Capítulo III.
Las mil y una botellas

Así fue cómo llegó a Iping, como caído del cielo, aquel extraño personaje, un nueve de febrero, cuando comenzaba el deshielo. Su equipaje llegó al día siguiente. Y era un equipaje que llamaba la atención. Había un par de baúles, como los de cualquier hombre corriente, pero, además, había una caja llena de libros, de grandes libros, algunos con una escritura ininteligible, y más de una docena de distintas cajas y cajones embalados en paja, que contenían botellas, como pudo comprobar el señor Hall, quien, por curiosidad, estuvo removiendo entre la paja. El forastero, envuelto en su sombrero, abrigo, guantes y en una especie de capa, salió impaciente al encuentro de la carreta del señor Fearenside, mientras el señor Hall estaba charlando con él y se disponía a ayudarle a descargar todo aquello. Al salir, no se dio cuenta de que el señor Fearenside tenía un perro, que en ese momento estaba olfateando las piernas al señor Hall.

—Dense prisa con las cajas —dijo—. He estado esperando demasiado tiempo.

Dicho esto, bajó los escalones y se dirigió a la parte trasera de la carreta con ademán de coger uno de los paquetes más pequeños.

Nada más verlo, el perro del señor Fearenside empezó a ladrar y a gruñir y, cuando el forastero terminó de bajar los escalones, el perro se abalanzó sobre él y le mordió una mano.

—Oh, no —gritó Hall, dando un salto hacia atrás, pues tenía mucho miedo a los perros.

—¡Quieto! —gritó a su vez Fearenside, sacando un látigo.

Los dos hombres vieron cómo los dientes del perro se hundían en la mano del forastero, y después de que éste le lanzara un puntapié, vieron cómo el perro daba un salto y le mordía la pierna, oyéndose claramente cómo se le desgarraba la tela del pantalón. Finalmente, el látigo de Fearenside alcanzó al perro, y éste se escondió, quejándose, debajo de la carreta. Todo ocurrió en medio segundo y sólo se escuchaban gritos. El forastero se miró rápidamente el guante desgarrado y la pierna e hizo una inclinación en dirección a la última, pero se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos a la posada. Los dos hombres escucharon cómo se alejaba por el pasillo y las escaleras hacia su habitación.

—¡Bruto! —dijo Fearenside, agachándose con el látigo en la mano, mientras se dirigía al perro, que lo miraba desde abajo de la carreta—. ¡Es mejor que me obedezcas y vengas aquí!

Hall seguía de pie, mirando.

—Le ha mordido. Será mejor que vaya a ver cómo se encuentra.

Subió detrás del forastero. Por el pasillo se encontró con la señora Hall y le dijo:

—Le ha mordido el perro del carretero.

Subió directamente al piso de arriba y, al encontrar la puerta entreabierta, irrumpió en la habitación. Las persianas estaban echadas y la habitación a oscuras. El señor Hall creyó ver una cosa muy extraña, lo que parecía un brazo sin mano le hacía señas y lo mismo hacía una cara con tres enormes agujeros blancos. De pronto recibió un fuerte golpe en el pecho y cayó de espaldas; al mismo tiempo le cerraron la puerca en las narices y echaron la llave. Todo ocurrió con tanta rapidez, que el señor Hall apenas tuvo tiempo para ver nada. Una oleada de formas y figuras indescifrables, un golpe y, por último, la conmoción del mismo. El señor Hall se quedó tendido en la oscuridad, preguntándose qué podía ser aquello que había visto. Al cabo de unos cuantos minutos se unió a la gente que se había agrupado a la puerta del Coach and Horses. Allí estaba Fearenside, contándolo todo por segunda vez; la señora Hall le decía que su perro no tenía derecho alguno a morder a sus huéspedes; Huxter, el tendero de enfrente, no entendía nada de lo que ocurría, y Sandy Wadgers, el herrero, exponía sus propias opiniones sobre los hechos acaecidos; había también un grupo de mujeres y niños que no dejaban de decir tonterías:

—A mí no me hubiera mordido, seguro.

—No está bien tener ese tipo de perro.

—Y entonces, ¿por qué le mordió?

Al señor Hall, que escuchaba todo y miraba desde los escalones, le parecía increíble que algo tan extraordinario le hubiera ocurrido en el piso de arriba. Además, tenía un vocabulario demasiado limitado como para poder relatar todas sus impresiones.

—Dice que no quiere ayuda de nadie —dijo, contestando a lo que su mujer le preguntaba—. Será mejor que acabemos de descargar el equipaje.

—Habría que desinfectarle la herida —dijo el señor Huxter—, antes de que se inflame.

—Lo mejor sería pegarle un tiro a ese perro —dijo una de las señoras que estaban en el grupo.

De repente, el perro comenzó a gruñir de nuevo.

—¡Vamos! —gritó una voz enfadada. Allí estaba el forastero embozado, con el cuello del abrigo subido y con la frente tapada por el ala del sombrero—. Cuanto antes suban el equipaje, mejor.

Una de las personas que estaba curioseando se dio cuenta de que el forastero se había cambiado de guantes y de pantalones.

—¿Le ha hecho mucho daño, señor? —preguntó Fearenside y añadió—: Siento mucho lo ocurrido con el perro.

—No ha sido nada —contestó el forastero—. Ni me ha rozado la piel. Dense prisa con el equipaje.

Según afirma el señor Hall, el extranjero maldecía entre dientes.

Una vez que el primer cajón se encontraba en el salón, según las propias indicaciones del forastero, éste se lanzó sobre él con extraordinaria avidez y comenzó a desempaquetarlo, según iba quitando la paja, sin tener en consideración la alfombra de la señora Hall. Empezó a sacar distintas botellas del cajón, frascos pequeños, que contenían polvos, botellas pequeñas y delgadas con líquidos blancos y de color, botellas alargadas de color azul con la etiqueta de «veneno», botellas de panza redonda y cuello largo, botellas grandes, unas blancas y otras verdes, botellas con tapones de cristal y etiquetas blanquecinas, botellas taponadas con corcho, con tapones de madera, botellas de vino, botellas de aceite, y las iba colocando en fila en cualquier sitio, sobre la cómoda, en la chimenea, en la mesa que había debajo de la ventana, en el suelo, en la librería. En la farmacia de Bramblehurst no había ni la mitad de las botellas que había allí. Era todo un espectáculo. Uno tras otro, todos los cajones estaban llenos de botellas, y, cuando los seis cajones estuvieron vacíos, la mesa quedó cubierta de paja. Además de botellas, lo único que contenían los cajones eran unos cuantos tubos de ensayo y una balanza cuidadosamente empaquetada.

Después de desempaquetar los cajones, el forastero se dirigió hacia la ventana y se puso a trabajar sin preocuparse lo más mínimo de la paja esparcida, de la chimenea medio apagada o de los baúles y demás equipaje que habían dejado en el piso de arriba.

Cuando la señora Hall le subió la comida, estaba tan absorto en su trabajo, echando gotitas de las botellas en los tubos de ensayo, que no se dio cuenta de su presencia hasta que no había barrido los montones de paja y puesto la bandeja sobre la mesa, quizá con cierto enfado, debido al estado en que había quedado el suelo. Entonces volvió la cabeza y, al verla, la llevó inmediatamente a su posición anterior. Pero la señora Hall se había dado cuenta de que no llevaba las gafas puestas; las tenía encima de la mesa, a un lado, y le pareció que en lugar de las cuencas de los ojos tenía dos enormes agujeros. El forastero se volvió a poner las gafas y se dio media vuelta, mirándola de frente. Iba a quejarse de la paja que había quedado en el suelo, pero él se le anticipó:

—Me gustaría que no entrara en la habitación, sin llamar antes —le dijo en un tono de exasperación característico suyo.

—He llamado, pero al parecer…

—Quizá lo hiciera, pero en mis investigaciones que, como sabe, son muy importantes y me corren prisa, la más pequeña interrupción, el crujir de una puerta…, hay que tenerlo en cuenta.

—Desde luego, señor. Usted puede encerrarse con llave cuando quiera, si es lo que desea.

—Es una buena idea —contestó el forastero.

—Y toda esta paja, señor, me gustaría que se diera cuenta de…

—No se preocupe. Si la paja le molesta, anótemelo en la cuenta. —Y dirigió unas palabras que a la señora Hall le sonaron sospechosas.

Allí, de pie, el forastero tenía un aspecto tan extraño, tan agresivo, con una botella en una mano y un tubo de ensayo en la otra, que la señora Hall se asustó. Pero era una mujer decidida, y dijo:

—En ese caso, señor, ¿qué precio cree que sería conveniente?

—Un chelín. Supongo que un chelín sea suficiente, ¿no?

—Claro que es suficiente —contestó la señora Hall, mientras colocaba el mantel sobre la mesa—. Si a usted le satisface esa cifra, por supuesto.

El forastero volvió a sentarse de espaldas, de manera que la señora Hall sólo podía ver el cuello del abrigo.

Según la señora Hall, el forastero estuvo trabajando toda la tarde, encerrado en su habitación, bajo llave y en silencio. Pero en una ocasión se oyó un golpe y el sonido de botellas que se entrechocaban y se estrellaban en el suelo, y después se escucharon unos pasos a lo largo de la habitación. Temiendo que algo hubiese ocurrido, la señora Hall se acercó hasta la puerta para escuchar, no atreviéndose a llamar.

—¡No puedo más! —vociferaba el extranjero—. ¡No puedo seguir así! ¡Trescientos mil, cuatrocientos mil! ¡Una gran multitud! ¡Me han engañado! ¡Me va a costar la vida! ¡Paciencia, necesito mucha paciencia! ¡Soy un loco!

En ese momento, la señora Hall oyó cómo la llamaban desde el bar, y tuvo que dejar, de mala gana, el resto del soliloquio del visitante. Cuando volvió, no se oía nada en la habitación, a no ser el crujido de la silla, o el choque fortuito de las botellas. El soliloquio ya había terminado, y el forastero había vuelto a su trabajo.

Cuando, más tarde, le llevó el té, pudo ver algunos cristales rotos debajo del espejo cóncavo y una mancha dorada, que había sido restregada con descuido. La señora Hall decidió llamarle la atención.

—Cárguelo en mi cuenta —dijo el visitante con sequedad—. Y por el amor de Dios, no me moleste. Si hay algún desperfecto, cárguelo a mi cuenta. —Y siguió haciendo una lista en la libreta que tenía delante.

—Te diré algo —dijo Fearenside con aire de misterio. Era ya tarde y se encontraba con Teddy Henfrey en una cervecería de Iping.

—¿De qué se trata? —dijo Teddy Henfrey.

—El tipo del que hablas, al que mordió mi perro. Pues bien, creo que es negro. Por lo menos sus piernas lo son. Pude ver lo que había debajo del roto de sus pantalones y de su guante. Cualquiera habría esperado un trozo de piel rosada, ¿no? Bien, pues no lo había. Era negro. Te lo digo yo, era tan negro como mi sombrero.

—Sí, sí, bueno —contestó Henfrey, y añadió—: De todas formas es un caso muy raro. Su nariz es tan rosada, que parece que la han pintado.

—Es verdad —dijo Fearenside—. Yo también me había dado cuenta. Y te diré lo que estoy pensando. Ese hombre es moteado, Teddy. Negro por un lado y blanco por otro, a lunares. Es un tipo de mestizos a los que el color no se les ha mezclado, sino que les ha aparecido a lunares. Ya había oído hablar de este tipo de casos con anterioridad. Y es lo que ocurre generalmente con los caballos, como todos sabemos.