A Piper le ponía los pelos de punta la idea de asistir a la fogata. Le hacía pensar en la enorme hoguera morada de sus sueños y en su padre atado a una estaca.
Lo que se encontró era casi más aterrador: gente cantando a coro. Los escalones del anfiteatro estaban tallados en la ladera de una colina, de cara al foso bordeado de piedras. Cincuenta o sesenta chicos llenaban las filas, apiñados en grupos bajo varias banderas.
Piper vio a Jason en la parte de delante junto a Annabeth. Leo estaba cerca, sentado con un puñado de chicos de aspecto fornido debajo de una bandera gris metálico decorada con un martillo. Frente al fuego, media docena de campistas con guitarras y extrañas harpas anticuadas —¿liras?— daban saltos, entonando una canción sobre las piezas de una armadura, algo relacionado con la vestimenta de su abuela para la guerra. Todo el mundo cantaba con ellos e indicaba con gestos las piezas de la armadura y bromeaba. Muy posiblemente, era lo más raro que Piper había visto en su vida: una de esas canciones de fogata que habría resultado totalmente bochornosa de día; pero en la oscuridad, con la participación de todo el mundo, era bastante cursi y divertida. A medida que la energía aumentaba, las llamas también aumentaron y pasaron del color rojo al naranja y el dorado.
Finalmente, la canción terminó con un montón de ruidosos aplausos. Un hombre montado a caballo se acercó trotando. Al menos, a la luz parpadeante de la fogata, Piper pensó que era un hombre montado a caballo. Entonces se dio cuenta de que era un centauro: la mitad inferior, de un caballo blanco, y la superior, de un hombre de mediana edad con el pelo rizado y una barba recortada. Blandía una lanza ensartada con malvavisco tostado.
—¡Muy bien! Un recibimiento especial para nuestros nuevos invitados. Soy Quirón, el director de actividades del campamento, me alegro de que todos hayáis llegado vivos y con la mayoría de las extremidades intactas. Os prometo que dentro de un momento comeremos galletas con chocolate y malvavisco, pero antes…
—¿Qué pasa con el juego de la caza de la bandera? —chilló alguien.
Brotaron gruñidos entre algunos chicos con armadura sentados bajo una bandera roja con el emblema de la cabeza de un jabalí.
—Sí —contestó el centauro—. Sé que los de la cabaña de Ares están deseando volver al bosque para jugar.
—¡Y matar a gente! —gritó uno de ellos.
—Sin embargo —dijo Quirón—, hasta que el dragón esté controlado, no será posible. Cabaña nueve, ¿algo de lo que informar al respecto?
El centauro se volvió hacia el grupo de Leo. Leo guiñó el ojo a Piper e hizo como si le disparara con una pistola invisible. La chica que tenía al lado se levantó con nerviosismo. Llevaba una chaqueta militar muy parecida a la de Leo y el pelo cubierto con un pañuelo rojo.
—Estamos trabajando en ello.
Más gruñidos.
—¿Cómo, Nyssa? —preguntó un chico de la cabaña de Ares.
—Muy duro —contestó la chica.
Nyssa se sentó acompañada de abundantes gritos y quejas, que hicieron que el fuego chisporroteara de forma caótica. Quirón pateó las piedras del foso de la hoguera con sus cascos —clac, clac, clac—, y los campistas se quedaron callados.
—Tendremos que ser pacientes —dijo Quirón—. Mientras tanto, tenemos asuntos más urgentes que tratar.
—¿Y Percy? —preguntó alguien.
El fuego se atenuó todavía más, pero Piper no necesitaba las llamas ambientales para percibir la inquietud de la gente.
Quirón señaló con la mano a Annabeth. La chica respiró hondo y se levantó.
—No he encontrado a Percy —anunció. Su voz se entrecortó un poco al decir su nombre—. No estaba en el Gran Cañón, como yo creía. Pero no vamos a rendirnos. Tenemos equipos por todas partes. Grover, Tyson, Nico, las Cazadoras de Artemisa: todo el mundo lo está buscando. Lo encontraremos. Quirón ha propuesto otra cosa. Una nueva misión.
—Es la Gran Profecía, ¿verdad? —gritó una chica.
Todo el mundo se volvió a la vez. La voz procedía de un grupo de chicos que se encontraban al fondo, sentados bajo una bandera de color rosa con el emblema de una paloma. Habían estado charlando entre ellos sin prestar demasiada atención hasta que su líder se levantó: Drew.
El resto de personas se quedaron sorprendidas. Al parecer, Drew no se dirigía a la multitud muy a menudo.
—¿Drew? —dijo Annabeth—. ¿A qué te refieres?
—Venga ya —Drew extendió las manos como si la verdad fuera algo evidente—. El Olimpo está cerrado. Percy ha desaparecido. Hera te manda una visión y vuelves con tres semidioses nuevos en un solo día. Está pasando algo raro. La Gran Profecía ha empezado, ¿verdad?
Piper susurró a Rachel:
—¿Qué es eso de la Gran Profecía?
Entonces se dio cuenta de que el resto de los presentes también estaba mirando a Rachel.
—¿Y bien? —gritó Drew—. Tú eres el oráculo. ¿Ha empezado o no?
Los ojos de Rachel daban miedo a la luz del fuego. Piper temía que se pusiera rígida y la poseyera otra vez una extraña diosa de los pavos reales, pero dio un paso adelante con serenidad y se dirigió al campamento.
—Sí —dijo—. La Gran Profecía ha empezado.
Se armó un tremendo jaleo.
Piper llamó la atención de Jason. Él dijo con los labios: «¿Estás bien?». Ella asintió y entonces esbozó una sonrisa, pero a continuación apartó la vista. Resultaba demasiado doloroso verlo y no estar con él.
Cuando por fin cesaron las conversaciones, Rachel dio otro paso hacia el público, y más de cincuenta semidioses se apartaron de ella, como si una mortal pelirroja y flacucha fuera más intimidante que todos ellos juntos.
—Para los que no la hayáis oído —dijo Rachel—, la Gran Profecía fue mi primera predicción. Llegó en agosto. Dice así:
Siete mestizos responderán a la llamada.
Bajo la tormenta o el fuego, el mundo debe caer…
Jason se levantó de repente. Tenía una mirada de loco, como si le hubieran disparado con una pistola eléctrica.
Incluso Rachel pareció sorprendida.
—¿J… Jason? —dijo—. ¿Qué…?
—Ut cum spiritu postrema sacramentum dejuremus —recitó—. Et hostes ornamenta addent ad ianuam necem.
Un silencio incómodo se instaló en el grupo. Piper veía por sus caras que varios estaban intentando traducir los versos. Sabía que estaban en latín, pero no estaba segura de por qué el que esperaba fuera su futuro novio de repente estaba recitando como un sacerdote católico.
—Acabas… de pronunciar la profecía —dijo Rachel tartamudeando—. «… Un juramento que mantener con un último aliento. Y los enemigos en armas ante las Puertas de la Muerte». ¿Cómo has conseguido…?
—Conozco esos versos —Jason hizo una mueca y se llevó las manos a las sienes—. No sé cómo, pero conozco la profecía.
—En latín, nada menos —gritó Drew—. Guapo y listo.
Se oyeron risitas procedentes de la cabaña de Afrodita. «Dios, qué panda de pringadas», pensó Piper. Pero eso no ayudó a aliviar la tensión. La fogata emitía un tono verde nervioso y caótico.
Jason se sentó con cara de vergüenza, pero Annabeth le puso una mano en el hombro y le murmuró algo tranquilizador. Piper sintió celos. Debería haber sido ella la que estuviera a su lado, consolándolo.
Rachel Dare todavía parecía un poco afectada. Lanzó una mirada hacia atrás a Quirón en busca de asesoramiento, pero el centauro permaneció serio y callado, como si estuviera viendo una obra de teatro que no podía interrumpir: una tragedia que acababa con un montón de muertos en el escenario.
—Bueno —dijo Rachel, tratando de recuperar la compostura—. Así que esa es la Gran Profecía. Esperaba que tardara años en cumplirse, pero me temo que está empezando. No puedo daros ninguna prueba. Solo es una impresión. Y como ha dicho Drew, está pasando algo raro. Los siete semidioses, quienesquiera que sean, todavía no se han reunido. Tengo la sensación de que algunos están presentes esta noche y de que otros no.
Los campistas empezaron a moverse y a murmurar, mirándose unos a otros con nerviosismo, hasta que una voz soñolienta gritó entre la multitud:
—¡Estoy aquí! Ah…, ¿estabais pasando lista?
—Vuelve a dormirte, Clovis —chilló alguien, y muchas personas se echaron a reír.
—En fin —prosiguió Rachel—, no sabemos lo que significa la Gran Profecía. No sabemos el desafío al que se enfrentarán los semidioses, pero, como la primera Gran Profecía predijo la guerra de los titanes, podemos suponer que la segunda predecirá algo como mínimo igual de malo.
—O peor —murmuró Quirón.
Tal vez no pretendía que todos le oyeran, pero eso es lo que pasó. Inmediatamente la fogata adquirió un tono púrpura oscuro, el mismo color del sueño de Piper.
—Lo que sí sabemos —dijo Rachel— es que la primera fase ha empezado. Ha surgido un problema importante y necesitamos emprender una misión para solucionarlo. Hera, la reina de los dioses, ha sido capturada.
Silencio de estupefacción. Los cincuenta semidioses empezaron a hablar al unísono.
Quirón golpeó de nuevo con su casco, pero aun así Rachel tuvo que esperar para volver a captar la atención de los presentes.
Les habló del incidente de la plataforma del Gran Cañón: que Gleeson Hedge se había sacrificado cuando los espíritus de la tormenta habían atacado y que los espíritus habían advertido que solo era el principio. Al parecer servían a una gran señora que pretende destruir a todos los semidioses.
A continuación Rachel les habló del desmayo de Piper en la cabaña de Hera. Piper trató de mantener una expresión serena, incluso cuando vio a Drew en la fila del fondo imitando un desvanecimiento y a sus amigas riéndose tontamente. Al final, les habló de la visión que había tenido Jason en la sala de estar de la Casa Grande. El mensaje que Hera le había transmitido era tan parecido que a Piper le recorrió un escalofrío. La única diferencia era que Hera había advertido a Piper que no la traicionara: «Si te doblegas a su voluntad, su rey se alzará y nos condenará a todos». Hera estaba al corriente de la amenaza del gigante. Pero si eso era cierto, ¿por qué no había avisado a Jason y había desenmascarado a Piper como agente enemiga?
—Jason —dijo Rachel—, ejem…, ¿te acuerdas de tu apellido?
Él parecía cohibido, pero negó con la cabeza.
—Entonces te llamaremos simplemente Jason —dijo Rachel—. Está claro que Hera te ha encargado una misión.
Rachel hizo una pausa, como para dar a Jason la oportunidad de oponerse a su destino. Todas las miradas estaban posadas en él; la presión era tal que Piper pensó que ella se habría venido abajo en su situación. Sin embargo, él se mostró valiente y decidido. Apretó la mandíbula y asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo.
—Deberás salvar a Hera para impedir un gran mal —prosiguió Rachel—. Que se alce algún tipo de rey. Por motivos que todavía no entendemos, deberá ocurrir en el solsticio de invierno, a solo cuatro días de hoy.
—Es el día del consejo de los dioses —señaló Annabeth—. Si los dioses todavía no saben que Hera ha desaparecido, sin duda para entonces se percatarán de su ausencia. Probablemente empiecen a pelearse, acusándose unos a otros de haberla capturado. Es lo que suelen hacer.
—El solsticio de invierno —dijo Quirón— también es el momento de mayor oscuridad. Los dioses se reúnen ese día, como siempre han hecho los mortales, porque la unión hace la fuerza. El solsticio es un día en el que la magia perversa es muy fuerte. Magia antigua, más vieja que los dioses. Es un día en el que las cosas… se agitan.
Lo dijo como si agitar fuera algo totalmente siniestro: como si fuera un crimen en primer grado, no algo que se hacía con el zumo embotellado antes de beberlo.
—De acuerdo —dijo Annabeth, fulminando con la mirada al centauro—. Gracias, capitán Sol. Sea lo que sea lo que esté pasando, estoy de acuerdo con Rachel. Jason ha sido elegido para dirigir esta misión, así que…
—¿Por qué no ha sido reconocido? —gritó alguien de la cabaña de Ares—. Si es tan importante…
—Ha sido llamado —anunció Quirón—. Hace mucho. Jason, hazles una demostración.
Al principio, Jason no pareció entenderle. Dio un paso adelante con nerviosismo, pero Piper no pudo evitar pensar lo espectacular que estaba con su cabello rubio brillando a la luz del fuego y sus facciones regias como las de una estatua romana. Lanzó una mirada a Piper, y ella asintió de forma alentadora. La chica hizo un gesto como si lanzara una moneda al aire.
Jason se metió la mano en el bolsillo. La moneda lanzó destellos en el aire, y cuando la atrapó con la mano, estaba sujetando una lanza: una barra de oro de un metro ochenta de alto con una punta en un extremo.
Los otros semidioses se quedaron boquiabiertos. Rachel y Annabeth retrocedieron para evitar la punta, que parecía puntiaguda como un punzón de hielo.
—¿No era…? —Annabeth vaciló—. Creía que tenías una espada.
—Bueno…, creo que ha salido cara —dijo Jason—. La misma moneda, pero un arma de largo alcance.
—¡Colega, yo quiero una! —gritó alguien de la cabaña de Ares.
—¡Es mejor que la lanza eléctrica de Clarisse, Lamer! —convino uno de sus hermanos.
—Eléctrica —murmuró Jason, como si fuera una buena idea—. Retiraos.
Annabeth y Rachel captaron el mensaje. Jason levantó la jabalina, y un trueno hendió el cielo. A Piper se le erizó todo el vello de los brazos. El relámpago descendió a través de la punta dorada de la lanza y alcanzó la fogata con la fuerza de un obús.
Cuando el humo se despejó y el zumbido disminuyó en los oídos de Piper, vio que todo el campamento permanecía paralizado de asombro, medio ciego, cubierto de cenizas, mirando fijamente el lugar donde antes estaba la lumbre. Llovían cenizas por todas partes. Un madero encendido se había ensartado a escasos centímetros del chico durmiente, Clovis, que ni se había inmutado.
Jason bajó la lanza.
—Esto…, perdón.
Quirón se quitó unas ascuas encendidas de la barba. Hizo una mueca como si sus peores temores se hubieran confirmado.
—Tal vez te has pasado un poco de la raya, pero nos has convencido. Creo que sabemos quién es tu padre.
—Júpiter —dijo Jason—. Digo, Zeus. El señor del cielo.
Piper no pudo evitar sonreír. Era perfectamente lógico. El dios más poderoso, el padre de todos los grandes héroes de los mitos antiguos: el padre de Jason no podía ser otro.
Al parecer, el resto del campamento no estaba tan seguro. Estalló el caos, con docenas de personas haciendo preguntas, hasta que Annabeth levantó los brazos.
—¡Un momento! —dijo—. ¿Cómo es posible que sea hijo de Zeus? Los Tres Grandes… Su pacto de no tener hijos mortales… ¿Cómo es posible que no hayamos sabido antes de él?
Quirón no contestó, pero a Piper le dio la impresión de que lo sabía. Y de que la verdad no era una buena noticia.
—Lo importante es que Jason está ahora aquí —dijo Rachel—. Tiene que cumplir una misión, lo que significa que necesitará su propia profecía.
Cerró los ojos y se desvaneció. Dos campistas se adelantaron apresuradamente para sujetarla. Un tercero corrió a un lado del anfiteatro y cogió un taburete de bronce con tres patas, como si hubieran sido entrenados para esa función. Sentaron a Rachel con cuidado en el taburete delante de la fogata desbaratada. Sin el fuego, la noche era oscura, pero una niebla verdosa empezó a arremolinarse alrededor de los pies de la chica. Cuando abrió los ojos, estaban brillantes. Un humo color esmeralda le brotó de la boca. La voz que salió de ella era áspera y antigua: el sonido que emitiría una serpiente si pudiera hablar:
Hijo del rayo, de la tierra guárdate.
La venganza de los gigantes a los siete verá nacer.
La fragua y la paloma romperán la celda.
Y la muerte se desatará con la ira de Hera.
Al pronunciar la última palabra, Rachel se desplomó, pero sus ayudantes estaban esperando para cogerla. La apartaron de la fogata y la colocaron en el rincón para que descansara.
—¿Es normal? —preguntó Piper. Y enseguida se dio cuenta de que había roto el silencio y todo el mundo estaba mirándola—. Quiero decir…, ¿echa humo verde a menudo?
—¡Oh, dioses, mira que eres corta! —dijo Drew con desprecio—. Acaba de pronunciar una profecía: ¡la profecía de Jason para salvar a Hera! ¿Por qué no te…?
—Drew —le espetó Annabeth—, Piper ha hecho una pregunta razonable. Hay algo en esa profecía que desde luego no es normal. Si el hecho de romper la celda de Hera desata su ira y provoca muchas muertes…, ¿por qué íbamos a liberarla? Podría ser una trampa o… o tal vez Hera se vuelva contra los que vayan a rescatarla. Nunca se ha portado bien con los héroes.
Jason se levantó.
—No tengo muchas opciones. Hera me ha robado la memoria. Necesito recuperarla. Además, no podemos no ayudar a la reina de los cielos si está en apuros.
Una chica de la cabaña de Hefesto se levantó: Nyssa, la del pañuelo rojo.
—Tal vez. Pero deberías escuchar a Annabeth. Hera puede ser vengativa. Tiró a su propio hijo, nuestro padre, por una montaña solo porque era feo.
—Muy feo —añadió en tono de mofa alguien de la cabaña de Afrodita.
—¡Cállate! —gruñó Nyssa—. También tenemos que averiguar por qué hay que guardarse de la tierra. ¿Y qué es la venganza de los gigantes? ¿A qué nos estamos enfrentando que es tan poderoso para secuestrar a la reina de los cielos?
Nadie contestó, pero Piper se fijó en que Annabeth y Quirón intercambiaron palabras en silencio. A Piper le pareció que decían algo como:
Annabeth: «La venganza de los gigantes… No, no puede ser».
Quirón: «No hables de eso aquí. No los asustes».
Annabeth: «¡Me estás tomando el pelo! No podemos tener tan mala suerte».
Quirón: «Luego, niña. Si lo contaras todo, se aterrorizarían».
Piper sabía que era una locura pensar que podía interpretar tan bien las expresiones de dos personas a las que apenas conocía. Pero estaba totalmente segura de que los entendía, y eso le daba un miedo atroz.
Annabeth respiró hondo.
—Es la misión de Jason —anunció—, así que la decisión es de él. Por supuesto, es el hijo del rayo. Según la tradición, puede elegir a dos compañeros.
Alguien de la cabaña de Hermes chilló:
—Pues que te elija a ti, Annabeth. Tú eres la que tiene más experiencia.
—No, Travis —dijo Annabeth—. En primer lugar, yo no voy a ayudar a Hera. Cada vez que lo he intentado, me ha engañado o ha vuelto para hacerme daño luego. Olvídalo. Ni hablar. En segundo lugar, me marcho a primera hora de la mañana a buscar a Percy.
—Está relacionado —dijo inesperadamente Piper, sin saber cómo se había armado de valor—. Sabes que es verdad, ¿no? Este asunto, la desaparición de tu novio… todo está relacionado.
—¿Cómo? —preguntó Drew—. Si tan lista eres, dime cómo.
Piper intentó darle una respuesta, pero fue incapaz.
Annabeth la salvó.
—Puede que tengas razón, Piper. Si está relacionado, lo averiguaré de la otra forma: buscando a Percy. Como he dicho, no pienso correr a rescatar a Hera, aunque su desaparición provoque otra vez peleas entre los olímpicos. Pero hay otro motivo por el que no puedo ir: la profecía dice otra cosa.
—Dice a quién debo elegir —convino Jason—. La forja y la paloma romperán la celda. La forja es el símbolo de Vul… Hefesto.
Nyssa dejó caer los hombros bajo la bandera de la cabaña nueve, como si le hubieran dado un pesado yunque para que cargara con él.
—Si tienes que guardarte de la tierra —dijo—, deberías evitar viajar por vía terrestre. Necesitarás transporte aéreo.
Piper se disponía a decir que Jason podía volar, pero se lo pensó mejor. Le correspondía a Jason decirlo, y optó por no dar esa información. Tal vez pensaba que ya los había asustado bastante por una noche.
—El carro volador está roto —continuó Nyssa— y estamos usando los pegasos para buscar a Percy. Pero a lo mejor desde la cabaña de Hefesto podemos idear otra cosa para ayudar. Ahora que Jake está incapacitado, yo soy la campista mayor. Puedo ofrecerme voluntaria para la misión.
No parecía entusiasmada.
Entonces Leo se levantó. Había estado tan callado que Piper casi se había olvidado de que estaba allí, lo cual era totalmente impropio de Leo.
—Iré yo —dijo.
Sus compañeros de cabaña se movieron. Varios intentaron hacerle sentar de nuevo, pero Leo se resistió.
—No, iré yo. Sé que debo ir. Tengo una idea para el problema del transporte. Déjame intentarlo. ¡Puedo arreglarlo!
Jason lo observó por un momento. Piper estaba segura de que iba a decirle a Leo que no, pero entonces sonrió.
—Empezamos esto juntos, Leo. Me parece justo que vengas. Si nos consigues un medio de transporte, estás en el grupo.
—¡Sí!
Leo dio un puñetazo al aire.
—Será peligroso —le advirtió Nyssa—. Dificultades, monstruos, terribles sufrimientos. Quizá ninguno de vosotros vuelva vivo.
—Ah —de repente Leo no parecía tan entusiasmado. Acto seguido se acordó de que todos lo estaban mirando—. Quiero decir… ¡Ah, qué guay! ¿Sufrimiento? ¡Me encanta sufrir! Vamos allá.
Annabeth asintió.
—Ahora solo te queda elegir al tercer miembro de la misión, Jason. La paloma…
—¡Ah, por supuesto! —Drew estaba de pie sonriendo a Jason—. La paloma es Afrodita. Todo el mundo lo sabe. Soy toda tuya.
Piper apretó los puños. Dio un paso adelante.
—No.
Drew puso los ojos en blanco.
—Venga ya, cochambrosa. Déjame en paz.
—Yo tuve la visión de Hera, no tú. Tengo que hacerlo.
—Todo el mundo puede tener una visión —dijo Drew—. Solo estabas en el sitio adecuado en el momento adecuado —se volvió hacia Jason—. Oye, luchar está bien. Y la gente que construye cosas… —Miró a Leo despectivamente—. Bueno, supongo que alguien tiene que mancharse las manos. Pero necesitas encanto a tu lado. Yo puedo ser muy persuasiva. Podría serte de gran ayuda.
Los campistas empezaron a murmurar sobre lo persuasiva que podía ser Drew. Piper vio que Drew los estaba convenciendo. Incluso Quirón estaba rascándose la barba, como si la participación de Drew de repente le pareciera lógica.
—Bueno… —dijo Annabeth—. De acuerdo con la redacción de la profecía…
—No —la voz de Piper le sonó extraña incluso a sí misma: más insistente y con un tono más sonoro—. Tengo que ir yo.
Entonces ocurrió algo de lo más raro. Todo el mundo empezó a asentir, murmurando que, hummm, Piper también tenía razón. Drew miró a su alrededor con incredulidad. Incluso algunos de sus compañeros de cabaña estaban asintiendo.
—¡Ni hablar! —espetó Drew a la multitud—. ¿Qué puede hacer Piper?
Piper intentó contestar, pero su seguridad empezó a disminuir. ¿Qué podía ofrecer ella? No sabía luchar, ni hacer planes, ni arreglar cosas. No tenía talento para nada salvo para meterse en líos y convencer de vez en cuando a la gente para que hiciera cosas ridículas.
Además, era una mentirosa. Necesitaba participar en la misión por motivos que iban más allá de Jason, y, si participaba, acabaría traicionándolos a todos. Oyó la voz del sueño: «Cumplirás nuestras órdenes y podrás salir con vida». ¿Cómo podía elegir entre ayudar a su padre y ayudar a Jason?
—Bueno —dijo Drew con aire de suficiencia—, supongo que ya está decidido.
De repente hubo un grito ahogado colectivo. Todo el mundo se quedó mirando a Piper como si acabara de explotar. Se preguntaba qué había hecho mal. Entonces se dio cuenta de que tenía una luz rojiza a su alrededor.
—¿Qué? —preguntó.
Miró encima de ella, pero no tenía ningún símbolo ardiente como el que había aparecido sobre Leo. A continuación miró hacia abajo y lanzó un grito.
Su ropa… ¿Qué demonios llevaba puesto? Odiaba los vestidos. No tenía ninguno. Pero ahora estaba engalanada con un precioso traje sin mangas blanco que le llegaba a los tobillos, con un escote en pico tan bajo que resultaba de lo más bochornoso. Unos delicados brazaletes de oro rodeaban sus bíceps. Un intrincado collar de ámbar, coral y flores de oro relucía en su pecho, y su cabello…
—Dios mío —dijo—. ¿Qué ha pasado?
Annabeth, pasmada, señaló la daga de Piper, que ahora se hallaba engrasada y reluciente, colgando de su costado en un cordón dorado. Piper no quería sacarla. Tenía miedo de lo que vería, pero la curiosidad le pudo. Desenvainó Katoptris y contempló su reflejo en la bruñida hoja de metal. Su cabello estaba perfecto: exuberante, largo y de color chocolate, trenzado con cintas doradas a un lado de forma que le caía sobre el hombro. Incluso iba maquillada, mejor de lo que Piper jamás sabría arreglarse: sutiles toques que teñían sus labios de color rojo cereza y resaltaban los distintos tonos de sus ojos.
Estaba… estaba…
—Preciosa —exclamó Jason—. Piper, estás… estás… tremenda.
En otras circunstancias, habría sido el momento más feliz de su vida. Pero todo el mundo la estaba mirando fijamente como si fuera un bicho raro. La cara de Drew rebosaba horror y repugnancia.
—¡No! —gritó—. ¡No es posible!
—Esta no soy yo —protestó Piper—. No… lo entiendo.
Quirón el centauro flexionó las patas delanteras y se inclinó ante ella, y todos los campistas siguieron su ejemplo.
—Ave, Piper McLean —anunció Quirón con gravedad, como si estuviera hablando en su funeral—. Hija de Afrodita, señora de las palomas, diosa del amor.