Capítulo VII.
El desconocido se descubre

El desconocido entró en el salón del Coach and Horses alrededor de las cinco y media de la mañana y permaneció allí, con las persianas bajadas y la puerta cerrada, hasta cerca de las doce del mediodía, sin que nadie se atreviera a acercarse después del comportamiento que tuvo con el señor Hall.

No debió comer nada durante ese tiempo. La campanilla sonó tres veces, la última vez con furia y de forma continuada, pero nadie contestó.

—Él y su ¡váyase al diablo! —decía la señora Hall.

En ese momento comenzaron a llegar los rumores del robo en la vicaría, y todo el mundo comenzó a atar cabos sueltos. Hall, acompañado de Wadgers, salió a buscar al señor Shuckleforth, el magistrado, para pedirle consejo. Como nadie se atrevió a subir arriba, no se sabe lo que estuvo haciendo el forastero. De vez en cuando recorría con celeridad la habitación de un lado a otro, y en un par de ocasiones pudo escucharse cómo maldecía, rasgaba papeles o rompía cristales con fuerza.

El pequeño grupo de gente asustada pero curiosa era cada vez más grande. La señora Huxter se unió al poco rato; algunos jóvenes que lucían chaquetas negras y corbatas de papel imitando piqué, pues era Pentecostés, también se acercaron preguntándose qué ocurría. El joven Archie Harker, incluso, cruzó el patio e intentó fisgar por debajo de las persianas. No pudo ver nada, pero los demás creyeron que había visto algo y se le unieron enseguida.

Era el día de Pentecostés más bonito que habían tenido hasta entonces; y a lo largo de la calle del pueblo podía verse una fila de unos doce puestos de feria y uno de tiro al blanco. En una pradera al lado de la herrería podían verse tres vagones pintados de amarillo y de marrón y un grupo muy pintoresco de extranjeros, hombres y mujeres, que estaban levantando un puesto de tiro de cocos. Los caballeros llevaban jerseys azules y las señoras delantales blancos y sombreros a la moda con grandes plumas. Wodger, el de la Purple Fawn, y el señor Jaggers, el zapatero, que, además, se dedicaban a vender bicicletas de segunda mano, estaban colgando una ristra de banderines (con los que, originalmente, se celebraba el jubileo) a lo largo de la calle.

Y, mientras tanto, dentro, en la oscuridad artificial del salón, en el que sólo penetraba un débil rayo de luz, el forastero, suponemos que hambriento y asustado, escondido en su incómoda envoltura, miraba sus papeles con las gafas oscuras o hacía sonar sus botellas, pequeñas y sucias y, de vez en cuando, gritaba enfadado contra los niños, a los que no podía ver, pero sí oír, al otro lado de las ventanas. En una esquina, al lado de la chimenea, yacían los cristales de media docena de botellas rotas, y el aire estaba cargado de un fuerte olor a cloro. Esto es lo que sabemos por lo que podía oírse en ese momento y por lo que, más tarde, pudo verse en la habitación. Hacia el mediodía, el forastero abrió de repente la puerta del salón y se quedó mirando fijamente a las tres o cuatro personas que se encontraban en ese momento en el bar.

—Señora Hall —llamó.

Y alguien se apresuró a avisarla.

La señora Hall apareció al cabo de un instante con la respiración un poco alterada, pero todavía furiosa. El señor Hall aún se encontraba fuera. Ella había reflexionado sobre lo ocurrido y acudió llevando una bandeja con la cuenta sin pagar.

—¿Desea la cuenta, señor? —le dijo.

—¿Por qué no ha mandado que me trajeran el desayuno? ¿Por qué no me ha preparado la comida y contestado a mis llamadas? ¿Cree que puedo vivir sin comer?

—¿Por qué no me ha pagado la cuenta? —le dijo la señora Hall—. Es lo único que quiero saber.

—Le dije hace tres días que estaba esperando un envío.

—Y yo le dije hace dos que no estaba dispuesta a esperar ningún envío. No puede quejarse si ha esperado un poco por su desayuno, pues yo he estado esperando cinco días a que me pagase la cuenta.

El forastero perjuró brevemente, pero con energía. Desde el bar se escucharon algunos comentarios.

—Le estaría muy agradecida, señor, si se guardara sus groserías —le dijo la señora Hall.

El forastero, de pie, parecía ahora más que nunca un buzo. En el bar se convencieron de que, en ese momento, la señora Hall las tenía todas a favor. Y las palabras que el forastero pronunció después se lo confirmaron.

—Espere un momento, buena mujer —comenzó diciendo.

—A mí no me llame buena mujer —contestó la señora Hall.

—Le he dicho y le repito que aún no me ha llegado el envío.

—¡A mí no me venga ahora con envíos! —siguió la señora Hall.

—Espere, quizá todavía me quede en el bolsillo…

—Usted me dijo hace dos días que tan sólo llevaba un soberano de plata encima.

—De acuerdo, pero he encontrado algunas monedas…

—¿Es verdad eso? —se oyó desde el bar.

—Me gustaría saber de dónde las ha sacado —le dijo la señora Hall.

Esto pareció enojar mucho al forastero, quien, dando una patada en el suelo, dijo:

—¿Qué quiere decir?

—Que me gustaría saber dónde las ha encontrado —le contestó la señora Hall—. Y, antes de aceptar un billete o de traerle el desayuno, o de hacer cualquier cosa, tiene que decirme una o dos cosas que yo no entiendo y que nadie entiende y que, además, todos estamos ansiosos por entender. Quiero saber qué le ha estado haciendo a la silla de arriba, y por qué su habitación estaba vacía y cómo pudo entrar de nuevo. Los que se quedan en mi casa tienen que entrar por las puertas, es una regla de la posada, y usted no la ha cumplido, y quiero saber cómo entró, y también quiero saber…

De repente el forastero levantó la mano enguantada, dio un pisotón en el suelo y gritó: «¡Basta!» con tanta fuerza, que la señora Hall enmudeció al instante.

—Usted no entiende —comenzó a decir el forastero— ni quién soy ni qué soy, ¿verdad? Pues voy a enseñárselo. ¡Vaya que si voy a enseñárselo!

En ese momento se tapó la cara con la palma de la mano y luego la apartó. El centro de su rostro se había convertido en un agujero negro.

—Tome —dijo, y dio un paso adelante extendiéndole algo a la señora Hall, que lo aceptó automáticamente, impresionada como estaba por la metamorfosis que estaba sufriendo el rostro del huésped. Después, cuando vio de lo que se trataba, retrocedió unos pasos y, dando un grito, lo soltó. Se trataba de la nariz del forastero, tan rosada y brillante, que rodó por el suelo.

Después se quitó las gafas, mientras lo observaban todos los que estaban en el bar. Se quitó el sombrero y, con un gesto rápido, se desprendió del bigote y de los vendajes. Por un instante éstos se resistieron. Un escalofrío recorrió a todos los que se encontraban en el bar.

—¡Dios mío! —gritó alguien, a la vez que caían al suelo las vendas.

Aquello era lo peor de lo peor. La señora Hall, horrorizada y boquiabierta, después de dar un grito por lo que estaba viendo, salió corriendo hacia la puerta de la posada. Todo el mundo en el bar echó a correr. Habían estado esperando cicatrices, una cara horriblemente desfigurada, pero ¡no había nada! Las vendas y la peluca volaron hasta el bar, obligando a un muchacho a dar un salto para poder evitarlas. Unos tropezaban contra otros al intentar bajar las escaleras. Mientras tanto, el hombre, que estaba allí de pie intentando dar una serie de explicaciones incoherentes, no era más que una figura que gesticulaba y que no tenía absolutamente nada que pudiera verse a partir del cuello del abrigo.

La gente del pueblo que estaba fuera oyó los gritos y los chillidos y, cuando miraron calle arriba, vieron cómo la gente salía, a empellones, del Coach and Horses. Vieron cómo se caía la señora Hall y cómo el señor Teddy Henfrey saltaba por encima de ella para no pisarla. Después oyeron los terribles gritos de Millie, que había salido de la cocina al escuchar el ruido en el bar y se había encontrado con el forastero sin cabeza.

Al ver todo aquello, los que se encontraban en la calle, el vendedor de dulces, el propietario de la caseta del tiro de cocos y su ayudante, el señor de los columpios, varios niños y niñas, petimetres paletos, elegantes jovencitas, señores bien vestidos e incluso las gitanas con sus delantales se acercaron corriendo a la posada; y, milagrosamente, en un corto período de tiempo una multitud de casi cuarenta personas, que no dejaba de aumentar, se agitaba, silbaba, preguntaba, contestaba y sugería delante del establecimiento del señor Hall. Todos hablaban a la vez y aquello no parecía otra cosa que la torre de Babel. Un pequeño grupo atendía a la señora Hall, que estaba al borde del desmayo. La confusión fue muy grande ante la evidencia de un testigo ocular, que seguía gritando:

—¡Un fantasma!

—¿Qué es lo que ha hecho?

—¿No la habrá herido?

—Creo que se le vino encima con un cuchillo en la mano.

—Te digo que no tiene cabeza, y no es una forma de hablar, me refiero a ¡un hombre sin cabeza!

—¡Tonterías! Eso es un truco de prestidigitador.

—¡Se ha quitado unos vendajes!

En su intento de atisbar algo a través de la puerta abierta, la multitud había formado un enorme muro, y la persona que estaba más cerca de la posada gritaba:

—Se estuvo quieto un momento, oí el grito de la mujer y se volvió. La chica echó a correr y él la persiguió. No duró más de diez segundos. Después él volvió con una navaja en la mano y con una barra de pan. No hace ni un minuto que ha entrado por aquella puerta. Les digo que ese hombre no tenía cabeza. Ustedes no han podido verlo…

Hubo un pequeño revuelo detrás de la multitud y el que hablaba se paró para dejar paso a una pequeña procesión que se dirigía con resolución hacia la casa. El primero era el señor Hall, completamente rojo y decidido, le seguía el señor Bobby Jaffers, el policía del pueblo, y, acto seguido, iba el astuto señor Wadgers. Iban provistos de una autorización judicial para arrestar al forastero.

La gente seguía dando distintas versiones de los acontecimientos.

—Con cabeza o sin ella —decía Jaffers—, tengo que arrestarlo y lo arrestaré.

El señor Hall subió las escaleras para dirigirse a la puerta del salón. La puerta estaba abierta.

—Agente —dijo—, cumpla usted con su deber.

Jaffers entró el primero, Hall después y, por último, Wadgers. En la penumbra vieron una figura sin cabeza delante de ellos. Tenía un trozo de pan mordisqueado en una mano y un pedazo de queso en la otra.

—¡Es él! —dijo Hall.

—¿Qué demonios es todo esto? —dijo una voz, que surgía del cuello de la figura, en un tono de enfado evidente.

—Es usted un tipo bastante raro, señor —dijo el señor Jaffers—. Pero, con cabeza o sin ella, en la orden especifica cuerpo, y el deber es el deber…

—¡A mí no se me acerque! —dijo la figura, echándose hacia atrás.

De un golpe tiró el pan y el queso, y el señor Hall agarró la navaja justo a tiempo, para que no se clavara en la mesa. El forastero se quitó el guante de la mano izquierda y abofeteó a Jaffers. Un instante después, Jaffers, dejando a un lado todo lo que concernía a la orden de arresto, lo agarró por la muñeca sin mano y por la garganta invisible. El forastero le dio entonces una patada en la espinilla, que lo hizo gritar, pero Jaffers siguió sin soltar la presa. Hall deslizó la navaja por encima de la mesa, para que Wadgers la cogiera, y dio un paso hacia atrás, al ver que Jaffers y el forastero iban tambaleándose hacia donde él estaba, dándose puñetazos el uno al otro. Sin darse cuenta de que había una silla en medio, los dos hombres cayeron al suelo con gran estruendo.

—Agárrelo por los pies —dijo Jaffers entre dientes.

El señor Hall, al intentar seguir las instrucciones, recibió una buena patada en las costillas, que lo inutilizó un momento, y el señor Wadgers, al ver que el forastero sin cabeza rodaba y se colocaba encima de Jaffers, retrocedió hasta la puerta, cuchillo en mano, tropezando con el señor Huxter y el carretero de Sidderbridge, que acudían para prestar ayuda. En ese mismo instante se cayeron tres o cuatro botellas de la cómoda, y un fuerte olor acre se expandió por toda la habitación.

—¡Me rindo! —gritaba el forastero, a pesar de estar todavía encima de Jaffers.

Poco después se levantaba, apareciendo como una extraña figura sin cabeza y sin manos, pues se había quitado tanto el guante derecho como el izquierdo.

—No merece la pena —dijo, como si estuviese sollozando.

Era especialmente extraño oír aquella voz que surgía de la nada, pero quizá sean los campesinos de Sussex la gente más práctica del mundo. Jaffers también se levantó y sacó un par de esposas.

—Pero… —dijo dándose cuenta de la incongruencia de todo aquel asunto—. ¡Maldita sea! No puedo utilizarlas. ¡No veo!

El forastero se pasó el brazo por el chaleco, y, como si se tratase de un milagro, los botones a los que su manga vacía señalaba se desabrochaban solos. Después comentó algo sobre su espinilla y se agachó: parecía estar toqueteándose los zapatos y los calcetines.

—¡Cómo! —dijo Huxter de repente—. Esto no es un hombre. Son sólo ropas vacías. ¡Miren! Se puede ver el vacío dentro del cuello del abrigo y del forro de la ropa. Podría incluso meter mi brazo…

Pero, al extender su brazo, topó con algo que estaba suspendido en el aire, y lo retiró a la vez que lanzaba una exclamación.

—Le agradecería que no me metiera los dedos en el ojo —dijo la voz de la figura invisible con tono enfadado—. La verdad es que tengo todo: cabeza, manos, piernas y el resto del cuerpo. Lo que ocurre es que soy invisible. Es un fastidio, pero no lo puedo remediar. Y, además, no es razón suficiente para que cualquier estúpido de Iping venga a ponerme las manos encima. ¿No creen?

La ropa, completamente desabrochada y colgando sobre un soporte invisible, se puso en pie, con los brazos en jarras.

Algunos otros hombres del pueblo habían ido entrando en la habitación, que ahora estaba bastante concurrida.

—Con que invisible, ¿eh? —dijo Huxter sin escuchar los insultos del forastero—. ¿Quién ha oído hablar antes de algo parecido?

—Quizá les parezca extraño, pero no es un crimen. No tengo por qué ser asaltado por un policía de esta manera.

—Ah, ¿no? Ése es otro tema —dijo Jaffers—. No hay duda de que es difícil verlo con la luz que hay aquí, pero yo he traído una orden de arresto, y está en regla. Yo no vengo a arrestarlo, porque usted sea invisible, sino por robo. Han robado en una casa y se han llevado el dinero.

—¿Y qué?

—Que las circunstancias señalan…

—¡Deje de decir tonterías! —dijo el hombre invisible.

—Eso espero, señor. Pero me han dado instrucciones.

—Está bien. Iré. Iré con usted, pero sin esposas.

—Es lo reglamentario —dijo Jaffers.

—Sin esposas —insistió el forastero.

—De acuerdo, como quiera —dijo Jaffers.

De repente, la figura se sentó, y, antes de que nadie pudiera darse cuenta, se había quitado las zapatillas, los calcetines y había tirado los pantalones debajo de la mesa. Después se volvió a levantar y dejó caer su abrigo.

—¡Eh, espere un momento! —dijo Jaffers, dándose cuenta de lo que, en realidad, ocurría. Le agarró por el chaleco, hasta que la camisa se deslizó por el mismo y se quedó con la prenda vacía entre las manos—. ¡Agárrenlo! —gritó Jaffers—. En el momento en que se quite todas las cosas…

—¡Que alguien lo coja! —gritaban todos a la vez, mientras intentaban apoderarse de la camisa, que se movía de un lado para otro, y que era la única prenda visible del forastero.

La manga de la camisa asestó un golpe en la cara a Hall, evitando que éste siguiera avanzando con los brazos abiertos, y lo empujó, cayendo de espaldas sobre Toothsome, el sacristán. Un momento después la camisa se elevó en el aire, como si alguien se quitara una prenda por la cabeza. Jaffers la agarró con fuerza, pero sólo consiguió ayudar a que el forastero se desprendiera de ella; le dieron un golpe en la boca y, blandiendo su porra con violencia, asestó un golpe a Teddy Henfrey en toda la coronilla.

«¡Cuidado!», gritaba todo el mundo, resguardándose donde podía y dando golpes por doquier. «¡Agárrenlo!» «¡Que alguien cierre la puerta!» «¡No lo dejéis escapar!» «¡Creo que he agarrado algo, aquí está!». Aquello se había convertido en un campo de batalla. Todo el mundo, al parecer, estaba recibiendo golpes, y Sandy Wadger, tan astuto como siempre y la inteligencia agudizada por un terrible puñetazo en la nariz, salió por la puerta, abriendo así el camino a los demás. Los demás, al intentar seguirlo, se iban amontonando en el umbral. Los golpes continuaban. Phipps, el Unitario, tenía un diente roto, y Henfrey estaba sangrando por una oreja. Jaffers recibió un golpe en la mandíbula y, al volverse, cogió algo que se interponía entre él y Huxter y que impidió que se diesen un encontronazo. Notó un pecho musculoso y, en cuestión de segundos, el grupo de hombres sobreexcitados logró salir al vestíbulo, que también estaba abarrotado.

—¡Ya lo tengo! —gritó Jaffers, que se debatía entre todos los demás y que luchaba, con la cara completamente roja, con un enemigo al que no podía ver.

Los hombres se apelotonaron a derecha e izquierda, mientras que los dos combatientes se dirigían hacia la puerta de entrada. Al llegar, bajaron rodando la media docena de escalones de la posada. Jaffers seguía gritando con voz rota, sin soltar su presa y pegándole rodillazos, hasta que cayó pesadamente, dando con su cabeza en el suelo. Sólo en ese momento sus dedos soltaron lo que tenía entre manos.

La gente seguía gritando excitada: «¡Agárrenlo! ¡Es invisible!». Y un joven, que no era conocido en el lugar y cuyo nombre no viene al caso, cogió algo, pero volvió a perderlo, y cayó sobre el cuerpo del policía. Algo más lejos, en medio de la calle, una mujer se puso a gritar al sentir cómo la empujaban, y un perro, al que, aparentemente, le habían dado una patada, corrió aullando hacia el patio de Huxter, y con esto se consumó la transformación del hombre invisible. Durante un rato, la gente siguió asombrada y haciendo gestos, hasta que cundió el pánico y todos echaron a correr en distintas direcciones por el pueblo.

El único que no se movió fue Jaffers, que se quedó allí, boca arriba y con las piernas dobladas.