He relatado con detalle la llegada del forastero a Iping para que el lector pueda darse cuenta de la expectación que causó. Y, exceptuando un par de incidentes algo extraños, no ocurrió nada interesante durante su estancia hasta el día de la fiesta del Club. El visitante había tenido algunas escaramuzas con la señora Hall por problemas domésticos, pero, en estos casos, siempre se libraba de ella cargándolo a su cuenta, hasta que a finales de abril empezaron a notarse las primeras señales de su penuria económica. El forastero no le resultaba simpático al señor Hall y, siempre que podía, hablaba de la conveniencia de deshacerse de él; pero mostraba su descontento, ocultándose de él y evitándole, siempre que podía.
—Espera hasta que llegue el verano —decía la señora Hall prudentemente—. Hasta que lleguen los artistas. Entonces, ya veremos. Quizá sea un poco autoritario, pero las cuentas que se pagan puntualmente son cuentas que se pagan puntualmente, digas lo que digas.
El forastero no iba nunca a la iglesia y, además, no hacía distinción entre el domingo y los demás días, ni siquiera se cambiaba de ropa. Según la opinión de la señora Hall, trabajaba a rachas. Algunos días se levantaba temprano y estaba ocupado todo el tiempo. Otros, sin embargo, se despertaba muy tarde y se pasaba horas hablando en alto, paseando por la habitación mientras fumaba o se quedaba dormido en el sillón, delante del fuego. No mantenía contacto con nadie fuera del pueblo. Su temperamento era muy desigual; la mayor parte del tiempo su actitud era la de un hombre que se encuentra bajo una tensión insoportable, y en un par de ocasiones se dedicó a cortar, rasgar, arrojar o romper cosas en ataques espasmódicos de violencia. Parecía encontrarse bajo una irritación crónica muy intensa. Se acostumbró a hablar solo en voz baja con frecuencia y, aunque la señora Hall lo escuchaba concienzudamente, no encontraba ni pies ni cabeza a aquello que oía.
Durante el día, raras veces salía de la posada, pero por las noches solía pasear, completamente embozado y sin importarle el frío que hiciese, y elegía para ello los lugares más solitarios y sumidos en sombras de árboles. Sus enormes gafas y la cara vendada debajo del sombrero se aparecía a veces de repente en la oscuridad para desagrado de los campesinos que volvían a sus casas. Teddy Henfrey, una noche que salía tambaleándose de la Scarlet Coat a las nueve y media, se asustó al ver la cabeza del forastero (pues llevaba el sombrero en la mano) alumbrada por un rayo que salía de la puerta de la taberna. Los niños que lo habían visto tenían pesadillas y soñaban con fantasmas, y parece difícil adivinar si él odiaba a los niños más que ellos a él o al revés. La realidad era que había mucho odio por ambas partes.
Era inevitable que una persona de apariencia tan singular y autoritaria fuese el tema de conversación más frecuente en Iping. La opinión sobre la ocupación del forastero estaba muy dividida. Cuando preguntaban a la señora Hall sobre este punto, respondía explicando con detalle que era un investigador experimental. Pronunciaba las sílabas con cautela, como el que teme que exista alguna trampa. Cuando le preguntaban qué quería decir ser investigador experimental, solía decir con un cierto tono de superioridad que las personas educadas sabían perfectamente lo que era, y luego añadía que «descubría cosas». Su huésped había sufrido un accidente, comentaba, y su cara y sus manos estaban dañadas; y, al tener un carácter tan sensible, era reacio al contacto con la gente del pueblo.
Además de ésta, otra versión de la gente del pueblo era la de que se trataba de un criminal que intentaba escapar de la policía embozándose, para que ésta no pudiera verlo, oculto como estaba. Esta idea partió de Teddy Henfrey. Sin embargo, no se había cometido ningún crimen en el mes de febrero. El señor Gould, el asistente que estaba a prueba en la escuela, imaginó que el forastero era un anarquista disfrazado, que se dedicaba a preparar explosivos, y resolvió hacer las veces de detective en el tiempo que tenía libre. Sus operaciones detectivescas consistían en la mayoría de los casos en mirar fijamente al visitante cuando se encontraba con él, o en preguntar cosas sobre él a personas que nunca lo habían visto. No descubrió nada, a pesar de todo esto.
Otro grupo era de la opinión del señor Fearenside, aceptando la versión de que tenía el cuerpo moteado, u otra versión con algunas modificaciones; por ejemplo, a Silas Durgan le oyeron afirmar: «Si se dedicara a exhibirse en las ferias, no tardaría en hacer fortuna», y, pecando de teólogo, comparó al forastero con el hombre que tenía un solo talento. Otro grupo lo explicaba todo diciendo que era un loco inofensivo. Esta última teoría tenía la ventaja de que todo era muy simple.
Entre los grupos más importantes había indecisos y comprometidos con el tema. La gente de Sussex[2] era poco supersticiosa, y fueron los acontecimientos ocurridos a principios de abril los que hicieron que se empezara a susurrar la palabra sobrenatural entre la gente del pueblo, e, incluso entonces, sólo por las mujeres del pueblo.
Pero, dejando a un lado las teorías, a la gente del pueblo, en general, le desagradaba el forastero. Su irritabilidad, aunque hubiese sido comprensible para un intelectual de la ciudad, resultaba extraña y desconcertante para aquella gente tranquila de Sussex. Las raras gesticulaciones con las que le sorprendían de vez en cuando, los largos paseos al anochecer con los que se aparecía ante ellos en cualquier esquina, el trato inhumano ante cualquier intento de curiosear, el gusto por la oscuridad, que le llevaba a cerrar las puertas, a bajar las persianas y a apagar los candelabros y las lámparas. ¿Quién podía estar de acuerdo con todo ese tipo de cosas? Todos se apartaban, cuando el forastero pasaba por el centro del pueblo, y, cuando se había alejado, había algunos chistosos que se subían el cuello del abrigo y bajaban el ala del sombrero y caminaban nerviosamente tras él, imitando aquella personalidad oculta. Por aquel tiempo había una canción popular titulada El Hombre Fantasma. La señorita Statchell la cantó en la sala de conciertos de la escuela (para ayudar a pagar las lámparas de la iglesia), y después de aquello, cada vez que se reunían dos o tres campesinos y aparecía el forastero, se podían escuchar los dos primeros compases de la canción. Y los niños pequeños iban detrás de él y le gritaban «¡Fantasma!», y luego salían corriendo.
La curiosidad devoraba a Cuss, el boticario. Los vendajes atraían su interés profesional. Miraba con ojos recelosos las mil y una botellas. Durante los meses de abril y mayo había codiciado la oportunidad de hablar con el forastero. Y por fin, hacia Pentecostés, cuando ya no podía aguantar más, aprovechó la excusa de la elaboración de una lista de suscripción para pedir una enfermera para el pueblo y así hablar con el forastero. Se sorprendió cuando supo que la señora Hall no sabía el nombre del huésped.
—Dio su nombre —mintió la señora Hall—, pero apenas pude oírlo y no me acuerdo.
Pensó que era demasiado estúpido no saber el nombre de su huésped.
El señor Cuss llamó a la puerta del salón y entró. Desde dentro se oyó una imprecación.
—Perdone mi intromisión —dijo Cuss, y cerró la puerta, impidiendo que la señora Hall escuchase el resto de la conversación.
Ella pudo oír un murmullo de voces durante los siguientes diez minutos, después un grito de sorpresa, un movimiento de pies, el golpe de una silla, una sonora carcajada, unos pasos rápidos hacia la puerta, y apareció el señor Cuss con la cara pálida y mirando por encima de su hombro. Dejó la puerta abierta detrás de él y, sin mirar a la señora Hall, siguió por el pasillo y bajó las escaleras, y ella pudo oír cómo se alejaba corriendo por la carretera. Llevaba el sombrero en la mano. Ella se quedó de pie mirando a la puerta abierta del salón. Después oyó cómo se reía el forastero y cómo se movían sus pasos por la habitación. Desde donde estaba no podía ver la cara. Finalmente, la puerta del salón se cerró y el lugar se quedó de nuevo en silencio.
Cuss cruzó el pueblo hacia la casa de Bunting, el vicario.
—¿Cree que estoy loco? —preguntó Cuss con dureza nada más entrar en el pequeño estudio—. ¿Doy la impresión de estar enfermo?
—¿Qué ha pasado? —preguntó el vicario, que estaba estudiando las hojas gastadas de su próximo sermón.
—Ese tipo, el de la posada.
—¿Y bien?
—Deme algo de beber —dijo Cuss, y se sentó.
Cuando se hubo calmado con una copita de jerez barato —el único que el vicario tenía a su disposición—, le contó la conversación que acababa de tener.
—Entré en la habitación, —dijo entrecortadamente—, y comencé pidiéndole que si quería poner su nombre en la lista para conseguir la enfermera para el pueblo. Cuando entré, se metió rápidamente las manos en los bolsillos, y se dejó caer en la silla. Respiró. Le comenté que había oído que se interesaba por los temas científicos. Me dijo que sí, y volvió a respirar de nuevo, con fuerza. Siguió respirando con dificultad todo el tiempo: se notaba que acababa de coger un resfriado tremendo. ¡No me extraña, si siempre va tan tapado! Seguí explicándole la historia de la enfermera, mirando, durante ese tiempo, a mi alrededor. Había botellas llenas de productos químicos por toda la habitación. Una balanza y tubos de ensayo colocados en sus soportes y un intenso olor a flor de primavera. Le pregunté que si quería poner su nombre en la lista y me dijo que lo pensaría. Entonces le pregunté si estaba realizando alguna investigación, y si le estaba costando demasiado tiempo. Se enfadó y me dijo que sí, que eran muy largas. «Ah, ¿sí?», le dije, y en ese momento se puso fuera de sí. El hombre iba a estallar y mi pregunta fue la gota que colmó el vaso. El forastero tenía en sus manos una receta que parecía ser muy valiosa para él. Le pregunté si se la había recetado el médico. «¡Maldita sea!», me contestó. «¿Qué es lo que, en realidad, anda buscando?». Yo me disculpé entonces y me contestó con un golpe de tos. La leyó. Cinco ingredientes. La colocó encima de la mesa y, al volverse, una corriente de aire que entró por la ventana se llevó el papel. Se oyó un crujir de papeles. El forastero trabajaba con la chimenea encendida. Vi un resplandor, y la receta se fue chimenea arriba.
—¿Y qué?
—¿Cómo? ¡Que no tenía mano! La manga estaba vacía. ¡Dios mío!, pensé que era una deformidad física. Imaginé que tenía una mano de corcho, y supuse que se la había quitado. Pero luego me dije que había algo raro en todo esto. ¿Qué demonios mantiene tiesa la manga, si no hay nada dentro? De verdad te digo que no había nada dentro. Nada, y pude verle hasta el codo, además la manga tenía un agujero y la luz pasaba a través de él. «¡Dios mío!», me dije. En ese momento él se detuvo. Se quedó mirándome con sus gafas negras y después se miró la manga.
—Y, ¿qué pasó?
—Nada más. No dijo ni una sola palabra, sólo miraba y volvió a meterse la manga en el bolsillo. «Hablábamos de la receta, ¿no?», me dijo tosiendo, y yo le pregunté: «¿Cómo demonios puede mover una manga vacía?». «¿Una manga vacía?», me contestó. «Sí, sí, una manga vacía», volví a decirle. «Es una manga vacía, ¿verdad? Usted vio una manga vacía». Estábamos los dos de pie. Después de dar tres pasos, el forastero se me acercó. Respiró con fuerza. Yo no me moví, aunque desde luego aquella cabeza vendada y aquellas gafas son suficientes para poner nervioso a cualquiera, sobre todo si se te van acercando tan despacio. «¿Dijo que mi manga estaba vacía?», me preguntó. «Eso dije», le respondí yo. Entonces él, lentamente, sacó la manga del bolsillo, y la dirigió hacia mí, como si quisiera enseñármela de nuevo. Lo hacía con suma lentitud. Yo miraba. Me pareció que tardaba una eternidad. «¿Y bien?», me preguntó, y yo, aclarándome la garganta, le contesté: «No hay nada. Está vacía». Tenía que decir algo y estaba empezando a sentir miedo. Pude ver el interior. Extendió la manga hacia mí, lenta, muy lentamente, así, hasta que el puño casi rozaba mi cara. ¡Qué raro ver una manga vacía que se te acerca de esa manera!, y entonces…
—¿Entonces?
—Entonces algo parecido a un dedo me pellizcó la nariz.
Bunting se echó a reír.
—¡No había nada allí dentro! —dijo Cuss haciendo hincapié en la palabra «allí»—. Me parece muy bien que te rías, pero estaba tan asustado, que le golpeé con el puño, me di la vuelta y salí corriendo de la habitación.
Cuss se calló. Nadie podía dudar de su sinceridad por el pánico que manifestaba. Aturdido, miró a su alrededor y se tomó una segunda copa de jerez.
—Cuando le golpeé el puño, —siguió Cuss—, te prometo que noté exactamente igual que si golpeara un brazo, ¡pero no había brazo! ¡No había ni rastro del brazo!
El señor Bunting recapacitó sobre lo que acababa de oír. Miró al señor Cuss con algunas sospechas.
—Es una historia realmente extraordinaria —le dijo. Miró gravemente a Cuss y repitió—: Realmente, es una historia extraordinaria.