Los hechos del robo de la vicaría nos llegaron a través del vicario y de su mujer. El robo tuvo lugar en la madrugada del día de Pentecostés, el día que Iping dedicaba a la fiesta del Club. Según parece, la señora Bunting se despertó de repente, en medio de la tranquilidad que reina antes del alba, porque tuvo la impresión de que la puerta de su dormitorio se había abierto y después se había vuelto a cerrar. En un principio no despertó a su marido y se sentó en la cama a escuchar. La señora Bunting oyó claramente el ruido de las pisadas de unos pies descalzos que salían de la habitación contigua a su dormitorio y se dirigían a la escalera por el pasillo. En cuanto estuvo segura, despertó al reverendo Bunting, intentando hacer el menor ruido posible. Éste, sin encender la luz, se puso las gafas, un batín y las zapatillas y salió al rellano de la escalera para ver si oía algo. Desde allí pudo oír claramente cómo alguien estaba hurgando en su despacho, en el piso de abajo, y, posteriormente, un fuerte estornudo.
En ese momento volvió a su habitación y, arenándose con lo que tenía más a mano, su bastón, empezó a bajar las escaleras con el mayor cuidado posible, para no hacer ruido. Mientras tanto, la señora Bunting salió al rellano de la escalera.
Eran alrededor de las cuatro, y la oscuridad de la noche estaba empezando a levantarse. La entrada estaba iluminada por un débil rayo de luz, pero la puerta del estudio estaba tan oscura que parecía impenetrable. Todo estaba en silencio, sólo se escuchaban, apenas perceptibles, los crujidos de los escalones bajo los pies del señor Bunting, y unos ligeros movimientos en el estudio. De pronto, se oyó un golpe, se abrió un cajón y se escucharon ruidos de papeles. Después también pudo oírse una imprecación, y alguien encendió una cerilla, llenando el estudio de una luz amarillenta. En ese momento, el señor Bunting se encontraba ya en la entrada y pudo observar, por la rendija de la puerta, el cajón abierto y la vela que ardía encima de la mesa, pero no pudo ver a ningún ladrón. El señor Bunting se quedó allí sin saber qué hacer, y la señora Bunting, con la cara pálida y la mirada atenta, bajó las escaleras lentamente, detrás de él. Sin embargo había algo que mantenía el valor del señor Bunting: la convicción de que el ladrón vivía en el pueblo.
El matrimonio pudo escuchar claramente el sonido del dinero y comprendieron que el ladrón había encontrado sus ahorros, dos libras y diez peniques, y todo en monedas de medio soberano cada una. Cuando escuchó el sonido, el señor Bunting se decidió a entrar en acción y, batiendo con fuerza su bastón, se deslizó dentro de la habitación, seguido de cerca por su esposa.
—¡Ríndase! —gritó con fuerza, y, de pronto se paró, extrañado. La habitación aparentaba estar completamente vacía.
Sin embargo, ellos estaban convencidos de que, en algún momento, habían oído a alguien que se encontraba en la habitación.
Durante un momento se quedaron allí, de pie, sin saber qué decir. Luego, la señora Bunting atravesó la habitación para mirar detrás del biombo, mientras que el señor Bunting, con un impulso parecido, miró debajo de la mesa del despacho. Después, la señora Bunting descorrió las cortinas, y su marido miró en la chimenea, tanteando con su bastón. Seguidamente, la señora Bunting echó un vistazo en la papelera y el señor Bunting destapó el cubo del carbón. Finalmente se pararon y se quedaron de pie, mirándose el uno al otro, como si quisieran obtener una respuesta.
—Podría jurarlo —comentó la señora Bunting.
—Y, si no —dijo el señor Bunting—, ¿quién encendió la vela?
—¡Y el cajón! —dijo la señora Bunting—. ¡Se han llevado el dinero! —Y se apresuró hasta la puerta—. Es de las cosas más extraordinarias…
En ese momento se oyó un estornudo en el pasillo. El matrimonio salió entonces de la habitación y la puerta de la cocina se cerró de golpe.
—Trae la vela —ordenó el señor Bunting, caminando delante de su mujer, y los dos oyeron cómo alguien corría apresuradamente los cerrojos de la puerta.
Cuando abrió la puerta de la cocina, el señor Bunting vio desde la cocina cómo se estaba abriendo la puerta trasera de la casa. La luz débil del amanecer se esparcía por los macizos oscuros del jardín. La puerta se abrió y se quedó así hasta que se cerró de un portazo. Como consecuencia de eso, la vela que llevaba el señor Bunting se apagó. Había pasado algo más de un minuto desde que ellos entraron en la cocina.
El lugar estaba completamente vacío. Cerraron la puerta trasera y miraron en la cocina, en la despensa y, por último, bajaron a la bodega. No encontraron ni un alma en la casa, y eso que buscaron cuanto pudieron.
Las primeras luces del día encontraron al vicario y a su esposa, singularmente vestidos, sentados en el primer piso de su casa a la luz, innecesaria ya, de una vela que se estaba extinguiendo, maravillados aún por lo ocurrido.