El octavo capítulo es extremadamente corto y cuenta cómo Gibbins, el naturalista de la comarca, mientras estaba tumbado en una pradera, sin que hubiese un alma a un par de millas de distancia, medio dormido, escuchó a su lado a alguien que tosía, estornudaba y maldecía; al mirar, no vio nada, pero era indiscutible que allí había alguien. Continuó perjurando con la variedad característica de un hombre culto. Las maldiciones llegaron a un punto culminante, disminuyeron de nuevo y se perdieron en la distancia, en dirección, al parecer, a Adderdean. Todo terminó con un espasmódico estornudo. Gibbins no había oído nada de lo que había sucedido aquella mañana, pero aquel fenómeno le resultó tan sumamente raro, que consiguió que desapareciera toda su filosófica tranquilidad; se levantó rápidamente y echó a correr por la colina hacia el pueblo tan deprisa como le fue posible.