Piper no tardó en darse cuenta de que Annabeth no tenía ganas de llevarla de visita.
Le habló de todas las cosas increíbles que ofrecía el campamento —tiro con arco mágico, monta de pegasos, el muro de lava, pelea con monstruos—, pero no mostraba entusiasmo, como si tuviera la cabeza en otra parte. Señaló el pabellón del comedor al aire libre con vistas al estrecho de Long Island. (Sí, Long Island, Nueva York; habían viajado tan lejos en el carro). Annabeth le explicó que el Campamento Mestizo era principalmente un campamento de verano, pero que algunos chicos se quedaban allí todo el año, y habían acogido a tantos campistas que siempre estaba lleno, incluso en invierno.
Piper se preguntaba quién dirigía el campamento y cómo habían sabido que el sitio de Piper y sus amigos estaba allí. Se preguntaba si tendría que quedarse a tiempo completo o si se le darían bien las actividades. ¿Podías salir del centro sin haber luchado contra monstruos? Un millón de preguntas le bullían en la cabeza, pero, dado el humor de Annabeth, decidió quedarse callada.
Mientras subían una colina situada en las afueras del campamento, Piper se volvió y contempló la increíble vista del valle: la gran extensión de bosque hacia el noroeste, una playa preciosa, el arroyo, el lago con canoas, los exuberantes campos verdes y toda la distribución de las cabañas, una extraña colección de edificios dispuestos como la letra omega griega, Ω, con una curva formada por cabañas alrededor de un prado central y dos alas que asomaban a cada lado en la parte inferior. Piper contó veinte cabañas en total. Una emitía un brillo dorado; otra, plateado. Una tenía hierba en el tejado. Otra era de vivo color rojo y tenía zanjas con alambre de espino. Una cabaña era negra y tenía antorchas verdes encendidas en la fachada.
En conjunto parecía un mundo distinto de las colinas nevadas y los campos del exterior.
—El valle está protegido de los ojos de los mortales —explicó Annabeth—. Como puedes ver, el clima también está controlado. Cada cabaña representa a un dios griego: un lugar para que vivan los hijos de cada dios.
Miró a Piper como si estuviera intentando evaluar cómo asimilaba la noticia.
—¿Estás diciendo que mi madre era una diosa?
Annabeth asintió.
—Te lo estás tomando con mucha tranquilidad.
Piper no podía contarle por qué. No podía reconocer que eso no hacía más que confirmar las extrañas sensaciones que llevaba años experimentando, las discusiones que había mantenido con su padre con respecto a la ausencia de fotos de su madre en casa, y al motivo por el que su padre se negaba a decirle exactamente cómo y por qué los había abandonado su madre. Pero, por encima de todo, el sueño le había advertido de que se avecinaba ese momento. «Dentro de poco te encontrarán, semidiosa —había dicho aquella voz cavernosa—. Cuando lo hagan, sigue nuestras instrucciones. Colabora, y tu padre vivirá».
Piper inspiró de forma temblorosa.
—Supongo que, después de esta mañana, es un poco más fácil de creer. Entonces, ¿dónde está mi madre?
—Dentro de poco deberíamos saberlo —dijo Annabeth—. Tú tienes… ¿cuántos años…? ¿Quince? Se supone que los dioses te reconocen cuando tienes trece años. Ese era el trato.
—¿El trato?
—El verano pasado hicieron una promesa… Bueno, es una larga historia…, pero prometieron que no seguirían desentendiéndose de sus hijos semidioses y que los reconocerían cuando cumplieran trece años. A veces tardan un poco más, pero ya has visto lo rápido que han llamado a Leo cuando ha llegado. A ti debería pasarte lo mismo dentro de poco. Esta noche, en la fogata, seguro que tendremos una señal.
Piper se preguntaba si le aparecería un gran martillo en llamas encima de la cabeza o, con la suerte que tenía, algo todavía peor. Un marsupial en llamas. Piper no sabía quién era su madre, pero no tenía motivos para pensar que fuera a enorgullecerse de reconocer a una hija cleptómana con montones de problemas.
—¿Por qué trece?
—Cuanto mayor te hagas —dijo Annabeth—, más se fijarán en ti los monstruos e intentarán matarte. Normalmente empieza en torno a los trece. Por eso mandamos protectores a los colegios para que os encuentren y os traigan al campamento antes de que sea demasiado tarde.
—¿Como el entrenador Hedge?
Annabeth asintió.
—Él es… era un sátiro: mitad hombre, mitad cabra. Los sátiros trabajan para el campamento buscando semidioses, protegiéndolos y trayéndolos en el momento oportuno.
A Piper no le costó creer que el entrenador Hedge fuera mitad cabra. Le había visto comer. Nunca le había caído muy bien, pero no se hacía a la idea de que se hubiera sacrificado para salvarlos.
—¿Qué ha sido de él? —preguntó—. Cuando subimos a las nubes… ¿desapareció para siempre?
—Es difícil de saber —Annabeth adoptó una expresión de dolor—. Los espíritus de la tormenta… son difíciles de combatir. Ni siquiera nuestras mejores armas, como el bronce celestial, los atraviesan a menos que los pilles por sorpresa.
—La espada de Jason los convirtió en polvo —recordó Piper.
—Entonces tuvo suerte. Si aciertas a un monstruo de pleno, puedes destruirlo y mandarlo de vuelta al Tártaro.
—¿El Tártaro?
—Un enorme abismo que hay en el inframundo, de donde proceden los peores monstruos. Una especie de pozo insondable del mal. De todas formas, una vez que un monstruo se destruye, normalmente tarda meses, incluso años, en poder regenerarse. Pero como ese espíritu de la tormenta, Dylan, ha escapado…, no veo por qué debería mantener a Hedge con vida. Sin embargo, Hedge era un protector. Conocía bien los riesgos. Los sátiros no tienen almas mortales. Se reencarnará en un árbol o en una flor, o en algo parecido.
Piper trató de imaginarse al entrenador Hedge como una mata de pensamientos muy furiosos. Eso hizo que se sintiera todavía peor.
Contempló las cabañas, y la invadió una sensación de inquietud. Hedge había muerto para llevarla allí sana y salva. La cabaña de su madre estaba allí abajo, en alguna parte, lo que significaba que tenía hermanos y hermanas, más personas a las que tendría que traicionar. «Haz lo que te mandamos —le había dicho la voz—. O las consecuencias serán dolorosas». Se metió las manos debajo de los brazos, tratando de impedir que le temblaran.
—Todo irá bien —le prometió Annabeth—. Aquí tienes amigos. Todos hemos vivido muchas cosas raras. Sabemos lo que estás pasando.
«Lo dudo», pensó Piper.
—En los últimos cinco años me han echado de cinco colegios distintos —dijo—. Mi padre se está quedando sin escuelas.
—¿Solo cinco? —No parecía que Annabeth estuviera bromeando—. Piper, a todos nos han considerado chicos problemáticos. Yo me escapé de casa cuando tenía siete años.
—¿De verdad?
—Oh, sí. A la mayoría de nosotros nos han diagnosticado trastorno hiperactivo por déficit de atención, o dislexia, o las dos cosas.
—Leo tiene déficit de atención —dijo Piper.
—Así es. Eso es porque estamos condicionados para la batalla. Somos inquietos, impulsivos… no congeniamos con los chicos normales. Tendrías que oír todos los problemas que Percy… —Su rostro se ensombreció—. En fin, los semidioses tienen mala reputación. ¿En qué líos te has metido?
Normalmente, cuando alguien le hacía esa pregunta, Piper se ponía a discutir, o cambiaba de tema, o provocaba alguna distracción. Pero por algún motivo se sorprendió contando la verdad.
—Robo cosas —dijo—. Bueno, en realidad no las robo…
—¿Tu familia es pobre?
Piper se echó a reír con amargura.
—Ni siquiera eso. Lo hacía… no sé por qué. Para llamar la atención, supongo. Mi padre solo tenía tiempo para mí cuando me metía en líos.
Annabeth asintió.
—Lo entiendo. Pero has dicho que en realidad no robabas. ¿A qué te refieres?
—Bueno…, nadie me cree nunca. La policía, los profesores… ni siquiera las personas a las que robo: se sienten tan incómodas que niegan lo que ha pasado. Pero la verdad es que no robo nada. Solo pido cosas a la gente. Y ellos me las dan. Incluso un BMW descapotable. Simplemente lo pedí. Y el del concesionario me dijo: «Claro. Llévatelo». Supongo que luego se dio cuenta de lo que había hecho. Entonces la policía vino a por mí.
Piper permaneció a la espera. Estaba acostumbrada a que la gente la llamara mentirosa, pero cuando alzó la vista, Annabeth se limitó a asentir con la cabeza.
—Interesante. Si el dios fuera tu padre, diría que eres hija de Hermes, el dios de los ladrones. Puede ser muy convincente. Pero tu padre es mortal…
—Muy mortal —confirmó Piper.
Annabeth sacudió la cabeza, visiblemente desconcertada.
—Entonces no lo sé. Con suerte, tu madre te reconocerá esta noche.
Piper albergaba la esperanza de que así fuera. Si su madre era una diosa, ¿estaría al tanto de su sueño? ¿Sabría lo que le habían pedido que hiciera? Se preguntaba si los dioses del Olimpo lanzaban rayos a sus hijos por ser malos o si los enterraban en el inframundo.
Annabeth estaba observándola. Piper decidió que tendría que tener cuidado con lo que decía en adelante. Estaba claro que Annabeth era muy lista. Si alguien descubría el secreto de Piper…
—Vamos —dijo Annabeth al final—. Tengo que comprobar una cosa.
Siguieron caminando un poco más hasta que llegaron a una cueva situada cerca de la cima de la colina. El suelo estaba sembrado de huesos y espadas viejas. La entrada estaba flanqueada por antorchas y cubierta con una cortina de terciopelo con bordados de serpientes. Parecía el escenario de una macabra función de marionetas.
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Piper.
Annabeth asomó la cabeza y acto seguido suspiró y descorrió las cortinas.
—Ahora mismo, nada. Es la casa de una amiga. Llevo varios días esperándola, pero hasta ahora no he sabido nada de ella.
—¿Tu amiga vive en una cueva?
Annabeth casi logró esbozar una sonrisa.
—En realidad, su familia tiene un piso de lujo en Queens y ella va a un colegio privado para chicas en Connecticut, pero cuando está en el campamento vive en la cueva. Es nuestro oráculo: nos revela el futuro. Esperaba que pudiera ayudarme a…
—Encontrar a Percy —aventuró Piper.
Annabeth se quedó sin energía, como si hubiera estado aguantando lo máximo posible. Se sentó en una roca con una expresión de dolor sordo, y Piper se sintió como una mirona.
Se obligó a apartar la vista. Su mirada se desvió a la cima de la colina, donde había un pino solitario que dominaba el horizonte. Algo relucía en la rama más baja, como una alfombra de baño dorada y rizosa.
No…, no era una alfombra de baño. Era vellón de oveja.
Vale, pensó Piper. Un campamento griego. Tienen una réplica del Vellocino de Oro.
Entonces se fijó en el pie del árbol. Al principio pensó que estaba envuelto en un montón de enormes cables morados, pero los cables tenían escamas de reptil, patas con garras y una cabeza de serpiente con los ojos amarillos y unos orificios nasales humeantes.
—Es… un dragón —dijo tartamudeando—. ¿Es el auténtico Vellocino de Oro?
Annabeth asintió con la cabeza, pero era evidente que no estaba escuchando. Dejó caer los hombros. Se frotó la cara y aspiró de forma temblorosa.
—Lo siento. Estoy un poco cansada.
—Pareces a punto de caer redonda —dijo Piper—. ¿Cuánto tiempo hace que buscas a tu novio?
—Tres días, seis horas y unos doce minutos.
—¿Y no tienes ni idea de lo que ha sido de él?
Annabeth negó con la cabeza tristemente.
—Estábamos muy entusiasmados porque los dos empezábamos las vacaciones de invierno pronto. Nos reunimos en el campamento el martes y calculamos que teníamos tres semanas para estar juntos. Iba a ser genial. Entonces, después de la fogata, él… me dio un beso de buenas noches, volvió a su cabaña y por la mañana había desaparecido. Buscamos por todo el campamento. Contactamos con su madre. Intentamos ponernos en contacto con él de todas las formas que se nos ocurrieron. Nada. Desapareció sin más.
«Hace tres días», estaba pensando Piper. La misma noche que ella había tenido el sueño.
—¿Cuánto tiempo llevabais juntos?
—Desde agosto —contestó Annabeth—. El 18 de agosto.
—Casi cuando yo conocí a Jason —dijo Piper—. Pero nosotros solo hemos estado juntos unas cuantas semanas.
Annabeth hizo una mueca.
—Piper…, con respecto a eso…, tal vez deberías sentarte.
Piper sabía lo que iba a pasar. Empezó a invadirle el pánico, como si sus pulmones se estuvieran llenando de agua.
—Oye, ya sé que Jason cree… cree que ha aparecido hoy mismo en el colegio, pero no es verdad. Hace cuatro meses que lo conozco.
—Piper —dijo Annabeth con tristeza—, es la Niebla.
—¿Qué nieve?
—N-i-e-b-l-a. Una especie de velo que separa el mundo de los mortales del mundo mágico. Las mentes mortales no pueden procesar conceptos como los de los dioses o los monstruos, así que la Niebla altera la realidad. Hace que los mortales vean cosas de una forma que puedan entender: por ejemplo, sus ojos pasarían totalmente por alto este valle o mirarían ese dragón y verían un montón de cables.
Piper tragó saliva.
—No. Tú misma dijiste que yo no soy una mortal normal y corriente. Que soy una semidiosa.
—Incluso los semidioses se pueden ver afectados. Lo he visto muchas veces. Los monstruos se infiltran en un sitio como un colegio, se hacen pasar por humanos, y todo el mundo cree acordarse de esa persona. Cree que siempre ha estado allí. La Niebla puede cambiar los recuerdos, incluso puede crear recuerdos de cosas que nunca han pasado…
—¡Pero Jason no es un monstruo! —insistió Piper—. Es un humano, o un semidiós, o como queráis llamarlo. Mis recuerdos no son falsos. Son muy reales. El día que prendimos fuego a los pantalones del entrenador Hedge. El día que Jason y yo vimos una lluvia de meteoritos en el tejado de la residencia y por fin conseguí que el muy tonto me besara…
Se vio divagando, hablándole a Annabeth de todo el semestre en la Escuela del Monte. Le había gustado Jason desde la primera semana que se habían conocido. Era muy amable con ella y muy paciente, e incluso aguantaba al hiperactivo de Leo y sus estúpidas bromas. La había aceptado por sí misma y no la había juzgado por las estupideces que había hecho. Se habían pasado horas hablando, contemplando las estrellas y, con el tiempo… por fin… cogidos de la mano. Todo eso no podía ser falso.
Annabeth frunció los labios.
—Piper, tus recuerdos son mucho más nítidos que los de la mayoría. Lo reconozco, y no sé por qué, pero si tan bien lo conoces…
—¡Sí!
—Entonces, ¿de dónde es?
Piper se sintió como si le hubieran dado un golpe entre ceja y ceja.
—Debe de habérmelo contado, pero…
—¿Te habías fijado alguna vez en su tatuaje antes de hoy? ¿Te ha hablado alguna vez de sus padres, o de sus amigos, o del último colegio al que ha ido?
—No… no lo sé, pero…
—Piper, ¿cómo se apellida?
Se quedó con la mente en blanco. No sabía el apellido de Jason. ¿Cuál podía ser?
Se echó a llorar. Se sentía como una perfecta idiota, pero se sentó en la roca al lado de Annabeth y se desmoronó. Aquello era demasiado. ¿Tenían que quitarle todo lo bueno que había en su estúpida y deprimente vida?
«Sí —le había dicho el sueño—. A menos que hagas exactamente lo que te decimos».
—Oye —dijo Annabeth—. Lo resolveremos. Ahora Jason está aquí. ¿Quién sabe? A lo mejor lo vuestro funciona de verdad.
«Lo dudo», pensó Piper. No cuando el sueño le había contado la verdad. Pero no podía decirlo.
Se enjugó una lágrima de la mejilla.
—Me has traído aquí arriba para que nadie me vea lloriqueando, ¿verdad?
Annabeth se encogió de hombros.
—Imaginé que sería duro. Sé lo que es perder a tu novio.
—Pero sigo sin poder creer… Sé que teníamos algo. Y ahora ha desaparecido, como si él ni siquiera me reconociera. Si de verdad ha aparecido hoy por primera vez, entonces, ¿por qué? ¿Cómo ha acabado así? ¿Por qué no se acuerda de nada?
—Buenas preguntas —dijo Annabeth—. Con suerte, Quirón podrá resolverlo. Pero de momento tenemos que instalarte. ¿Estás lista para bajar?
Piper contempló la disparatada colección de cabañas del valle. Su nuevo hogar, una familia que supuestamente la entendía…, pero que al cabo de poco sería otro grupo de personas a las que decepcionaría, otro sitio del que la echarían. «Los traicionarás por nosotros —le había advertido la voz—. O lo perderás todo».
No tenía alternativa.
—Sí —mintió—. Estoy lista.
En el prado central había un grupo de campistas jugando a baloncesto. Eran unos tiradores increíbles. Ningún lanzamiento rebotaba en el aro. Los triples entraban automáticamente.
—La cabaña de Apolo —explicó Annabeth—. Una panda de presumidos con armas de proyectiles: flechas, balones de baloncesto…
Pasaron por delante de un foso para fogatas, donde dos chicos estaban luchando entre ellos con unas espadas.
—¿Son espadas de verdad? —comentó Piper—. ¿No es peligroso?
—De eso se trata. Lo has clavado —dijo Annabeth—. Perdón. Un juego de palabras muy malo. Esa de ahí es mi cabaña. La número seis.
Señaló con la cabeza una construcción gris con una lechuza tallada en la puerta. A través de la puerta abierta, Piper vio estanterías, armas expuestas y una de esas pizarras informatizadas que tienen en las aulas. Dos chicas estaban dibujando un mapa que parecía un esquema de guerra.
—Hablando de espadas —dijo Annabeth—, ven aquí.
Llevó a Piper por el contorno de la cabaña, en dirección a un gran cobertizo metálico que parecía hecho para guardar herramientas de jardinería. Annabeth lo abrió con una llave, pero dentro no había ninguna herramienta de jardinería, a menos que quisieras hacer la guerra en tus tomateras. El cobertizo estaba lleno de toda clase de armas, desde espadas a lanzas, pasando por porras como la del entrenador Hedge.
—Todo semidiós necesita un arma —dijo Annabeth—. Hefesto confecciona las mejores, pero nosotros también disponemos de una selección muy buena. En la cabaña de Atenea sabemos mucho de estrategia: cómo encontrar el arma adecuada para la persona adecuada. Veamos…
A Piper no le apetecía buscar objetos mortales, pero sabía que Annabeth estaba intentando ser amable con ella.
Annabeth le entregó una espada enorme que Piper apenas podía levantar.
—No —dijeron las dos al unísono.
Annabeth hurgó un poco más en el cobertizo y sacó otra cosa.
—¿Una escopeta? —preguntó Piper.
—Una Mossberg 500 —Annabeth comprobó el sistema de carga como si no fuera nada del otro mundo—. No te preocupes. No hace daño a los humanos. Está modificada para disparar bronce celestial, así que solo mata monstruos.
—Bueno…, creo que no es mi estilo —dijo Piper.
—Hummm, sí —convino Annabeth—. Demasiado llamativa.
Puso la escopeta en su sitio y empezó a rebuscar en una hilera de ballestas cuando algo situado en el rincón del cobertizo llamó la atención de Piper.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Un cuchillo?
Annabeth lo sacó y sopló el polvo de la vaina. Parecía que no hubiera visto la luz del día desde hacía siglos.
—No lo sé, Piper —Annabeth parecía inquieta—. No creo que te interese. Las espadas suelen ser mejores.
—Tú usas un cuchillo.
Piper señaló el que Annabeth llevaba sujeto al cinturón.
—Sí, pero… —Annabeth se encogió de hombros—. Bueno, échale un vistazo si quieres.
La vaina era de piel negra gastada, ribeteada de bronce. Nada lujoso ni llamativo. El mango de madera pulida encajaba perfectamente en la mano de Piper. Cuando desenvainó, halló una hoja triangular de unos cincuenta centímetros de largo; el bronce relucía como si lo hubieran bruñido el día anterior. Los bordes tenían un filo mortal. El reflejo de sí misma en la hoja la sorprendió. Parecía mayor, más seria, no tan asustada como se sentía.
—Te sienta bien —reconoció Annabeth—. Este tipo de cuchillo se llama parazonio. Tenía un uso principalmente ceremonial y lo llevaban los oficiales de alto rango de los ejércitos griegos. Demostraba que eras una persona con poder y riqueza, pero en una pelea te podía proteger perfectamente.
—Me gusta —dijo Piper—. ¿Por qué no te parecía adecuado?
Annabeth suspiró.
—Este cuchillo tiene una larga historia. A la mayoría de la gente le daría miedo reclamarlo. Su primera dueña…, bueno, las cosas no le fueron muy bien. Se llamaba Helena.
Piper asimiló la información.
—Espera, ¿te refieres a la misma Helena en la que estoy pensando? ¿Helena de Troya?
Annabeth asintió.
De repente, Piper pensó que debería manejar la daga con guantes de cirujano.
—¿Y está en tu cobertizo?
—Estamos rodeados de cosas de la Antigua Grecia —dijo Annabeth—. Esto no es un museo. Las armas como esta están pensadas para ser usadas. Son nuestra herencia como semidioses. Esta daga fue un regalo de boda de Menelao, el primer marido de Helena. Ella la llamó Katoptris.
—¿Qué significa?
—Espejo —contestó Annabeth—. Probablemente porque era para lo único que la usaba Helena. No creo que haya sido usada nunca en combate.
Piper miró de nuevo la hoja. Por un momento, su imagen la observó fijamente, pero luego el reflejo cambió. Vio llamas y una cara grotesca que parecía tallada en un lecho de roca. Oyó la misma risa que en su sueño. Vio a su padre encadenado, atado a un poste delante de una hoguera ardiente.
Se le cayó el cuchillo.
—¿Piper? —Annabeth gritó a los hijos de Apolo que jugaban en el campo de deporte—. ¡Un médico! ¡Necesito ayuda!
—No, no pasa… nada —logró decir Piper.
—¿Estás segura?
—Sí. Solo… —Tuvo que controlarse. Recogió la daga con los dedos temblorosos—. Solo me he sentido abrumada. Hoy han pasado muchas cosas. Pero… quiero quedarme la daga, si no hay ningún inconveniente.
Annabeth vaciló. A continuación despachó con la mano a los hijos de Apolo.
—De acuerdo, si estás segura. Te has quedado muy pálida. Creía que te había dado un ataque o algo parecido.
—Estoy bien —aseguró Piper, aunque todavía tenía el corazón acelerado—. ¿Hay… algún teléfono en el campamento? ¿Puedo llamar a mi padre?
Los ojos grises de Annabeth eran casi tan inquietantes como la hoja de la daga. Parecía estar calculando un millón de posibilidades, intentando leerle el pensamiento a Piper.
—No nos está permitido tener teléfonos —dijo—. Para la mayoría de los semidioses, usar un móvil es como mandar una señal que avisa a los monstruos de dónde estás. Pero… yo tengo uno —lo sacó del bolsillo—. Va contra las normas, pero si lo mantenemos en secreto…
Piper lo aceptó con gratitud, procurando que no le temblaran las manos. Se apartó de Annabeth y se volvió hacia la zona de recreo.
Llamó a la línea privada de su padre, aunque sabía lo que pasaría. El buzón de voz. Llevaba intentándolo tres días desde que había tenido el sueño. En la Escuela del Monte solo permitían usar el teléfono una vez al día, pero ella había llamado cada noche y no había conseguido nada.
Marcó el otro número a regañadientes. La ayudante personal de su padre contestó inmediatamente.
—Oficina del señor McLean.
—Jane —dijo Piper, apretando los dientes—, ¿dónde está mi padre?
Jane permaneció callada un momento, probablemente preguntándose si le pasaría algo si colgaba.
—Piper, creía que no podías llamar desde el colegio.
—Tal vez no esté en el colegio —dijo Piper—. Tal vez me haya escapado y me haya ido a vivir entre los animales del bosque.
—Hummm —Jane no parecía preocupada—. Bueno, le diré que has llamado.
—¿Dónde está?
—Fuera.
—No lo sabes, ¿verdad? —Piper bajó la voz, con la esperanza de que Annabeth fuera lo bastante educada para no escuchar a escondidas—. ¿Cuándo vas a llamar a la policía, Jane? Podría estar en un aprieto.
—Piper, no vamos a convertir esto en un circo para los medios de comunicación. Estoy segura de que está bien. De vez en cuando desaparece, pero siempre vuelve.
—Así que es verdad. No sabes…
—Tengo que dejarte, Piper —le espetó—. Que te lo pases bien en el colegio.
La línea se cortó. Piper soltó una maldición. Volvió junto a Annabeth y le devolvió el teléfono.
—¿No ha habido suerte? —preguntó Annabeth.
Piper no contestó. Tenía miedo de echarse a llorar otra vez.
Annabeth echó un vistazo a la pantalla del teléfono y vaciló.
—¿Te apellidas McLean? Perdona, no es asunto mío, pero me resulta muy familiar.
—Es un apellido común.
—Sí, supongo. ¿A qué se dedica tu padre?
—Es licenciado en bellas artes —dijo Piper automáticamente—. Es un artista cherokee.
Su respuesta habitual. No era una mentira; simplemente no era toda la verdad. Al oírlo, la mayoría de la gente se imaginaba que su padre vendía recuerdos indios junto a la carretera en una reserva. Muñecos de Toro Sentado a los que se le balanceaba la cabeza, collares de conchas, cuadernos con un gran jefe en la portada… esa clase de cosas.
—Ah —Annabeth no parecía convencida, pero guardó el teléfono—. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que sigamos?
Piper sujetó su nueva daga al cinturón y se prometió que más tarde, cuando estuviera sola, averiguaría cómo funcionaba.
—Claro —dijo—. Quiero verlo todo.
Todas las cabañas eran estupendas, pero a Piper ninguna se le antojó suya. No aparecieron señales en llamas —marsupiales o no— encima de su cabeza.
La cabaña ocho era totalmente plateada y brillaba como la luz de la luna.
—¿Artemisa? —aventuró Piper.
—Sabes de mitología griega —dijo Annabeth.
—El año pasado leí algo cuando mi padre estaba trabajando en un proyecto.
—Creía que hacía arte cherokee.
Piper reprimió una maldición.
—Ah, sí. Pero… también hace otras cosas, ya sabes.
Piper pensó que la había pifiado: McLean, mitología griega… Afortunadamente, Annabeth no pareció establecer ninguna relación.
—En fin —continuó Annabeth—. Artemisa es la diosa de la luna y de la caza. Pero no tiene campistas. Fue una doncella eterna, así que no tiene hijos.
—Ah.
Eso decepcionó un poco a Piper. Siempre le habían gustado las historias de Artemisa, y se imaginaba que sería una madre guay.
—Bueno, están las Cazadoras de Artemisa —se corrigió Annabeth—. A veces vienen de visita. No son hijas de Artemisa, sino sus criadas: un grupo de adolescentes inmortales que se aventuran a cazar monstruos y cosas por el estilo.
Piper se animó.
—Suena genial. ¿Son inmortales?
—A menos que mueran en combate o rompan sus promesas. ¿Te he dicho que tienen que renunciar a los chicos? Nada de citas… nunca. Durante toda la eternidad.
—Oh —dijo Piper—. Da igual.
Annabeth se echó a reír. Por un momento pareció casi feliz, y Piper pensó que sería una amiga estupenda con la que pasar mejores momentos.
«Olvídalo —se recordó a sí misma—. Aquí no vas a hacer amigos. No cuando se enteren».
Pasaron a la siguiente cabaña, la número diez, que estaba decorada como una casa de Barbie con cortinas de encaje, una puerta rosa y tiestos con claveles en las ventanas. Pasaron por delante de la puerta, y el olor a perfume casi provocó arcadas a Piper.
—Uf, ¿es aquí donde vienen a morir las supermodelos?
Annabeth sonrió burlonamente.
—Es la cabaña de Afrodita, la diosa del amor. Drew es la líder.
—Lógico —gruñó Piper.
—No todas son malas —dijo Annabeth—. La última líder que tuvimos era estupenda.
—¿Qué fue de ella?
La expresión de Annabeth se ensombreció.
—Deberíamos seguir.
Examinaron las otras cabañas, pero Piper se deprimió más. Se preguntaba si podía ser hija de Deméter, la diosa de la agricultura. Sin embargo, Piper mataba todas las plantas que tocaba. Atenea era guay. O tal vez Hécate, la diosa de la magia. Pero en realidad daba igual. Incluso allí, donde se suponía que todo el mundo encontraba a un padre perdido, ella acabaría siendo la hija no deseada. No le hacía ninguna ilusión la fogata de esa noche.
—En un principio empezamos con los doce dioses del Olimpo —explicó Annabeth—. Los dioses a la izquierda y las diosas a la derecha. Pero el año pasado añadimos un grupo de cabañas nuevas para otros dioses que no tenían trono en el Olimpo: Hécate, Hades, Iris…
—¿De quién son las dos cabañas grandes del final? —preguntó Piper.
Annabeth frunció el entrecejo.
—De Zeus y Hera, el rey y la reina de los dioses.
Piper se encaminó en esa dirección, y Annabeth la siguió, aunque no se mostraba muy entusiasmada. La cabaña de Zeus le recordaba un banco. Era de mármol blanco con grandes columnas en la fachada y puertas de bronce bruñido decoradas con relámpagos.
La cabaña de Hera era más pequeña, pero tenía el mismo estilo de construcción, salvo que en las puertas había tallados dibujos de plumas de pavo real que relucían en distintos colores.
A diferencia de las otras cabañas, que eran todas ruidosas y estaban abiertas y llenas de actividad, las de Zeus y Hera parecían cerradas y silenciosas.
—¿Están vacías? —preguntó Piper.
Annabeth asintió.
—Zeus pasó mucho tiempo sin tener hijos. Bueno, casi. Zeus, Poseidón y Hades, los hermanos mayores entre los dioses, son conocidos como los Tres Grandes. Sus hijos son muy poderosos y peligrosos. Durante los últimos setenta años más o menos, han intentado evitar tener hijos semidioses.
—¿Han «intentado evitar»?
—A veces…, ejem…, han hecho trampa. Tengo una amiga, Talia Grace, que es hija de Zeus. Pero abandonó la vida en el campamento y se hizo Cazadora de Artemisa. Mi novio, Percy, es hijo de Poseidón. Y hay un chico que aparece a veces, Nico, que es hijo de Hades. Excepto ellos, los Tres Grandes dioses no tienen hijos semidioses. Por lo menos, que nosotros sepamos.
—¿Y Hera?
Piper miró las puertas decoradas con motivos de pavos reales. La cabaña la incomodaba, pero no estaba segura del motivo.
—La diosa del matrimonio —Annabeth empleó un tono cuidadosamente mesurado, como si estuviera intentando evitar soltar un juramento—. Ella solo tiene hijos con Zeus, así que tampoco hay semidioses. Su cabaña solo tiene un uso honorífico.
—No te gusta —señaló Piper.
—Tenemos una larga historia —reconoció Annabeth—. Creía que habíamos hecho las paces, pero cuando Percy desapareció… tuve una extraña visión de ella.
—Y te dijo que vinieras a por nosotros —dijo Piper—. Pero creías que encontrarías a Percy.
—Prefiero no hablar de ello —advirtió Annabeth—. Ahora mismo no tengo nada bueno que decir de Hera.
Piper miró la base de las puertas.
—Entonces, ¿quién entra ahí?
—Nadie. La cabaña solo tiene un uso honorífico, como ya he dicho. No entra nadie.
—Sí que entran.
Piper señaló una huella que había en el umbral. Empujó las puertas instintivamente y se abrieron con facilidad.
Annabeth retrocedió.
—Esto…, Piper, no creo que debamos…
—Se supone que hacemos cosas peligrosas, ¿no?
Y Piper entró.
La cabaña de Hera no era un lugar en el que a Piper le apeteciera vivir. Era fría como una nevera, con un círculo de columnas alrededor de una estatua central de la diosa de tres metros de altura, sentada en un trono con una holgada túnica dorada. Piper siempre había creído que las estatuas griegas eran blancas y tenían una mirada vacía, pero aquella estaba pintada con llamativos colores, de tal forma que parecía casi humana…, solo que era enorme. Los ojos penetrantes de Hera parecían seguir a Piper.
A los pies de la diosa había un brasero de bronce en el que ardía fuego. Piper se preguntó quién se ocupaba de él si la cabaña siempre estaba vacía. Un halcón de piedra descansaba en el hombro de Hera, y su mano sostenía un báculo rematado con una flor de loto. La diosa tenía el cabello peinado con trenzas negras. Su rostro sonreía, pero sus ojos eran fríos y calculadores, como si estuviera diciendo: «Madre sabe lo que es bueno. No me hagas enfadar o tendré que darte lo que te mereces».
No había nada más en la cabaña: ni camas, ni muebles, ni cuarto de baño, ni ventanas. Nada que pudiera utilizarse para vivir. Para ser la diosa del hogar y el matrimonio, lo cierto es que la casa de Hera recordaba una tumba.
No, aquella no era su madre. Al menos, Piper estaba segura de eso. No había entrado allí porque sintiera una buena conexión, sino porque la sensación de temor era más intensa allí. Su sueño —el terrible ultimátum que le habían dado— guardaba alguna relación con aquella cabaña.
Se quedó paralizada. No estaban solas. Detrás de la estatua, en un pequeño altar situado a sus espaldas, había una figura cubierta con un chal negro. Solo sus manos resultaban visibles, con las palmas hacia arriba. Parecía estar recitando algo parecido a un hechizo o una plegaria.
Annabeth lanzó un grito ahogado.
—¿Rachel?
La otra chica se volvió. Al soltar el chal quedó a la vista una melena de cabello pelirrojo rizado y una cara pecosa que no se correspondía en absoluto con la seriedad de la cabaña ni con el chal negro. Aparentaba unos diecisiete años, una adolescente totalmente normal con una blusa verde y unos vaqueros raídos cubiertos de garabatos hechos con rotulador. Pese a lo frío que estaba el suelo, iba descalza.
—¡Eh! —Corrió a abrazar a Annabeth—. ¡Lo siento mucho! He venido lo más rápido que he podido.
Hablaron unos minutos del novio de Annabeth, de la falta de noticias y demás asuntos, hasta que por fin Annabeth se acordó de Piper, que estaba sintiéndose incómoda.
—Qué maleducada soy —se disculpó Annabeth—. Rachel, esta es Piper, una de los mestizos que rescatamos hoy. Piper, esta es Rachel Elizabeth Dare, nuestro oráculo.
—La amiga que vive en la cueva —adivinó Piper.
Rachel sonrió.
—La misma.
—¿Así que eres un oráculo? —preguntó Piper—. ¿Puedes adivinar el futuro? —dijo.
—Más bien, el futuro me asalta de vez en cuando —contestó Rachel—. Anuncio profecías. El espíritu del oráculo me secuestra alguna que otra vez y me dice cosas importantes que no tienen sentido para nadie. Pero sí, las profecías adivinan el futuro.
—Ah —Piper desplazó el peso de un pie al otro—. Mola.
Rachel se echó a reír.
—No te preocupes. A todo el mundo le da un poco de repelús. Incluso a mí. Pero normalmente soy inofensiva.
—¿Eres una semidiosa?
—No —respondió Rachel—. Soy mortal.
—Entonces, ¿qué eres…?
Piper señaló la estancia con la mano.
La sonrisa de Rachel desapareció. Lanzó una mirada a Annabeth y luego de nuevo a Piper.
—Es solo una corazonada. Algo relacionado con esta cabaña y la desaparición de Percy. Las dos cosas están relacionadas de alguna forma. He aprendido a hacer caso de mis corazonadas, sobre todo desde el mes pasado, cuando los dioses se quedaron callados.
—¿Se quedaron callados? —preguntó Piper.
Rachel miró a Annabeth con los ojos entornados.
—¿Todavía no se lo has contado?
—Iba a hacerlo —dijo Annabeth—. Piper, durante el mes pasado… Bueno, es normal que los dioses no hablen mucho con sus hijos, pero por lo general recibimos algún mensaje de vez en cuando. Algunos de nosotros incluso podemos visitar el Olimpo. Yo me he pasado prácticamente todo el semestre en el Empire State.
—¿Cómo?
—La actual entrada del monte Olimpo.
—Ah —dijo Piper—. Claro, ¿por qué no?
—Annabeth estaba remodelando el Olimpo después de los daños que sufrió en la guerra de los titanes —explicó Rachel—. Es una arquitecta increíble. Deberías ver su mostrador de ensaladas…
—En fin —dijo Annabeth—, el caso es que, desde hace cosa de un mes, el Olimpo se quedó en silencio. La entrada se cerró, y nadie ha podido entrar. Nadie sabe por qué. Es como si los dioses se hubieran aislado. Ni siquiera mi madre responde a mis plegarias, y el director del campamento, Dioniso, fue llamado.
—¿El director del campamento era el dios del… vino?
—Sí, es una…
—Larga historia —aventuró Piper—. Está bien. Sigue.
—En realidad, eso es todo —dijo Annabeth—. Los semidioses siguen siendo reconocidos, pero nada más. Ni mensajes. Ni visitas. Ni señales de que los dioses escuchan siquiera. Es como si hubiera pasado algo… algo muy malo. Y entonces Percy desapareció.
—Y Jason apareció en nuestra excursión —añadió Piper—. Sin recuerdos.
—¿Quién es Jason? —preguntó Rachel.
—Mi… —Piper se interrumpió antes de decir «novio», pero el esfuerzo le provocó una punzada en el pecho—. Mi amigo. Pero tú dijiste que Hera te envió una visión, Annabeth.
—Así es —dijo Annabeth—. La primera comunicación de un dios en un mes, y es de Hera, la diosa menos servicial. Y encima se pone en contacto conmigo, la semidiosa que peor le cae. Me dice que averiguaré lo que le pasó a Percy si voy a la plataforma del Gran Cañón y busco a un chico con un zapato. Y en lugar de eso, os encuentro a vosotros, y el chico con un zapato es Jason. No tiene sentido.
—Está pasando algo malo —convino Rachel.
Miró a Piper, y esta sintió el deseo irresistible de hablarle de su sueño, de confesarle que sabía lo que estaba pasando… Al menos parte de la historia. Y que en verdad lo malo no había hecho más que empezar.
—Chicas —dijo—. Yo… necesito…
Antes de que pudiera seguir, el cuerpo de Rachel se puso rígido. Los ojos le empezaron a brillar con una luz amarillenta, y agarró a Piper por los hombros.
Piper intentó retroceder, pero las manos de Rachel eran como abrazaderas de acero.
«Libérame», dijo. Pero no era la voz de Rachel. Sonaba como una mujer mayor, hablando desde algún lugar lejano por un tubo con eco. «Libérame, Piper McLean, o la tierra nos engullirá. Debe ser en el solsticio».
La habitación empezó a dar vueltas. Annabeth intentó separar a Piper de Rachel, pero era inútil. Un humo verde las envolvió, y Piper ya no supo si estaba despierta o soñando. La gigantesca estatua de la diosa pareció levantarse de su trono. Se inclinó por encima de Piper, atravesándola con los ojos. La boca de la estatua se abrió, y su aliento era como un perfume terriblemente fuerte. Habló con la misma voz resonante: «Nuestros enemigos están despertando. El del fuego es solo el primero. Si te pliegas a su voluntad, su rey se alzará y nos condenará a todos. ¡LIBÉRAME!»
A Piper le flaquearon las piernas y todo se volvió negro.