—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kemp, cuando el hombre invisible le abrió la puerta.
—Nada —fue la respuesta.
—Pero, ¡maldita sea! ¿Y esos golpes?
—Un arrebato —dijo el hombre invisible—. Me olvidé de mi brazo y me duele mucho.
—¿Y estás siempre expuesto a que te ocurran esas cosas?
—Sí.
Kemp cruzó la habitación y recogió los cristales de un vaso roto.
—Se ha publicado todo lo que has hecho —dijo Kemp, de pie, con los cristales en la mano—. Todo lo que pasó en Iping y lo de la colina. El mundo ya conoce la existencia del hombre invisible. Pero nadie sabe que estás aquí.
El hombre invisible empezó a maldecir.
—Se ha publicado tu secreto. Imagino que un secreto es lo que había sido hasta ahora. No conozco tus planes, pero, desde luego, estoy ansioso por ayudarte.
El hombre invisible se sentó en la cama.
—Tomaremos el desayuno arriba —dijo Kemp con calma, y quedó encantado al ver cómo su extraño invitado se levantaba de la cama bien dispuesto. Kemp abrió camino por la estrecha escalera que conducía al mirador.
—Antes de que hagamos nada más —le dijo Kemp—, me tienes que explicar con detalle el hecho de tu invisibilidad.
Se había sentado, después de echar un vistazo, nervioso, por la ventana, con la intención de mantener una larga conversación. Pero las dudas sobre la buena marcha de todo aquel asunto volvieron a desvanecerse, cuando se fijó en el sitio donde estaba Griffin: una bata sin manos y sin cabeza, que, con una servilleta que se sostenía milagrosamente en el aire, se limpiaba unos labios invisibles.
—Es bastante simple y creíble —dijo Griffin, dejando a un lado la servilleta y dejando caer la cabeza invisible sobre una mano invisible también.
—Sin duda, sobre todo para ti, pero… —dijo Kemp, riéndose.
—Sí, claro; al principio, me pareció algo maravilloso. Pero ahora… ¡Dios mío! ¡Todavía podemos hacer grandes cosas! Empecé con estas cosas, cuando estuve en Chesilstowe.
—¿Cuando estuviste en Chesilstowe?
—Me fui allí tras dejar Londres. ¿Sabes que dejé medicina para dedicarme a la física, no? Bien, eso fue lo que hice. La luz. La luz me fascinaba.
—Ya.
—¡La densidad óptica! Es un tema plagado de enigmas. Un tema cuyas soluciones se te escapan de las manos. Pero, como tenía veintidós años y estaba lleno de entusiasmo, me dije: a esto dedicaré mi vida. Merece la pena. Ya sabes lo locos que estamos a los veintidós años.
—Lo éramos entonces y lo somos ahora —dijo Kemp—. ¡Como si saber un poco más fuera una satisfacción para el hombre!
—Me puse a trabajar como un negro. No llevaba ni seis meses trabajando y pensando sobre el tema, cuando descubrí algo sobre una de las ramas de mi investigación. ¡Me quedé deslumbrado! Descubrí un principio fundamental sobre pigmentación y refracción, una fórmula, una expresión geométrica que incluía cuatro dimensiones. Los locos, los hombres vulgares, incluso algunos matemáticos vulgares, no saben nada de lo que algunas expresiones generales pueden llegar a significar para un estudiante de física molecular. En los libros, ésos que el vagabundo ha escondido, hay escritas maravillas, milagros. Pero esto no era un método, sino una idea que conduciría a un método, a través del cual sería posible, sin cambiar ninguna propiedad de la materia, excepto, a veces, los colores, disminuir el índice de refracción de una sustancia, sólida o líquida, hasta que fuese igual al del aire, todo esto, en lo que concierne a propósitos prácticos.
—¡Eso es muy raro! —dijo Kemp—. Todavía no lo tengo muy claro. Entiendo que de esa manera se puede echar a perder una piedra preciosa, pero tanto como llegar a conseguir la invisibilidad de las personas…
—Precisamente —dijo Griffin—. Recapacita. La visibilidad depende de la acción que los cuerpos visibles ejercen sobre la luz. Déjame que te exponga los hechos como si no los conocieras. Así me comprenderás mejor. Sabes que un cuerpo absorbe la luz, o la refleja, o la refracta, o hace las dos cosas al mismo tiempo. Pero, si ese cuerpo ni la refleja, ni la refracta, ni absorbe la luz, no puede ser visible. Imagínate, por ejemplo, una caja roja y opaca; tú la ves roja, porque el color absorbe parte de la luz y refleja todo el resto, toda la parte de la luz que es de color rojo, y eso es lo que tú ves. Si no absorbe ninguna porción de luz, pero la refleja toda, verás entonces una caja blanca brillante. ¡Una caja de plata! Una caja de diamantes no absorbería mucha luz ni tampoco reflejaría demasiado en la superficie general, sólo en determinados puntos, donde la superficie fuera favorable, se reflejaría y refractaría, de manera que tú tendrías ante ti una caja llena de reflejos y transparencias brillantes, una especie de esqueleto de la luz. Una caja de cristal no sería tan brillante ni podría verse con tanta nitidez como una caja de diamantes, porque habría menos refracción y menos reflexión. ¿Lo entiendes? Desde algunos puntos determinados tú podrías ver a través de ella con toda claridad. Algunos cristales son más visibles que otros. Una caja de cristal de roca siempre es más brillante que una caja de cristal normal, del que se usa para las ventanas. Una caja de cristal común muy fino sería difícil de ver, si hay poca luz, porque absorbería muy poca luz y, por tanto, no habría apenas refracción o reflexión. Si metes una lámina de cristal común blanco en agua o, lo que es mejor, en un líquido más denso que el agua, desaparece casi por completo, porque no hay apenas refracción o reflexión en la luz que pasa del agua al cristal; a veces, incluso, es nula. Es casi tan imposible de ver como un chorro de gas de hulla o de hidrógeno en el aire. ¡Y, precisamente, por esa misma razón…!
—Claro —dijo Kemp—, eso lo sabe todo el mundo.
—Existe otro hecho que también sabrás. Si se rompe una lámina de cristal y se convierte en polvo, se hace mucho más visible en el aire; se convierte en un polvo blanco opaco. Esto es así, porque, al ser polvo, se multiplican las superficies en las que tiene lugar la refracción y la reflexión. En la lámina de cristal hay solamente dos superficies; sin embargo, en el polvo, la luz se refracta o se refleja en la superficie de cada grano que atraviesa. Pero, si ese polvillo blanco se introduce en el agua, desaparece al instante. El polvo de cristal y el agua tienen, más o menos, el mismo índice de refracción, la luz sufre muy poca refracción o reflexión al pasar de uno a otro elemento. El cristal se hace invisible, si lo introduces en un líquido o en algo que tenga, más o menos, el mismo índice de refracción; algo que sea transparente se hace invisible, si se lo introduce en un medio que tenga un índice de refracción similar al suyo. Y, si te paras a pensarlo un momento, verías que el polvo de cristal también se puede hacer invisible, si su índice de refracción pudiera hacerse igual al del aire; en ese caso, tampoco habría refracción o reflexión al pasar de un medio a otro.
—Sí, sí, claro —dijo Kemp—, pero ¡un hombre no está hecho de polvo de cristal!
—No —contestó Griffin—, ¡porque es todavía más transparente!
—¡Tonterías!
—¿Y eso lo dice un médico? ¡Qué pronto nos olvidamos de todo! ¿En tan sólo diez años has olvidado todo lo que aprendiste sobre física? Piensa en todas las cosas que son transparentes y que no lo parecen. El papel, por ejemplo, está hecho a base de fibras transparentes, y es blanco y opaco por la misma razón que lo es el polvo de cristal. Mételo en aceite, llena los intersticios que hay entre cada partícula con aceite, para que sólo haya refracción y reflexión en la superficie, y éste se volverá igual de transparente que el cristal. Y no solamente el papel, también la fibra de algodón, la fibra de hilo, la de lana, la de madera y la de los huesos, Kemp, y la de la carne, Kemp, y la del cabello, Kemp, y las de las uñas y los nervios, Kemp, todo lo que constituye el hombre, excepto el color rojo de su sangre y el pigmento oscuro del cabello, está hecho de materia transparente e incolora. Es muy poco lo que permite que nos podamos ver los unos a los otros. En su mayor parte, las fibras de cualquier ser vivo no son más opacas que el agua.
—¡Dios mío! —gritó Kemp—. ¡Claro que sí, desde luego! ¡Y yo esta noche no podía pensar más que en larvas y en medusas!
—¡Estás empezando a comprender! Yo había estado pensando en todo esto un año antes de dejar Londres, hace seis años. Pero no se lo dije a nadie. Tuve que realizar mi trabajo en condiciones pésimas. Oliver, mi profesor de Universidad, era un científico sin escrúpulos, un periodista por instinto, un ladrón de ideas. ¡Siempre estaba fisgoneando! Ya conoces lo picaresco del mundo de los científicos. Simplemente decidí no publicarlo, para no dejar que compartiera mi honor. Seguí trabajando y cada vez estaba más cerca de conseguir que mi fórmula sobre aquel experimento fuese una realidad. No se lo dije a nadie, porque quería que mis investigaciones causasen un gran efecto, una vez que se conocieran, y, de esta forma, hacerme famoso de golpe. Me dediqué al problema de los pigmentos, porque quería llenar algunas lagunas. Y, de repente, por casualidad, hice un descubrimiento en fisiología.
—¿Y?
—El color rojo de la sangre se puede convertir en blanco, es decir, incoloro, ¡sin que ésta pierda ninguna de sus funciones!
Kemp, asombrado, lanzó un grito de incredulidad. El hombre invisible se levantó y empezó a dar vueltas por el estudio.
—Haces bien asombrándote. Recuerdo aquella noche. Era muy tarde. Durante el día me molestaba aquella panda de estudiantes imbéciles, y, a veces, me quedaba trabajando hasta el amanecer. La idea se me ocurrió de repente y con toda claridad. Estaba solo, en la paz del laboratorio, y con las luces, que brillaban en silencio. ¡Se puede hacer que un animal, una materia, sea transparente! «¡Puede ser invisible!», me dije, dándome cuenta, rápidamente, de lo que significaba ser un albino y poseer esos conocimientos. La idea era muy tentadora. Dejé lo que estaba haciendo y me acerqué a la ventana para mirar las estrellas. «¡Puedo ser invisible!», me repetí a mí mismo. Hacer eso significaba ir más allá de la magia. Entonces me imaginé, sin ninguna duda, claramente, lo que la invisibilidad podría significar para el hombre: el misterio, el poder, la libertad. En aquel momento, no vi ninguna desventaja. ¡Tan sólo había que pensar! Y yo, que no era más que un pobre profesor que enseñaba a unos locos en un colegio de provincias, podría, de pronto, convertirme en… eso. Y ahora te pregunto, Kemp, si tú o cualquiera no se habría lanzado a desarrollar aquella investigación. Trabajé durante tres años y cada dificultad con la que tropezaba traía consigo, como mínimo, otra. ¡Y había tantísimos detalles! Y debo añadir cómo me exasperaba mi profesor, un profesor de provincias, que siempre estaba fisgoneando. «¿Cuándo va a publicar su trabajo?», era la pregunta continua. ¡Y los estudiantes, y los medios tan escasos! Durante tres años trabajé en esas circunstancias… Y después de tres años de trabajar en secreto y con desesperación, comprendí que era imposible terminar mis investigaciones… Imposible.
—¿Por qué? —preguntó Kemp.
—Por el dinero —dijo el hombre invisible, mirando de nuevo por la ventana. De pronto, se volvió—. Robé a mi padre. Pero el dinero no era suyo y se pegó un tiro.