III
Piper

Después de pasar la mañana entre espíritus de la tormenta, hombres cabra y novios voladores, Piper debería haberse vuelto loca. En cambio, lo único que sentía era miedo.

«Está empezando», pensó. Como decía el sueño.

Iba en la parte de atrás del carro con Leo y Jason, mientras que el chico calvo, Butch, manejaba las riendas y la chica rubia, Annabeth, ajustaba un instrumento de navegación de bronce. Se elevaron por encima del Gran Cañón y se dirigieron al este; el viento gélido traspasaba la chaqueta de Piper. Detrás de ellos se estaban acumulando más nubarrones.

El carro daba bandazos y sacudidas. No tenía cinturones de seguridad y la parte de atrás estaba abierta, de modo que Piper se preguntaba si Jason la volvería a coger si se caía. Eso había sido lo más inquietante de toda la mañana: no que Jason pudiera volar, sino que la hubiera tomado en brazos pero no se acordara de quién era ella.

Durante todo el semestre, Piper había trabajado en su relación, tratando de que Jason la viera como algo más que una amiga. Al final, había conseguido que el muy bobo la besara. Las últimas semanas habían sido las mejores de su vida. Y luego, tres noches atrás, el sueño lo había arruinado todo: aquella horrible voz que le había dado unas horribles noticias. No se lo había contado a nadie, ni siquiera a Jason.

Ya ni siquiera le quedaba él. Era como si alguien le hubiera borrado la memoria y ella tuviera que repetir todos los pasos. Tenía ganas de gritar. Jason estaba a su lado: aquellos ojos de color azul celeste, aquel cabello rubio rapado, aquella bonita cicatriz sobre su labio superior. Su cara era agradable y dulce, pero siempre un poco triste. Miraba fijamente al horizonte sin reparar en ella.

Mientras tanto, Leo estaba fastidiando como siempre.

—¡Cómo mola! —Escupió una pluma de pegaso—. ¿Adónde vamos?

—A un sitio seguro —contestó Annabeth—. El único sitio seguro para chicos como nosotros. El Campamento Mestizo.

—¿Mestizo?

Piper se puso inmediatamente en guardia. Odiaba esa palabra. La habían llamado mestiza demasiadas veces —medio cherokee, medio blanca—, y nunca como un cumplido.

—¿Es una broma de mal gusto?

—Se refiere a que somos semidioses —dijo Jason—. Medio dioses, medio mortales.

Annabeth miró atrás.

—Parece que sabes mucho, Jason. Sí, hablo de semidioses. Mi madre es Atenea, la diosa de la sabiduría. Butch es hijo de Iris, la diosa del arcoíris.

Leo se atragantó.

—¿Tu madre es la diosa del arcoíris?

—¿Algún problema? —dijo Butch.

—No, no —contestó Leo—. Arcoíris. Muy masculino.

—Butch es nuestro mejor jinete —informó Annabeth—. Se lleva muy bien con los pegasos.

—Arcoíris, ponis… —murmuró Leo.

—Te voy a tirar del carro —le advirtió Butch.

—Semidioses… —musitó Piper—. ¿Quieres decir que crees que sois…?, ¿que crees que somos…?

Cayó un relámpago. El carro se sacudió, y Jason gritó:

—¡La rueda izquierda está ardiendo!

Piper retrocedió. Efectivamente, la rueda estaba encendida, y llamas blancas lamían el costado del carro.

El viento rugió. Piper miró hacia atrás y vio unas figuras oscuras formándose en las nubes, más espíritus de la tormenta que descendían en espiral hacia el carro, solo que aquellos parecían más caballos que ángeles.

—¿Por qué están…? —comenzó a decir.

—Los anemoi adoptan distintas formas —dijo Annabeth—. A veces de humanos, otras de caballos, dependiendo de lo caóticos que sean. Agárrate. Esto se va a poner feo.

Butch sacudió las riendas. Los pegasos aceleraron bruscamente, y el carro se volvió borroso. A Piper le subió el estómago a la garganta. Todo se oscureció y, cuando recuperó la visión normal, estaban en un lugar totalmente distinto.

Un frío mar gris se extendía por la izquierda. Campos, carreteras y bosques cubiertos de nieve se dispersaban por la derecha. Justo debajo de ellos había un valle verde, como una isla primaveral, bordeada de colinas nevadas por tres lados y de agua por el norte. Piper vio un grupo de edificios semejantes a antiguos templos griegos, una mansión azul, campos de deporte, un lago y un muro de escalada que parecía estar ardiendo. Pero antes de que pudiera asimilar todo lo que estaba viendo, las ruedas se desprendieron y el carro cayó del cielo.

Annabeth y Butch intentaron conservar el control. Los pegasos se esforzaron por mantener la trayectoria de vuelo, pero parecían agotados por la velocidad, y cargar con el carro y el peso de cinco personas era excesivo.

—¡El lago! —gritó Annabeth—. ¡Intentad llegar al lago!

Piper se acordó de que en una ocasión su padre le había dicho que caer en el agua desde una altura elevada era tan grave como caer sobre cemento.

Y entonces… BUM.

La peor impresión fue el frío. Estaba debajo del agua, tan desorientada que no sabía hacia dónde quedaba la superficie.

Solo le dio tiempo a pensar: «Esta sería una estúpida forma de morir». Entonces aparecieron unas caras en las tinieblas verdosas: unas chicas con el cabello moreno y largo y unos brillantes ojos amarillos. Sonrieron a Piper, la agarraron por los hombros y la levantaron.

La arrojaron a la orilla mientras ella boqueaba y temblaba. Butch estaba cerca, en el lago, cortando los arreos destrozados de los pegasos. Por suerte, los caballos parecían encontrarse bien, pero agitaban las alas y salpicaban agua por todas partes. Jason, Leo y Annabeth ya estaban en la orilla, rodeados de chicos que les daban mantas y les hacían preguntas. Alguien cogió a Piper por los brazos y la ayudó a levantarse. Al parecer, a menudo caían chicos al lago, pues se acercaron corriendo con unos grandes artilugios de bronce que parecían sopladores de hojas y lanzaron aire caliente a Piper; al cabo de un par de segundos, su ropa estaba seca.

Había como mínimo veinte campistas arremolinados —el más pequeño, de unos nueve años y el mayor, con edad de estudiar en la universidad, dieciocho o diecinueve—, y todos llevaban camisetas naranja como la de Annabeth. Piper miró atrás en dirección al agua y vio a las extrañas chicas justo por debajo de la superficie, con el pelo flotando en la corriente. La saludaron con la mano y desaparecieron en las profundiades del lago. Un segundo más tarde, los restos del carro fueron expulsados del agua y cayeron cerca con un crujido.

—¡Annabeth! —Un chico con un arco y un carcaj a la espalda se abrió paso a empujones entre el gentío—. ¡Te dije que podías tomar prestado el carro, no destruirlo!

—Lo siento, Will —dijo Annabeth suspirando—. Lo arreglaré, te lo prometo.

Will contempló su carro roto con mala cara. Acto seguido evaluó a Piper, a Leo y a Jason.

—¿Estos son los elegidos? Pasan de largo de los trece años. ¿Por qué no los han reconocido ya?

—¿Reconocido? —preguntó Leo.

Antes de que Annabeth pudiera explicarlo, Will dijo:

—¿Alguna señal de Percy?

—No —admitió Annabeth.

Los campistas comenzaron a murmurar. Piper no tenía ni idea de quién era el tal Percy, pero parecía que su desaparición era muy importante.

Otra chica dio un paso adelante: alta, asiática, con el cabello moreno ensortijado, llena de joyas y perfectamente maquillada. De algún modo lograba que los vaqueros y la camiseta naranja parecieran glamurosos. Lanzó una mirada a Leo, clavó la vista en Jason como si fuera digno de su atención y, a continuación, miró a Piper haciendo una mueca de desprecio, como si fuera un burrito de hacía una semana salido de un contenedor de la basura. Piper conocía aquel tipo de chica. Había tratado con muchas como ella en la Escuela del Monte y el resto de estúpidos colegios a los que la había mandado su padre. Piper supo en el acto que iban a ser enemigas.

—Bueno —dijo la chica—, espero que merezcan las molestias.

Leo resopló.

—Vaya, gracias. ¿Qué somos, tus nuevas mascotas?

—En serio —dijo Jason—. ¿Qué tal si nos dais unas respuestas antes de empezar a juzgarnos? Por ejemplo, ¿qué es este sitio, dónde estamos y cuánto tenemos que quedarnos?

Piper se hacía las mismas preguntas, pero la invadió una oleada de inquietud. «Merezcan las molestias». Si supieran el sueño que había tenido… No tenían ni idea.

—Jason —dijo Annabeth—, te prometo que contestaremos a tus preguntas. Y Drew… —miró a la chica glamurosa con el entrecejo fruncido—, todos los semidioses merecen ser salvados. Pero reconozco que el viaje no ha dado de sí lo que yo esperaba.

—Oye —dijo Piper—, nosotros no hemos pedido que nos trajerais aquí.

Drew se sorbió la nariz.

—Aquí nadie os quiere, cariño. ¿Siempre llevas el pelo como si fuera un tejón muerto?

Piper dio un paso adelante, dispuesta a darle una bofetada, pero Annabeth dijo:

—Quieta, Piper.

Piper obedeció. Drew no le asustaba lo más mínimo, pero Annabeth no parecía alguien con quien le conviniera enemistarse.

—Tenemos que hacer sentir bien recibidos a los recién llegados —dijo Annabeth, lanzando otra mirada penetrante a Drew—. Les asignaremos un guía a cada uno y les enseñaremos el campamento. Con suerte, esta noche en la fogata los reconocerán.

—¿Alguien quiere hacer el favor de decirme qué significa «reconocer»? —preguntó Piper.

De repente hubo un grito ahogado colectivo. Los campistas retrocedieron. Por un momento Piper pensó que había hecho algo malo, pero luego se dio cuenta de que sus caras estaban bañadas de una extraña luz roja, como si alguien hubiera encendido una antorcha detrás de ella. Se volvió y casi se quedó sin respiración.

Flotando sobre la cabeza de Leo había una deslumbrante imagen holográfica: un martillo en llamas.

—Eso —dijo Annabeth— es reconocer.

—¿Qué he hecho? —Leo retrocedió en dirección al lago. Entonces alzó la vista y gritó—: ¿Me arde el pelo?

Se agachó, pero la imagen lo siguió dando brincos y serpenteando de tal forma que parecía que estuviera intentando escribir algo en llamas con la cabeza.

—Esto no puede ser bueno… —murmuró Butch—. La maldición…

—Cállate, Butch —lo interrumpió Annabeth—. Leo, has sido reconocido…

—Por un dios —continuó Jason—. Es el símbolo de Vulcano, ¿verdad?

Todas las miradas se volvieron hacia él.

—Jason —dijo Annabeth con cautela—, ¿cómo lo has sabido?

—No estoy seguro.

—¿Vulcano? —preguntó Leo—. Ni siquiera me GUSTA Star Trek. ¿De qué estáis hablando?

—Vulcano es el nombre romano de Hefesto —dijo Annabeth—, el dios de los herreros y el fuego.

El martillo en llamas desapareció, pero Leo siguió dando manotazos al aire como si tuviera miedo de que le estuviera siguiendo.

—¿El dios de qué? ¿Quién?

Annabeth se volvió hacia el chico del arco.

—Will, ¿puedes llevarte a Leo y hacerle un recorrido por el campamento? Preséntale a sus compañeros de la cabaña nueve.

—Claro, Annabeth.

—¿Qué es la cabaña nueve? —preguntó Leo—. ¡Y yo no soy un vulcaniano!

—Vamos, señor Spock, te lo explicaré todo.

Will le puso una mano en el hombro y lo llevó hacia las cabañas.

Annabeth centró su atención de nuevo en Jason. Normalmente a Piper no le gustaba que otras chicas miraran a su novio, pero a Annabeth no parecía importarle que fuera un chico guapo. Lo observaba más bien como si fuera un plano complejo. Al final, dijo:

—Extiende el brazo.

Piper vio lo que estaba mirando y abrió los ojos como platos.

Jason se había quitado el impermeable después de caer al lago y se había quedado con los brazos descubiertos. En la cara interior del antebrazo derecho tenía un tatuaje. ¿Cómo es que Piper no se había fijado antes en él? Había mirado los brazos de Jason un millón de veces. El tatuaje no podía haber aparecido sin más, pero estaba grabado con tinta oscura, imposible de pasar por alto: una docena de líneas rectas como un código de barras, y encima, un águila con las letras SPQR.

—Nunca había visto unas marcas como esas… —dijo Annabeth—. ¿Dónde te las hicieron?

Jason negó con la cabeza.

—Me estoy cansando de decirlo, pero no lo sé.

Los otros campistas avanzaron, intentando echar un vistazo al tatuaje de Jason. Las marcas parecieron molestarles mucho, como si fueran una declaración de guerra.

—Parecen quemadas en la piel —comentó Annabeth.

—Así me las hicieron —dijo Jason. A continuación hizo una mueca como si le doliera la cabeza—. Quiero decir… eso creo. No me acuerdo.

Nadie dijo nada. Estaba claro que los campistas consideraban a Annabeth su líder. Estaban esperando su veredicto.

—Tiene que ir a ver a Quirón —decidió Annabeth finalmente—. Drew, ¿quieres…?

—Por supuesto —Drew entrelazó su brazo con el de Jason—. Por aquí, cariño. Te presentaré a nuestro director. Es un tipo… interesante.

Lanzó a Piper una mirada de suficiencia y llevó a Jason a la gran casa azul de la colina.

La multitud empezó a dispersarse por el campamento hasta que solo quedaron Annabeth y Piper.

—¿Quién es Quirón? —preguntó Piper—. ¿Se ha metido Jason en un lío?

Annabeth vaciló.

—Buena pregunta, Piper. Ven, te llevaré de visita. Tenemos que hablar.