XII
Leo

El bosque no se parecía a ningún lugar que hubiera visto antes. Leo se había criado en un bloque de pisos del norte de Houston. Las cosas más salvajes que había visto habían sido la serpiente cascabel del prado y su tía Rosa en camisón, hasta que lo mandaron a la Escuela del Monte.

Incluso allí, el colegio estaba en el desierto. No había árboles con raíces nudosas con las que tropezar. Ni arroyos en los que caerse. Ni ramas que proyectaran sombras oscuras y espeluznantes, ni búhos que lo miraran con sus grandes ojos reflectantes. Aquello era la dimensión desconocida.

Avanzó dando traspiés hasta que estuvo seguro de que nadie podía verlo desde las cabañas. Entonces invocó el fuego. Las llamas empezaron a danzar por las puntas de sus dedos, arrojando suficiente luz para permitir la visión. No había intentado mantener fuego encendido de forma continua desde que tenía cinco años, en la mesa de picnic. Desde la muerte de su madre, había estado demasiado asustado para intentar algo. Incluso aquel pequeño fuego le hacía sentirse culpable.

Siguió andando, buscando indicios típicos de dragón: huellas gigantescas, árboles pisoteados, franjas de bosque incendiado. Algo tan grande no podía precisamente escabullirse, ¿no? Pero no vio nada. En una ocasión creyó apreciar una silueta grande y peluda parecida a un lobo o un oso, pero la criatura no se acercó al fuego de Leo, lo cual le pareció bien.

Entonces, al fondo de un claro, vio la primera trampa: un cráter de treinta metros de ancho rodeado de cantos rodados.

Leo tuvo que reconocer que era muy ingeniosa. En el centro de la depresión había un tanque metálico del tamaño de una bañera lleno de un burbujeante líquido oscuro: salsa de tabasco y aceite de motor. Sobre un pedestal suspendido encima del tanque, un ventilador eléctrico daba vueltas, esparciendo el humo a través del bosque. ¿Podían oler los dragones metálicos?

El tanque parecía desprotegido, pero Leo miró más de cerca y, a la tenue luz de las estrellas y de su fuego portátil, vio un brillo metálico debajo de la tierra y las hojas: una red de bronce que bordeaba todo el cráter. O tal vez «vio» no era la palabra adecuada: percibió que estaba allí, como si el mecanismo estuviera emitiendo calor, revelándose ante él. Seis grandes tiras de bronce se extendían desde el tanque como los rayos de una rueda. Serían sensibles a la presión, supuso Leo. En cuanto el dragón pisara una, la red saltaría y se cerraría, y voilà: un monstruo envuelto para regalo.

Leo se acercó poco a poco. Colocó el pie en la tira más próxima. Tal como esperaba, no pasó nada. Tenían que haber preparado la red para algo muy pesado. De lo contrario, podrían haber atrapado a un animal, un humano, un monstruo más pequeño, cualquier cosa. Dudaba que en el bosque hubiera otra cosa tan pesada como un dragón metálico. Al menos, eso esperaba.

Avanzó con cuidado por el cráter y se acercó al tanque. El humo era casi insoportable, y le empezaron a llorar los ojos. Se acordó de la ocasión en que tía la Callida (Hera o quien fuera) le había hecho picar jalapeños en la cocina y le había entrado el jugo en los ojos. Un dolor del demonio. Pero, cómo no, ella le había dicho algo en plan: «Aguanta, pequeño héroe. Los aztecas de la tierra natal de tu madre solían castigar a los niños malos sujetándolos encima de una lumbre llena de guindillas. Criaron a muchos héroes de esa forma».

Aquella señora estaba hecha toda una psicópata. Leo se alegraba mucho de formar parte de una misión para rescatarla.

A la tía Callida le habría encantado ese tanque, porque era mucho peor que el jugo de los jalapeños. Leo buscó un detonador, algo que desactivara la trampa, pero no vio nada.

Experimentó un instante de pánico. Nyssa había dicho que había varias trampas como esa en el bosque y que tenían pensado colocar más. ¿Y si el dragón ya había caído en una? ¿Cómo podía encontrarlas todas Leo?

Siguió buscando, pero no vio ningún mecanismo accionador. Ningún botón grande con la palabra OFF. Se le ocurrió que podía no haber ninguno. Empezó a desesperarse… y entonces oyó el sonido.

Parecía más un temblor: la clase de rumor que se oye con las entrañas en lugar de con los oídos. Se puso nervioso, pero no buscó la fuente del sonido. Se limitó a seguir examinando la trampa pensando: «Debe de estar muy lejos. Se está abriendo paso a través del bosque. Tengo que darme prisa».

Entonces oyó un resoplido estridente, como de vapor expulsado por un tubo metálico.

Notó un hormigueo en el cuello. Se volvió despacio. En el borde del foso, a unos quince metros, dos brillantes ojos rojos lo miraban fijamente. La criatura relucía a la luz de la luna, y a Leo le costó creer que algo tan grande se hubiera acercado a él tan deprisa y sin hacer ruido. Se dio cuenta demasiado tarde de que el monstruo tenía la mirada clavada en el fuego de su mano y apagó las llamas.

Todavía podía ver al dragón perfectamente. Medía unos veinte metros del hocico a la cola y su cuerpo estaba hecho de placas de bronce entrelazadas. Sus garras eran del tamaño de cuchillos de carnicero, y su boca estaba llena de cientos de dientes metálicos afilados como dagas. De sus orificios nasales salía vapor. Gruñía como una sierra mecánica cortando un árbol. Podría haber partido fácilmente a Leo por la mitad de un mordisco, o haberlo pisado de lleno. Era lo más hermoso que él había visto jamás, salvo por un problema que daba totalmente al traste con su plan.

—No tienes alas —dijo Leo.

El dragón dejó de gruñir. Ladeó la cabeza como diciendo: «¿Por qué no huyes asustado?».

—Oye, no te ofendas —dijo Leo—. ¡Eres increíble! Madre mía, ¿quién te construyó? ¿Eres hidráulico o funcionas con energía nuclear o qué? Claro que yo te habría puesto alas. ¿Qué clase de dragón no tiene alas? Supongo que a lo mejor eres demasiado pesado para volar. Debería habérmelo imaginado.

El dragón resopló, ahora más confundido. Se suponía que tenía que pisotear a Leo. Aquella conversación no era parte del plan. La criatura dio un paso adelante, y Leo gritó:

—¡No!

El dragón volvió a gruñir.

—Es una trampa, cerebro de bronce —dijo él—. Están intentando cazarte.

El dragón abrió la boca y escupió fuego. Una columna de llamas ardientes cayó sobre Leo, más de lo que él había intentado soportar jamás. Se sintió como si le estuvieran regando con una potente manguera de incendios muy caliente. Le dolió un poco, pero se mantuvo firme. Cuando las llamas cesaron, se encontraba perfectamente. Incluso su ropa estaba bien, algo que Leo no entendía, pero que agradeció. Le gustaba su chaqueta militar y le habría dado bastante vergüenza acabar con los pantalones chamuscados.

El dragón se quedó mirando a Leo. En realidad, su cara no cambió, pues estaba hecha de metal, pero a Leo le pareció interpretar su expresión: «¿Por qué no estás churruscado?». De su pescuezo salió volando una chispa, como si estuviera a punto de sufrir un cortocircuito.

—No puedes quemarme —dijo Leo, tratando de mostrarse severo y calmado.

Nunca había tenido un perro, pero se dirigió al dragón como creía que un humano se dirigía a un perro.

—Quieto, chico. No te acerques más. No quiero que te quedes atrapado. Verás, ellos creen que estás estropeado y que hay que desguazarte. Pero yo no lo creo. Puedo arreglarte si me dejas…

El dragón chirrió, rugió y atacó. La trampa saltó. Del suelo del cráter brotó un sonido digno de mil cubos de basura entrechocándose unos con otros. Salieron volando tierra y hojas, y la red metálica destelló. Leo fue derribado y acabó boca abajo y mojado en salsa tabasco y aceite. Se vio emparedado entre el tanque y el dragón que se revolcaba, tratando de liberarse de la red que los había envuelto a los dos.

El dragón se puso a escupir llamas en todas direcciones, iluminando el cielo y prendiendo fuego a los árboles. El aceite y la salsa ardían por todas partes. A Leo no le dolía, pero le dejó un sabor desagradable en la boca.

—¿Quieres hacer el favor de parar? —gritó.

El dragón siguió retorciéndose. Leo se dio cuenta de que si no se movía acabaría aplastado. No fue fácil, pero consiguió salir de entre el dragón y el tanque. Se abrió paso a través de la red retorciéndose. Por suerte, los agujeros eran lo bastante grandes para un chico delgado.

Echó a correr hacia la cabeza del dragón. La criatura intentó morderle, pero tenía los dientes enredados en la malla. Escupió fuego de nuevo, pero parecía que se estaba quedando sin energía. Esta vez las llamas solo eran anaranjadas y chisporrotearon antes de llegar siquiera a la cara de Leo.

—Oye, tío, les vas a avisar de dónde estás —le advirtió—. Entonces vendrán y sacarán el ácido y las sierras para metal. ¿Es eso lo que quieres?

La mandíbula del dragón emitió un sonido chirriante, como si estuviera intentando hablar.

—Está bien —dijo Leo—. Tendrás que confiar en mí.

Y se puso manos a la obra.

Le llevó casi una hora encontrar el panel de control. Estaba justo detrás de la cabeza del dragón, lo cual era lógico. Había decidido mantener al dragón en la red, pues era más fácil trabajar con la criatura inmovilizada, pero al dragón no le gustó.

—¡Estate quieto! —lo reprendió Leo.

El dragón emitió otro sonido chirriante que podría haber sido un quejido.

Leo examinó los cables del interior de la cabeza del dragón. Le distrajo un sonido del bosque, pero cuando alzó la vista vio que no era más que una ninfa de los árboles —una dríade, creía que se llamaban— que estaba apagando las llamas de sus ramas. Afortunadamente, el dragón no había provocado un incendio forestal, pero aun así la dríade no estaba nada contenta. El vestido de la chica echaba humo. Apagó las llamas con una manta sedosa y cuando vio que Leo la estaba mirando, hizo un gesto que probablemente se consideraba muy grosero en la tierra de las dríades. A continuación desapareció en una nube de niebla verdosa.

Leo se concentró de nuevo en la instalación eléctrica. Era ingeniosa, desde luego, y le resultaba comprensible. Eso era el relé de control del motor. Eso procesaba las señales sensoriales de los ojos. Ese disco…

—¡Ja! —dijo—. No me extraña que estés así.

—¿Cric? —preguntó el dragón con la mandíbula.

—Tienes un disco de control corroído. Probablemente regula tus circuitos de razonamiento superiores, ¿verdad? Tienes el cerebro oxidado, tío. No me extraña que estés un poco… confundido —estuvo a punto de decir «loco», pero se contuvo—. Ojalá tuviera un disco de recambio, pero… es una pieza de circuitos compleja. Voy a tener que sacarlo y limpiarlo. Solo será un momento.

Extrajo el disco, y el dragón se quedó totalmente inmóvil. El brillo de sus ojos se apagó. Leo se deslizó por el lomo de la criatura y empezó a pulir el disco. Limpió el aceite y la salsa tabasco con la manga, lo que ayudó a penetrar en la mugre, pero cuanto más limpiaba, más se preocupaba. Parte de los circuitos eran irreparables. Lo podía arreglar, pero no dejarlo perfecto. Para eso necesitaría un disco totalmente nuevo, y no tenía ni idea de cómo crear uno.

Procuró trabajar deprisa. No estaba seguro del tiempo que podía permanecer el disco extraído sin dañar al dragón —tal vez no había un límite—, pero no quería correr riesgos. Una vez que lo hubo reparado lo mejor que pudo, volvió a trepar a la cabeza del dragón y empezó a limpiar los cables y las cajas de engranajes, ensuciándose mientras tanto.

—Manos limpias, herramienta sucias —murmuró, un comentario que solía hacer su madre.

Cuando hubo acabado, tenía las manos negras de grasa y su ropa estaba tan sucia que parecía que hubiera perdido un combate de lucha en el barro, pero los mecanismos tenían mucho mejor aspecto. Introdujo el disco, conectó el último cable y salieron chispas volando. El dragón vibró. Sus ojos empezaron a brillar.

—¿Mejor? —preguntó Leo.

El dragón emitió un sonido como una broca de alta velocidad. Abrió la boca, y todos sus dientes giraron.

—Supongo que eso es un sí. Espera, te voy a soltar.

Otros treinta minutos para encontrar las abrazaderas que soltaban la red y para desenredar al dragón, pero finalmente la criatura se levantó y se sacudió el último trozo de red del lomo. Entonces rugió triunfalmente y lanzó fuego al cielo.

—En serio —dijo Leo—, ¿no sabes estar sin lucirte?

«¿Cric?», preguntó el dragón.

—Necesitas un nombre —decidió Leo—. Te llamaré Festo.

El dragón rechinó los dientes y sonrió. Al menos, Leo esperaba que eso fuera una sonrisa.

—Guay —dijo—, pero seguimos teniendo un problema, porque no tienes alas.

Festo ladeó la cabeza y expulsó humo. A continuación agachó el lomo en un gesto inconfundible. Quería que Leo se subiera encima de él.

—¿Adónde vamos? —preguntó Leo.

Pero estaba demasiado emocionado para esperar una respuesta. Se subió al lomo de Festo, y el dragón se internó en el bosque.

Leo perdió la noción del tiempo y todo sentido de la orientación. Parecía imposible que el bosque fuera tan hondo y silvestre, pero el dragón avanzó hasta que los árboles se volvieron como rascacielos y el manto de hojas tapó por completo las estrellas. Ni siquiera el fuego de la mano de Leo podría haber iluminado el camino, pero los brillantes ojos rojos del dragón servían de faros.

Finalmente cruzaron un arroyo y llegaron a un punto muerto, una pared de piedra caliza de treinta metros de altura: una masa sólida y escarpada por la que el dragón no podía trepar.

Festo se detuvo en la base y levantó una pata, como un perro señalando.

—¿Qué pasa?

Leo se deslizó al suelo. Se acercó a la pared, pero no vio más que roca sólida. El dragón siguió señalando.

—No se va a apartar del camino —le dijo Leo.

El cable suelto del pescuezo del dragón echó chispas, pero por lo demás la criatura permaneció inmóvil. Leo acercó la mano a la barrera de roca. De repente, sus dedos empezaron a arder. Líneas de fuego se extendían de las puntas de sus dedos como pólvora encendida, chisporroteando a través de la piedra caliza. Las líneas ardientes corrieron a través de la cara del risco hasta perfilar una brillante puerta roja cinco veces más grande que Leo. Él retrocedió, y la puerta se abrió de forma inquietantemente silenciosa para tratarse de una losa de piedra tan grande.

—Perfectamente nivelada —murmuró—. Ingeniería de primera.

El dragón se movió y entró, como si estuviera volviendo a casa.

Leo pasó, y la puerta empezó a cerrarse. Experimentó un instante de pánico al acordarse de la noche que se había quedado encerrado en el taller de máquinas, hacía muchos años. ¿Y si quedaba atrapado allí? Pero entonces las luces se encendieron parpadeando: una combinación de fluorescentes eléctricos y antorchas fijadas en las paredes. Cuando Leo vio la cueva, se olvidó de la idea de marcharse.

—Festo —murmuró—, ¿dónde estamos?

El dragón se dirigió al centro de la estancia dando fuertes pisotones y dejando huellas en el polvo espeso, y se acurrucó en una gran plataforma circular.

La cueva era del tamaño de un hangar para aviones, con innumerables mesas de trabajo y jaulas de almacenamiento, hileras de puertas del tamaño de las de un garaje a lo largo de cada pared y escaleras que subían a una red de pasarelas situadas en lo alto. Había herramientas por todas partes: elevadores hidráulicos, sopletes para soldar, monos aislantes, palas neumáticas, carretillas elevadoras, además de algo que se parecía sospechosamente a una cámara de reacción nuclear. Había tableros de anuncios cubiertos de planos gastados y desvaídos. Y armas, armaduras, escudos…, pertrechos de guerra por todas partes, muchos solo parcialmente acabados.

Colgada de unas cadenas muy por encima de la plataforma del dragón, había una vieja pancarta tan desvaída que casi no se podía leer. Las letras estaban en griego, pero de algún modo Leo sabía lo que decían: BÚNKER 9.

¿Se refería al nueve de la cabaña de Hefesto o a que había otros nueve? Leo miró a Festo, que seguía acurrucado en la plataforma, y le dio la impresión de que el dragón parecía tan contento porque estaba en casa. Probablemente había sido creado en aquella plataforma.

—¿Saben los otros chicos…?

La pregunta de Leo se interrumpió antes de concluir. Estaba claro que aquel lugar llevaba décadas abandonado. Las telarañas y el polvo lo cubrían todo. El suelo no mostraba pisadas salvo las de él y las enormes huellas de las garras del dragón. Leo era la primera persona que entraba en el búnker desde… desde hacía mucho tiempo. El búnker 9 había sido abandonado con muchos proyectos a medio acabar sobre las mesas. Encerrados y olvidados, pero… ¿por qué?

Miró un plano de la pared —un plano de guerra del campamento—, pero estaba agrietado y amarillento como papel de cebolla. Una fecha al pie rezaba «1864».

—No puede ser —murmuró.

Entonces vio un plano en un tablón que tenía cerca y el corazón casi le salió por la boca. Corrió a la mesa de trabajo y contempló un dibujo con líneas blancas tan desvaído que casi era irreconocible: un barco griego representado desde distintos ángulos. Debajo, unas palabras garabateadas débilmente rezaban: ¿PROFECÍA? POCO CLARA. ¿VUELO?

Era el barco que había visto en sueños: el barco volador. Alguien había intentado construirlo allí, o al menos había esbozado la idea. Luego había quedado abandonado, olvidado…, una profecía todavía pendiente. Y lo más raro de todo era que el mascarón de proa era exactamente como el que Leo había dibujado cuando tenía cinco años: la cabeza de un dragón.

—Se parece a ti, Festo —murmuró—. Da miedo.

El mascarón de proa le provocó una sensación de inquietud, pero en la cabeza de Leo se agolpaban demasiadas preguntas más para detenerse en ello. Tocó el plano con la esperanza de poder llevárselo para estudiarlo, pero el papel se agrietó al contacto, de modo que lo dejó. Buscó otras pistas. No había barcos, ni piezas que parecieran formar parte de ese proyecto, pero había muchas puertas y almacenes para explorar.

Festo resopló como si tratara de llamar la atención de Leo, recordándole que no tenían toda la noche. Era verdad. Leo calculó que amanecería al cabo de unas horas, y se había despistado por completo. Había salvado al dragón, pero no iba a servirle de ayuda en la misión. Necesitaba algo que pudiera volar.

Festo empujó algo en dirección a él: un cinturón portaherramientas de cuero que había sido abandonado al lado de su plataforma de construcción. A continuación, el dragón activó los haces de sus brillantes ojos rojos y los enfocó hacia el techo. Leo alzó la vista a donde estaban enfocando las luces y lanzó un grito al reconocer las figuras colgadas encima de ellos en la oscuridad.

—Festo —dijo con una vocecilla—, tenemos trabajo que hacer.