—¿Leo? —gritó.
Efectivamente, allí estaba, sentado encima de una gigantesca máquina mortal de bronce, sonriendo como un loco. Antes de que aterrizara, la alarma del campamento saltó. Sonó una caracola. Todos los sátiros comenzaron a gritar: «¡No me mates!». La mitad del campamento salió corriendo ataviada con una combinación de pijamas y armaduras. El dragón se posó justo en mitad del prado, y Leo gritó:
—¡Tranquilos! ¡No disparéis!
Los arqueros bajaron sus arcos con indecisión. Los guerreros retrocedieron, manteniendo preparadas sus lanzas y sus espadas. Formaron un ancho corro alrededor del monstruo metálico. Otros semidioses se escondieron detrás de las puertas de sus cabañas o se asomaron por las ventanas. Nadie parecía impaciente por acercarse.
Piper los entendía perfectamente. El dragón era enorme. Relucía al sol matutino como una escultura de peniques viviente —distintos tonos de cobre y bronce—, una serpiente de casi veinte metros de largo con garras de acero, dientes de brocas y brillantes ojos color rubí. Tenía unas alas con forma de murciélago que medían el doble que su cuerpo y se desplegaban como unas velas metálicas, emitiendo un sonido de monedas saliendo de una máquina tragaperras cada vez que aleteaba.
—Es precioso —murmuró Piper.
Los otros semidioses se la quedaron mirando como si estuviera loca.
El dragón levantó la cabeza y lanzó una columna de fuego al cielo. Los campistas se dispersaron y alzaron sus armas, pero Leo se deslizó tranquilamente por el lomo de la criatura. Levantó las manos como si se rindiera, solo que todavía lucía aquella sonrisa de loco en la cara.
—¡Habitantes de la Tierra, vengo en son de paz! —gritó.
Parecía que se hubiera estado revolcando en la fogata. Tenía la chaqueta militar y la cara embadurnadas de hollín. Sus manos estaban manchadas de grasa, y llevaba un cinturón portaherramientas alrededor de la cintura. Tenía los ojos inyectados en sangre. Su cabello rizado estaba tan grasiento que le sobresalía como las púas de un puercoespín, y desprendía un extraño olor a salsa tabasco. Pero parecía totalmente encantado.
—¡Festo solo está saludando!
—¡Esa cosa es peligrosa! —gritó una hija de Ares, blandiendo su lanza—. ¡Mátala ahora mismo!
—¡Retiraos! —ordenó alguien.
Para sorpresa de Piper, se trataba de Jason. Se abrió paso entre la gente a empujones, flanqueado por Annabeth y la chica de la cabaña de Hefesto, Nyssa.
Jason contempló el dragón y movió la cabeza, asombrado.
—¿Qué has hecho, Leo?
—¡He encontrado un medio de transporte! —Leo sonrió—. Dijiste que podría participar en la misión si encontraba un medio de transporte. ¡Pues te he conseguido un bicharraco volador metálico de primera! ¡Festo puede llevarnos a cualquier parte!
—Tiene… alas —dijo Nyssa tartamudeando.
Parecía que se le fuera a caer la mandíbula.
—¡Sí! —le contestó Leo—. Las he encontrado y se las he vuelto a fijar.
—Pero no tenía alas. ¿Dónde las has encontrado?
Leo vaciló, y Piper notó que estaba ocultando algo.
—En… el bosque —dijo—. También le he reparado los circuitos, la mayoría de ellos, así que ya no hay peligro de que se averíe.
—¿La mayoría? —preguntó Nyysa.
La cabeza del dragón se movió nerviosamente. Se ladeó, y un chorro de líquido negro —tal vez aceite; con suerte, solo aceite—, salió de su oreja y cubrió a Leo.
—Solo me falta resolver unos cuantos problemas —dijo Leo.
—Pero ¿cómo has sobrevivido? —Nyssa seguía mirando fijamente a la criatura, asombrada—. El fuego de su boca…
—Soy rápido —contestó Leo—. Y tengo suerte. Bueno, ¿puedo participar en la misión o no?
Jason se rascó la cabeza.
—¿Le has puesto Festo? ¿Sabes que en latín festus significa «feliz»? ¿Quieres que vayamos a salvar el mundo en el Dragón Feliz?
—¡Sí, colega! —dijo Leo—. Bueno, propongo que nos pongamos en marcha, chicos. Ya he cogido provisiones en el…, ejem…, el bosque. Toda esta gente con armas está poniendo nervioso a Festo.
Jason entrecerró los ojos.
—Pero todavía no hemos planeado nada. No podemos…
—Marchaos —dijo Annabeth.
Era la única que no parecía nerviosa en absoluto. Tenía una expresión triste y melancólica, como si aquello le recordara tiempos mejores.
—Jason, solo tenéis tres días hasta el solsticio, y nunca hay que hacer esperar a un dragón nervioso. Sin duda, es un buen presagio. ¡Marchaos!
Jason asintió. Acto seguido, sonrió a Piper.
—¿Estás lista, socia?
Piper miró las alas de bronce reluciendo contra el cielo y aquellas garras que podrían haberla hecho trizas.
—Pues claro —dijo.
Volar sobre el dragón fue para Piper la experiencia más increíble de toda su vida.
En las alturas, el aire era gélido, pero la piel metálica del dragón generaba tanto calor que era como volar en una burbuja protectora. ¡Menudos calentadores de asientos! Y los surcos del lomo del dragón estaban diseñados como sillas de montar de alta tecnología, de modo que no eran nada incómodos. Leo les enseñó a enganchar los pies en las rendijas de la coraza, como en unos estribos, y a utilizar los cinturones de seguridad de cuero ingeniosamente escondidos debajo del revestimiento exterior. Iban sentados en fila: Leo delante, luego Piper y después Jason. Piper era muy consciente de la presencia de Jason detrás de ella. Deseó que él la agarrara, que le rodeara la cintura con los brazos, pero, por desgracia, no lo hizo.
Leo empleaba las riendas para dirigir al dragón por el cielo como si lo hubiera hecho toda la vida. Las alas metálicas funcionaban a la perfección, y al poco rato la costa de Long Island no era más que una línea brumosa detrás de ellos. Sobrevolaron rápidamente Connecticut y ascendieron a las nubes grises de invierno.
Leo les sonrió.
—Mola, ¿verdad?
—¿Y si nos ven? —preguntó Piper.
—La Niebla —dijo Jason—. Impide que los mortales vean cosas mágicas. Si nos ven, seguramente nos confundirán con un pequeño avión o algo por el estilo.
Piper echó una mirada por encima del hombro.
—¿Estás seguro?
—No —reconoció él.
Entonces Piper vio que aferraba una foto con la mano: la imagen de una chica de pelo moreno.
Lanzó a Jason una mirada burlona, pero él se ruborizó y se guardó la foto en el bolsillo.
—Estamos yendo muy rápido. Probablemente lleguemos por la noche.
Piper se moría de ganas de saber quién era la chica de la foto, pero no quería preguntarlo; y si Jason no le daba voluntariamente la información, no era buena señal. ¿Había recordado algo de su vida anterior? ¿Era una foto de su novia de verdad?
«Basta —pensó—. Solo conseguirás torturarte».
Hizo una pregunta menos comprometida.
—¿Adónde vamos?
—A buscar al dios del viento del norte —contestó Jason—. Y a cazar a unos espíritus de la tormenta.