Un sistema anticuado

Ben Estes sabía que iba a morir y no le reconfortaba en absoluto saber que durante todos esos años había vivido con ese riesgo. La vida de un astrominero, siempre deambulando por la inmensidad aún en gran parte desconocida del cinturón de asteroides, no era particularmente placentera, pero había muchas probabilidades de que esa vida fuera breve.

Naturalmente, siempre cabía la suerte de descubrir una veta inesperada capaz de enriquecerle a uno de por vida, y ésa había sido una veta inesperada, qué duda cabía. La mayor sorpresa del mundo, pero Estes no acabaría rico gracias a ello. Sólo acabaría muerto.

Harvey Funarelli gimoteó débilmente en su litera, y Estes se volvió, y su rostro también se contrajo cuando crujieron sus propios músculos. Habían sufrido un terrible golpe. Si él no había quedado tan malherido como Funarelli, ello se debía sin duda a que Funarelli era el más voluminoso de los dos, y estaba más próximo al punto de casi-impacto.

Estes miró sombríamente a su compañero y preguntó:

—¿Qué tal te sientes, Harv?

Funarelli gimoteó otra vez.

—Me siento como si me hubiera roto todos los huesos. ¿Qué demonios ha pasado? ¿Con qué hemos chocado?

Estes se le acercó, renqueando ligeramente, y dijo:

—No intentes levantarte.

—Puedo arreglármelas —dijo Funarelli—; sólo tienes que echarme una mano. ¡Ay! A ver si me he roto una costilla. Justo aquí. ¿Qué ha ocurrido, Ben?

Estes señaló la escotilla principal. No era grande, pero era lo mejor que podía esperarse en una nave astrominera con capacidad para dos pasajeros. Funarelli se acercó muy despacio a la abertura, apoyándose en el hombro de Estes. Miró al exterior.

Se veían las estrellas, como es lógico, pero la mente de un astronauta experimentado prescinde de ellas. Las estrellas siempre están ahí. Más próximo a ellos se divisaba un banco de gravilla formado por cantos rodados de tamaño variable, todos los cuales se desplazaban lentamente con respecto a los adyacentes como un enjambre de abejas, muy perezosas.

—Nunca había visto nada parecido. ¿Qué hacen aquí? —dijo Funarelli.

—Esas piedras —dijo Estes— son los restos de un asteroide hecho añicos, diría yo, y todavía están girando en torno a lo que las golpeó, y también nos golpeó a nosotros.

—¿Qué fue? —Funarelli escudriñó en vano la oscuridad.

Estes apuntó con el dedo.

—¡Eso! —Se veía un débil destello en la dirección que había indicado.

—No veo nada.

—No hay nada que ver. Es un agujero negro.

Los cortos cabellos negros de Funarelli se erizaron de manera casi natural, y en sus negros ojos muy abiertos había ahora una nota de horror.

—Estás loco —dijo.

—No. Hay agujeros negros de todos tamaños. Eso dicen los astrónomos. Éste equivale aproximadamente a la masa de un gran asteroide, diría yo, y estamos girando en torno a él. ¿Cómo se explicaría de otro modo que estuviéramos en órbita en torno a algo que no podemos ver?

—No existen datos que indiquen la presencia de ningún…

—Lo sé. ¿Cómo iba a haberlos? Es invisible. Es una masa… Bueno, ahí está el Sol. —La lenta rotación de la nave había hecho aparecer el Sol y la ventana se había polarizado automáticamente hasta hacerse opaca.

—De todos modos —dijo Estes—, hemos descubierto el primer agujero negro realmente detectado en cualquier lugar del universo. Y no viviremos para cosechar la fama de nuestra hazaña.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Funarelli.

—Nos acercamos lo suficiente para que los efectos de marea alcanzaran a destrozarnos.

—¿Qué efectos de marea?

—No soy astrónomo —dijo Estes—, pero según tengo entendido, aun cuando eso no tenga una excesiva tracción gravitatoria tal, uno puede llegar a aproximarse tanto que esa tracción acaba adquiriendo cierta intensidad. Esa intensidad disminuye tan rápidamente con la distancia que el extremo más próximo de un objeto se ve atraído con muchísima más fuerza que el extremo más alejado. El objeto sufre pues un tirón. Cuanto más grande sea el objeto y más próximo esté, más grave será el efecto. Tus músculos se desgarraron. Ha sido una suerte que no se te rompieran los huesos.

Funarelli hizo una mueca.

—No estoy tan seguro de que eso no haya ocurrido… ¿Qué más ha pasado?

—Los depósitos de combustible han quedado destruidos. No podemos salir de esta órbita… Es una suerte que hayamos acabado girando en una órbita lo suficientemente alejada y lo bastante circular para que el efecto de marea sea escaso. Si estuviéramos más próximos, o incluso si un extremo de la órbita nos acercara mucho…

—¿Podemos mandar un mensaje?

—Ni una palabra —dijo Estes—. El sistema de comunicaciones está destrozado.

—¿No podrías repararlo?

—La verdad es que no soy un experto en comunicaciones, pero aunque lo fuese… Es imposible repararlo.

—¿No podrías hacer un arreglo de emergencia?

Estes meneó la cabeza.

—No tenemos más remedio que esperar… y morir. Pero eso no es lo que más preocupa.

—A mí sí me preocupa —dijo Funarelli, que se había sentado en su litera con la cabeza entre las manos.

—Tenemos las pildoras —dijo Estes—. Será una muerte rápida. Lo que de verdad me preocupa es no poder comunicar… eso. —Señaló la escotilla, que se había iluminado otra vez al quedar fuera del alcance del Sol.

—¿El agujero negro?

—Sí, es peligroso. Parece girar en torno al Sol, pero quién sabe si esa órbita es estable. Y aunque lo fuera, sin duda irá creciendo.

—Si supongo que irá tragando cosas.

—Claro. Todo lo que encuentre a su paso. Constantemente hay espirales de polvo cósmico que convergen sobre él, y la rotación y la caída de ese polvo desprende energía. A eso se deben esos débiles destellos luminosos. De vez en cuando, puede ocurrir que el agujero se trague un fragmento más grande que se interponga en su camino, en cuyo caso se producirá un chispazo de radiaciones, con rayos X incluidos. Cuanto más crezca, más fácil será que atraiga materia desde distancias cada vez mayores.

Por un instante, ambos hombres permanecieron con la vista fija en la escotilla, luego Estes continuó su explicación.

—De momento, tal vez aún se pueda intentar hacer algo. Si la NASA pudiera trasladar hasta aquí un asteroide lo bastante grande y hacerlo pasar por el agujero de la manera adecuada, el agujero se vería arrastrado fuera de su órbita por mutua atracción gravitatoria entre su propia masa y la del asteroide. De este modo podría lograrse situar el agujero en una trayectoria que lo llevase fuera del sistema solar, con un poco de ayuda y una aceleración adicional.

—¿Crees que al principio era muy pequeño? —preguntó Funarelli.

—Puede haber sido un micro-agujero formado en el momento de la gran explosión, cuando se creó el universo. Puede haber estado creciendo durante miles de millones de años, y si sigue aumentando de tamaño, puede llegar a ser imposible de controlar. En ese caso acabaría convirtiéndose en la tumba del sistema solar.

—¿Cómo te explicas que no lo hayan descubierto?

—Nadie lo ha buscado. ¿Quién iba a esperar encontrar un agujero negro en el cinturón de asteroides? Y no desprende suficientes radiaciones para ser detectable, ni su masa es suficiente para poder detectarlo. Hubiera sido preciso toparse con él, como nos ha ocurrido a nosotros.

—¿Estás seguro de que el sistema de comunicaciones no funciona en absoluto, Ben?… ¿A qué distancia estamos de Vesta? No tardarían mucho en llegar hasta nosotros desde Vesta. Es la base más importante del cinturón de asteroides. Estes meneó la cabeza.

—Ahora mismo ni siquiera sé dónde está Vesta. La computadora tampoco funciona.

—¡Cielos! ¿Funciona algo todavía?

—El sistema de ventilación funciona. El purificador de agua está en marcha. Disponemos de energía y alimentos en abundancia. Podríamos resistir dos semanas, tal vez más.

Se hizo un silencio.

—Escúchame —dijo Funarelli al cabo de un rato—. Aunque no sepamos exactamente dónde está Vesta, sabemos que no puede estar a más de un par de millones de kilómetros de distancia. Si pudiéramos hacerles llegar alguna señal, una nave de control remoto podría estar aquí en un plazo de una semana.

—Una nave de control remoto, sí —dijo Estes—. No habría problema. Una nave no tripulada podía alcanzar niveles de aceleración que no resistirían la carne y la sangre humanas. Podía cubrir un trayecto en una tercera parte del tiempo que requeriría una nave tripulada.

Funarelli cerró los ojos, como si quisiera dejar fuera el dolor, y dijo:

—No desdeñes tanto la posibilidad de la nave de control remoto. Podría traernos raciones de emergencia y llevaría a bordo el material suficiente para montar un sistema de comunicaciones. Con eso podríamos resistir hasta que llegara el verdadero equipo de rescate.

Estes se sentó en la otra litera.

—No desdeño la posibilidad de la nave de control remoto. Sólo estaba pensando que no tenemos manera de mandarles una señal, absolutamente ninguna manera. Ni siquiera podemos gritar. El vacío del espacio no transportaría el sonido.

—No puedo creer que seas incapaz de idear algo. Nuestras vidas dependen de ello —insistió obcecadamente Funarelli.

—Tal vez las vidas de toda la humanidad dependan de ello, pero aun así no se me ocurre nada. ¿Por qué no ideas algo tú?

Funarelli soltó un gruñido al desplazar las caderas. Se agarró a las argollas que colgaban de la pared junto a su litera y se izó hasta ponerse de pie.

—Una cosa sí se me ocurre —dijo—. ¿Por qué no desconectas los motores de gravedad y así economizaremos energía, al mismo tiempo que fatigamos menos nuestros músculos?

—Buena idea —musitó Estes. Se incorporó y se acercó al panel de mandos, donde desconectó la gravedad.

Funarelli se elevó flotando con un suspiro y dijo:

—¿Por qué no pueden descubrir el agujero negro, los muy imbéciles?

—¿Quieres decir como lo hemos descubierto nosotros? No hay otra manera. Su actividad es insuficiente.

—Todavía me duele —dijo Funarelli—, incluso sin necesidad de resistir la gravedad… Bueno, qué más da, si sigue doliéndome así, no lo sentiré tanto cuando llegue el momento de tragarnos la píldora… ¿No existe alguna manera de conseguir que el agujero negro aumente su actividad?

—Si a uno de esos cascajos se le ocurriera caer en el agujero, se produciría un estallido de rayos X —dijo Estes en tono sombrío.

—¿Detectarían eso desde Vesta?

—Lo dudo. No buscan nada de ese tipo. Pero en la Tierra sí que lo detectarían con toda seguridad. Algunas estaciones espaciales mantienen una constante vigilancia en busca de variaciones en las radiaciones del espacio. Captarían unas explosiones sorprendentemente pequeñas.

—De acuerdo, Ben, llamar la atención de la Tierra tampoco estaría mal. Enviarían un mensaje a Vesta para que investigasen. Los rayos X tardarían unos quince minutos en llegar hasta la Tierra y las ondas de radio tardarían otros quince minutos en llegar hasta Vesta.

—¿Y cuánto tiempo transcurriría entre una y otra transmisión? Los receptores pueden registrar automáticamente un estallido de rayos X procedente de tal y tal dirección, pero ¿quién puede decir de dónde viene? Podría proceder de una galaxia distante que por azar se encontrase en esta dirección concreta. Algún técnico observará la oscilación en el registro y esperará a que se produzcan nuevas explosiones en el mismo lugar y no se producirá ninguna y descartarán el hecho como un incidente sin importancia. Además, nada de eso sucederá, Harv. Debieron de producirse montones de rayos X cuando el agujero negro disgregó este asteroide con su efecto de marea, pero es posible que eso ocurriera hace miles de años cuando nadie se ocupaba de observarlo. Los fragmentos que ahora quedan deben de tener órbitas bastante estables.

—Si tuviésemos nuestros cohetes…

—Deja que lo adivine. Podríamos lanzar la nave hacia el interior del agujero negro. Podríamos suicidarnos para mandar un mensaje. Pero tampoco serviría de nada. Seguiría siendo un estallido aislado procedente de cualquier lugar.

—No estaba pensando en eso —exclamó Funarelli indignado—. No aspiro a una muerte heroica. Lo que quería decir es que tenemos tres motores. Si pudiéramos montarlos sobre tres pedruscos de tamaño más bien grande y lanzarlos uno tras otro sobre el agujero, se producirían tres explosiones de rayos X, y si los lanzásemos a intervalos de un día, la fuente de las radiaciones se desplazaría de forma detectable en relación a las estrellas. Ello daría lugar a un fenómeno interesante, ¿no crees? Los técnicos le prestarían atención en el acto, ¿no?

—Tal vez sí y tal vez no. Además, no nos queda ni un cohete y no podríamos montarlos sobre las piedras aunque… —Estes se interrumpió de pronto. Luego prosiguió con voz alterada—: Me pregunto si nuestros trajes espaciales estarán aún en buen estado.

—Las radios de los trajes —dijo excitado Funarelli.

—Qué diablos, no cubrirían más que unos cuantos kilómetros —dijo Estes—. Pensaba en otra cosa. Pensaba en la posibilidad de salir al exterior. —Abrió el armario donde guardaban los trajes—. Parecen en buen estado.

—¿Para qué quieres salir?

—Tal vez no tengamos ningún cohete, pero todavía nos queda nuestra fuerza muscular. Por lo menos a mí. ¿Crees que podrías tirar una piedra?

Funarelli hizo el gesto de lanzar un objeto, o más bien lo inició, y una expresión de agonía se extendió por toda su cara.

—¿Puedo saltar hasta el Sol? —dijo.

—Voy a salir y tirar unas cuantas… El traje parece funcionar. Tal vez logre hacer caer alguna en la bolsa… Espero que funcione la cámara de descompresión.

—¿Podemos permitirnos gastar ese aire? —preguntó Funarelli con ansiedad.

—¿Crees que eso tendrá importancia dentro de dos semanas? —respondió Estes con voz cansada.

Todo astrominero tiene que salir a veces de la nave para efectuar alguna reparación, o cargar dentro algún fragmento de materia que se encuentra en las cercanías. Por lo general, son momentos excitantes. En todo caso, suponen un cambio.

Estes no sentía demasiada excitación, sólo una enorme ansiedad. Su plan era tan condenadamente primitivo, que se sentía como un tonto por haberlo concebido. Morir ya era bastante malo para además hacerlo como un cretino.

Se encontró en medio de la negrura del espacio, bajo el resplandor de las estrellas que ya había visto en cientos de otras ocasiones. Pero ahora, bajo el débil resplandor del pequeño y distante Sol, se adivinaba el pálido brillo de centenares de fragmentos de roca que algún día debían de haber formado parte de un asteroide y que ahora constituían un diminuto anillo saturnal en torno al agujero negro. Los pedruscos parecían casi inmóviles, mientras iban desplazándose junto con la nave.

Estes examinó la dirección de giro de las estrellas y comprendió que la nave y los pedruscos se movían lentamente en sentido contrario. Si pudiera arrojar un pedrusco en la dirección de movimiento de las estrellas, podría neutralizar parte de la velocidad del pedrusco con respecto al agujero negro. Si no neutralizaba esa velocidad en la medida suficiente, o si la neutralizaba demasiado, el pedrusco caería en dirección al agujero, lo pasaría rozando, y retornaría al punto inicial. Si la neutralizaba justo lo suficiente, el pedrusco se aproximaría lo bastante al agujero para quedar pulverizado por el efecto de marea. Las partículas de polvo se frenarían unas a otras, en sus desplazamientos, y caerían en el agujero girando en espiral, emitiendo rayos X en su caída.

Estes fue metiendo los pedruscos en su red de minero de acero de tantalio, escogiendo fragmentos del tamaño de un puño. Se felicitó de que los trajes modernos permitieran una total libertad de movimientos y no fuesen esa especie de ataúdes que se usaban cuando los primeros astronautas llegaron a la Luna, hacía ya más de un siglo.

Cuando hubo reunido suficientes pedruscos, arrojó uno de ellos, y pudo verlo relampaguear y desvanecerse bajo la luz del sol mientras caía en dirección al agujero. Aguardó y no sucedió nada. No sabía cuánto tiempo podía tardar la piedra en caer en el agujero negro —si es que llegaba a caer en él— pero contó mentalmente hasta seiscientos y luego tiró otra.

Una y otra vez repitió ese gesto, con una terrible paciencia nacida de la necesidad de encontrar una alternativa a la muerte, y por fin se produjo una inesperada llamarada en la dirección del agujero negro. Luz visible y —estaba seguro— una explosión de radiaciones de gran energía, incluidos al menos los rayos X.

Tuvo que detenerse a recoger más piedras y luego afinó la puntería. Comenzó a dar en el blanco casi cada vez. Se situó de manera que el pálido resplandor del agujero negro asomase justo por encima de la parte central de la nave. Esa relación no variaría, pues la nave giraba y rotaba sobre un eje o, al menos, la variación sería mínima.

Pero aun teniendo en cuenta su puntería, le pareció que daba en el blanco con demasiada frecuencia. El agujero negro era más grande de lo que pensaba, se dijo, y debía de succionar su presa desde mayor distancia. Eso la hacía más peligrosa, pero aumentaba las probabilidades de que les rescataran.

Se introdujo a través de la compuerta y entró nuevamente en la nave. Le dolían los huesos y sentía una punzada en el hombro derecho.

Funarelli le ayudó a quitarse el traje.

—Ha sido estupendo. Has estado arrojando piedras en el agujero negro.

—Sí —asintió Estes—, y confío que mi traje haya rechazado los rayos X. Preferiría no morir de contaminación radiactiva.

—Lo detectarán desde la Tierra, ¿verdad?

—De eso estoy seguro —dijo Estes—. Pero, ¿le prestarán atención? Lo registrarán todo y se preguntarán qué debe ser. Pero, ¿qué va a impulsarles a venir hasta aquí para examinar el fenómeno más de cerca? Tengo que idear algo que consiga hacerles venir, pero primero voy a descansar un ratito.

Una hora más tarde, cogía otro traje espacial. No podía perder tiempo esperando que se recargasen las baterías solares del primero.

—Espero no haber perdido la puntería —dijo.

Estaba otra vez fuera, y ahora le resultaba evidente que aun con una gama bastante amplia de velocidades y direcciones de tiro, el agujero negro seguía succionando los pedruscos cuyo movimiento se iba frenando a medida que avanzaban hacia aquél.

Estes recogió tantos pedruscos como pudo y los colocó cuidadosamente sobre una ranura del fuselaje de la nave. No se quedaron allí quietos, pero sólo fueron resbalando con increíble lentitud, y cuando Estes hubo recogido tantos como pudo, los primeros que había colocado en la hendidura se habían desplazado poco más que un triángulo de bolas de billar al colocarlo sobre la mesa.

Después comenzó a arrojarlas, primero muy tenso, y luego cada vez más seguro de sí mismo, y el agujero negro fue encendiéndose paulatinamente.

Tuvo la impresión de que cada vez le resultaba más fácil dar en el blanco y que el agujero negro crecía desenfrenadamente a cada nuevo impacto y que pronto se extendería hasta alcanzarlos y los succionaría a él y a la nave en su buche jamás saciado.

Naturalmente, era cosa de su imaginación, y nada más. Por fin hubo tirado todos los pedruscos y pensó que ya no le quedaba nada más que arrojar al agujero en cualquier caso. Le parecía haber estado horas allí fuera.

Otra vez dentro de la nave, y en cuanto Funarelli le hubo ayudado a quitarse el casco, dijo:

—Ya está. Es todo lo que puedo hacer.

—Has producido muchísimos destellos —dijo Funarelli.

—Muchísimos y seguro que los registrarán. Ahora no nos queda más que esperar. Tienen que venir.

Funarelli le ayudó a quitarse el resto del traje lo mejor que le permitieron sus músculos desgarrados. Luego se incorporó, gruñendo y jadeando, y dijo:

—¿De verdad crees que vendrán, Ben?

—Creo que tienen que hacerlo —dijo Estes, casi como si intentase forzar el curso de los acontecimientos con la mera intensidad de sus deseos—. Creo que tienen que venir.

—¿Por qué crees que tienen que hacerlo? —preguntó Funarelli, con el tono de un hombre que desea agarrarse aunque sea a una brizna, pero no se atreve.

—Porque me he comunicado —dijo Estes—. No sólo hemos sido las primeras personas que han encontrado un agujero negro, también hemos sido los primeros en utilizarlo para comunicarnos; hemos sido los primeros en utilizar el sistema de comunicaciones más avanzado del futuro, un sistema capaz de emitir mensajes de una estrella a otra y de una galaxia a otra, y que tal vez también sea la fuente de energía más avanzada… —Estaba jadeante y parecía un poco fuera de sus cabales.

—¿Qué dices ahora? —dijo Funarelli.

—He arrojado esos pedruscos a intervalos regulares, Harv —dijo Estes—, y las explosiones de rayos X se han producido de forma sincopada. Lo que registrarán será: destello-destello-destello-destello-destello-destello-destello-destello-destello, y así sucesivamente.

—¿Y bien?

—Es un sistema anticuado, muy anticuado, pero es algo que todos recuerdan de los tiempos en que la gente se comunicaba por medio de corrientes eléctricas transmitidas a través de cables.

—Quieres decir el fotógrafo… fonógrafo…

—El telégrafo, Harv. Esos destellos que he producido quedarán registrados, y en cuanto alguien le eche un vistazo a ese gráfico, habrá una gran conmoción. No sólo habrán detectado una fuente emisora de rayos X; no sólo se encontrarán con una fuente emisora de rayos X que se desplaza muy lentamente con respecto a las estrellas, señal de que debe de estar situada dentro de nuestro sistema solar, sino que se encontrarán con una fuente emisora de rayos X que se encenderá y se apagará y emitirá la señal SOS-SOS… Y ante una fuente emisora de rayos X que lanza llamadas de auxilio, puedes apostar lo que quieras a que vendrán, tan rápido como puedan, aunque sólo sea para ver qué es eso que… Se había quedado dormido.

… Y, cinco días más tarde, llegó una nave de control remoto.

* * *

Por cierto que tal vez alguno de mis amables lectores haya pensado que existe una cierta similitud entre este relato y el primer cuento que publiqué en mi vida, Varados frente a Vesta (Marooned off Vesta), el cual apareció en letra impresa hace ahora treinta y siete años. En ambos relatos aparecen dos hombres atrapados en una nave espacial averiada en el cinturón de asteroides, y que deben recurrir a su ingenio para buscar una manera de escapar a lo que parecía una muerte segura.

Desde luego, los desenlaces son completamente distintos, y fue con la intención de poner de relieve algunos de los cambios experimentados en nuestra concepción del universo durante esos treinta y siete años, que introduje en 1976 un desenlace que hubiera resultado inconcebible en 1939.

* * *

En otoño de 1975, Fred Dannay (más conocido como Ellery Queen) me propuso un proyecto muy intrigado para el número de agosto de 1976 del «Ellery Queen's Mystery Magazine», el cual saldría a la venta con motivo del Bicentenario. Su intención era publicar un relato de misterio referente al Bicentenario en sí, y otro que tenía como tema el Centenario celebrado en 1876. Sólo le faltaba otro que tratase del Tricentenario a celebrar en el año 2076 y, naturalmente, éste debía ser un relato de ciencia ficción.

Toda vez que yo había escrito numerosos cuentos de misterio para la revista en los últimos años, pensó en mí para ese trabajo y me propuso que lo intentara. Accedí y me puse manos a la obra el primero de noviembre de 1975. Acabé escribiendo un relato de ciencia ficción sin más rodeos, que temí pudiera resultar demasiado pesado para los lectores habituales de temas de misterio. Fred, al parecer, no opinó igual, pues aceptó mi cuento e incluso tuvo la gentileza de pagarme más de lo convenido.