Jason y la pelirroja, que se había presentado como Rachel, colocaron a Piper en el sofá mientras Annabeth corría por el pasillo a por un botiquín. Piper todavía respiraba, pero no se despertaba. Parecía estar en una especie de coma.
—Tenemos que curarla —insistió Jason—. Hay una forma, ¿verdad?
Al verla tan pálida, respirando a duras penas, a Jason le invadió una oleada de sentimiento protector. Tal vez no la conociera realmente. Tal vez ella no fuera su novia. Pero habían sobrevivido juntos al Gran Cañón. Habían llegado hasta allí. Él la había dejado un rato, y había pasado eso.
Quirón colocó la mano en la frente de la chica y seguidamente hizo una mueca.
—Su mente se encuentra en un estado muy frágil. ¿Qué ha pasado, Rachel?
—Ojalá lo supiera —dijo ella—. En cuanto llegué al campamento, tuve una premonición sobre la cabaña de Hera. Entré, y Annabeth y Piper llegaron mientras estaba allí. Hablamos y entonces… me quedé con la mente en blanco. Annabeth dijo que hablé con otra voz.
—¿Una profecía? —preguntó Quirón.
—No. El espíritu de Delfos viene de dentro. Sé lo que se siente. Aquello era como una conexión a larga distancia, una fuerza que intentaba hablar a través de mí.
Annabeth entró corriendo con una bolsa de piel. Se arrodilló junto a Piper.
—¿Qué pasó allí? No había visto nada parecido. He oído la voz de las profecías de Rachel, pero aquella era distinta. Sonaba como una mujer mayor. Agarró a Piper por los hombros y le dijo…
—¿Que la liberara de una cárcel? —aventuró Jason.
Annabeth se lo quedó mirando.
—¿Cómo lo sabes?
Quirón hizo un gesto con tres dedos sobre su corazón, como una protección contra el diablo.
—Díselo, Jason. Annabeth, la bolsa de las medicinas, por favor.
Quirón dejó caer unas gotas de un frasco de medicina en la boca de Piper, mientras Jason explicaba lo que había ocurrido con la mujer oscura y brumosa que había afirmado ser la patrona de Jason.
Cuando hubo acabado, nadie dijo nada, lo que lo puso más nervioso.
—¿Pasa esto a menudo? —preguntó—. ¿Las llamadas telefónicas sobrenaturales de reclusos que te piden que los saques de la cárcel?
—Tu patrona —dijo Annabeth—. ¿No tu madre divina?
—No, dijo patrona. También dijo que mi padre le había entregado mi vida.
Annabeth enarcó las cejas.
—Nunca había oído algo así. Dijiste que el espíritu de la tormenta que apareció en la plataforma dijo que trabajaba para una señora que le daba órdenes, ¿verdad? ¿Podría ser la mujer que viste, jugando con tu mente?
—No creo —contestó Jason—. Si fuera mi enemiga, ¿por qué iba a pedirme ayuda? Está encarcelada. Le preocupa que un enemigo suyo se haga más poderoso. Algo sobre un rey que se alzará de la tierra en el solsticio…
Annabeth se volvió hacia Quirón.
—Por favor, dime que no es Cronos.
El centauro tenía una expresión abatida. Sujetaba la muñeca de Piper mientras le tomaba el pulso.
Finalmente dijo:
—No es Cronos. Esa amenaza se acabó. Pero…
—Pero ¿qué? —preguntó Annabeth.
Quirón cerró la bolsa de las medicinas.
—Piper necesita reposo. Hablaremos de esto más tarde.
—O ahora —dijo Jason—. Señor Quirón, usted me dijo que se avecinaba la amenaza más grande. El último capítulo. No puede ser algo peor que un ejército de titanes, ¿verdad?
—Oh —exclamó Rachel con una vocecilla—. La mujer era Hera. Claro. La cabaña, la voz… Se le apareció a Jason al mismo tiempo.
—¿Hera? —El gruñido de Annabeth sonó todavía más feroz que el de Seymour—. ¿Se apoderó de ti? ¿Le hizo esto a Piper?
—Creo que Rachel tiene razón —dijo Jason—. La mujer parecía una diosa. Y llevaba un… manto de piel de cabra. Es un símbolo de Juno, ¿no?
—Ah, ¿sí? —Annabeth puso cara de sorpresa—. Es la primera vez que lo oigo.
Quirón asintió a regañadientes.
—De Juno, la versión romana de Hera, en su estado más belicoso. El manto de piel de cabra era un símbolo de los soldados romanos.
—Entonces, ¿está Hera encarcelada? —preguntó Rachel—. ¿Quién podría haber hecho eso a la reina de los dioses?
Annabeth se cruzó de brazos.
—Bueno, sea quien sea, tal vez debamos darle las gracias. Si puede hacer callar a Hera…
—Annabeth —le advirtió Quirón—, todavía es uno de los olímpicos. Ella es en muchos aspectos el pegamento que mantiene unida a la familia de los dioses. Si de verdad ha sido encarcelada y corre peligro de muerte, esto podría sacudir los cimientos del mundo. Podría acabar con la estabilidad del Olimpo, que nunca es excesiva, ni siquiera en las mejores circunstancias. Y si Hera ha pedido ayuda a Jason…
—Está bien —gruñó Annabeth—. Bueno, sabemos que los titanes pueden atrapar a un dios, ¿verdad? Atlas capturó a Artemisa hace unos años. Y en los mitos antiguos, los dioses se capturaban continuamente los unos a los otros con trampas. Pero ¿algo peor que un titán…?
Jason miró la cabeza de leopardo. Seymour estaba relamiéndose, como si la diosa le hubiera sabido mucho mejor que una galleta.
—Hera dijo que ha estado intentando romper las cadenas de su prisión durante un mes.
—Que es el tiempo que ha estado cerrado el Olimpo —dijo Annabeth—. Así que los dioses deben de saber que está pasando algo malo.
—Pero ¿por qué usó su energía para mandarme aquí? —preguntó Jason—. Me borró la memoria, me dejó en la excursión de la Escuela del Monte y te mandó una visión para que vinieras a recogerme. ¿Por qué soy tan importante? ¿Por qué no mandó un mensaje de emergencia a los otros dioses y les avisó de dónde estaba para que la liberaran?
—Los dioses necesitan héroes para que hagan su voluntad en la Tierra —explicó Rachel—. Es así, ¿verdad? Sus destinos siempre están ligados a los semidioses.
—Es cierto —respondió Annabeth—, pero Jason tiene razón. ¿Por qué él? ¿Por qué robarle la memoria?
—Piper está involucrada de alguna forma —dijo Rachel—. Hera le mandó el mismo mensaje: «Libérame». Y esto tiene algo que ver con la desaparición de Percy, Annabeth.
La cara del anciano centauro parecía haber envejecido años en cuestión de minutos. Las arrugas de sus ojos estaban profundamente marcadas.
—Queridos, no puedo ayudaros en esto. Lo siento mucho.
Annabeth parpadeó.
—Tú nunca… nunca me has ocultado información. Incluso la última gran profecía…
—Estaré en mi despacho —el centauro tenía un tono de voz serio—. Necesito tiempo para pensar antes de la cena. Rachel, ¿puedes vigilar a la chica? Llama a Argus para que la lleve a la enfermería si lo prefieres. Y, Annabeth, deberías hablar con Jason. Háblale de… de los dioses griegos y romanos.
—Pero…
El centauro hizo girar su silla de ruedas y se fue por el pasillo. Los ojos de Annabeth adoptaron una mirada tormentosa. Murmuró algo en griego, y a Jason le dio la impresión de que no era un cumplido a los centauros.
—Lo siento —dijo Jason—. Creo que mi presencia aquí… No sé. La he pifiado viniendo. Quirón ha dicho que hizo un juramento y que no puede hablar del asunto.
—¿Qué juramento? —preguntó Annabeth—. Nunca lo he visto comportarse así. ¿Y por qué me ha pedido que te hable de los dioses…?
Su voz se fue apagando. Por lo visto, acababa de ver la espada de Jason sobre la mesita del café. Tocó la hoja con cuidado, como si pudiera estar caliente.
—¿Es de oro? —dijo—. ¿Te acuerdas de dónde la conseguiste?
—No —respondió Jason—. Ya he dicho que no recuerdo nada.
Annabeth asintió, como si se le acabara de ocurrir un plan desesperado.
—Si Quirón no va a ayudarnos, tendremos que resolver esto nosotros, lo que significa… la cabaña quince. ¿Puedes vigilar a Piper, Rachel?
—Claro —aseguró Rachel—. Que tengáis suerte.
—Espera —dijo Jason—. ¿Qué hay en la cabaña quince?
Annabeth se levantó.
—Tal vez una forma de que recuperes la memoria.
Se dirigieron a un ala de cabañas más nueva situada en el sudoeste del prado. Algunas eran elegantes, con muros relucientes o antorchas encendidas, pero la cabaña quince no era tan espectacular. Parecía una anticuada casa de pradera con tapias y tejado de juncos. En la puerta colgaba una corona de flores carmesí: amapolas, pensó Jason, aunque no estaba seguro de cómo lo sabía.
—¿Crees que es la cabaña de mi padre? —preguntó.
—No —respondió Annabeth—. Es la cabaña de Hipnos, el dios del sueño.
—Entonces ¿por qué…?
—Te has olvidado de todo —dijo ella—. Si hay un dios que puede ayudarnos a resolver la pérdida de memoria es Hipnos.
Aunque era casi la hora de cenar, dentro había tres chicos profundamente dormidos tapados con montones de mantas. En el hogar crepitaba una cálida lumbre. Sobre la repisa de la chimenea colgaba la rama de un árbol, de cuyas ramitas goteaba un líquido blanco en una serie de cuencos de hojalata. Jason sintió la tentación de coger una gota con el dedo para ver lo que era, pero se contuvo.
Sonaba una suave música de violín en alguna parte. El aire olía a lavanda fresca. La cabaña era tan acogedora y tranquila que Jason empezó a notar que le pesaban los párpados. Le apetecía echar una siesta. Estaba agotado. Había muchas camas vacías, todas con almohadas de plumas, sábanas nuevas, colchas mullidas y… Annabeth le dio un codazo.
—Espabílate.
Jason parpadeó. Se dio cuenta de que se le habían empezado a doblar las rodillas.
—La cabaña quince produce ese efecto en todo el mundo —le advirtió Annabeth—. Para mí, este sitio es todavía más peligroso que la cabaña de Ares. Por lo menos con Ares puedes descubrir dónde están las minas terrestres.
—¿Minas terrestres?
Ella se acercó al chico que roncaba más cerca y le sacudió el hombro.
—¡Clovis! ¡Despierta!
El chico parecía un ternero. Tenía un mechón de pelo rubio en una cabeza en forma de cuña, facciones marcadas y un cuello grueso. Su cuerpo era rechoncho, pero tenía unos bracitos largos y finos como si el mayor peso que hubiera levantado en la vida hubiera sido una almohada.
—¡Clovis!
Annabeth lo sacudió más fuerte, y al final le pegó en la frente unas seis veces.
—¿Qu… qu… qué? —protestó Clovis mientras se incorporaba y entornaba los ojos.
Se le escapó un gran bostezo, y Annabeth y Jason hicieron otro tanto.
—¡Para! —dijo Annabeth—. Necesitamos tu ayuda.
—Estaba durmiendo.
—Siempre estás durmiendo.
—Buenas noches.
Antes de que conciliara el sueño, Annabeth le quitó la almohada.
—No es justo —se quejó Clovis dócilmente—. Devuélvemela.
—Primero ayúdanos —dijo Annabeth—. Ya dormirás luego.
Clovis suspiró. Le olía el aliento a leche caliente.
—Vale. ¿Qué pasa?
Annabeth le explicó el problema de Jason. Cada poco tiempo, pellizcaba al muchacho por debajo de la nariz para mantenerlo despierto.
Clovis debía de estar muy nervioso, porque, cuando Annabeth hubo acabado, no se durmió. De hecho, se levantó y se estiró, y a continuación miró a Jason parpadeando.
—Así que no te acuerdas de nada, ¿eh?
—Solamente de impresiones —contestó Jason—. Sensaciones, como…
—¿Sí? —dijo Clovis.
—Como la idea de que no debería estar aquí. En este campamento. Estoy en peligro.
—Hummm. Cierra los ojos.
Jason lanzó una mirada a Annabeth, pero ella asintió de forma tranquilizadora.
Jason tenía miedo de acabar roncando eternamente en una de las literas, pero cerró los ojos. Sus pensamientos se enturbiaron, como si se estuviera ahogando en un lago oscuro.
Lo siguiente de lo que fue consciente es de que sus ojos se abrieron. Estaba sentado en un sillón junto al fuego. Clovis y Annabeth se hallaban arrodillados junto a él.
—… muy grave —estaba diciendo Clovis.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jason—. ¿Cuánto tiempo…?
—Solo unos minutos —dijo Annabeth—. Pero ha sido tenso. Casi te deshaces.
Jason esperaba que no lo dijera en sentido literal, pero la chica tenía una expresión seria.
—Normalmente los recuerdos se pierden por un buen motivo —dijo Clovis—. Se hunden bajo la superficie como los sueños, y si se duerme bien, puedo recuperarlos. Pero este…
—¿Lete? —preguntó Annabeth.
—No —respondió Clovis—. Ni siquiera Lete.
—¿Lete? —inquirió Jason.
Clovis señaló la rama del árbol del que caían gotas lechosas encima de la repisa de la chimenea.
—El río Lete, en el inframundo. Disuelve los recuerdos y limpia la mente para siempre. Esa es la rama de un chopo del inframundo sumergida en el río Lete. Es el símbolo de mi padre, Hipnos. El Lete no es un sitio al que te convenga ir a nadar.
Annabeth asintió con la cabeza.
—Percy fue una vez. Me dijo que era lo bastante poderoso para borrar la mente a un titán.
De repente Jason se alegró de no haber tocado la rama.
—Pero… ¿no es ese mi problema?
—No —dijo Clovis—. A ti no te han borrado la mente ni te han enterrado los recuerdos. Te los han robado.
La lumbre crepitaba. Gotas de agua del Lete tintineaban en las tazas de hojalata sobre la repisa de la chimenea. Otro de los hijos de Hipnos murmuró en sueños algo relacionado con un pato.
—¿Robado? —preguntó Jason—. ¿Cómo?
—Un dios —contestó Clovis—. Solo un dios tendría esa clase de poder.
—Ya lo sabemos —dijo Jason—. Fue Juno. Pero ¿cómo lo hizo y por qué?
Clovis se rascó el cuello.
—¿Juno?
—Se refiere a Hera —explicó Annabeth—. Por algún motivo, a Jason le gustan los nombres romanos.
—Hummm —musitó Clovis.
—¿Qué? —preguntó Jason—. ¿Significa algo?
—Hummm —repitió Clovis, y esta vez Jason se dio cuenta de que estaba roncando.
—¡Clovis! —gritó.
—¿Qué? ¿Qué? —Clovis abrió los ojos parpadeando—. Estábamos hablando de almohadas, ¿verdad? No, de dioses. Me acuerdo. Griegos y romanos. Claro, podría ser importante.
—Pero son los mismos dioses —dijo Annabeth—. Solo que con nombres distintos.
—No exactamente —la corrigió Clovis.
Jason se inclinó hacia delante, completamente despierto.
—¿Cómo que no exactamente?
—Bueno… —Clovis bostezó—. Algunos dioses solo son romanos, como Jano o Pomona. Pero hasta los dioses griegos importantes… no solo cambiaron de nombre cuando pasaron a Roma. Su aspecto también cambió. Sus atributos cambiaron. Incluso tenían personalidades ligeramente distintas.
—Pero… —Annabeth vaciló—. De acuerdo, la gente tal vez los vio de forma distinta a lo largo de los siglos, pero eso no cambia quiénes son.
—Claro que sí.
Clovis empezó a quedarse dormido, y Jason chasqueó los dedos debajo de su nariz.
—¡Ya voy, madre! —gritó—. Digo… Sí, estoy despierto. Esto…, las personalidades. Los dioses cambian para reflejar las culturas que los acogen. Ya lo sabes, Annabeth. Hoy día, a Zeus le gustan los trajes hechos a medida, los reality shows y ese restaurante chino de la calle Veintiocho Este, ¿verdad? Lo mismo pasó en la época romana, y los dioses fueron romanos casi tanto tiempo como griegos. Fue un gran imperio que duró siglos. Así que, naturalmente, sus características romanas siguen siendo una parte muy importante de su carácter.
—Es lógico —dijo Jason.
Annabeth sacudió la cabeza, desconcertada.
—Pero ¿cómo sabes todo eso, Clovis?
—Oh, paso mucho tiempo soñando. Veo a los dioses continuamente, siempre cambiando de forma. Los sueños son fluidos, ya sabes. Puedes estar en distintos sitios al mismo tiempo, siempre cambiando de identidad. En realidad, se parece mucho a ser un dios. Hace poco soñé que estaba viendo un concierto de Michael Jackson, y de repente estaba en el escenario con él, cantando un dueto, y no me acordaba de la letra de «The Girl Is Mine». Qué vergüenza, colega…
—Clovis —lo interrumpió de pronto Annabeth—, ¿puedes volver a Roma?
—Claro, Roma —dijo Clovis—. Llamamos a los dioses por sus nombres griegos porque es su forma original. Pero decir que sus características romanas son exactamente iguales no es verdad. En Roma se volvieron más belicosos. No se mezclaban tanto con los mortales. Eran más duros, más poderosos: los dioses de un imperio.
—¿Como el lado oscuro de los dioses? —preguntó Annabeth.
—No exactamente —respondió Clovis—. Representaban la disciplina, el honor, la fuerza…
—Cosas buenas, entonces —dijo Jason. Por alguna razón, sentía la necesidad de defender a los dioses romanos, pero no estaba seguro de por qué le importaban—. O sea, la disciplina es importante, ¿no? Es lo que hizo que el Imperio romano durara tanto.
Clovis le lanzó una mirada de curiosidad.
—Es cierto. Pero los dioses romanos no eran precisamente muy amistosos. Por ejemplo, mi padre, Hipnos…, no hacía gran cosa salvo dormir en la época griega. En la época romana, lo llamaron Somnus. Le gustaba matar a la gente que no estaba despierta en el trabajo. Si se quedaban dormidos en el momento inoportuno, zas: ya no se despertaban. Mató al timonel de Eneas cuando venían de Troya.
—Qué tío más majo —comentó Annabeth—. Pero sigo sin entender qué tiene que ver eso con Jason.
—Yo tampoco lo entiendo —dijo Clovis—. Pero si Hera te ha robado la memoria, solo ella te la puede devolver. Y si yo tuviera que ver a la reina de los dioses, confiaría en que estuviera más del humor de Hera que del humor de Juno. ¿Puedo volver a dormir ya?
Annabeth se quedó mirando la rama que había encima de la lumbre goteando agua del Lete en las tazas. Parecía tan preocupada que Jason se preguntó si estaría planteándose beber para olvidar sus problemas. Entonces se levantó y lanzó a Clovis su almohada.
—Gracias, Clovis. Nos vemos en la cena.
—¿Puedo llamar al servicio de habitaciones? —Clovis bostezó y se dirigió a su litera dando traspiés—. Me apetece… zzz…
Cayó con el trasero en alto y la cara hundida en la almohada.
—¿No se ahogará? —preguntó Jason.
—A él no le pasará nada —dijo Annabeth—. Pero estoy empezando a pensar que tú estás en un buen lío.