Antes de electrocutarse, Jason ya estaba teniendo un día horrible.
Se despertó en los asientos traseros del autobús escolar sin saber dónde estaba, y cogido de la mano de una chica a la que no conocía. Esa no era necesariamente la parte horrible. La chica era mona, pero no sabía quién era ni lo que estaba haciendo él allí. Se incorporó y se frotó los ojos, tratando de pensar con claridad.
En los asientos situados delante de él había varias docenas de chicos repantigados, escuchando sus iPod, hablando o durmiendo. Todos parecían más o menos de su edad… ¿Quince? ¿Dieciséis? Vale, eso sí que daba miedo. No sabía cuántos años tenía.
El autobús avanzaba con estruendo por una carretera llena de baches. Por las ventanillas pasaba el desierto bajo un radiante cielo azul. Jason estaba seguro de que no vivía en el desierto. Intentó hacer memoria… Lo último que recordaba…
La chica le apretó la mano.
—¿Estás bien, Jason?
Llevaba unos vaqueros desteñidos, unas botas de montaña y un forro polar. Tenía el cabello color chocolate cortado de forma desigual, con finos mechones trenzados a los lados. No llevaba maquillaje, como si no quisiera llamar la atención, pero no le daba resultado. Era muy guapa. Sus ojos parecían cambiar de color como un caleidoscopio: marrones, azules y verdes.
Jason le soltó la mano.
—Esto…, yo no…
En la parte de delante del autobús, un profesor gritó:
—¡Está bien, yogurines, escuchad!
Era evidente que era un entrenador. Llevaba una gorra muy calada en la cabeza, de forma que solo se veían sus ojos pequeños y brillantes. Tenía una perilla fina y cara avinagrada, como si hubiera comido algo podrido. Sus musculosos brazos y su pecho abultaban bajo un polo de vivo color naranja. Su pantalón de chándal y sus zapatillas Nike eran de un blanco inmaculado. Del cuello le colgaba un silbato, y llevaba un megáfono sujeto al cinturón. Si no hubiera medido un metro y medio, habría dado mucho miedo. Cuando se puso de pie en el pasillo, uno de los alumnos gritó:
—¡Levántese, entrenador Hedge!
—¡Lo he oído!
El entrenador escudriñó el autobús en busca del ofensor. Entonces sus ojos se fijaron en Jason y su entrecejo se frunció aún más.
Jason se sobresaltó. Estaba seguro de que el entrenador sabía que aquel no era su sitio. Iba a llamar a Jason y a preguntarle qué estaba haciendo en el autobús… y Jason no tenía ni idea de lo que iba a decir.
Sin embargo, el entrenador Hedge apartó la vista y carraspeó.
—¡Llegaremos dentro de cinco minutos! Quedaos con vuestro compañero. No perdáis las hojas de ejercicios. Y si alguno de vosotros causa problemas en esta excursión, mis preciosos yogurines, os mandaré personalmente de vuelta al campus a la fuerza.
Cogió un bate de béisbol e hizo como si estuviera golpeando una pelota.
Jason miró a la chica que tenía al lado.
—¿Puede hablarnos así?
Ella se encogió de hombros.
—Siempre lo hace. Estamos en la Escuela del Monte. «Donde los alumnos son los animales».
Lo dijo como si fuera un chiste que se hubieran contado antes.
—Ha habido un error —dijo Jason—. Yo no debería estar aquí.
El chico de delante se volvió y se echó a reír.
—Sí, claro, Jason. ¡A todos nos han engañado! Yo no me escapé seis veces, y Piper no robó un BMW.
La chica se ruborizó.
—¡Yo no robé ese coche, Leo!
—Ah, me olvidaba, Piper. ¿Cuál era tu versión? ¿Que convenciste al dueño para que te lo prestara? —Miró a Jason con una expresión que parecía decir: «¿Puedes creerla?».
Leo parecía un elfo de Santa Claus en versión latina, con el pelo moreno rizado, las orejas puntiagudas, una cara alegre e infantil, y una sonrisa pícara que te avisaba en el acto de que no debías dejar cerillas ni objetos afilados cerca de él. Sus dedos largos y diestros no paraban de moverse: tamborileando en el asiento, recogiéndose el pelo detrás de las orejas, toqueteando los botones de su chaqueta de camuflaje. O el chico era hiperactivo por naturaleza o iba colocado con tanto azúcar y cafeína como para provocar un infarto a un búfalo.
—En fin —dijo Leo—, espero que tengas la hoja de ejercicios, porque yo utilicé la mía para disparar bolitas hace días. ¿Por qué me miras así? ¿Me han vuelto a dibujar en la cara?
—No te conozco —contestó Jason.
Leo le dedicó una sonrisa de cocodrilo.
—Claro. No soy tu mejor amigo. Soy su clon malvado.
—¡Leo Valdez! —gritó el entrenador Hedge desde la otra punta—. ¿Algún problema ahí detrás?
Leo guiñó el ojo a Jason.
—Atiende —se volvió hacia delante—. ¡Lo siento, entrenador! No le oigo bien. ¿Puede utilizar el megáfono, por favor?
El entrenador Hedge gruñó como si se alegrara de tener una excusa. Se desenganchó el megáfono del cinturón y siguió dando instrucciones, pero su voz sonaba como la de Darth Vader. Los chicos se troncharon de risa. El entrenador volvió a intentarlo, pero esa vez el megáfono rugió:
—¡La vaca hace mu!
Los chicos estallaron en carcajadas, y el entrenador dejó de golpe el megáfono.
—¡Valdez!
Piper contuvo la risa.
—Madre mía, Leo. ¿Cómo lo has hecho?
Leo se sacó un pequeño destornillador Phillips de la manga.
—Soy un chico especial.
—Hablo en serio, chicos —rogó Jason—. ¿Qué hago aquí? ¿Adónde vamos?
Piper frunció el ceño.
—¿Estás de guasa, Jason?
—¡No! No tengo ni idea…
—Bah, está de guasa —dijo Leo—. Está intentando vengarse de mí porque le eché espuma de afeitar en la gelatina, ¿verdad?
Jason se lo quedó mirando sin comprender.
—No, creo que habla en serio.
Piper intentó cogerle de nuevo la mano, pero él la apartó.
—Lo siento —dijo—. No… no puedo…
—¡Se acabó! —gritó el entrenador Hedge desde la parte de delante—. ¡La fila de atrás acaba de ofrecerse para limpiar después de comer!
El resto de los chicos se pusieron a dar vítores.
—Genial —murmuró Leo.
Pero Piper no apartó la vista de Jason, como si no supiera si él estaba herido o preocupado.
—¿Te has golpeado la cabeza o algo por el estilo? ¿De verdad no sabes quiénes somos?
Jason se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—Peor aún. No sé quién soy.
El autobús los dejó delante de un gran complejo de estuco rojo que parecía un museo situado en mitad de la nada. Tal vez eso es lo que era: el Museo Nacional de la Nada, pensó Jason. Un viento frío soplaba en el desierto. Jason no se había fijado en lo que llevaba puesto, pero no le abrigaba lo suficiente: unos vaqueros y unas zapatillas de deporte, una camiseta de manga corta morada y un fino impermeable negro.
—Curso acelerado para el amnésico —dijo Leo con un tono servicial que hizo pensar a Jason que el comentario no le iba a ayudar en nada—. Vamos a la «Escuela del Monte» —dibujó unas comillas invisibles con los dedos—. Lo que significa que somos «chicos malos». Tu familia, o el tribunal, o quien fuera decidió que eras demasiado conflictivo, así que te mandaron a esta bonita cárcel (perdón, «internado») en Armpit, Nevada, donde se aprenden valiosas técnicas en plena naturaleza, como correr treinta kilómetros al día entre cactus y tejer margaritas en gorros. Y como actividad especial, vamos de excursión con el entrenador Hedge, que mantiene el orden con un bate de béisbol. ¿Te acuerdas ya?
—No.
Jason echó un vistazo a los otros chicos con aprehensión: unos veinte muchachos; la mitad, chicas. Ninguno parecía un criminal reincidente, pero se preguntaba qué habían hecho para que los condenaran a una escuela para delincuentes y por qué estaba él con ellos.
Leo puso los ojos en blanco.
—Vas a seguir en este plan, ¿verdad? Muy bien, los tres empezamos juntos este semestre. Formamos una piña. Tú haces todo lo que te digo, me das tu postre y me haces los deberes…
—¡Leo! —soltó Piper.
—Vale, no hagas caso de la última parte, pero somos amigos. Bueno, Piper es algo más que tu amiga desde hace unas semanas…
—¡Para, Leo!
Piper se puso colorada. Jason también notó que se le encendía la cara. Si hubiera estado saliendo con una chica llamada Piper, se acordaría.
—Sufre amnesia o algo parecido —dijo Piper—. Tenemos que decírselo a alguien.
Leo se lo tomó a risa.
—¿A quién, al entrenador Hedge? Intentaría ayudar a Jason a guantazos.
El entrenador estaba en la parte delantera del grupo, gritando órdenes y tocando el silbato para mantener a los chicos en fila, pero de vez en cuando miraba hacia atrás, a Jason, y fruncía el entrecejo.
—Jason necesita ayuda, Leo —insistió Piper—. Tiene una conmoción cerebral o…
—Eh, Piper.
Uno de los otros chicos se quedó atrás para unirse a ellos mientras el grupo se dirigía al museo. El nuevo se metió entre Jason y Piper y tiró al suelo a Leo.
—No hables con estos pringados. Eres mi compañera, ¿lo recuerdas?
El nuevo llevaba el pelo moreno cortado al estilo de Superman, estaba muy bronceado y tenía los dientes tan blancos que debería haber llevado un letrero en el que pusiera: PROHIBIDO MIRAR LOS DIENTES DIRECTAMENTE. PUEDE PROVOCAR CEGUERA IRREVERSIBLE. Vestía una camiseta de los Dallas Cowboys, vaqueros y botas, y sonreía como si se considerase un regalo de Dios para las delincuentes juveniles. A Jason le cayó gordo nada más verlo.
—Lárgate, Dylan —gruñó Piper—. Yo no pedí trabajar contigo.
—Oh, eso no son formas. ¡Hoy es tu día de suerte!
Dylan entrelazó el brazo con el de ella y la metió a rastras por la entrada del museo. Piper lanzó una última mirada por encima del hombro como si estuviera pidiendo socorro.
Leo se levantó y se limpió.
—Odio a ese tío —ofreció a Jason el brazo, como si fueran a entrar juntos dando brincos—. Soy Dylan. ¡Soy superguay, quiero salir conmigo mismo, pero no sé cómo! ¿Quieres salir tú conmigo? ¡Tienes mucha suerte!
—Leo —dijo Jason—, eres muy raro.
—Sí, me lo dices mucho —Leo sonrió—. Pero como no te acuerdas de mí, puedo volver a contarte mis viejos chistes. ¡Vamos!
Jason pensó que, si aquel era su mejor amigo, su vida debía de ser un desastre, pero entró en el museo detrás de Leo.
Recorrieron el edificio deteniéndose aquí y allá para que el entrenador Hedge los sermoneara con su megáfono, que unas veces le hacía sonar como un Lord Sith y otras vociferaba comentarios al azar como «El cerdo hace oinc».
Leo no paraba de sacar tuercas, tornillos y alambres de los bolsillos de su chaqueta militar, como si tuviera que tener las manos ocupadas a todas horas.
Jason estaba demasiado distraído para fijarse en los objetos expuestos relacionados con el Gran Cañón y la tribu hualapai, a la que pertenecía el museo.
Algunas chicas no paraban de mirar a Piper y Dylan y de reírse tontamente. Jason se imaginó que eran la camarilla de chicas populares del colegio. Llevaban vaqueros y tops rosa a juego, y lucían suficiente maquillaje para ir a una fiesta de Halloween.
Una de ellas dijo:
—Eh, Piper, ¿este museo es de tu tribu? ¿Te dejan entrar gratis si haces la danza de la lluvia?
Las otras chicas se echaron a reír. Incluso el supuesto compañero de Piper contuvo una sonrisa. El forro polar de Piper le tapaba las manos, pero Jason tenía la sensación de que estaba apretando los puños.
—Mi padre es cherokee —dijo—. No hualapai. Claro que a ti te hacen falta unas cuantas neuronas para distinguirlos, Isabel.
Isabel abrió mucho los ojos fingiendo sorpresa, lo que le hizo parecer un búho con maquillaje añadido.
—¡Oh, perdona! ¿Era tu madre de la tribu? Ah, eso es. No conociste a tu madre.
Piper arremetió contra ella, pero, antes de que empezaran a pelearse, el entrenador Hedge escupió:
—¡Ya está bien ahí atrás! ¡Dad buen ejemplo o sacaré el bate!
El grupo se dirigió arrastrando los pies al siguiente objeto expuesto, pero las chicas siguieron haciendo comentarios a Piper.
—Oye, ¿te alegras de volver a la reserva? —preguntó una con voz dulce.
—Seguramente su padre está demasiado borracho para trabajar —dijo otra con falsa compasión—. Por eso ella se hizo cleptómana.
Piper no les hizo caso, pero Jason estaba dispuesto a darles un puñetazo personalmente. No se acordaba de Piper, ni de quién era él, pero sabía que odiaba a los chicos crueles.
Leo lo agarró del brazo.
—Tranqui. A Piper no le gusta que nos peleemos por ella. Además, si esas chicas se enteraran de quién es su padre, todas se inclinarían ante ella gritando: «¡No somos dignas!».
—¿Por qué? ¿Qué pasa con su padre?
Leo se rió con incredulidad.
—¿No bromeas? ¿De verdad no te acuerdas de que el padre de tu novia…?
—Oye, ojalá me acordara, pero ni siquiera me acuerdo de ella…, menos aún de su padre.
Leo soltó un silbido.
—En fin. Ya hablaremos cuando volvamos a la residencia.
Llegaron al otro extremo de la sala de exposiciones, donde había unas grandes puertas de cristal que daban a una terraza.
—Está bien, yogurines —anunció el entrenador Hedge—. Vais a ver el Gran Cañón. Procurad no romperlo. La plataforma puede soportar el peso de setenta aviones, así que unos pesos pluma como vosotros no deberíais correr ningún peligro. Si es posible, procurad no empujaros por encima del borde, porque eso me acarrearía papeleo extra.
El entrenador abrió las puertas y todos salieron. El Gran Cañón se extendía ante ellos, vivo y en persona. Por encima del borde se alargaba una plataforma con forma de herradura hecha de cristal, de manera que se podía ver a través de ella.
—Tío —dijo Leo—. Cómo mola.
Jason no podía por menos que estar de acuerdo. A pesar de la amnesia y de la sensación de que aquel no era su sitio, no pudo evitar quedar impresionado.
El cañón era más grande y más ancho de lo que se apreciaba en una fotografía. Estaban a tanta altura que los pájaros daban vueltas por debajo de sus pies. Un kilómetro y medio más abajo, un río serpenteaba por el suelo del cañón. Mientras habían estado dentro, unos grupos de nubarrones se habían movido en lo alto, proyectando sombras como caras furiosas sobre los riscos. En cualquier dirección hasta donde a Jason le alcanzaba la vista, el desierto se hallaba atravesado por barrancos rojos y grises, como si un dios loco lo hubiera cortado con un cuchillo.
Jason notó un dolor punzante detrás de los ojos. Dioses locos… ¿De dónde había sacado esa idea? Se sentía como si se hubiera acercado a algo importante: algo que debería saber. También tenía la inconfundible sensación de que estaba en peligro.
—¿Estás bien? —preguntó Leo—. No irás a vomitar por el borde, ¿verdad? Porque no he traído la cámara.
Jason se agarró a la barandilla. Estaba temblando y sudoroso, pero no tenía nada que ver con las alturas. Parpadeó y el dolor disminuyó.
—Estoy bien —logró decir—. Solo me duele la cabeza.
Un trueno retumbó en lo alto. Y una corriente fría estuvo a punto de arrojarlo de lado.
—Esto no puede ser seguro —Leo miró las nubes entornando los ojos—. Tenemos la tormenta justo encima, pero a los lados está despejado. Qué raro, ¿verdad?
Jason alzó la vista y comprobó que Leo tenía razón. Un oscuro círculo de nubes se había colocado encima de la plataforma, pero el resto del cielo estaba completamente despejado en todas direcciones. Jason tenía un mal presentimiento.
—¡Está bien, yogurines! —gritó el entrenador Hedge. Miró la tormenta con los ojos entrecerrados, como si a él también le preocupara—. ¡Puede que tengamos que interrumpir la visita, así que poneos a trabajar! ¡Recordad, frases enteras!
La tormenta retumbó, y a Jason empezó a dolerle otra vez la cabeza. Sin saber por qué, se metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó una moneda: un círculo de oro del tamaño de una moneda de medio dólar, pero más grueso y desigual. En un lado tenía estampada la imagen de un hacha de guerra. En el otro aparecía la cara de un hombre adornada con laurel. En la inscripción ponía algo así como IVLIVS.
—Caramba, ¿es de oro? —preguntó Leo—. ¡Me lo has estado escondiendo!
Jason guardó la moneda preguntándose cómo había llegado a tenerla y por qué tenía la sensación de que iba a necesitarla al cabo de poco.
—No es nada —dijo—. Solo una moneda.
Leo se encogió de hombros. Tal vez su mente tenía que estar continuamente activa como sus manos.
—Venga —dijo—. A que no te atreves a escupir por el borde.
No se esforzaron mucho con la hoja de ejercicios. En primer lugar, Jason estaba demasiado distraído con la tormenta y sus confusas emociones. Por otra parte, no sabía nombrar «tres estratos sedimentarios que observes» ni describir «dos ejemplos de erosión».
Leo no era de ayuda. Estaba demasiado ocupado construyendo un helicóptero con unos alambres forrados.
—Mira.
Lanzó el helicóptero. Jason se imaginó que caería en picado, pero las aspas de alambre giraban de verdad. El pequeño helicóptero llegó hasta la mitad del cañón antes de perder impulso y caer al vacío trazando una espiral.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Jason.
Leo se encogió de hombros.
—Habría molado más si hubiera tenido gomas.
—¿De verdad somos amigos? —preguntó Jason.
—La última vez que lo comprobé, sí.
—¿Estás seguro? ¿Qué día nos conocimos? ¿De qué hablamos?
—Fue… —Leo frunció el entrecejo—. No me acuerdo exactamente. Tengo déficit de atención. No esperarás que me acuerde de los detalles.
—Pero yo no te recuerdo en absoluto. No me acuerdo de nadie de los que están aquí. ¿Y si…?
—¿Tú tienes razón y el resto estamos equivocados? —preguntó Leo—. ¿Crees que has aparecido esta misma mañana y que todos tenemos recuerdos falsos de ti?
«Eso es exactamente lo que pienso», dijo una vocecilla en la cabeza de Jason.
Pero parecía absurdo. Allí todo el mundo daba su presencia por sentado. Todo el mundo actuaba como si formara parte de la clase… menos el entrenador Hedge.
—Coge la hoja de ejercicios —Jason le dio a Leo el papel—. Ahora vuelvo.
Antes de que Leo pudiera protestar, Jason atravesó la plataforma.
El grupo de su colegio tenía la instalación para ellos solos. Tal vez era demasiado temprano para los turistas, o tal vez el extraño tiempo los había ahuyentado. Los chicos de la Escuela del Monte se habían dispersado en parejas por la plataforma. La mayoría se divertía o hablaba. Algunos lanzaban peniques por encima del borde. A un metro y medio, Piper trataba de rellenar su hoja de ejercicios, pero Dylan, su estúpido compañero, estaba intentando ligar con ella, colocándole la mano en el hombro y dedicándole su cegadora sonrisa blanca. Ella no paraba de apartarlo, y cuando vio a Jason le lanzó una mirada en plan «Estrangula a este tío por mí».
Jason le indicó con un gesto que aguantara. Se acercó al entrenador Hedge, que estaba apoyado en su bate de béisbol estudiando los nubarrones.
—¿Has hecho tú esto? —le preguntó el entrenador.
Jason dio un paso atrás.
—¿Hacer qué?
Parecía como si el entrenador le hubiera preguntado si había provocado la tormenta.
El entrenador Hedge lo fulminó con la mirada; sus ojos pequeños y brillantes centelleaban bajo la visera de la gorra.
—No juegues conmigo, chico. ¿Qué haces aquí y por qué me estás fastidiando el trabajo?
—¿Quiere decir… que no me conoce? —dijo Jason—. ¿Que no soy uno de sus alumnos?
Hedge resopló.
—Hoy es la primera vez que te veo.
Jason se sintió tan aliviado que casi le entraron ganas de llorar. Por lo menos no se estaba volviendo loco. Estaba en el lugar equivocado.
—Oiga, señor, no sé cómo he llegado aquí. Simplemente me he despertado en el autobús escolar. Lo único que sé es que no tendría que estar aquí.
—En eso tienes razón —la voz ronca de Hedge bajó hasta convertirse en un murmullo, como si estuviera contando un secreto—. Debes de tener mucho poder con la Niebla para conseguir que todos estos chicos crean que te conocen, muchacho, pero a mí no me engañas. Hace días que noto el olor a monstruo. Sabía que teníamos un infiltrado, pero tú no hueles a monstruo. Hueles a mestizo. Así que… ¿quién eres y de dónde vienes?
La mayor parte de lo que el entrenador dijo no tenía sentido, pero Jason decidió contestar honestamente.
—No sé quién soy. No tengo recuerdos. Tiene que ayudarme.
El entrenador Hedge examinó el rostro de Jason como si intentara leerle el pensamiento.
—Estupendo —murmuró Hedge—. Estás siendo sincero.
—¡Pues claro! ¿Qué era eso de los monstruos y los mestizos? ¿Son palabras en clave o algo parecido?
Hedge entornó los ojos. Una parte de Jason se preguntaba si aquel tipo estaba chalado, pero otra parte sabía que no.
—Mira, chico —dijo Hedge—. No sé quién eres. Solo sé lo que eres, y significa problemas. Ahora tengo que proteger a tres de los vuestros en lugar de a dos. ¿Eres el paquete especial? ¿Es eso?
—¿De qué está hablando?
Hedge contempló la tormenta. Las nubes estaban volviéndose más densas y más oscuras, cerniéndose sobre la plataforma.
—Esta mañana recibí un mensaje del campamento —dijo Hedge—. Me dijeron que un equipo de extracción está en camino. Vienen a recoger un paquete especial, pero no me dieron más detalles. Vale, pensé. Los dos a los que estoy vigilando son muy poderosos y más mayores que la mayoría. Sé que los están acechando. Puedo oler a un monstruo en el grupo. Me imagino que por eso a los del campamento les han entrado las prisas por recogerlos. Pero entonces apareces tú de la nada. ¿Eres tú el paquete especial?
El dolor de cabeza de Jason se volvió más intenso que nunca. Mestizos. Campamento. Monstruos. Todavía no sabía de qué estaba hablando Hedge, pero sus palabras le provocaban unas tremendas punzadas en el cerebro, como si su mente intentara acceder a una información que debería estar allí, pero que no estaba.
Se tropezó, y el entrenador Hedge lo cogió. Para ser tan bajo, tenía unas manos de acero.
—Quieto, yogurín. Dices que no tienes recuerdos, ¿eh? Está bien. Tendré que vigilarte a ti también hasta que llegue el equipo. Dejaremos que el director aclare las cosas.
—¿Qué director? —preguntó Jason—. ¿Qué campamento?
—No te muevas. No tardarán en llegar los refuerzos. Con suerte, no pasará nada antes…
En el cielo restalló un relámpago. Se levantó un fuerte viento. Las hojas de ejercicios se fueron volando al Gran Cañón, y el puente entero tembló. Los chicos gritaban, daban traspiés y se agarraban a las barandillas.
—Tengo que decir algo —gruñó Hedge. Y rugió por el megáfono—: ¡Todo el mundo adentro! ¡La vaca dice mu! ¡Fuera de la plataforma!
—¡Creía que había dicho que esto era estable! —gritó Jason por encima del viento.
—En circunstancias normales —respondió Hedge—, pero no es el caso. ¡Vamos!