Aquí me tienen, con otra colección de ciencia ficción; y sentado frente a ella no puedo dejar de pensar, no sin una cierta sorpresa, que en estos momentos llevo exactamente tres octavos de siglo escribiendo y publicando ciencia ficción. Lo cual no está nada mal para una persona que como máximo admite estar en las postrimerías de la juventud, o tener los treinta cumplidos, si mucho me apremian.
Imagino que quienes han intentado seguir mi trayectoria de libro en libro y de materia en materia deben tener la impresión de que ha transcurrido más tiempo. El flujo continuado de las palabras, año tras año, sin atisbos de posible interrupción, suscita naturalmente las más peculiares inquietudes.
Hace sólo un par de semanas, por ejemplo, estaba firmando ejemplares en una convención de libreros y, entre otros, recibí estos gentiles comentarios:
—¡Parece increíble que todavía esté usted vivo!
—Pero, ¿cómo es posible que tenga un aspecto tan joven?
—¿Realmente es una sola persona?
Y aún pueden ocurrir cosas peores. En una crítica de uno de mis libros,[1] aparecida en el «Scientific American», de diciembre de 1975, me describían así: «Antaño bioquímico en Boston, ahora etiqueta y soporte de una sociedad anónima de autores en Nueva York».
¡Cielo santo! ¿Una anónima? ¿Sólo el soporte y la etiqueta?
La realidad es otra. Lamento mucho que con mi abundante producción ello parezca imposible, pero estoy vivo, soy joven y soy una sola persona.
De hecho, constituyo una empresa totalmente unipersonal. No cuento con ningún tipo de auxiliares. No tengo agente literario, ni representante comercial, ni auxiliares de investigación, ni secretaria, ni mecanógrafa. Mecanografío personalmente todos mis textos, leo todas mis galeradas, confecciono todos mis índices, yo mismo realizo toda la labor de recogida de datos, redacto todas mis cartas y contesto a todas mis llamadas telefónicas.
Me gusta hacerlo así. Al no tener que relacionarme con otras personas, puedo concentrarme mejor en mi trabajo, y adelanto más.
Este tipo de malentendidos con respecto a mi persona comenzó a preocuparme hace ya diez años. Por aquel entonces, «The Magazine of Fantasy and Science Fiction» (normalmente conocida por las siglas «F & SF») estaba preparando un número especial dedicado a Isaac Asimov, para su edición de octubre de 1966. Me pidieron un nuevo cuento para ese número y accedí a su petición,[2] pero también escribí un breve poema por iniciativa propia.
El poema fue publicado en el número especial y nunca más ha vuelto a ver la luz pública —hasta el momento de esta edición—. He decidido incluirlo aquí, pues es útil para mi tesis. Más tarde, siete años después de publicado, se lo recité a una encantadora jovencita, quien, sin hacer aparentemente un gran esfuerzo mental, me sugirió de inmediato un cambio que era tan inevitable, y mejoraba tanto el poema, que no he tenido más remedio que volver a publicar los versos para poder introducirlo.
Originariamente había titulado el poema ¡Estoy en la primavera de la vida, crío podrido! Edward L. Ferman, director de «F & SF», lo redujo a La primavera de la vida. Yo prefiero con mucho la versión más larga, pero he decidido que produciría un efecto un poco raro en el índice, de modo que voy a conservar la versión abreviada. (Pardiez!).