Es inevitable que la narración se interrumpa en este momento de nuevo, debido a un lamentable motivo, como veremos más adelante. Mientras todo lo descrito ocurría en el salón y mientras el señor Huxter observaba cómo el señor Marvel fumaba su pipa apoyado en la puerta del patio, a poca distancia de allí, el señor Hall y Teddy Henfrey comentaban intrigados lo que se había convertido en el único tema de Iping.
De repente, se oyó un golpe en la puerta del salón, un grito y, luego, un silencio total.
—¿Qué ocurre? —dijo Teddy Henfrey.
—¿Qué ocurre? —se oyó en el bar.
El señor Hall tardaba en entender las cosas, pero ahora se daba cuenta de que allí pasaba algo.
—Ahí dentro algo va mal —dijo, y salió de detrás de la barra para dirigirse a la puerta del salón.
Él y el señor Henfrey se acercaron a la puerta para escuchar, preguntándose con los ojos.
—Ahí dentro algo va mal —dijo Hall. Y Henfrey asintió con la cabeza. Y empezaron a notar un desagradable olor a productos químicos, y se oía una conversación apagada y muy rápida.
—¿Están ustedes bien? —preguntó Hall llamando a la puerta.
La conversación cesó repentinamente; hubo unos minutos de silencio y después siguió la conversación con susurros muy débiles. Luego, se oyó un grito agudo: «¡No, no lo haga!». Acto seguido se oyó el ruido de una silla que cayó al suelo. Parecía que estuviese teniendo lugar una pequeña lucha. Después, de nuevo el silencio.
—¿Qué está ocurriendo ahí? —exclamó Henfrey en voz baja.
—¿Están bien? —volvió a preguntar el señor Hall. Se oyó entonces la voz del vicario con un tono bastante extraño:
—Estamos bien. Por favor, no interrumpan.
—¡Qué raro! —dijo el señor Henfrey.
—Sí, es muy raro —dijo el señor Hall.
—Ha dicho que no interrumpiéramos —dijo el señor Henfrey.
—Sí, yo también lo he oído —añadió Hall.
—Y he oído un estornudo —dijo Henfrey.
Se quedaron escuchando la conversación, que siguió en voz muy baja y con bastante rapidez.
—No puedo —decía el señor Bunting alzando la voz—. Le digo que no puedo hacer eso, señor.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Henfrey.
—Dice que no piensa hacerlo —respondió Hall—. ¿Crees que nos está hablando a nosotros?
—¡Es una vergüenza! —dijo el señor Bunting desde dentro.
—¡Es una vergüenza! —dijo el señor Henfrey—. Es lo que ha dicho, acabo de oírlo claramente.
—¿Quién está hablando? —preguntó Henfrey.
—Supongo que el señor Cuss —dijo Hall—. ¿Puedes oír algo?
Silencio. No se podía distinguir nada por los ruidos de dentro.
—Parece que estuvieran quitando el mantel —dijo Hall.
La señora Hall apareció en ese momento. Hall le hizo gestos para que se callara. La señora Hall se opuso.
—¿Por qué estás escuchando ahí, a la puerta, Hall? —le preguntó—. ¿No tienes nada mejor que hacer, y más en un día de tanto trabajo?
Hall intentaba hacerle todo tipo de gestos para que se callara, pero la señora Hall no se daba por vencida. Alzó la voz de manera que Hall y Henfrey, más bien cabizbajos, volvieron a la barra de puntillas, gesticulando en un intento de explicación.
En principio, la señora Hall no quería creer nada de lo que los dos hombres habían oído. Mandó callar a Hall, mientras Henfrey le contaba toda la historia. La señora Hall pensaba que todo aquello no eran más que tonterías, quizá sólo estaban corriendo los muebles.
—Sin embargo, estoy seguro de haberles oído decir ¡es una vergüenza! —dijo Hall.
—Sí, sí; yo también lo oí, señora Hall —dijo Henfrey.
—No puede ser… —comenzó la señora Hall.
—¡Sssh! —dijo Teddy Henfrey—. ¿No han oído la ventana?
—¿Qué ventana? —preguntó la señora Hall.
—La del salón —dijo Henfrey.
Todos se quedaron escuchando atentamente. La señora Hall estaba mirando, sin ver el marco de la puerta de la posada, la calle blanca y ruidosa, y el escaparate del establecimiento de Huxter, que estaba enfrente. De repente, Huxter apareció en la puerta, excitado y haciendo gestos con los brazos.
—¡Al ladrón, al ladrón! —decía, y salió corriendo hacia la puerta del patio, por donde desapareció.
Casi a la vez, se oyó un gran barullo en el salón y cómo cerraban las ventanas.
Hall, Henfrey y todos los que estaban en el bar de la posada salieron atropelladamente a la calle. Y vieron a alguien que daba la vuelta a la esquina hacia la calle que lleva a las colinas, y al señor Huxter, que daba una complicada cabriola en el aire y terminaba en el suelo de cabeza. La gente, en la calle, estaba boquiabierta y corría detrás de aquellos hombres.
El señor Huxter estaba aturdido. Henfrey se paró para ver qué le pasaba. Hall y los dos campesinos del bar siguieron corriendo hacia la esquina, gritando frases incoherentes, y vieron cómo el señor Marvel desaparecía, al doblar la esquina de la pared de la iglesia. Parecieron llegar a la conclusión, poco probable, de que era el hombre invisible que se había vuelto visible, y siguieron corriendo tras él. Apenas recorridos unos metros, Hall lanzó un grito de asombro y salió despedido hacia un lado, yendo a dar contra un campesino que cayó con él al suelo. Le habían empujado, como si estuviera jugando un partido de fútbol. El otro campesino se volvió, los miró, y, creyendo que el señor Hall se había caído, siguió con la persecución, pero le pusieron la zancadilla, como le ocurrió a Huxter, y cayó al suelo. Después, cuando el primer campesino intentaba ponerse de pie, volvió a recibir un golpe que habría derribado a un buey.
A la vez que caía al suelo, doblaron la esquina las personas que venían de la pradera del pueblo. El primero en aparecer fue el propietario del tenderete de cocos, un hombre fuerte que llevaba un jersey azul; se quedó asombrado al ver la calle vacía, y los tres cuerpos tirados en el suelo. Pero, en ese momento, algo le ocurrió a una de sus piernas y cayó rodando al suelo, llevándose consigo a su hermano y socio, al que pudo agarrar por un brazo en el último momento. El resto de la gente que venía detrás tropezó con ellos, los pisotearon y cayeron encima.
Cuando Hall, Henfrey y los campesinos salieron corriendo de la posada, la señora Hall, que tenía muchos años de experiencia, se quedó en el bar, pegada a la caja. De repente, se abrió la puerta del salón y apareció el señor Cuss, quien, sin mirarla, echó a correr escaleras abajo hacia la esquina, gritando:
—¡Cogedlo! ¡No dejéis que suelte el paquete! ¡Sólo lo seguiréis viendo si no suelta el paquete!
No sabía nada de la existencia del señor Marvel, a quien el hombre invisible había entregado los libros y el paquete en el patio. En la cara del señor Cuss podía verse dibujado el enfado y la contrariedad, pero su indumentaria era escasa, llevaba sólo una especie de faldón blanco, que sólo habría quedado bien en Grecia.
—¡Cogedlo! —chillaba—. ¡Tiene mis pantalones y toda la ropa del vicario!
—¡Me ocuparé de él! —le gritó a Henfrey, mientras pasaba al lado de Huxter, en el suelo, y doblaba la esquina para unirse a la multitud. En ese momento le dieron un golpe que lo dejó tumbado de forma indecorosa. Alguien, con todo el peso del cuerpo, le estaba pisando los dedos de la mano. Lanzó un grito e intentó ponerse de pie, pero le volvieron a dar un golpe y cayó, encontrándose otra vez a cuatro patas. En ese momento tuvo la impresión de que no estaba envuelto en una persecución, sino en una huida. Todo el mundo corría de vuelta hacia el pueblo. El señor Cuss volvió a levantarse y le dieron un golpe detrás de la oreja. Echó a correr, y se dirigió al Coach and Horses, pasando por encima de Huxter, que se encontraba sentado en medio de la calle.
En las escaleras de la posada, escuchó, detrás de él, cómo alguien lanzaba un grito de rabia que se oyó por encima de los gritos del resto de la gente, y el ruido de una bofetada. Reconoció la voz del hombre invisible. El grito era el de un hombre furioso.
El señor Cuss entró corriendo al salón.
—¡Ha vuelto, Bunting! ¡Sálvate! ¡Se ha vuelto loco!
El señor Bunting estaba de pie, al lado de la ventana, intentando taparse con la alfombra de la chimenea y el West Surrey Cazette.
—¿Quién ha vuelto? —dijo, sobresaltándose de tal forma, que casi dejó caer la alfombra.
—¡El hombre invisible! —respondió Cuss, mientras corría hacia la ventana—. ¡Marchémonos de aquí cuanto antes! ¡Se ha vuelto loco, completamente loco!
Al instante, ya había salido al patio.
—¡Cielo santo! —dijo el señor Bunting, quien dudaba sobre qué se podía hacer, pero, al oír una tremenda contienda en el pasillo de la posada, se decidió. Se descolgó por la ventana, se ajustó el improvisado traje como pudo, y echó a correr por el pueblo tan rápido como sus piernas, gordas y cortas, se lo permitieron.
Desde el momento en que el hombre invisible lanzó un grito de rabia y de la hazaña memorable del señor Bunting, corriendo por el pueblo, es imposible enumerar todos los acontecimientos que tuvieron lugar en Iping. Quizá la primera intención del hombre invisible fuera cubrir la huida de Marvel con la ropa y con los libros. Pero pareció perder la paciencia, nunca tuvo mucha, cuando recibió un golpe por casualidad y, a raíz de eso, se dedicó a dar tortazos a diestro y siniestro simplemente por hacer daño.
Ustedes pueden imaginarse las calles de Iping llenas de gente que corría de un lado para otro, puertas que se cerraban con violencia y gente que se peleaba por encontrar sitio donde esconderse. Pueden imaginar cómo perdió el equilibrio la tabla entre las dos sillas que sostenía al viejo Fletcher y sus terribles resultados. Una pareja aterrorizada se quedó en lo alto de un columpio. Una vez pasado todo, las calles de Iping se quedaron desiertas, si no tenemos en cuenta la presencia del enfadado hombre invisible, aunque había cocos, lonas y restos de tenderetes esparcidos por el suelo. En el pueblo sólo se oía cerrar puertas con llave y correr cerrojos, y, ocasionalmente, se podía ver a alguien que se asomaba tras los cristales de alguna ventana.
El hombre invisible, mientras tanto, se divertía, rompiendo todos los cristales de todas las ventanas del Coach and Horses y lanzando una lámpara de la calle por la ventana del salón de la señora Gribble. Y seguramente él cortó los hilos del telégrafo de Adderdean a la altura de la casa de Higgins, en la carretera de Adderdean. Y, después de todo eso, por sus peculiares facultades, quedó fuera del alcance de la percepción humana, y ya nunca se le volvió a oír, ver o sentir en Iping. Simplemente desapareció.
Durante más de dos horas ni un alma se aventuró a salir a aquella calle desierta.