Intuición femenina

Las tres leyendas de la robótica:

1. Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal.

2. Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley.

3. Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley.

Por primera vez en la historia de Norteamericana de Robots y Hombres Mecánicos, S.A., se había producido la destrucción de un robot por accidente en la propia Tierra.

Era imposible señalar responsabilidades. El vehículo aéreo había sido derribado en pleno vuelo y un incrédulo comité de Investigación intentaba decidir si realmente tendría la osadía de hacer públicas las pruebas de que el aparato había sido alcanzado por un meteorito. Ninguna otra cosa hubiera podido avanzar con la velocidad suficiente para llegar a evitar que actuara el mecanismo de desviación automática; ninguna otra cosa podría haber causado el desastre salvo una explosión nuclear, y eso quedaba descartado.

Asóciese a ello un informe sobre un destello detectado en medio de la noche justo antes de la explosión del vehículo —y no por cualquier aficionado, sino por el Observatorio Flagstaff— y la localización de un fragmento de hierro de considerables dimensiones y claramente meteórico, recientemente incrustado en el suelo a una milla del lugar del suceso. ¿Cabía otra conclusión?

Aun así, nunca antes había ocurrido nada parecido y el cálculo de las probabilidades en contra del suceso arrojaba cifras monstruosas. Pero incluso los hechos más colosalmente improbables pueden producirse alguna vez.

El cómo y el porqué eran considerados de importancia secundaria en las oficinas de la Norteamericana de Robots. Lo verdaderamente grave era que se había producido la destrucción de un robot.

Ello, por sí solo, ya resultaba preocupante.

El hecho de que JN-5 fuera un prototipo, el primero en actuar sobre el terreno, tras cuatro pruebas anteriores, era aún más preocupante.

El hecho de que JN-5 fuese un tipo radicalmente nuevo de robot, totalmente distinto de cualquier otro jamás construido hasta el momento, resultaba abismalmente preocupante.

El hecho de que según todos los indicios JN-5 había logrado averiguar algo de incalculable importancia antes de su destrucción y que ese logro tal vez se hubiera perdido para siempre, situaba el desánimo más allá de cualquier posible expresión.

Apenas parecía digno de mención el detalle de que, junto con el robot, había perecido también el primer robosicólogo de la compañía.

Clinton Madarian llevaba diez años en la empresa. Durante los cinco primeros, había trabajado sin rechistar bajo la refunfuñante supervisión de Susan Calvin.

Las brillantes capacidades de Madarian eran perfectamente evidentes, y Susan Calvin le había ascendido calladamente por encima de otros hombres mayores que él. Ella se habría negado a justificar en cualquier caso este proceder ante el director de investigación, Peter Bogert, pero lo cierto es que no fueron precisas razones. O, más bien, éstas eran obvias.

Madarian era la absoluta antítesis de la famosa doctora Calvin en varios aspectos muy notorios. En realidad no era tan obeso como le hacía parecer su destacado doble mentón, pero aun así tenía una figura que imponía respeto, en tanto que Susan pasaba prácticamente desapercibida. Ante el grueso rostro de Madarian, su mata de relucientes cabellos castaño rojizos, su piel tosca y su voz atronadora, su risa sonora y, en especial, su irreprimible confianza en sí mismo y la vehemencia con que anunciaba sus éxitos, las demás personas que había en la habitación tuvieron la sensación de que el espacio era insuficiente para todos.

Cuando Susan Calvin se retiró por fin (negándose de antemano a cooperar en ningún sentido con cualquier cena testimonial que pudiera organizarse en su honor, en términos tan contundentes que su jubilación ni siquiera se comunicó a las agencias de noticias), Madarian la sustituyó.

Llevaba exactamente un día en el cargo cuando puso en marcha el proyecto JN.

Este exigió la mayor dedicación de fondos jamás concedida por Norteamericana de Robots a un proyecto concreto, pero Madarian despachó ese detalle con un genial movimiento desdeñoso de la mano.

—Vale cada uno de esos centavos, Peter —dijo—. Y confío que así sabrás hacérselo entender al Consejo de Dirección.

—Dame alguna razón —dijo Bogert, preguntándose si Madarian accedería a hacerlo. Susan Calvin jamás había dado razones para nada.

—Desde luego —dijo, sin embargo, Madarian, y se instaló confortablemente en el gran sillón del despacho del director.

Bogert se lo quedó mirando con expresión casi temerosa. Sus propios cabellos, negros en otro tiempo, se habían vuelto ya casi blancos y tardaría menos de diez años en seguir a Susan por el camino de la jubilación. Ése sería el fin del equipo inicial que había convertido a Norteamericana de Robots en una empresa de alcance mundial capaz de rivalizar con los gobiernos nacionales en cuanto a importancia y complejidad. De algún modo, ni él ni sus antecesores habían llegado a hacerse verdadero cargo de la enorme expansión de la empresa.

Pero ahora estaba ante una nueva generación. Los nuevos hombres se sentían a sus anchas con el Coloso. Carecían de ese toque de admiración que a ellos les hacía caminar de puntillas como si no acabaran de creérselo. Y por eso avanzaban con arrojo, lo cual era bueno.

—Me propongo iniciar la construcción de robots sin restricciones —dijo Madarian.

—¿Sin las tres leyes? Sin duda…

—No, Peter. ¿Sólo se te ocurren esas restricciones? ¡Qué, diablos!, tú colaboraste en el diseño de los primeros cerebros positrónicos. ¿Tendré que ser yo quien te diga que, prescindiendo ya de las tres leyes, no existe un solo circuito de esos cerebros que no esté cuidadosamente diseñado y prefijado? Tenemos robots programados para tareas específicas, dotados de capacidades específicas…

—Y te propones…

—Dejar abiertos los circuitos a todos los niveles, excepto por lo que respecta a las tres leyes. No es difícil.

—No es difícil, desde luego —dijo secamente Bogert—. Las cosas inútiles nunca son difíciles. Lo difícil es fijar los circuitos y conseguir que el robot sea de alguna utilidad.

—Pero, ¿por qué es difícil hacer eso? Fijar los circuitos es un proceso muy trabajoso a causa de la importancia que tiene el principio de incertidumbre en las partículas de la masa de positrones y de la necesidad de minimizar el efecto de incertidumbre. Pero, ¿por qué minimizarlo? Si disponemos las cosas de manera que el principio tenga justo el peso suficiente para permitir que los circuitos se interconecten de manera imprevisible…

—Tendremos un robot imprevisible.

—Tendremos un robot creativo —dijo Madarian, sin la menor señal de impaciencia—. Peter, si algo tiene el cerebro humano que jamás ha tenido un cerebro robótico, es precisamente ese residuo de imprevisibilidad derivado de los efectos de la incertidumbre a nivel subatómico. Reconozco que jamas se ha demostrado experimentalmente la presencia de este efecto en el sistema nervioso, pero sin él, el cerebro humano no sería superior al cerebro robótico, en principio.

—Y crees que si logras introducir ese efecto en el cerebro robótico, el cerebro humano no será superior a aquél, en principio.

—Eso pienso, exactamente —dijo Madarian.

Y continuaron charlando un largo rato a partir de allí.

Era evidente que el Consejo de Dirección no tenía la menor Intención de dejarse convencer fácilmente.

Scott Robertson, el principal accionista de la compañía, dijo:

—Ya es bastante difícil controlar la industria de los robots tal como están las cosas, con la hostilidad del público hacia los robots siempre a punto de estallar. Si el público imagina que los robots estarán incontrolados… Oh, no me vengan ahora con las tres leyes. El hombre medio no creerá que las tres leyes puedan protegerlo una vez haya oído mencionar tan sólo la palabra «incontrolado».

—Pues, no la usen —dijo Madarian—. Pueden decir que el robot es… «intuitivo».

—Un robot intuitivo —musitó alguien—. ¿Un robot mujer?

Una sonrisa se extendió por toda la mesa de juntas.

Madarian aprovechó esa ocasión.

Muy bien. Un robot mujer. Nuestros robots son asexuados, evidentemente, y también lo será éste, pero siempre los tratamos como si fueran varones. Les ponemos nombres de hombre y nos referimos a ellos en masculino. Éste en concreto, desde el punto de vista de la naturaleza de la estructura matemática del cerebro que he propuesto, entraría dentro del sistema de coordinación JN. El primer robot sería el JN-1, y había dado por sentado que se llamaría John-1… Me temo que ése es el nivel de originalidad al que se mueve el roboticista medio. Pero, ¿por qué no llamarlo Jane-1, qué demonios? Si es imprescindible que el público sepa lo que estamos haciendo, pues diremos que estamos construyendo un robot femenino, con intuición.

Robertson meneó la cabeza.

¿Y qué cambia con eso? Estás diciendo que te propones suprimir la última barrera que, en principio, mantiene el cerebro robótico a un nivel inferior al del cerebro humano ¿Cómo supones que reaccionará el público cuando se entere?

¿Acaso piensas dar publicidad a ese hecho? —dijo Madarian. Reflexionó un poco y luego añadió—: Mira. Si algo cree la opinión pública general es que las mujeres son menos inteligentes que los hombres.

Una mirada inquieta se reflejó por un instante en el rostro de algunos de los hombres sentados en torno a la mesa y echaron un rápido vistazo a su alrededor como si Susan Calvin todavía ocupara su lugar acostumbrado.

—Si anunciamos un robot femenino —dijo Madarian—, ya podrá ser cualquier cosa. El público dará automáticamente por sentado que es una retrasada mental. Sólo tenemos que presentar al robot como Jane-1 y no nos será preciso añadir nada más. Estaremos a salvo.

—En realidad —dijo pausadamente Peter Bogert—, eso no es todo. Madarian y yo hemos repasado cuidadosamente los cálculos matemáticos, y la serie JN, llámese John o Jane, sería perfectamente segura. Los robots serían menos complejos y poseerían menos capacidades intelectuales, en un sentido ortodoxo, que muchas otras series que hemos diseñado y construido. Sólo tendríamos el único factor adicional de…, bueno, tendremos que irnos acostumbrando a llamarlo «intuición».

—¿Quién sabe qué hará ese factor? —musitó Robertson.

—Madarian ha sugerido una de las cosas que podría hacer. Como todos ustedes saben, en principio se ha logrado desarrollar el salto espacial. Los hombres pueden alcanzar lo que, en efecto, vienen a ser hipervelocidades superiores a la de la luz y visitar otros sistemas estelares y regresar en un período de tiempo insignificante, en un espacio de semanas como máximo.

—Eso no es ninguna novedad —dijo Robertson—. Podría haberse logrado sin robots.

—Exactamente, y no nos está sirviendo de nada porque no podemos usar el hiperreactor excepto tal vez en una que otra exhibición ocasional para dar un poco de publicidad a Norteamericana de Robots. El salto espacial es arriesgado consume una terrible cantidad de energía y, por tanto, resulta enormemente caro. Si pensamos usarlo a pesar de todo, sería bonito poder comunicar la existencia de un planeta habitable. Llámenle necesidad psicológica. Gasten unos veinte millones de dólares en un solo salto espacial, para luego no obtener más que datos científicos y el público querrá saber por qué se ha despilfarrado su dinero. Comuniquen la existencia de un planeta habitable y se convertirán en un Colón interestelar, y nadie se preocupará de averiguar cuánto ha costado.

—¿Y a qué viene esto?

—Pues se trata de que vamos a encontrar un planeta habitable. O dicho de otro modo: averiguaremos qué estrella al alcance del salto espacial en su presente fase de desarrollo, cuál de las trescientas mil estrellas y sistemas estelares situados en el radio de trescientos años luz tiene mayores probabilidades de contar con un planeta habitable. Disponemos de una enorme cantidad de detalles sobre cada una de las estrellas situadas en un radio de trescientos años luz y datos para suponer que cada una de ellas cuenta con un sistema planetario. Pero, ¿cuál posee un planeta habitable? ¿Cuál debemos visitar?… Lo ignoramos.

—¿En qué podría sernos útil ese robot Jane? —quiso saber uno de los directores.

Madarian estuvo a punto de responderle, pero luego le hizo una leve señal a Bogert y éste comprendió. La opinión del director de investigación tendría más peso. A Bogert le gustaba especialmente la idea; si la serie JN resultaba un fracaso, su relación con la misma sería bastante notoria como para que los dedos pegajosos de las acusaciones se adhirieran a él. Pero, por otra parte, no le faltaba mucho para jubilarse, y si el proyecto salía bien, se retiraría en medio de un resplandor de gloria. Tal vez sólo se debiese a la confianza que irradiaba Madarian, pero Bogert había llegado a convencerse sinceramente de que la cosa saldría bien.

—Es posible —dijo— que en algún lugar de las bibliotecas de datos que hemos reunido sobre esas estrellas, se oculten los métodos para calcular las probabilidades de que existan planetas habitables semejantes a la Tierra. Sólo nos falta interpretar adecuadamente los datos, considerarlos bajo el apropiado punto de vista creativo, establecer las correlaciones exactas. Aún no lo hemos logrado. O si algún astrónomo lo ha conseguido, no ha tenido la perspicacia suficiente para comprender lo que tenía entre manos.

Un robot de tipo JN podría establecer las correlaciones con mucha mayor rapidez y exactitud que un hombre. Sería capaz de establecer y rechazar en un solo día tantas correlaciones como un hombre en diez años. Además, trabajaría realmente al azar, en tanto que un hombre tendría fuertes prejuicios basados en concepciones previas y en lo que ya se da por sentado.

A estas palabras siguió un considerable silencio, que fue roto finalmente por Robertson.

—Pero es sólo cuestión de probabilidad, ¿no es así? Supongan que el robot dijese: «La estrella con mayores probabilidades de contar con un planeta habitable en un radio de tantos y tantos años luz es Squidgee-17», o lo que sea, y nos trasladamos allí y descubrimos que una probabilidad es sólo una probabilidad y que a fin de cuentas allí no había ningún planeta habitable. ¿Cuál sería entonces nuestra situación?

En aquel momento intervino Madarian.

—Aun así saldríamos ganando. Sabríamos cómo llegó el robot a esa conclusión, pues él, ella, nos lo diría. Es posible que ello nos permitiera profundizar enormemente en algunos detalles astronómicos y sacar un provecho de todo el asunto, aun cuando ni siquiera llegásemos a efectuar el salto espacial. Por otro lado, entonces podríamos calcular la localización de los cinco planetas más probables, y la probabilidad de que en uno de los cinco sistemas hubiese un planeta habitable sería superior a 0,95. Sería prácticamente seguro…

Y continuaron charlando un largo rato a partir de allí.

Los fondos concedidos eran bastante insuficientes, pero Madarian ya contaba con la costumbre de gastar buenos dineros una vez entregados los malos. Ante el riesgo de perder irremisiblemente doscientos millones cuando con otros cien millones podrían salvarse, no cabía duda de que se aprobaría la concesión de los cien millones adicionales.

Finalmente, Jane-1 estuvo construida y fue presentada en sociedad. Peter Bogert lo —la— examinó gravemente.

—¿Por qué esa cintura estrecha? —dijo—. Sin duda ello introduce una debilidad mecánica.

Madarian rió entre dientes.

—Oye una cosa, si vamos a llamarla Jane, no tiene sentido darle el aspecto de un Tarzán.

Bogert meneó la cabeza.

—No me gusta. Pronto la hincharás más arriba para producir el efecto de unos senos, y sería una idea nefasta. Puedo decirte exactamente qué tipo de ideas perversas se les ocurrirán a las mujeres si comienzan a pensar que los robots pueden parecerse a ellas, y tendrás que enfrentarte con una verdadera hostilidad por su parte.

—Es posible que en eso tengas razón —dijo Madarian—. Ninguna mujer quiere sentirse sustituible por algo sin ninguno de sus defectos. De acuerdo.

Jane-2 no tenía la cintura estilizada. Era un robot sombrío que raras veces se movía, y hablaba aun con menos frecuencia.

Durante su construcción, Madarian sólo había corrido muy de tarde en tarde al despacho de Bogert con alguna noticia, señal segura de que las cosas no iban muy bien. La efervescencia de Madarian en momentos de éxito resultaba arrolladora. No habría vacilado en invadir el dormitorio de Bogert a las tres de la madrugada con una noticia de última hora, incapaz de esperar a comunicársela por la mañana. De eso Bogert estaba seguro.

Ahora Madarian parecía deprimido, su habitual discurso florido se había apagado casi por completo, sus mejillas rollizas estaban como hundidas.

—No quiere hablar —dijo Bogert, con la sensación de dar en el clavo.

—Oh, hablar, sí habla. —Madarian se sentó pesadamente y comenzó a mordisquearse el labio inferior—. Al menos de vez en cuando —dijo.

Bogert se levantó y dio una vuelta alrededor del robot.

—Y cuando habla, lo que dice no tiene sentido, supongo. Bueno, pues si no habla, no es mujer, ¿no crees?

Madarian intentó esbozar una débil sonrisa y luego renunció a ello.

—El cerebro, aislado, funcionaba.

—Lo sé —dijo Bogert.

—Pero una vez ese cerebro estuvo al frente del aparato físico del robot sufrió necesariamente una modificación, como es lógico.

—Desde luego —convino Bogert, sin saber qué decir.

—Pero ha sido una modificación imprevisible y frustrante. El problema es que cuando se opera con un cálculo de incertidumbre de n dimensiones, las cosas son…

—¿Inciertas? —dijo Bogert. Estaba sorprendido ante su propia reacción. La inversión de la compañía ya había alcanzado dimensiones considerables y habían transcurrido casi dos años; sin embargo, los resultados, para decirlo amablemente, eran decepcionantes. Con todo, allí estaba azuzando a Madarian y divirtiéndose con todo el asunto.

Casi furtivamente, Bogert se preguntó si la ausente Susan Calvin no le estaría azuzando a él. Madarian era de una efervescencia y efusividad muy superiores a las que jamás hubiera podido llegar a manifestar Susan cuando las cosas iban bien. También era muchísimo más vulnerable en los momentos bajos, cuando las cosas no marchaban bien. Susan, en cambio, no flaqueaba precisamente en las situaciones difíciles. Madarian constituía un blanco casi perfecto como compensación por el blanco que nunca se había permitido ofrecer Susan.

Madarian no reaccionó ante el último comentario de Bogert, como tampoco habría reaccionado Susan Calvin; pero, no por desprecio, que habría sido la reacción de Susan, sino porque no lo oyó.

—El problema está en la identificación —dijo intentando explicarse—. Jane-2 está estableciendo magníficas correlaciones. Es capaz de hacer correlaciones sobre cualquier tema, pero una vez hecho esto, no sabe distinguir un resultado valioso de otro inservible. Averiguar la manera de programar un robot para que identifique una correlación significativa, cuando se ignora qué correlaciones establecerá, no es problema sencillo.

—Imagino que ya habrás pensado en la posibilidad de reducir el potencial de la conexión de diodos W-21 y hacer saltar la chispa entre los…

—No, no, no, no… —La voz de Madarian se desvaneció en un susurrante diminuendo—. No podemos hacer que vaya soltándolo todo. Se trata de lograr que identifique la correlación crucial y saque la correspondiente conclusión. Una vez conseguido esto, un robot Jane lograría intuitivamente una respuesta, ¿comprendes? Algo que nosotros no conseguiríamos excepto por un rarísimo golpe de suerte.

—Tengo la impresión —dijo secamente Bogert— de que si tuvieras un robot así le harías hacer rutinariamente lo que, entre los humanos, sólo es capaz de lograr algún que otro ser genial.

Madarian asintió vigorosamente.

—Exactamente, Peter. Ya lo habría dicho antes si no hubiera temido asustar a los ejecutivos. Por favor, no lo repitas en la reunión.

—¿De verdad quieres un robot genio?

—¿Qué importancia tienen las palabras? Estoy intentando conseguir un robot con la capacidad de establecer correlaciones al azar a enormes velocidades y que posea a la vez un elevado cociente de identificación de la significación clave. Y estoy intentando traducir estas palabras a un campo positrónico de ecuaciones. Y la verdad es que creía haberlo logrado, pero no es así. Aún no.

Miró a Jane-2 con ojos de descontento y preguntó:

—¿Cuál es la mejor significación que has logrado, Jane?

La cabeza de Jane-2 giró para mirar a Madarian, pero no emitió ni un solo sonido, y Madarian suspiró resignado:

—Ha introducido la pregunta en los bancos de correlación.

—No estoy segura —dijo al fin Jane-2 sin entonación. Era el primer sonido que pronunciaba.

Madarian levantó la mirada.

—Está efectuando un proceso equivalente a la formulación de ecuaciones con soluciones indeterminadas.

—Lo suponía —dijo Bogert—. Escúchame, Madarian, ¿puedes lograr algo a partir de aquí, o lo abandonamos ahora y dejamos nuestras pérdidas en quinientos millones?

—Oh, lo conseguiré —musitó Madarian.

Jane-3 no fue la solución. Nunca llegó ni siquiera a estar activada y Madarian estaba hecho una furia.

Fue un error humano. Culpa suya, para ser totalmente exactos. Sin embargo, aunque Madarian sufrió una completa humillación, los demás mantuvieron la calma. Quien jamás haya cometido un error en las terriblemente complicadas matemáticas del cerebro positrónico puede cumplimentar el primer escrito de rectificación.

Transcurrió casi un año antes de que Jane-4 quedara terminada. Madarian volvía a rebosar de entusiasmo.

—Lo ha logrado —anunció—. Posee un elevado cociente de identificación.

Su confianza en los resultados era suficiente como para presentarla ante el Consejo de Dirección y hacerla resolver problemas. No problemas matemáticos; cualquier robot era capaz de hacerlo; sino problemas formulados en términos deliberadamente engañosos sin llegar a ser inexactos.

—La verdad es que eso no cuesta mucho —dijo luego Bogert.

—Claro que no. Es una cosa elemental para Jane-4, pero algo tenía que mostrarles, ¿no?

—¿Sabes cuánto llevamos gastado hasta el momento?

—Vamos, Peter, no me vengas con esto ahora. ¿Sabes cuánto obtendremos a cambio? Estas cosas no caen en saco roto, ya lo sabes. Por si te interesa, te diré que llevo más de tres años sufriendo por este asunto, pero al fin he conseguido desarrollar nuevas técnicas de cálculo que nos permitirán economizar más de cincuenta mil dólares con cada nuevo tipo de cerebro positrónico que diseñemos de ahora en adelante. ¿De acuerdo?

—Sí, pero…

—No me vengas con peros. Así es. Y personalmente, tengo la sensación de que el cálculo de la incertidumbre n-dimensional puede tener toda una serie de nuevas aplicaciones si tenemos la inventiva necesaria para descubrirlas, y mis robots Jane las descubrirán. Una vez logrado exactamente lo que busco, la nueva serie JN quedará amortizada en el plazo de cinco años, aunque tripliquemos la inversión realizada hasta ahora.

—¿Qué quieres decir con eso de «exactamente lo que buscas»? ¿Qué le pasa a Jane-4?

—Nada. Es decir, no gran cosa. Va por el buen camino, pero podría perfeccionarla, y me propongo hacerlo. Cuando la diseñé creía saber hacia dónde iba. Ahora la he puesto a prueba y ya sé hacia dónde voy. Tengo la intención de llegar hasta allí.

Jane-5 fue la respuesta. Madarian tardó más de un año en construirla y esta vez no expresó ninguna reserva; su confianza era absoluta.

Jane-5 era más baja que el robot medio, y más delgada. Sin ser una caricatura de una mujer como había sido Jane-1, lograba producir una impresión de femineidad aun sin poseer ni un solo rasgo claramente femenino.

—Es su manera de tenerse en pie —dijo Bogert. Sus brazos colgaban grácilmente y, por alguna razón, el torso producía la impresión de curvarse ligeramente cuando el robot se volvía.

—Escúchala… —dijo Madarian—. ¿Cómo te sientes, Jane?

—Muy bien de salud, gracias —dijo Jane-5, y su voz sonó exactamente igual como la de una mujer; un dulce y casi inquietante contralto.

—¿Por qué has hecho esto, Clinton? —dijo Peter, sorprendido y con el ceño un poco contraído.

—Es importante desde el punto de vista psicológico —dijo Madarian—. Quiero que la gente la considere una mujer; que la traten como a una mujer; que le expliquen las cosas.

—¿Qué gente?

Madarian se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando a Bogert pensativo.

—Me gustaría que organizaras las cosas para que Jane y yo viajemos a Flagstaff.

Bogert no pudo dejar de advertir que Madarian no había dicho Jane-5. Esa vez había omitido el número. Ésa era la Jane.

—¿A Flagstaff? ¿Por qué? —preguntó indeciso.

—Porque ahí está el centro mundial de planetología general, ¿no es así? Allí es donde estudian las estrellas e intentan calcular las probabilidades de encontrar planetas habitables, ¿no es cierto?

—Ya lo sé, pero está en la Tierra.

—Ya, y desde luego no lo ignoro.

—Los desplazamientos de los robots sobre la Tierra están estrictamente controlados. Y el viaje es innecesario. Hazte traer una biblioteca de libros sobre planetología general aquí y deja que Jane se empape con ellos.

—¡No! Peter, quieres meterte en la cabeza que Jane no es un robot lógico corriente; es intuitiva.

—¿Y qué?

—¿Y cómo podemos saber qué es lo que necesita, qué le puede ser útil, qué la inspirará? Podemos emplear cualquier modelo metálico de la fábrica para leer libros; en ellos sólo hay datos en conserva, y además atrasados. Jane tiene que disponer de información viva; tiene que conocer los tonos de voz, debe poseer información lateral; incluso debe saber cosas perfectamente irrelevantes. ¿Cómo demonios vamos a saber qué o cuándo algo desencadenará un mecanismo en su interior y le permitirá formar una pauta organizada? Si lo supiéramos, no la necesitaríamos para nada, ¿no crees?

Bogert empezaba a sentirse atosigado.

—Entonces haz venir aquí a esos hombres, los planetologistas generales —dijo.

—Sería inútil traerles aquí. Estarían fuera de su elemento. No reaccionarían con naturalidad. Quiero que Jane pueda verles trabajar; quiero que vea sus instrumentos, sus despachos, sus mesas de trabajo, que sepa todo lo que pueda sobre ellos. Quiero que organices su traslado a Flagstaff. Y realmente no hay más que hablar.

Por un instante casi había hablado como Susan. Bogert se estremeció y dijo:

—Será complicado, organizar algo así. Transportar un robot experimental…

—Jane no es experimental. Es la quinta de la serie.

—Las otras cuatro no eran modelos útiles, en realidad.

Madarian levantó las manos con un gesto de impotente frustración.

—¿Y quién te obliga a decirle eso al Gobierno?

—El Gobierno no me preocupa. Es posible hacerle comprender que hay casos especiales. Lo que me preocupa es la opinión pública. Hemos progresado mucho en cincuenta años y no tengo intención de perder la mitad de lo ganado porque tú hayas perdido el control de un…

—No perderé el control. Tus comentarios son absurdos. ¡Mira! Norteamericana de Robots puede costear un avión particular. Podemos aterrizar sin llamar la atención en el aeropuerto comercial más próximo y perdernos entre cientos de aterrizajes parecidos. Podemos hacer que nos espere un gran vehículo terrestre con un remolque acoplado para transportarnos a Flagstaff. Jane será izada con una grúa y para todos será obvio que estamos trasladando una pieza de equipo absolutamente no robótico con destino a los laboratorios. Nadie se detendrá a mirarnos dos veces. Los hombres de Flagstaff estarán informados y se les comunicará el motivo exacto de la visita. Tendrán todas las razones del mundo para cooperar y evitar que haya filtraciones.

Bogert contemporizó:

—Lo arriesgado será el transporte en el avión y el vehículo terrestre. Si algo le pasara a la grúa…

—No ocurrirá nada.

—La cosa podría pasar si desactivásemos a Jane durante el transporte. Entonces, si alguien descubriera que estaba allí dentro…

—No, Peter. No podemos hacer eso. No con Jane-5. Mira, ha estado asociando libremente desde que fue activada. Podemos congelar la información que posee mientras dure la desactivación, pero de ningún modo podríamos hacer lo mismo con las libres asociaciones que ha estado formando.

—Pero, en ese caso, si por algún motivo llega a saberse que estamos transportando un robot activado…

—No se sabrá.

Madarian se mantuvo firme y finalmente despegó el avión. Era un último modelo de Computo-jet automático, pero llevaba un piloto humano —un empleado de Norteamericana de Robots— como refuerzo. La caja donde iba Jane fue desembarcada sin problemas en el aeropuerto, fue transferida al vehículo terrestre y llegó sin incidentes a los Laboratorios de Investigación de Flagstaff.

Peter Bogert recibió la primera llamada de Madarian apenas una hora después de su llegada a Flagstaff. Madarian estaba embelesado y, como era propio de él, fue incapaz de esperar a comunicar sus impresiones.

El mensaje llegó vía rayos láser transmitidos por circuito cerrado, encubierto, desordenado y normalmente impenetrable, pero Bogert estaba exasperado. Sabía que sería posible descifrarlo si alguien con la suficiente capacidad tecnológica —el Gobierno por ejemplo— así se lo proponía. La única verdadera garantía de seguridad estaba en el hecho de que el Gobierno no tenía ningún motivo para intentarlo. Al menos en eso confiaba Bogert.

—Por el amor de Dios, ¿tenías que llamar? —exclamó.

Madarian le ignoró por completo.

—Ha sido una inspiración —dijo—. Una verdadera genialidad, te lo digo yo.

Bogert se quedó un instante con los ojos fijos en el auricular.

—No me digas que tienes la respuesta. ¿Tan pronto? —gritó luego, incrédulo.

—¡No, no! Danos un poco de tiempo, maldita sea. Quiero decir que el asunto de la voz ha sido una inspiración. Fíjate bien, después del traslado desde el aeropuerto hasta el edificio principal de Flagstaff, descargamos a Jane y ella salió de la caja. Todos los hombres presentes dieron un paso atrás al verla. ¡Asustados! ¡Sin saber qué hacer! Si ni siquiera los científicos son capaces de comprender las leyes de la robótica, ¿qué podemos esperar del individuo medio sin ninguna formación? Durante un minuto me dije: «Todo habrá sido inútil. No hablarán. Sólo pensarán en encontrar alguna escapatoria rápida por si ella pierde el juicio y serán incapaces de pensar en otra cosa».

—Bueno, entonces, ¿adónde quieres ir a parar?

—Pues entonces ella les saludó de manera rutinaria: «Buenas tardes, caballeros. Encantada de conocerles», dijo. Y lo pronunció en hermoso contralto… Y la cosa ya estuvo hecha. Un hombre se arregló la corbata y otro se pasó los dedos por los cabellos. Lo que de verdad me sorprendió fue ver al tipo más viejo del lugar parándose realmente a comprobar si llevaba abrochada la bragueta. Ahora todos van locos tras ella. Ha bastado la voz para lograrlo. Ella ya no es un robot; es una chica.

—¿Quieres decir que están hablando con ella?

—¡Qué si están hablando con ella! Ya lo creo. Debería haberle programado entonaciones sensuales. De haberlo hecho ahora estarían intentando citarse a solas con ella. Hablando de reflejos condicionados, fíjate bien, los hombres responden a las voces. En los momentos más íntimos, ¿miran acaso? Lo importante es la voz que se oye…

—Sí, Clinton, me parece recordar. ¿Dónde está ahora Jane?

—Con ellos. No quieren soltarla ni un momento.

—¡Maldita sea! Vete con ella. No la pierdas de vista, hombre.

Las llamadas de Madarian, durante su estancia de diez días en Flagstaff, se hicieron después menos frecuentes, y su entusiasmo fue decreciendo progresivamente.

Jane escuchaba atentamente, informó y de vez en cuando respondía. Seguía siendo popular. Se le permitía entrar en todas partes. Pero no se obtenían resultados visibles.

—¿Nada en absoluto? —preguntó Bogert.

Madarian se puso en el acto a la defensiva.

—No puede decirse que nada en absoluto. Es imposible decir eso en el caso de un robot intuitivo. No sabemos qué puede estar ocurriendo en su interior. Esta mañana le ha preguntado a Jensen lo que había desayunado.

—¿Rossiter Jensen, el astrofísico?

—Claro, naturalmente. Luego ha resultado que esta mañana no había desayunado. Bueno, una taza de café.

—Conque Jane está aprendiendo a tener charlas intrascendentes. Eso difícilmente puede compensar el gasto…

—Oh, no seas cabezota. Nada es charla intrascendente para Jane. Lo ha preguntado porque le interesaba para algún tipo de correlación cruzada que estaba formulando en su mente.

—¿Qué puede…?

—¿Cómo voy a saberlo? Si lo supiera, yo mismo sería Jane y no la necesitaríamos a ella. Pero tiene que significar algo.

Jane lleva programada una alta motivación para obtener una respuesta al problema de localizar un planeta de habitabilidad y distancia óptimas y…

—Comunícate conmigo cuando lo haya logrado y no antes. Realmente no necesito recibir una descripción paso a paso de las posibles correlaciones.

La verdad es que no esperaba que le notificaran el éxito de la misión. Con los días, fue apagándose el entusiasmo de Bogert, de modo que cuando por fin recibió la noticia, no estaba preparado. Y la recibió al final de todo.

Esa última ocasión, cuando llegó el mensaje apoteósico de Madarian, éste le habló casi en un susurro. La exaltación había descrito un círculo completo y Madarian había caído en una reverente parsimonia.

—Lo ha logrado —dijo—. Lo ha logrado. Y lo ha conseguido cuando yo ya estaba a punto de darme por vencido. Después de haber recibido toda la información disponible y casi toda ella por duplicado o triplicado, sin decir jamás una palabra que pareciera sugerir algo… Ahora estoy en el avión, de regreso. Acabamos de despegar.

Bogert consiguió recuperar el aliento.

—No juegues conmigo, amigo. ¿Tienes la respuesta? Si es así, dímelo, sin rodeos.

—Ella tiene la respuesta. Me ha dado la respuesta. Me ha dado los nombres de tres estrellas situadas en un radio de ochenta años luz con entre un sesenta y un noventa por ciento de probabilidades, dice ella, de poseer un planeta habitable cada una. Al menos en un caso, la probabilidad es de 0,972. Es prácticamente seguro. Y esto es sólo el principio. Una vez de regreso, podrá exponernos la línea exacta de razonamiento que le ha permitido llegar a esta conclusión, y puedo vaticinar que toda la ciencia de la astrofísica y la cosmología quedarán…

—¿Estás seguro…?

—¿Crees que sufro alucinaciones? Tengo un testigo. El pobre tipo ha saltado más de medio metro en el aire cuando Jane ha comenzado a desgranar súbitamente la respuesta en su magnífica voz…

Y entonces se produjo el impacto del meteorito, y la consiguiente y completa destrucción del aparato dejó a Madarian y al piloto reducidos a trocitos de carne sanguinolenta y fue imposible recuperar ningún resto aprovechable de Jane.

En Norteamericana de Robots no se había visto nunca un desaliento tan profundo. Robertson intentó consolarse pensando que la misma integridad de la destrucción había encubierto totalmente las ilegalidades en que había incurrido la empresa.

Peter movía tristemente la cabeza y se lamentaba:

—Hemos perdido la mejor oportunidad que jamás ha tenido Norteamericana de Robots de lograr una imagen pública intachable; una oportunidad de superar el condenado complejo de Frankenstein. Habría sido un gran paso para los robots que uno de ellos obtuviese la solución del problema del planeta habitable, después de que otros robots ya habían contribuido a descubrir el salto espacial. Los robots nos habrían abierto la galaxia. Y si al mismo tiempo hubiéramos podido hacer avanzar los conocimientos científicos en una docena de direcciones distintas, como sin duda habríamos hecho… Oh, Cielos, es imposible calcular los beneficios que ello hubiera reportado a la especie humana, y a nosotros, naturalmente.

—Podríamos construir otras Janes, ¿no? —dijo Robert son—. ¿Aun sin Madarian?

—Desde luego que sí. Pero ¿podemos contar con que vuelva a establecerse la correlación adecuada otra vez? ¿Quién sabe cuán baja era la probabilidad de ese resultado final? ¿Y si a Madarian le hubiera favorecido por una vez la suerte de los principiantes seguida luego de una mala suerte aun más fantástica? Que un meteorito haya hecho blanco… Es simplemente increíble…

—Pudo ser… intencionado —dijo Robertson en un vacilante susurro—. Quiero decir, si no debíamos de saberlo, y si el meteorito fue un dictamen de…

Enmudeció bajo la mirada inquisitiva de Bogert.

—No habrá sido una pérdida total, espero —dijo Bogert—. Sin duda otras Janes podrán sernos útiles en algún sentido. Y podemos dotar a otros robots de voces femeninas, si eso puede contribuir a favorecer su aceptación por parte del público, aunque me pregunto qué dirán las mujeres. ¡Si sólo supiéramos qué dijo Jane-5!

—En su última llamada, Madarian dijo que había un testigo.

—Lo sé —dijo Bogert—. He estado reflexionando sobre ello. ¿Creen que no me he puesto en contacto con Flagstaff? Nadie en todo el lugar le oyó decir nada fuera de lo corriente a Jane, nada que sonase como una respuesta al problema del planeta habitable, y desde luego cualquiera de ellos habría identificado la respuesta, caso de producirse…, o al menos habría reconocido que podía ser una respuesta.

—¿Creen que Madarian puede haber mentido? ¿O que se había vuelto loco? Tal vez intentaba cubrirse las espaldas…

—Quiere decir que tal vez estuviera intentando salvar su reputación, fingiendo que tenía la respuesta, para luego manipular a Jane impidiéndole hablar y entonces poder decir:

«Oh, lo siento, debió de ser algo accidental. ¡Oh, maldita sea!» No puedo aceptarlo ni por un instante. Puestos en ese plan, podríamos suponer que también organizó la caída del meteorito.

—¿Qué podemos hacer, pues?

—Concentrarnos otra vez en Flagstaff —dijo Bogert abatido—. La respuesta tiene que estar allí. Tengo que profundizar más, eso es todo. Me iré allí y charlaré con un par de personas del departamento de Madarian. Tenemos que registrar ese lugar de arriba abajo y de uno a otro extremo.

—Pero, aun cuando hubiera un testigo y éste lo hubiese oído todo, ¿de qué nos serviría, si ya no tenemos a Jane para que nos explique el proceso?

—Cualquier pequeña información puede ser útil. Jane citó los nombres de las estrellas; probablemente según los números del catálogo, pues ninguna de las estrellas bautizadas tiene la menor probabilidad. Si alguien es capaz de recordar habérselo oído decir y también recuerda incluso el número del catálogo, o si lo oyó con la claridad suficiente para poder recuperarlo a través de una psicoprueba si falla el recuerdo consciente, en tal caso ya tendríamos algo. Con los resultados obtenidos al final, y los datos que se proporcionaron a Jane al principio, tal vez pudiéramos reconstruir la línea de razonamiento; tal vez lográsemos recuperar la intuición. Si lo consiguiésemos, la partida estaría salvada…

Bogert regresó al cabo de tres días, callado y totalmente deprimido. Cuando Robertson le preguntó ansioso si había conseguido algo, movió negativamente la cabeza.

—¡Nada!

—¿Nada?

—Absolutamente nada. He hablado con todos los hombres de Flagstaff, con todos los científicos, técnicos, estudiantes que tuvieron algún contacto con Jane; todos los que al menos la habían visto. No eran demasiados; debo reconocer que Madarian fue discreto en ese aspecto. Sólo dejó que la vieran quienes podían proporcionarle algún conocimiento planetológico. En conjunto, treinta y tres hombres habían visto a Jane y sólo doce de ellos habían hablado con ella a un nivel no estrictamente casual.

»Les he hecho repasar una y otra vez todo lo que dijo Jane. Lo recordaban todo muy bien. Son hombres de agudo ingenio que participaban en un experimento crucial relacionado con su especialidad, de modo que tenían todas las motivaciones para recordar. Y se encontraban ante un robot parlante, algo sorprendente de por sí, el cual además hablaba como una actriz de la televisión. Era imposible que lo olvidaran.

—Tal vez una sicoprueba… —sugirió Robertson.

—Si alguno de ellos tuviera la más remota idea de que algo había sucedido, lograría sonsacarle su consentimiento para realizar la prueba. Pero no tenemos la menor excusa y no podemos poner a prueba a dos docenas de hombres que se ganan la vida con su cerebro. Sinceramente, no cuente con mi colaboración para eso. Si Jane hubiera mencionado tres estrellas y hubiera dicho que poseían planetas habitables, su cerebro habría echado chispas, como tocado por un fuego de artificio. ¿Cómo podría haberlo olvidado ninguno de ellos?

—Entonces, tal vez alguno mienta —dijo Robertson sombrío—. Desea conservar la información para su propio uso, para reivindicar más adelante toda la fama.

—¿Y de qué le serviría? —dijo Bogert—. Para empezar, todos los demás especialistas saben exactamente para qué estaban allí Madarian y Jane. Y en segundo lugar, también conocen el motivo de mi visita. Si en cualquier momento futuro, alguno de los hombres que ahora trabajan en Flagstaff se descuelga de pronto con una teoría de un planeta habitable sorprendentemente nueva y distinta, pero válida, todos los demás hombres presentes en Flagstaff y todo el personal de Norteamericana de Robots sabrán en el acto que la teoría es robada. Jamás lograría hacerla pasar por suya.

—Entonces, el mismo Madarian se engañó por algún motivo.

—Tampoco veo la forma para poder creer eso. Madarian tenía una personalidad irritante…, todos los robosicólogos tienen personalidades irritantes, creo; ésa debe de ser la razón de que trabajen con robots y no con seres humanos. Pero no era tonto. No pudo equivocarse en algo así.

—Entonces…

Pero Robertson había agotado las posibles conjeturas. Habían topado con una pared en blanco y todos se quedaron mirándose desconsolados durante algunos minutos.

Finalmente Robertson volvió a cobrar vida.

—Peter…

—¿Sí?

—Consultémoslo a Susan.

Bogert se puso rígido.

—¿Cómo?

—Que se lo consultemos a Susan. Llamémosla y pidámosle que venga.

—¿Para qué? ¿Qué puede hacer en realidad?

—No lo sé. Pero también es robosicóloga, y tal vez comprenda a Madarian mejor que todos nosotros. Además, ella… Oh, qué demonios, siempre tuvo más seso que cualquiera de nosotros.

—Tiene casi ochenta años.

—Y tú tienes setenta. ¿Qué hay con eso?

Bogert suspiró. ¿Habría perdido su lengua corrosiva algo de su aspereza en esos años de retiro?

—Bueno, se lo pediré —dijo.

Susan Calvin entró en el despacho de Bogert y lanzó una lenta ojeada a su alrededor antes de fijar la mirada en el director de investigación. Había envejecido mucho desde su jubilación. Tenía los cabellos de un tenue color blanco y la cara toda arrugada. Estaba tan delgada que casi parecía transparente, y sólo sus ojos, penetrantes e inflexibles, recordaban aún a la mujer de antaño.

Bogert se adelantó con gesto cordial y le alargó la mano.

—¡Susan!

Susan Calvin la cogió entre las suyas.

—Tienes bastante buen aspecto, Peter, para ser un anciano —dijo—. En tu lugar, yo no esperaría al año que viene. Retírate ahora y da paso a los jóvenes… Y Madarian ha muerto. ¿Me has llamado para pedirme que vuelva a ocupar mi antiguo puesto? ¿Estás decidido a conservar las antiguallas hasta pasado un año de su verdadera muerte física?

—No, no, Susan. Te he llamado… —Se interrumpió. A fin de cuentas, no tenía ni idea de por dónde empezar.

Pero Susan leyó sus pensamientos con la misma facilidad de siempre. Se sentó con una cautela inspirada por unas articulaciones rígidas y dijo:

—Peter, me has llamado porque estás en un gran apuro. De lo contrario, hubieras preferido verme muerta que a menos de una milla de ti.

—Vamos, Susan…

—No pierdas el tiempo con trivialidades. Nunca tuve tiempo que perder cuando contaba cuarenta años y desde luego tampoco puedo perderlo ahora. La muerte de Madarian y el hecho de que me hayas llamado son dos acontecimientos fuera de lo corriente, de modo que debe de haber alguna relación entre ellos. Dos acontecimientos poco usuales sin una relación representan un suceso con una probabilidad demasiado baja para merecer que se le preste atención. Empieza desde el principio y no te preocupes aunque quedes como un estúpido. Hace tiempo que descubrí que lo eras.

Bogert carraspeó tristemente y comenzó a hablar. Susan le escuchó con atención, levantando de vez en cuando la arrugada mano para interrumpirle y hacerle alguna pregunta.

Llegados a cierto punto soltó un bufido.

—¿Intuición femenina? ¿Para eso queríais el robot? Vaya con los hombres. Topáis con una mujer que ha llegado a una conclusión correcta y sois incapaces de reconocer que posee una inteligencia igual o superior a la vuestra, conque vais e inventáis algo llamado intuición femenina.

—Oh, sí, Susan, pero déjame continuar…

Continuó. Al oír que Jane tenía voz de contralto, Susan dijo:

—A veces resulta difícil decidir si merece la pena indignarse contra el sexo masculino o si más vale prescindir por completo de él por excesivamente despreciable.

—Bueno, déjame continuar… —dijo Bogert.

Cuando hubo terminado, Susan dijo:

—¿Me concedes el derecho a utilizar privadamente este despacho durante un par de horas?

—Sí, pero…

—Quiero examinar los distintos documentos: el programa de Jane, las llamadas de Madarian, las entrevistas que tuviste en Flagstaff —dijo ella—. Supongo que podré usar este precioso teléfono de rayos láser de nuevo diseño y tu terminal de la computadora si quiero.

—Claro, naturalmente.

—Bien, entonces, largo de aquí, Peter.

Aún no habían transcurrido cuarenta y cinco minutos cuando Susan Calvin se acercó renqueando a la puerta, la abrió y llamó a Bogert.

Cuando éste apareció, venía acompañado de Robertson. Entraron juntos y Susan saludó a este último con un «Hola, Scott», no demasiado entusiasta.

Bogert intentó desesperadamente adivinar los resultados en la cara de Susan, pero sólo vio las facciones de una ceñuda viejecita nada predispuesta a facilitarle las cosas.

—¿Crees que podrás hacer algo, Susan? —preguntó con cautela.

—¿Más de lo que ya he hecho? ¡No! No hay nada más que hacer.

Los labios de Bogert esbozaron un mohín de disgusto; Robertson, en cambio, preguntó:

—¿Qué has hecho ya, Susan?

—He estado pensando un poco —respondió ella—. Algo que según parece nunca conseguiré que haga nadie más. Para empezar, he estado pensando en Madarian. Le conocía, como ya sabéis. Tenía cerebro pero era un extrovertido muy irritante. Creí que te gustaría como sucesor mío, Peter.

—Fue un cambio —dijo Peter, incapaz de guardarse el comentario.

—Y siempre corría a comunicarte los resultados tan pronto los tenía, ¿verdad?

—Sí, eso hacía.

—Y, sin embargo —dijo Susan—, recibiste su último mensaje, aquel en el cual te comunicaba que Jane le había dado la respuesta, desde el avión. ¿Por qué esperaría tanto? ¿Por qué no te llamó cuando todavía estaba en Flagstaff, inmediatamente después de que Jane dijera lo que sea que dijo?

—Supongo que por una vez deseó asegurarse bien —dijo Peter— y…, bueno, no lo sé. Era lo más importante que más le había ocurrido; es posible que por una vez deseara esperar e ir sobre seguro.

—Al contrario; cuanto más importante fuese, menos habría esperado, te lo aseguro. Y si era capaz de esperar, ¿por qué no acabar de hacer bien las cosas y aguardar hasta estar de regreso en la Norteamericana de Robots donde podría contrastar los resultados con todo el equipo de computadoras que esta empresa podía poner a su disposición? En resumen, bajo un punto de vista esperó demasiado y bajo el otro se precipitó.

—Entonces crees que preparaba alguna jugada… —la interrumpió Robertson.

Susan le miró indignada.

—Scott, no intentes competir con Peter en cuanto a comentarios pueriles. Dejadme continuar… Existe un segundo aspecto, que hace referencia al testigo. Según la grabación de esa última llamada, Madarian dijo: «El pobre tipo ha saltado más de medio metro en el aire cuando Jane ha comenzado a desgranar súbitamente la respuesta en su magnífica voz». En realidad, eso fue lo último que dijo. Y lo que yo me pregunto entonces es: ¿por qué saltó el testigo? Madarian había explicado que todos los hombres estaban prendados de esa voz, y habían pasado diez días con el robot, con Jane. ¿Por qué iba a sorprenderles el mero hecho de que ella hablase?

—Supuse que había sido por la sorpresa de oír en boca de Jane la respuesta a un problema que ha tenido ocupados a los planetólogos durante casi un siglo —dijo Bogert.

—Pero ellos esperaban esa respuesta de ella. Para eso estaba allí. Además, es preciso tener en cuenta los términos de la frase. La declaración de Madarian parece indicar que el testigo quedó desconcertado, no sorprendido, si pueden distinguir el matiz. Más aún, esa reacción se produjo cuando «súbitamente Jane comenzó», en otras palabras, en el momento de iniciarse la declaración. Para sorprenderse por el contenido de las palabras de Jane, el testigo tendría que haber escuchado un rato a fin de poder asimilarlo. Madarian habría dicho que había saltado más de medio metro después de oírle decir a Jane tal y tal cosa. Habría hablado de «después» y no de «cuando», y no habría incluido la palabra «súbitamente».

—No creo que puedas matizar hasta el punto de considerar la utilización o no utilización de una palabra —dijo Bogert incómodo.

—Puedo hacerlo —replicó Susan con voz gélida—, pues soy robosicóloga. Y puedo suponer que Madarian también lo hacía, porque él era robosicólogo. Conque tendremos que explicar esas dos anomalías. El extraño retraso de la llamada de Madarian y la extraña reacción del testigo.

—¿Tú puedes explicarlas? —preguntó Robertson.

—Evidentemente —dijo Susan—, pues suelo reflexionar con un poco de simple lógica. Madarian llamó para comunicar la noticia sin la menor demora, como hacía siempre, o al menos con tan poca tardanza como le fue posible. Si Jane hubiera resuelto el problema en Flagstaff, sin duda habría llamado desde allí. Como llamó desde el avión, es evidente que ella debió de resolver el problema cuando él ya había salido de Flagstaff.

—Pero entonces…

—Dejadme terminar. ¿Madarian no fue transportado del aeropuerto a Flagstaff en un vehículo pesado cerrado? ¿Y Jane no fue con él, en su caja?

—Sí.

—Y es de suponer que Madarian y Jane en su caja regresaron de Flagstaff al aeropuerto en el mismo vehículo pesado cerrado. ¿No es cierto?

—Sí, ¡naturalmente!

—Y tampoco iban solos en ese vehículo. En una de sus llamadas, Madarian dijo: «Nos condujeron del aeropuerto al edificio principal», y supongo que es correcto deducir que si les condujeron, es que debía de haber un chófer, un conductor humano, en el vehículo.

—¡Cielo santo!

—Lo malo de ti, Peter, es que cuando piensas en un testigo de una declaración planetológica, imaginas que tuvo que ser un planetólogo. Divides a los seres humanos en categorías, y menosprecias y desdeñas a la mayoría de ellos. Un robot no puede hacer eso. La primera ley dice: «Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal». Cualquier ser humano. Ésa es la esencia de la concepción robótica de la vida: Un robot no hace distinciones. Para un robot, todos los hombres son verdaderamente iguales, y para un robosicólogo que debe tratar forzosamente a los hombres a nivel robótico, todos éstos son también verdaderamente iguales.

»A Madarian no le hubiera pasado por la cabeza decir que un camionero había escuchado la declaración. Para ti, un camionero no es un científico sino un simple apéndice animal de un camión, pero para Madarian era un hombre, y un testigo. Ni más ni menos.

Bogert meneó la cabeza, incrédulo.

—Pero, ¿estás segura?

—Claro que estoy segura. ¿Cómo explicarías si no el otro detalle; el comentario de Madarian sobre el sobresalto del testigo? Jane iba embalada, ¿no? Pero no estaba desactivada. Según los informes, Madarian siempre fue contrario a desactivar jamás a un robot intuitivo. Además, Jane-5, como todas las Janes, era sumamente poco comunicativa. Es muy probable que a Madarian no se le ocurriera en ningún momento ordenarle que debía permanecer callada mientras estuviera en la caja; y las ideas comenzaron a encajar finalmente dentro de la caja. Como es lógico, ella empezó a hablar. Una hermosa voz de contralto sonó de pronto procedente del interior de la caja. ¿Qué harías al ocurrir eso, si fueras conductor? Seguro que tendrías un sobresalto. Es un milagro que no chocara.

—Pero si el testigo fue el camionero, ¿por qué no se presentó…?

—¿Por qué? ¿Crees que puede saber que había ocurrido algo crucial, que lo que oyó era importante? Además, ¿no crees que Madarian debió de darle una buena propina pidiéndole que no dijera nada? ¿Querías que corriera la noticia de que se había transportado ilegalmente un robot activado sobre la superficie de la Tierra?

—Bueno, ¿será capaz de recordar lo que oyó?

—¿Por qué no? Tal vez tú pienses, Peter, que un camionero, situado un peldaño por encima del mono en tu opinión, es incapaz de recordar. Pero los camioneros también tienen cerebro. Las declaraciones fueron sumamente extraordinarias y es muy posible que el conductor haya recordado algunas. Aunque confunda algún número o alguna letra, nos encontramos ante un conjunto finito, como sabéis, las cinco mil quinientas estrellas o sistemas de estrellas, poco más o menos, que están situadas en un radio de ochenta años luz, pues no he consultado la cifra exacta. Es posible llegar a obtener los datos correctos. Y, en caso necesario, tendréis todas las posibles excusas para recurrir a la sicoprueba…

Los dos hombres se la quedaron mirando. Por fin, Bogert, sin atreverse a creerlo, susurró:

—Pero, ¿cómo puedes estar tan segura?

Por un momento, Susan estuvo a punto de decir: «Porque he llamado a Flagstaff, bobo, y porque he hablado con el camionero, y porque él me ha dicho lo que oyó, y porque he consultado el computador de Flagstaff y he obtenido los nombres de las tres únicas estrellas que concuerdan con la información, y porque tengo esos nombres en el bolsillo».

Pero no lo dijo. Dejaría que hiciera él todas las averiguaciones por su cuenta. Susan se levantó con gran cuidado.

—¿Que cómo puedo estar tan segura? —dijo sardónica—. Digamos que es cosa de intuición femenina.

* * *

No teman, amables lectores, que el hecho de que yo no captara bien las intenciones de Judy-Lynn supuso el fin de una amistad. Los Asimov y los Del Rey viven a menos de una milla de distancia y se visitan con frecuencia. Aunque Judy Lynn jamás se lo piensa dos veces antes de hacerme una mala jugada, somos, hemos sido, y seguiremos siendo, los mejores amigos del mundo.

* * *

Un día a mediados de 1969, me llamaron de Doubleday para preguntarme si estaría dispuesto a escribir un relato de ciencia ficción que pudiera servir de base para el guión de una película. No quería hacerlo, pues no me gusta yerme mezclado directamente con los medios de comunicación visuales. Tienen dinero, pero nada más. Sin embargo, los de Doubleday me presionaron y no me gusta decirle que no a Doubleday. De modo que acepté.

Luego, más adelante, cené con un caballero muy agradable que estaba relacionado con la productora cinematográfica y quería comentar el cuento conmigo.

Me dijo que deseaba una ambientación submarina, lo cual me gustó. Luego pasó a describir con considerable entusiasmo el tipo de personajes que quería para la historia, y los sucesos que consideraba necesarios. Mientras iba hablando, sentí que se me caía el ánimo a los pies. El caso es que yo no quería el protagonista que me describió; tampoco quería, con mayor vehemencia si cabe, la protagonista que me describió; y, sobre todo, no quería los sucesos que me describió.

Pero siempre he sido incapaz de manifestar una reacción negativa ante la gente, sobre todo cara a cara. Me esforcé por sonreír lo mejor que pude, y procuré parecer interesado.

Al día siguiente telefoneé a Doubleday. Tal vez aún estuviera a tiempo. Pregunté si se había firmado el contrato. Sí, realmente, así era, y habían recibido un importante adelanto, la mayor parte del cual me correspondería a mí.

No creía posible sentirme aún más desanimado, pero así fue. Tenía que escribir ese relato.

—Bueno, en ese caso —dije—, si lo que escribo no les sirve, ¿devolveréis el adelanto?

—No forzosamente —me dijeron—. El adelanto es sin condiciones. Nos lo quedaremos aunque no les guste lo que escribas.

—No —dije—. No me gusta ese sistema. Quiero que se les devuelva todo el adelanto, si lo que escribo no les sirve. Podéis resarciros de vuestra parte con mis derechos de autor.

A los de Doubleday tampoco les gusta negarme nada, de modo que aceptaron esta condición, si bien dejaron claro que ellos se encargarían de devolver su parte sin descontarme nada de mis derechos de autor.

Eso significaba que no tenía obligación de hacer más que lo mejor de lo que era capaz, según lo entendía yo. Comencé a escribir Tromba de agua el primero de septiembre de 1969, y lo hice a mi manera. Sabía exactamente qué querían los de la productora y no se lo di. Naturalmente, rechazaron el relato cuando estuvo terminado y se les devolvió el adelanto hasta el último centavo.

Como bien pueden imaginar, sentí un gran alivio. Y, por otra parte, existe todo un mundo más allá de Hollywood. A Ejler Jacobsson, de «Galaxy», le gustó la historia tal como la había escrito, de modo que ésta se publicó en esa revista, en mayo de 1970. Me pagó mucho menos de lo que habría cobrado de la productora, pero, por otra parte, compró el cuento y nada más.