lo que hacen. Pero otros… Ah, vamos allá.
Leo enganchó los dedos detrás de la pata delantera izquierda del dragón. Encendió un interruptor, y el dragón empezó a vibrar de la cabeza a las pezuñas. Todo el mundo se apartó mientras Festo se plegaba como una figura de papiroflexia. Sus planchas metálicas se amontonaron. Su pescuezo y su cola se contrajeron contra el cuerpo. Sus alas se doblaron y su tronco se comprimió hasta convertirse en una cuña metálica rectangular del tamaño de un maletín.
Leo intentó levantarlo, pero pesaba varias toneladas.
—Ejem…, sí. Espera. Creo que…, ajá.
Pulsó otro botón. En la parte superior se levantó un asa, y de la parte inferior salieron unas ruedas.
—¡Tachán! —anunció—. ¡El bolso de mano más pesado del mundo!
—¡Basta! —ordenó Zetes.
Él y Cal desenvainaron las espadas y lanzaron una mirada asesina a Leo.
Leo levantó las manos.
—Vale…, ¿qué he hecho? Tranquilos, chicos. Si tanto os molesta, no hace falta que me lleve al dragón…
—¿Quién eres? —Zetes empujó la punta de su espada contra el pecho de Leo—. ¿Un hijo del dios del viento del sur que ha venido a espiarnos?
—¿Qué? ¡No! —dijo Leo—. Soy hijo de Hefesto. ¡Un herrero amistoso incapaz de hacer daño a nadie!
Cal gruñó. Pegó la cara a la de Leo, y este comprobó que de cerca no era más guapo que de lejos, con sus ojos hinchados y su boca mellada.
—Huele fuego —dijo—. Fuego es malo.
—Oh —a Leo se le aceleró el corazón—. Sí, bueno… tengo la ropa un poco chamuscada y he estado trabajando con aceite…
—¡No! —Zetes empujó a Leo hacia atrás a punta de espada—. Olemos el fuego, semidiós. Creíamos que era del dragón, pero el dragón se ha convertido en un maletín. Y sigo oliendo a fuego… en ti.
Si el ático no hubiera estado a casi veinte grados bajo cero, Leo habría empezado a sudar.
—Oye…, mira…, no sé… —Lanzó una mirada desesperada a sus amigos—. Chicos, un poco de ayuda.
Jason ya tenía su moneda de oro en la mano. Dio un paso adelante, con los ojos clavados en Zetes.
—Oye, ha habido un error. A Leo no le va el fuego. Díselo, Leo. Diles que no te va el fuego.
—Esto…
—¿Zetes? —Piper trató de esbozar su sonrisa deslumbrante otra vez, pero parecía tener demasiados nervios y frío para conseguirlo—. Todos somos amigos. Bajad las espadas y hablemos.
—La chica es guapa —reconoció Zetes—, y naturalmente no puede evitar sentirse atraída por mi grandeza, pero lamentablemente no puedo cortejarla en este momento.
Clavó un poco más la punta de la espada en el pecho de Leo, y este notó como la escarcha se esparcía por su camisa y le entumecía la piel.
Deseó poder reactivar a Festo. Necesitaba apoyo. Pero le habría llevado varios minutos, incluso si hubiera podido llegar al botón, con aquellos dos tipos alados en medio.
—¿Matar ya? —preguntó Cal a su hermano.
Zetes asintió.
—Lamentablemente, creo que…
—No —insistió Jason.
Parecía bastante tranquilo, pero Leo se imaginaba que le faltaban dos segundos para lanzar aquella moneda en modalidad de gladiador.
—Leo es hijo de Hefesto. No supone una amenaza. Piper es hija de Afrodita. Yo soy hijo de Zeus. Venimos en son de…
A Jason se le entrecortó la voz, pues de repente los dos Boréadas se habían vuelto contra él.
—¿Qué has dicho? —preguntó Zetes—. ¿Eres hijo de Zeus?
—Ejem…, sí —contestó Jason—. Eso es bueno, ¿no? Me llamo Jason.
Cal se quedó tan sorprendido que estuvo a punto de soltar la espada.
—No puede ser Jasón —dijo—. No es igual.
Zetes avanzó y miró la cara de Jason con los ojos entornados.
—No, no es nuestro Jasón. Nuestro Jasón era más elegante. No tanto como yo… pero elegante. Además, nuestro Jasón murió hace milenios.
—Espera —dijo Jason—. Vuestro Jasón… ¿Te refieres al Jasón original? ¿El del Vellocino de Oro?
—Por supuesto —contestó Zetes—. Fuimos tripulantes de su barco, el Argo, en los viejos tiempos, cuando éramos semidioses mortales. Luego aceptamos la inmortalidad con el fin de servir a nuestro padre, para que yo pudiera tener tan buen aspecto todo el tiempo y el tonto de mi hermano pudiera disfrutar de las pizzas y el hockey.
—¡Hockey! —repitió Cal.
—Pero Jasón…, nuestro Jasón…, murió como un mortal —dijo Zetes—. Tú no puedes ser él.
—No lo soy —convino Jason.
—¿Matar, pues? —preguntó Cal.
Era evidente que la conversación estaba exigiendo un gran esfuerzo a sus dos neuronas.
—No —dijo Zetes con pesar—. Si es hijo de Zeus, podría ser el que hemos estado esperando.
—¿Esperando? —preguntó Leo—. ¿En el buen sentido, para colmarlo de premios fabulosos? ¿O en el mal sentido, porque se ha metido en un lío?
—Eso depende de la voluntad de mi padre —dijo una voz de chica.
Leo levantó la mirada hacia la escalera y casi se le paró el corazón. En lo alto había una chica con un vestido blanco. Tenía la piel extrañamente pálida, del color de la nieve, pero su cabello era una exuberante melena morena, y sus ojos eran marrón café. Se centró en Leo sin expresión, ni sonrisa, ni cordialidad. Pero daba igual. Leo estaba enamorado. Era la chica más espectacular que había visto en su vida.
Entonces ella miró a Jason y a Piper, y pareció entender la situación de inmediato.
—Padre querrá ver al llamado Jason —dijo la chica.
—Entonces, ¿es él? —preguntó Zetes con entusiasmo.
—Ya veremos —contestó la chica—. Zetes, trae a nuestros invitados.
Leo agarró el asa de su maletín de bronce. No estaba seguro de cómo lo subiría por la escalera, pero tenía que acercarse a aquella chica y hacerle unas preguntas vitales, como su dirección de correo electrónico y su número de teléfono.
Antes de que diera un paso, ella lo congeló con una mirada. No lo congeló en sentido literal, pero podría haberlo hecho perfectamente.
—Tú no, Leo Valdez —dijo.
En lo más recóndito de su mente, Leo se preguntó cómo sabía su nombre, pero se concentró en lo colado que se sentía.
—¿Por qué no?
Probablemente pareció un llorica de parvulitos, pero no pudo evitarlo.
—Tú no puedes estar en presencia de mi padre —dijo la chica—. Fuego y hielo: no sería prudente.
—O vamos juntos —insistió Jason, posando la mano en el hombro de Leo—, o no vamos.
La chica ladeó la cabeza, como si no estuviera acostumbrada a que la gente se negara a obedecer sus órdenes.
—No sufrirá ningún daño, Jason Grace, a menos que tú causes problemas. Calais, mantén a Leo Valdez aquí. Vigílalo, pero no lo mates.
Cal se puso a hacer pucheros.
—¿Solo un poco?
—No —insistió la chica—. Y ocúpate de su interesante maletín hasta que padre emita un juicio.
Jason y Piper miraron a Leo, formulándole una pregunta silenciosa con sus expresiones: «¿Cómo quieres que lo hagamos?».
Leo sintió una oleada de gratitud. Estaban dispuestos a pelear por él. No pensaban dejarlo a solas con el buey del hockey. Una parte de él quería intentarlo, sacar su nuevo cinturón portaherramientas y ver lo que podía hacer, tal vez incluso lanzar una bola de fuego o dos y calentar aquel sitio. Pero los Boréadas le daban miedo. Y aquella chica espectacular, todavía más, aunque seguía queriendo su número de teléfono.
—No pasa nada, chicos —dijo—. No tiene sentido causar problemas si no es necesario. Id vosotros.
—Escucha a tu amigo —dijo la chica—. Leo Valdez estará totalmente a salvo. Ojalá pudiera decir lo mismo de ti, hijo de Zeus. Y ahora, vamos; el rey Bóreas está esperando.