Todo el mundo estaba interesado. Todo el mundo podía observarlo. Si alguien hubiera querido saber cuántos lo habían observado, Multivac podría habérselo dicho. La gran computadora Multivac llevaba el control de eso, así como de todo lo demás.
Multivac era el juez en ese caso particular, un juez tan fríamente objetivo y tan puro en su equidad que no se requería acusación ni defensa. Sólo intervenía el acusado, Simón Hiñes, y las pruebas, materializadas, en parte, en Ronald Bakst.
Bakst lo contemplaba todo, naturalmente. En su caso, era obligatorio que lo hiciera. Hubiera preferido que no fuera así. En su décima década comenzaba a mostrar síntomas de envejecimiento, y sus enmarañados cabellos griseaban claramente.
Noreen no lo observaba. Al llegar junto a la puerta había dicho:
—Si nos quedara un amigo… —Y, tras una pausa, había añadido—: ¡Cosa que dudo!
Dicho esto se marchó.
Bakst se preguntaba si regresaría alguna vez pero, de momento, eso no tenía importancia.
Había sido una increíble estupidez de Hiñes intentar una verdadera acción, como si fuera concebible acercarse a una terminal de Multivac y hacerla pedazos, como si no supiera que una computadora que abarcaba todo el mundo, la Computadora (mayúsculas, por favor) que abarcaba a todo el mundo con millones de robots a sus órdenes sabría cómo protegerse. Y aun cuando hubiera destrozado la terminal, ¿qué se habría conseguido con eso?
¡Y Hiñes lo había hecho en la presencia física de Bakst, por añadidura!
Le llamaron, exactamente en el momento previsto:
—Ahora declarará Ronald Bakst.
Multivac tenía una bonita voz, de una belleza que nunca se perdía por completo por mucho que se la escuchara. Su timbre no era exactamente masculino, ni tampoco femenino, a decir verdad, y hablaba en todas las lenguas, escogiendo aquella que resultase de más fácil comprensión para su interlocutor.
—Estoy preparado para atestiguar —dijo Bakst.
No había manera de decir más que aquello que debía decir. Hiñes no podía eludir la condena. En los tiempos en que Hiñes hubiera tenido que comparecer ante sus semejantes humanos, habría sido juzgado con más rapidez y menos equidad, y el castigo impuesto habría sido más duro.
Transcurrieron quince días, que Bakst pasó completamente solo. La soledad física no era difícil de imaginar en el mundo de Multivac. Grandes masas habían muerto en los tiempos de las grandes catástrofes y los supervivientes debían su salvación a las computadoras que también se habían ocupado de dirigir la recuperación —y habían perfeccionado sus propios diseños hasta fundirse todas en Multivac— y los cinco millones de seres humanos que quedaron sobre la Tierra habían podido vivir con perfecta comodidad.
Pero esos cinco millones estaban dispersos y eran escasas las posibilidades de ver a alguien situado fuera del círculo inmediato, a menos que fuese de manera deliberada. Y nadie tenía intención de ver a Bakst, ni siquiera por televisión.
De momento, Bakst se sentía capaz de soportar el aislamiento. Se enterró en su ocupación favorita, que durante los últimos veintitrés años había sido, por cierto, la invención de acertijos matemáticos. Cada hombre y cada mujer sobre la Tierra podían desarrollar el estilo de vida que más les placiese, siempre a condición de que Multivac, que examinaba todos los asuntos humanos con perfecta pericia, no considerase que la forma escogida podía ir en detrimento de la felicidad humana.
Pero ¿qué merma podía derivarse de los acertijos matemáticos? Eran puramente abstractos, del agrado de Bakst, no hacían daño a nadie más.
No esperaba que ese aislamiento continuase. El Congreso no le aislaría permanentemente sin juzgarle, y naturalmente sería un tipo de juicio distinto al que había experimentado Hiñes, un juicio sin la tiranía de la absoluta justicia de Multivac.
Aun así, se sintió aliviado y complacido cuando hubo terminado. Y ello a causa del regreso de Noreen. Ella se le acercó renqueando desde el otro lado de la colina y él, sonriendo, fue a su encuentro. Habían vivido juntos durante un satisfactorio período de cinco años. Incluso las reuniones ocasionales con los dos hijos y los dos nietos que ella tenía habían sido también agradables.
—Gracias por volver —dijo él.
—No he vuelto —respondió Noreen. Se la veía cansada, con los cabellos castaños revueltos por el viento, los pómulos salientes un poco ajados y quemados por el sol.
Bakst pulsó la combinación para pedir una comida ligera y café. Conocía sus gustos. Ella no le detuvo y, aunque vaciló un instante, aceptó la comida.
—He venido a hablar contigo —dijo—. Me envía el Congreso.
—¡El Congreso! —dijo él—. Quince hombres y mujeres, incluido yo mismo. Autodesignados e impotentes.
—No opinabas así cuando pertenecías a él.
—Me he hecho más viejo. He aprendido.
—Al menos has aprendido a traicionar a tus amigos.
—No fue traición. Hiñes intentó dañar a Multivac; una pretensión absurda, imposible.
—Le acusaste.
—Tuve que hacerlo. Multivac conocía los hechos sin necesidad de mi acusación, y si no le hubiera acusado, me habría convertido en cómplice. Hiñes no habría ganado nada, pero yo habría salido perdiendo.
—Sin un testigo humano, Multivac habría dejado sin efecto la sentencia.
—No tratándose de un acto contra Multivac. No era un caso de paternidad ilegal o de dedicarse a un trabajo sin la correspondiente autorización. No podía correr ese riesgo.
—De modo que dejaste que a Simón le retiraran todos los permisos de trabajo por un período de dos años.
—Lo merecía.
—Un pensamiento muy consolador. Puedes haber perdido la confianza del Congreso, pero te has ganado la de Multivac.
—La confianza de Multivac es importante en la actual situación del mundo —dijo Bakst con toda seriedad. De pronto se le hizo patente que no era tan alto como Noreen.
Ella parecía estar lo suficientemente enfadada como para golpearle; sus labios, muy apretados, se habían tornado lívidos. Pero, por otra parte, pasaba de los ochenta —ya no era joven— y el hábito de la no-violencia estaba demasiado arraigado… Excepto en el caso de necios como Hiñes.
—Entonces, ¿no tienes nada más que decir? —preguntó ella.
—Habría muchas cosas que decir. ¿Ya no te acuerdas? ¿Lo has olvidado todo? ¿Recuerdas cómo eran antes las cosas? ¿Recuerdas el siglo veinte? Ahora vivimos largos años; Ahora vivimos seguros; ahora vivimos felices.
—Ahora vivimos inútilmente.
—¿Quieres regresar al mundo que teníamos antes?
Noreen sacudió violentamente la cabeza.
—Los cuentos de demonios nos asustan. Hemos aprendido nuestra lección. Hemos logrado salir adelante con la ayuda de Multivac, pero ya no necesitamos esa ayuda. Si la ayuda continúa nos ablandaremos hasta morir. Sin Multivac, nosotros dirigiremos a los robots, nosotros administraremos las granjas y las minas y las fábricas.
—¿Y lo haremos bien?
—Lo suficientemente bien. Iremos aprendiendo con la práctica. En cualquier caso necesitamos ese estímulo, o moriremos.
—Tenemos nuestro trabajo, Noreen —dijo Bakst—, cualquier trabajo que nos guste.
—Cualquier trabajo que nos guste, siempre que sea irrelevante, e incluso entonces puede sernos retirado a su voluntad, como en el caso de Hiñes. ¿Y cuál es tu trabajo, Ron? ¿Los acertijos matemáticos? ¿Trazar líneas sobre un papel? ¿Escoger combinaciones de números?
Bakst alargó una mano, con un gesto casi suplicante.
—Eso puede tener importancia. No es una tontería. No subvalores… —Hizo una pausa, deseoso de explicarse pero sin saber hasta qué punto le sería posible hacerlo sin correr riesgos—. Estoy trabajando en difíciles problemas de análisis combinatorio basado en pautas genéticas que podrían servir para…
—Para tu diversión y la de unos cuantos más. Sí, ya te he oído hablar de tus acertijos. Decidirás cómo pasar de A a B en un número mínimo de pasos y eso te permitirá descubrir la manera de pasar del vientre materno a la tumba con un número mínimo de riesgos y todos daremos gracias a Multivac mientras así lo hacemos.
Noreen se incorporó.
—Ron, serás juzgado. Estoy segura. Nosotros te juzgaremos. Y te repudiaremos. Multivac te protegerá contra cualquier daño físico, pero sabes que no tendremos por qué verte, hablarte ni tener ninguna relación contigo. Descubrirás que no podrás pensar sin el estímulo de la interacción humana, ni tampoco podrás practicar tus juegos. Adiós.
—¡Noreen! ¡Espera!
—Claro que tendrás a Multivac. Puedes hablar con Multivac, Ron.
Él la miró desaparecer caminando por el sendero flanqueado de parques siempre verdes, y ecológicamente sanos, gracias al trabajo imperceptible de silenciosos y tenaces robots a los que raras veces se veía.
«Sí, tendré que hablar con Multivac», pensó.
Multivac ya no estaba en ningún lugar concreto. Era una presencia global cohesionada a través de cables, fibras ópticas y microondas. Su cerebro estaba dividido en un centenar de subunidades, pero que actuaba como una sola. Tenía terminales en todas partes y ninguno de los cinco millones de seres humanos estaba muy alejado de una de ellas.
Todos recibían atención, pues Multivac era capaz de hablarles a todos individualmente y al mismo tiempo, sin apartar su mente de los problemas más importantes a los que debía prestar atención.
Bakst no se hacía ilusiones en cuanto a su fuerza. ¿En qué consistía su increíble complejidad si no en un acertijo matemático que Bakst había conseguido desentrañar más de diez años antes? Sabía cómo se establecían las conexiones entre continente y continente a través de una enorme red cuyo análisis podía constituir la base de un fascinante acertijo. ¿Cómo organizar la red de manera que nunca se atasque en el flujo de información? ¿Cómo distribuir los conmutadores? Demostrar que sea cual sea la distribución, siempre existirá al menos un punto que, al desconectarlo…
La crisis se estaba precipitando a causa del acto de Hiñes; y, además, antes de que Bakst estuviera preparado para actuar.
Tenía que darse prisa y solicitó una entrevista con Multivac sin la menor confianza en el resultado.
A Multivac podían hacérsele preguntas en todo momento. Había cerca de un millón de terminales como la que había sufrido el inesperado ataque de Hiñes, por las cuales, o cerca de las cuales, se podía hablar. Y Multivac respondería.
Una entrevista era otra cosa. Exigía tiempo y discreción; y más que nada exigía que Multivac la considerase necesaria. Aunque todos los problemas del mundo no llegaban a ocupar las capacidades que poseía Multivac, éste había comenzado a regatear su tiempo, en cierto modo. Tal vez fuera un efecto de su constante labor de autoperfeccionamiento. Cada vez era más consciente de su propia valía y menos inclinado a soportar pacientemente cuestiones triviales.
Bakst tenía que confiar en la buena voluntad de Multivac. Su dimisión del Congreso, todos sus actos a partir de entonces, incluso el testimonio contra Hiñes, habían ido encaminados a ganarse esa buena voluntad. Sin duda en ella estaba la clave del triunfo en ese mundo.
Tendría que dar por supuesta esa buena voluntad. Una vez cursada la solicitud, se desplazó sin demora por vía aérea hasta la subestación más próxima. Tampoco se limitó a enviar simplemente su imagen. Quería estar allí en persona; por alguna razón le parecía que de ese modo podría lograr un contacto más íntimo con Multivac.
La habitación tenía casi el mismo aspecto que si hubiera estado destinada a la celebración de una conferencia humana a través de un circuito cerrado de multivisión. Por un fugaz instante, Bakst pensó que tal vez Multivac adoptaría una forma humana en imagen —el cerebro hecho carne— y se reuniría con él.
Naturalmente, no fue así. Se oía el continuo susurro de las incesantes operaciones de Multivac; algo siempre perceptible en presencia de Multivac; y luego, por encima de él, sonó la voz de Multivac.
No era la voz habitual de Multivac. Era una voz baja y callada, bella e insinuante, que le hablaba casi al oído.
—Buenos días, Bakst. Bienvenido. Tus compañeros humanos te desaprueban.
«Multivac siempre va al grano», pensó Bakst.
—No tiene importancia, Multivac —dijo—. Lo que importa es que yo acepto tus decisiones como algo destinado a lograr el bien de la especie humana. Fuiste diseñado para conseguir eso en las versiones primitivas de ti mismo y…
—Y mis autodiseños han desarrollado ese enfoque básico. ¿Si tú lo comprendes, por qué no lo entienden así muchos seres humanos? Aun no he acabado de analizar este fenómeno.
—He venido a consultarte un problema —dijo Bakst.
—¿De qué se trata? —preguntó Multivac.
—He pasado mucho tiempo reflexionando sobre problemas matemáticos inspirados en el estudio de los genes y sus combinaciones. No logro encontrar las respuestas necesarias y la computarización doméstica de nada me sirve.
Se oyó un extraño chasquido y Bakst no pudo contener un leve estremecimiento ante el súbito pensamiento de que tal vez Multivac estuviera intentando contener la risa. Se percibía un toque humano, incluso más allá de lo que él mismo estaba preparado a aceptar. La voz sonó en su otro oído y Multivac dijo:
—La célula humana contiene miles de genes distintos.
Cada gen posee tal vez un promedio de cincuenta variaciones vivas y un número incalculable de variaciones que jamás han existido. Si quisiera intentar calcular todas las combinaciones posibles, pretendiendo sólo enumerarlas lo más rápidamente posible, sin detenerme nunca, no llegaría a citar más que una fracción infinitesimal del total en el máximo período de vida posible del universo.
—No es preciso una enumeración completa —dijo Bakst—. Ahí está la gracia de mi juego. Algunas combinaciones son más probables que otras y trabajando con probabilidades de probabilidades, podríamos reducir enormemente el trabajo. Es para calcular estas probabilidades de probabilidades que solicito tu ayuda.
—Aun así requeriría mucho tiempo. ¿Cómo podré justificar esto ante mí mismo?
Bakst titubeó. De nada serviría intentar una complicada tarea de persuasión. Con Multivac, una línea recta era la distancia más corta entre dos puntos.
—Una combinación adecuada de genes —dijo— podría producir un ser humano más dispuesto a dejar las decisiones en tus manos, más predispuesto a creer en tu voluntad de hacer felices a los hombres, más deseoso de ser feliz. No consigo descubrir la combinación adecuada, pero tú podrías hallarla, y por medio de la ingeniería genética dirigida…
—Comprendo lo que quieres decir. Es… una buena idea. Le dedicaré alguna atención.
Bakst tuvo dificultades para conectar con la longitud de onda privada de Noreen. La conexión se cortó tres veces. Eso no le extrañó. En los últimos dos meses había observado una creciente tendencia a que la tecnología fallase en cuestiones de detalle —nunca por demasiado tiempo, nunca gravemente— y cada una de estas ocasiones despertaba en él un oscuro placer.
Esta vez el contacto se mantuvo. Se le apareció el rostro de Noreen, holográficamente tridimensional. La imagen parpadeó un instante, pero no se cortó.
—He decidido devolverte la visita —dijo Bakst, en el debido tono impersonal.
—Hace una temporada que pareces casi imposible de localizar —dijo Noreen—. ¿Dónde has estado?
—No me he ocultado. Estoy aquí, en Denver.
—¿Por qué en Denver?
—El mundo es mi ostra, Noreen. Puedo ir donde se me antoje.
A ella le temblaron un poco las facciones.
—Y tal vez lo encuentres vacío en todas partes. Vamos a juzgarte, Ron.
—¿Ahora?
—¡Ahora!
—¿Y aquí?
—¡Sí, aquí!
Volúmenes de espacio parpadearon con distintos grados de luminosidad a uno y otro lado de Noreen, y también un poco más lejos y detrás de ella. Bakst paseó la mirada de un extremo a otro y los contó. Eran catorce, seis hombres y ocho mujeres. Los conocía a todos y cada uno. Antaño, no hacía tanto tiempo, habían sido buenos amigos.
A ambos lados de los simulacros y detrás de ellos se extendía el panorama salvaje de Colorado en un agradable día de verano que comenzaba a tocar a su fin. Hubo una época en que allí se levantaba una ciudad llamada Denver. El lugar aún conservaba ese nombre aunque habían limpiado los escombros, como se había hecho con la mayoría de los cascos urbanos… Logró contar diez robots en las proximidades, dedicados a lo que debían de ser tareas de robots.
Se ocupaban de conservar la ecología, supuso Bakst. No conocía mayores detalles, pero Multivac sí los sabía, y mantenía a cincuenta millones de robots eficazmente organizados en toda la superficie de la Tierra.
Detrás de Bakst se alzaba una de las rejillas convergentes de Multivac, casi como una pequeña fortaleza de autodefensa.
—¿Por qué ahora? —preguntó—. ¿Y por qué aquí?
Instantáneamente dirigió la mirada a Eldred. Era la mayor del grupo y la figura de más autoridad —suponiendo que pudiera hablarse de la autoridad de un ser humano.
El rostro muy moreno de Eldred tenía un aire un poco fatigado. Acusaba los años, los ciento veinte que tenía, pero su voz sonó firme e incisiva.
—Porque ahora conocemos el hecho decisivo. Que Noreen te lo explique. Es quien mejor te conoce.
La mirada de Bakst se posó en Noreen.
—¿De qué crimen se me acusa?
—Basta de juegos, Ron. Bajo el mandato de Multivac no hay crímenes excepto luchar por la libertad, y lo que tú has cometido es un crimen humano, no un crimen bajo la ley de Multivac. Por eso juzgaremos si algún ser viviente desea aún tu compañía, si todavía queda alguien deseoso de oír tu voz, dispuesto a aceptar tu presencia o a relacionarse en alguna forma contigo.
—Veamos, ¿por qué me amenazáis con el aislamiento?
—Has traicionado a todos los seres humanos.
—¿Cómo?
—¿Niegas que pretendes engendrar una raza humana que se doblegue a los mandatos de Multivac?
—¡Ah! —Bakst cruzó los brazos sobre el pecho—. No os ha costado mucho enteraros, aunque, claro, no teníais más que preguntárselo a Multivac.
—¿Niegas que le has pedido ayuda para lograr la construcción de una raza humana diseñada de tal forma que acepte incuestionablemente la esclavitud a las órdenes de Multivac? —preguntó Noreen.
—Sugería la creación de una raza humana más satisfecha con su situación. ¿Es eso traición?
—No nos interesan tus sofismas, Ron —intervino Eldred—. Nos los sabemos de memoria. No vuelvas a explicarnos que es imposible oponerse a Multivac, que de nada sirve luchar, que hemos logrado la seguridad. Lo que tú llamas seguridad, es esclavitud para el resto de nosotros.
—¿Estáis dictaminando ya, o se me permitirá defenderme? —dijo Bakst.
—Ya has oído a Eldred —dijo Noreen—. Conocemos tu defensa.
—Todos hemos oído a Eldred, pero nadie me ha escuchado a mí. Lo que ella dice que es mi defensa no es mi defensa.
Se produjo un silencio mientras las imágenes se miraban unas a otras moviendo los ojos a derecha e izquierda.
—¡Habla! —le conminó Eldred.
—He pedido a Multivac que me ayude a resolver un problema en el campo de los pasatiempos matemáticos —dijo Bakst—. Para conseguir que se interesase por él, le indiqué que el problema estaba basado en las combinaciones d£ genes y que una solución podría permitir desarrollar una combinación de genes, con la que nadie estaría peor de lo que está ahora en ningún sentido, pero que, en cambio, inculcaría en sus portadores un alegre acatamiento de la dirección de Multivac, y una aceptación de sus decisiones.
—Es lo que decíamos —dijo Eldred.
—Sólo planteándolo en esos términos podía lograr que Multivac aceptase la tarea. Esta nueva raza es claramente deseable para la humanidad según los criterios de Multivac, y conforme a esos criterios, debe procurar conseguirla. Y la deseabilidad del fin le inducirá a examinar más y más complejidades de un problema cuya infinita magnitud está incluso por encima de sus capacidades. Todos sois testigos.
—¿Testigos de qué? —preguntó Noreen.
—¿No habéis tenido problemas para comunicaros conmigo? En el último par de meses, ¿no ha notado cada uno de vosotros pequeños fallos en lo que siempre funcionaba como una seda?… No decís nada. ¿Puedo considerar que vuestra respuesta es afirmativa?
—Y en ese caso, ¿qué?
—Multivac ha estado dedicando sus circuitos libres a ese problema —dijo Bakst—. Poco a poco ha ido relegando la dirección del mundo a un mínimo bastante mezquino de sus esfuerzos, puesto que, de acuerdo con su propio sentido de la ética, nada debe interponerse en el camino de la felicidad humana y no puede haber forma más óptima de lograr esa felicidad que aceptar a Multivac.
—¿Qué significa todo esto? —dijo Noreen—. A Multivac aún le quedan suficientes capacidades para seguir dirigiendo el mundo y a todos nosotros, y aunque no lo haga con plena eficiencia, ello sólo puede servir para añadir incomodidades a nuestra esclavitud. Y sólo de manera temporal, pues esto no durará mucho. Más pronto o más tarde, Multivac decidirá que el problema es insoluble, o lo resolverá, y en uno u otro caso, ése será el fin de su distracción. En el segundo caso, la esclavitud se hará permanente e irrevocable.
—Pero de momento está distraído —dijo Bakst—, e incluso podemos hablar como lo estamos haciendo, con gran osadía, sin que se entere. Sin embargo, no me atrevo a correr el riesgo de continuar demasiado rato esta conversación, de modo que procurad comprenderme pronto, por favor.
»He estado ocupándome de otro pasatiempo matemático: la construcción de circuitos basados en el modelo de Multivac. He conseguido demostrar que por complejo y excesivo que sea el circuito, siempre debe haber al menos un punto en el que converjan todas las corrientes bajo circunstancias particulares. Bastará crear una interferencia en ese punto para que se produzca el síncope fatal, pues ello inducirá una sobrecarga en otro lugar que, al fallar, inducirá a su vez una sobrecarga en otro lugar… y así indefinidamente, hasta que todo se paralice.
—¿Y bien?
—Y éste es ese punto. ¿Qué otra razón podía tener yo para venir a Denver? Y Multivac también lo sabe, y este punto está protegido electrónica y robóticamente hasta hacerlo impenetrable.
—¿Y bien?
—Pero Multivac está distraído, y Multivac confía en mí. Me ha costado mucho ganarme esa confianza, a riesgo de perderos a todos vosotros, pues sólo cuando hay confianza cabe la posibilidad de una traición. Si cualquiera de vosotros in-tentara acercarse a este punto, Multivac podría reaccionar, incluso en su presente estado de distracción. Si Multivac no estuviera distraído, no permitiría que me acercara ni yo. ¡Pero está distraído! ¡Y el que está aquí soy yo!
Bakst comenzó a avanzar hacia la rejilla convergente con sereno andar despreocupado, y las catorce imágenes, concentradas en él, avanzaron también. Por todos lados les rodeaban los suaves murmullos de un atareado centro de Multivac.
—¿Para qué atacar a un contrincante invulnerable? —dijo Bakst—. Más vale hacerle vulnerable primero, y luego…
Bakst hacía grandes esfuerzos para conservar la calma, pero ahora todo dependía de su actuación. ¡Todo! Con un brusco tirón, separó una juntura. (Si sólo hubiera tenido más tiempo para asegurarse mejor).
Nadie le detuvo y, mientras contenía el aliento, advirtió que comenzaba a cesar el ruido, se interumpían los murmullos, se iba deteniendo Multivac. Si ese suave rumor no se había restablecido en unos instantes, ello significaría que había dado en el punto clave adecuado, y ya no habría posibilidad de recuperación. Si no se convertía rápidamente en el foco del avance de los robots…
Se volvió hacia atrás en medio del silencio que aún continuaba. Los robots seguían trabajando a lo lejos. Ninguno había hecho acto de acercarse.
Frente a él continuaban alzándose las imágenes de los catorce hombres y mujeres del Congreso, y todos y cada uno parecían estupefactos ante la súbita enormidad que acababa de ocurrir.
—Multivac está desconectado, quemado —anunció Bakst—. Es imposible repararlo. —Se sintió casi embriagado ante el sonido de sus palabras—. Desde que os dejé que trabajo para lograr este desenlace. Cuando Hiñes lanzó su ataque, temí que esas tentativas se repitieran, que Multivac redoblara su guardia, que incluso yo… tenía que apresurarme… no estaba seguro… —Le temblaba la voz, pero hizo un esfuerzo y dijo solemnemente—: He conseguido nuestra libertad.
Y se interrumpió, consciente al fin del peso del silencio, cada vez más intenso. Catorce imágenes le miraban fijamente y de ninguna de ellas salía una palabra de respuesta.
—Hablabais de libertad —dijo Bakst con voz chillona—. ¡Ya la tenéis!
Y luego, vacilante, añadió:
—¿No era esto lo que queríais?
* * *
Cuando hube cerrado por primera vez al anterior relato, o creí haberlo hecho, no quedé satisfecho. Permanecí despierto hasta alrededor de las dos de la madrugada intentando averiguar el motivo de mi insatisfacción, y entonces decidí que no había logrado sugerir lo que deseaba. Me levanté, escribí a toda prisa los tres últimos párrafos del cuento tal como finalmente fue publicado, cerrándolo con esa pregunta horrorizada, y luego me dormí plácidamente.
Al día siguiente volví a escribir la última página del original para incluir el nuevo final, y cuando lo remití al «Times», pese a mis deseos de cerrar el trato, indiqué en qué aspectos sería intransigente.
«Sírvanse tener en cuenta —escribí— que el hecho de terminar con una pregunta abierta no es casual. Es un elemento esencial del relato. Cada lector tendrá que considerar el significado de la pregunta y qué respuesta le daría él».
En el «Times» me pidieron que introdujera algunos cambios y aclaraciones triviales pero —me complace decirlo— no se atrevieron a levantar ni un murmullo de objeción en lo tocante a mi final.
Por cierto que el título original mío era «Pasatiempos matemáticos», y por un momento pensé en recuperarlo al publicar el cuento en un libro. Sin embargo, Vida y tiempos de Multivac tiene un ritmo propio. Además, un gran número de personas lo vieron ese único día que estuvo al alcance del público lector. Durante las dos o tres semanas siguientes se me acercaron a decirme que lo habían leído más personas de las que nunca me habían dicho nada parecido con motivo de ningún otro cuento jamás escrito por mí. No quiero que piensen que he cambiado el título para hacerles creer que no habían leído antes este cuento, y hacerles comprar así este libro, de modo que lo he dejado en Vida y tiempos de Multivac.
* * *
Entre las personas que leyeron mi cuento en «The New York Times Magazine» estaba William Levinson, director de «Physician's World». En el mismo número de la sección semanal figuraba un artículo titulado Triaje. El «triaje» es un sistema empleado para decidir quién debe ser salvado y quién debe morir cuando las condiciones no permiten salvar a todo el mundo. Se ha recurrido al «triaje» en el caso de emergencias médicas, dedicando unas instalaciones limitadas a las personas con mayores probabilidades de salvación. Existe ahora la sospecha de que tal vez vaya a aplicarse el «triaje» a escala mundial, de que es imposible salvar a ciertas naciones y regiones, y de que nada debiera hacerse por salvarlas.
Levinson pensó que sería posible abordar ese tema a través de la ciencia ficción, y puesto que mi nombre estaba bajo sus narices, en el mismo índice, se puso en contacto conmigo. La idea me atrajo y acepté en el acto. Comencé a trabajar en ella el 19 de enero de 1975. A Levinson le gustó La criba una vez terminado el cuento, y todo estaba preparado para su publicación en el número de junio de 1975 cuando la revista dejó de salir inesperadamente en vísperas del número anterior.
Levinson me devolvió el cuento, confundido y apesadumbrado, pero desde luego no era culpa suya, conque le escribí una carta asegurándole que no estaba molesto. A fin de cuentas, ya me habían pagado por el cuento y era poco probable que no lograra colocarlo en otro sitio.
En realidad, Ben Bova lo aceptó en el acto y en febrero de 1976 fue publicado en «Analog».