El hombre del Bicentenario

Las tres leyes de la robótica:

1. Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal.

2. Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley.

3. Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley.

1

—Gracias —dijo Andrew Martin, y aceptó el asiento que le ofrecían. No tenía el aspecto de alguien obligado a emplear su último recurso, pero tal era la situación a la que le habían empujado.

De hecho, no tenía aspecto de nada, pues su rostro expresaba un uniforme vacío, a excepción de la tristeza que uno imaginaba percibir en sus ojos. Tenía el cabello liso, castaño claro, más bien fino, y carecía de vello facial. Se le veía bien afeitado. Su vestimenta era claramente pasada de moda, pero era pulcra y en ella predominaba un aterciopelado color rojo púrpura.

Frente a él, al otro lado de la mesa, tenía al cirujano, y la placa que anunciaba su nombre sobre la mesa llevaba inscrita toda una serie de letras y números de identificación a los que Andrew no prestó atención. Bastaría llamarle doctor.

—¿Cuándo podrá efectuarse la operación, doctor? —preguntó.

El cirujano dijo suavemente, con ese timbre indefinido e inalienable de respeto que siempre empleaban los robots para dirigirse a un ser humano:

—No creo haber comprendido muy bien, señor, cómo o sobre quién podría realizarse una operación de ese tipo.

El rostro del cirujano podría haber presentado un aire de respetuosa intransigencia, si un robot de su clase, de acero inoxidable ligeramente aleado de bronce, pudiera haber adoptado semejante expresión, o cualquier otra.

Andrew Martin examinó la mano derecha del robot, la mano del bisturí, posada sobre la mesa y en absoluto reposo. Los dedos eran largos y en forma de curvas metálicas artísticamente arqueadas, tan graciosos y apropiados que no costaba imaginar un bisturí acoplado a ellos, integrándose, temporalmente, en una sola unidad con los dedos.

Realizaría su trabajo sin vacilación, sin tropiezos, sin temblores, sin errores. Desde luego, eso sería posible gracias a la especializacjón, una especialización tan terriblemente deseada por la humanidad que ya quedaban pocos robots con una estructura cerebral independiente. Un cirujano, naturalmente, debía tenerla. Y ése, aunque provisto de cerebro, poseía unas capacidades tan limitadas que no había reconocido a Andrew, quien probablemente no debía de haber oído hablar nunca de él.

—¿No se le ha ocurrido pensar nunca que le gustaría ser un hombre? —preguntó Andrew.

El cirujano titubeó un instante como si la pregunta no tuviera cabida en los circuitos positrónicos que le habían sido asignados.

—Pero yo soy un robot, señor.

—¿No sería mejor ser un hombre?

—Lo mejor sería ser mejor cirujano, señor. No podría serlo siendo un hombre, sólo lo conseguiría siendo un robot más perfeccionado. Me gustaría ser un robot más perfeccionado.

—¿No le molesta que yo pueda darle órdenes? ¿Que pueda obligarle a levantarse, a sentarse, a moverse a la derecha o a la izquierda, con sólo indicárselo?

—Me complace complacerle, señor. Si sus órdenes pudieran interferirse con mi funcionamiento con respeto a usted o a cualquier otro ser humano, no le obedecería. La primera ley, referente a mi deber de velar por la seguridad humana, tendría prioridad sobre la segunda ley, referente a la obediencia. Por lo demás, me complace obedecer… Pero, ¿a quién debo realizar esa operación?

—A mí —dijo Andrew.

—Pero eso es imposible. Es una operación claramente perjudicial.

—Eso no tiene importancia —dijo Andrew con serenidad.

—No debo causarle ningún daño —dijo el cirujano.

—No debe causárselo a un ser humano —dijo Andrew—, pero yo también soy un robot.

2

Andrew se parecía mucho más a robot cuando acababan de… fabricarlo. Entonces tenía tanto aspecto de robot como cualquier otro jamás construido, y su diseño era uniforme y funcional.

Se había portado bien en la casa donde le habían enviado en aquellos tiempos en que era raro ver robots en los hogares, o incluso en el planeta.

Había cuatro personas en la casa: el señor, la señora, la señorita y la pequeña señorita. Conocía sus nombres, como es lógico, pero nunca los usaba. El señor se llamaba Gerald Martin.

Su propio número de serie era NDR… Había olvidado los números. Había transcurrido mucho tiempo, desde luego, pero si hubiera querido recordarlos, así lo habría hecho; no podía olvidarlo. No había querido recordarlos.

La pequeña señorita había sido la primera en llamarle Andrew, pues no sabía pronunciar las letras, y todos los demás habían seguido su ejemplo en eso.

La pequeña señorita… Había vivido noventa años y ya llevaba largo tiempo muerta. Una vez había intentado llamarla señora, pero ella no se lo había permitido. Y había seguido siendo la pequeña señorita hasta su último día.

Andrew estaba destinado a cumplir las funciones de ayuda de cámara, mayordomo y doncella. Ésos fueron tiempos experimentales para él y, de hecho, para todos los robots que no se encontrasen en las fábricas y estaciones industriales y de sondeo situadas fuera del ámbito de la Tierra.

Los Martin se divertían con él y la mitad del tiempo no podía hacer su trabajo porque la señorita y la pequeña señorita preferían jugar con él.

La señorita fue la primera en descubrir la manera de conseguirlo.

—Te ordenaremos que juegues con nosotras —dijo— y tendrás que obedecer la orden.

—Lo siento, señorita —dijo Andrew—, pero una orden anterior del señor, sin duda debe tener prioridad.

—Papá sólo dijo que esperaba que te ocupases de la limpieza. Eso no es una verdadera orden. Yo te ordeno —contestó ella.

Al señor no le importaba. El señor quería mucho a la señorita y a la pequeña señorita. Les tenía incluso más cariño que a la señora, y Andrew también les tenía afecto. Al menos, el efecto que ellas tenían sobre sus acciones era similar al que en un ser humano se habría considerado resultado del afecto. Andrew lo consideraba afecto, pues no conocía otra palabra para designarlo.

Andrew talló un medallón de madera para la pequeña señorita. Ella se lo había ordenado. Según parece, a la señorita le habían regalado un medallón de marfil con una inscripción el día de su cumpleaños y ello había disgustado a la pequeña señorita. Sólo tenía un trocito de madera y se lo dio a Andrew junto con un pequeño cuchillo de cocina.

Él terminó rápidamente la tarea y la pequeña señorita dijo al verlo:

—Es bonito, Andrew. Se lo mostraré a papá.

El señor no quería creerlo.

—Ahora en serio, Mandy, ¿de dónde has sacado eso? —Mandy era la persona a quien él llamaba pequeña señorita—. Cuando la pequeña señorita le aseguró que realmente no mentía, el señor se dirigió a Andrew:

—¿Tú has hecho esto, Andrew?

—Sí, señor.

—¿El dibujo también?

—Sí, señor.

—¿De dónde has copiado el dibujo?

—Es una representación geométrica que hacía juego con la textura de la madera, señor.

Al día siguiente, el señor le entregó otro trozo de madera, más grande, y un cuchillo vibrátil eléctrico.

—Haz algo con esto, Andrew —dijo—. Lo que tú quieras.

Andrew así lo hizo, mientras el señor le observaba, y luego éste se quedó mirando largo rato el producto. Desde ese día, Andrew no volvió a servir la mesa. Le ordenaron que en vez de eso se dedicara a leer libros sobre diseño de muebles, y aprendió a hacer vitrinas y mesas de escritorio.

—Estos productos son sorprendentes, Andrew —dijo el señor.

—Disfruto haciéndolos, señor —dijo Andrew.

—¿Disfrutas?

—Por alguna razón, esta tarea hace funcionar con mayor agilidad los circuitos de mi cerebro. Le he oído usar a usted la palabra «disfrutar» y las situaciones en que usted la emplea parecen concordar con lo que yo siento. Disfruto haciendo estas cosas, señor.

3

Gerald Martin llevó a Andrew a las oficinas regionales de Norteamericana de Robots y Hombres Mecánicos, S. A. Como miembro de la Asamblea legislativa regional no tuvo la menor dificultad para obtener una entrevista con el Robosicólogo Jefe. De hecho, sólo por ser miembro de la Asamblea legislativa regional había tenido derecho a poseer un robot para empezar… en aquellos primeros tiempos en que los robots eran poco numerosos.

En aquel entonces Andrew no comprendía nada de todo eso, pero años más tarde, con mayores conocimientos, pudo reconsiderar esa primitiva escena e interpretarla bajo la luz adecuada.

El robosicólogo Merton Mansky escuchaba con el ceño cada vez más fruncido y en más de una ocasión apenas consiguió frenar sus dedos cuando ya estaban a punto de empezar a tamborilear irrevocablemente sobre la mesa. Tenía la cara chupada y la frente surcada de arrugas y su aspecto hacía pensar que tal vez fuese más joven de lo que aparentaba.

—La robótica no es un arte exacto, señor Martin —dijo—. No puedo explicárselo con todo detalle, pero las matemáticas que regulan el trazado de los circuitos positrónicos son excesivamente complejas para permitir llegar a soluciones que no sean aproximadas. Naturalmente, puesto que todo se construye sobre la base de las tres leyes, éstas son incontrovertibles. Desde luego, le cambiaremos su robot…

—Ni soñarlo —dijo el señor—. Él no ha fallado en nada. Cumple perfectamente las tareas que se le asignan. El caso es que también talla madera con arte exquisito y nunca repite el mismo diseño. Produce obras de arte.

Mansky parecía confundido.

—Es extraño. Desde luego, en estos momentos estamos intentando conseguir circuitos generalizados… ¿Realmente creativo, usted cree?

—Puede comprobarlo usted mismo.

El señor le tendió una pequeña esfera de madera sobre la cual había grabada una escena de un jardín infantil con niños y niñas casi demasiado pequeños para distinguirlos, pero sin embargo perfectamente proporcionados y formando un con-junto tan naturalmente armónico con el veteado de la madera que también éste parecía tallado.

—¿Él ha hecho esto? —preguntó Mansky, y devolvió la esfera meneando la cabeza—. Un azar del diseño. Algo en los circuitos.

—¿Podría repetirlo?

—Probablemente no. Es la primera vez que tenemos noticias de algo así.

—¡Estupendo! No me importa lo más mínimo que Andrew sea único.

—Sospecho que la compañía querrá recuperar su robot para examinarlo —dijo Mansky.

El señor se puso inesperadamente serio y dijo:

—Ni soñarlo. Olvídelo. —Se volvió hacia Andrew—: Vámonos a casa.

—Como usted diga, señor —dijo Andrew.

4

La señorita había empezado a salir con chicos y no paraba mucho en casa. Ahora todo el horizonte de Andrew lo ocupaba la pequeña señorita, que ya no era tan pequeña como antes. Ella nunca olvidó que Andrew había hecho su primera talla de madera para ella. Siempre la llevaba en torno al cuello pendiente de una cadenita de plata.

Ella fue la primera que opuso reparos a la costumbre de regalar sus obras que tenía el señor.

—Pero, papá —dijo—, si alguien quiere una de esas piezas, puede pagarla. El trabajo se lo merece.

—La codicia es impropia en ti, Mandy —dijo el señor.

—No lo digo por nosotros, papá. Pienso en el artista.

Andrew no había oído nunca esa palabra y cuando tuvo un momento libre la consultó en el diccionario. Luego siguió otra visita, esta vez para consultar al abogado del señor.

—¿Qué opinas de esto, John? —le preguntó el señor.

El abogado era John Feingold. Tenía el cabello blanco y el vientre abultado, y los rebordes de sus lentes de contacto estaban teñidos de un verde brillante. Examinó la pequeña placa que le había dado el señor.

—Es bonito… Pero ya me han llegado las noticias. Es una de esas tallas que hace tu robot. Este que has traído contigo.

—Sí, las hace Andrew. ¿Verdad, Andrew?

—Sí, señor —dijo Andrew.

—¿Cuánto pagarías por esta pieza, John? —preguntó el señor.

—No podría decírtelo. No colecciono este tipo de cosas.

—¿Me creerás si te digo que me han ofrecido doscientos cincuenta dólares por este pequeño objeto? Andrew ha hecho sillas que se han vendido por quinientos dólares. Tengo depositados doscientos mil dólares en el banco, producto de la venta de las obras de Andrew.

—Cielo santo, va a hacerte rico, Gerald.

—A medias —dijo el señor—. La mitad de ese dinero está depositado en una cuenta a nombre de Andrew Martin.

—¿El robot?

—Exactamente, y quisiera saber si eso es legal.

—¿Legal? —Feingold hizo crujir la silla al apoyarse en el respaldo—. No existen precedentes, Gerald. ¿Cómo pudo firmar tu robot los papeles necesarios?

—Sabe firmar su nombre y yo llevé la firma al banco. No le llevé personalmente a él. ¿Crees que debería hacer algo más?

—Humm. —Los ojos de Feingold parecieron volverse hacia su interior durante un instante. Luego prosiguió—: Bueno, podríamos crear una fundación que se ocupase de administrar todos los fondos en su nombre y que sirviera de capa amortiguadora entre él y el mundo hostil. Fuera de eso, te aconsejo que no hagas nada. Nadie ha dicho nada hasta el momento. Si alguien tiene algo que objetar, deja que sea él quien lleve el caso a los tribunales.

—¿Y tú te encargarás del caso si eso llega a plantearse?

—A cambio de un anticipo, por qué no.

—¿Cuánto?

—Algo así —y Feingold señaló la plaquita de madera.

—Me parece justo —dijo el señor.

Feingold contuvo una risita cuando se dirigió al robot.

—¿Te alegra tener dinero, Andrew?

—Sí, señor.

—¿Qué piensas hacer con él?

—Pagar cosas que de lo contrario tendría que pagar mi señor, señor. Ello le ahorrará unos gastos, señor.

5

Hubo ocasiones para ello. Las reparaciones eran caras, y las revisiones aún más. Con los años, fueron produciéndose nuevos modelos de robots y el señor se encargó de dotar a Andrew con las ventajas de todos los nuevos artilugios hasta que éste llegó a ser un parangón de excelencia metálica. Andrew sufragó todos los gastos.

Él mismo insistió en hacerse cargo de ellos.

Sólo sus circuitos positrónicos permanecieron intactos. El señor insistió en que nadie debía tocarlos.

—Los nuevos no son tan buenos como tú, Andrew —decía—. Los nuevos robots no valen nada. La compañía ha encontrado la manera de construir circuitos más precisos, más exactamente orientados, más profundamente encauzados. Los nuevos robots no se desvían. Hacen aquello para lo cual han sido diseñados y nunca pierden el rumbo. Te prefiero a ti.

—Gracias, señor.

—Y todo eso es obra tuya, Andrew, no lo olvides. Estoy seguro de que Mansky decidió acabar con los circuitos generalizados en cuanto te hubo examinado bien. No le gustó la imprevisibilidad… ¿Sabes cuántas veces me pidió que te devolviera para poder someterte a observación? ¡Nueve veces! Pero nunca le permití salirse con la suya; ahora que ya se ha retirado, tal vez gocemos de cierta tranquilidad.

Y los cabellos del señor comenzaron a clarear y a encanecer y se le hicieron bolsas en el rostro, mientras Andrew más bien había mejorado de aspecto desde que había entrado a formar parte de la familia.

La señora se había ido a vivir en una colonia de artistas en algún lugar de Europa y la señorita era poetisa en Nueva York. Escribían de vez en cuando, pero no muy a menudo. La pequeña señorita se había casado y vivía no muy lejos de allí. Decía que no quería separarse de Andrew y cuando nació su hijo, el pequeño señor, dejó que Andrew se encargara de alimentarle con el biberón.

Andrew pensó que ahora que le había nacido un nieto el señor ya tendría alguien con quien llenar el vacío de los ausentes. No sería tan injusto hacerle la petición.

—Señor, ha sido muy gentil por su parte permitirme gastar mi dinero a mi voluntad —dijo Andrew.

—Era tu dinero, Andrew.

—Sólo en virtud de un acto voluntario por su parte, señor. No creo que las leyes se hubieran opuesto si usted hubiera decidido quedárselo todo.

—Las leyes no pueden obligarme a proceder incorrectamente, Andrew.

—A pesar de todos los gastos, y después de deducir también los impuestos, tengo casi seiscientos mil dólares, señor.

—Lo sé, Andrew.

—Quiero darle ese dinero, señor.

—No puedo aceptarlo, Andrew.

—A cambio de algo que usted puede darme, señor.

—¿Y qué es eso, Andrew?

—Mi libertad, señor.

—Tu…

—Quisiera comprar mi libertad, señor.

6

La cosa no fue tan fácil. El señor se ruborizó y dijo:

—¡Por el amor de Dios! —y dio media vuelta, alejándose a grandes zancadas.

La pequeña señorita fue quien le hizo cambiar de opinión, con palabras duras y desafiantes, y delante de Andrew. Durante treinta años, nadie había vacilado en hablar en presencia de Andrew, tanto si se trataba de algo que le afectaba como si no. Era sólo un robot.

—¿Por qué te lo tomas como una afrenta personal, papá? —dijo la pequeña señorita—. Seguirá siéndote fiel. No puede evitarlo. Forma parte de él. Sólo te pide un formulismo verbal. Quiere que le declares libre. ¿Tan terrible es eso? ¿No se lo ha merecido? Cielos, él y yo llevamos años hablando de ello.

—Lleváis años hablando de ello, ¿eh?

—Sí, y una y otra vez él ha aplazado el momento, por temor a herir tus sentimientos. Yo le he obligado a planteártelo.

—No sabe lo que significa la libertad. Es un robot.

—Papá, no le conoces. Ha leído todo lo que tenemos en la biblioteca. No sé cuáles son sus sentimientos internos, pero también ignoro los tuyos. Hablando con él podrás comprobar que reacciona ante las diversas abstracciones del mismo modo como lo hacemos tú y yo, ¿y qué otra cosa puede importar? Si otro tiene las mismas reacciones que tú, ¿qué más puedes pedir?

—La ley no adoptará la misma actitud —dijo molesto el señor—. ¡Eh, tú, escúchame! —Se dirigió a Andrew con voz deliberadamente áspera—. No puedo liberarte como no sea legalmente, y si el caso se plantea ante los tribunales, no sólo no te concederán tu libertad, sino que la ley tendrá conocimiento oficial de que tienes ese dinero. Te dirán que un robot no tiene derecho a ganar dinero. ¿Crees que vale la pena perder tu dinero por este galimatías?

—La libertad no tiene precio, señor —dijo Andrew—. Incluso la posibilidad de obtener la libertad vale ese dinero.

7

También los tribunales podían opinar que la libertad no tenía precio, y decidir que un robot no podía comprar su libertad a ningún precio, por alto que éste fuera.

La sencilla alegación del fiscal regional que representaba a quienes habían interpuesto una apelación colectiva en contra de que se le concediera la libertad decía en resumen lo siguiente: La palabra «libertad» no tenía sentido referida a un robot. Sólo un ser humano podía ser libre.

El fiscal lo dijo varias veces, siempre que le pareció que venía al caso; pronunciando lentamente las palabras, dejando caer rítmicamente las manos para enfatizar sus términos.

La pequeña señorita solicitó que se le permitiera declarar a favor de Andrew. La llamaron por su nombre, completo, que Andrew nunca había oído pronunciar antes:

—Se llama a Amanda Laura Martin Charney a comparecer ante el tribunal.

—Gracias, señoría —dijo ella—. No soy abogado e ignoro las fórmulas apropiadas para expresar las cosas, pero confío que sabrán prestar oídos al sentido de mis palabras y prescindirán de la forma de mi discurso.

»Intentemos comprender qué significa ser libre en el caso de Andrew. En algunos aspectos, ya es libre. Creo que han transcurrido al menos veinte años desde la última vez que alguien de la familia Martin le ordenó hacer algo que pensásemos que no haría por propia iniciativa. Pero, si queremos, podemos ordenarle que haga cualquier cosa, y en términos tan duros como nos plazca, pues es una máquina que nos pertenece. ¿Por qué debemos estar en situación de poder hacerlo, cuando él nos ha servido tanto tiempo con tanta fidelidad y ha ganado tanto dinero para nosotros? Ya no nos debe nada. La deuda es totalmente a la inversa.

»Aunque la ley nos prohibiera someter a Andrew a una servidumbre involuntaria, él continuaría sirviéndonos voluntariamente. Darle la libertad no sería más que un juego verbal, pero significaría mucho para él. Para él lo sería todo y a nosotros no nos costaría nada.

Por un instante, el juez pareció contener una sonrisa.

—Comprendo su punto de vista, señorita Charney. El hecho es que no existe ninguna ley preceptiva sobre la materia y tampoco tenemos precedentes. Existe, sin embargo, el supuesto implícito de que sólo un hombre puede ser libre. Yo puedo crear nueva jurisprudencia, sometida a la revocación de un tribunal superior, pero no puedo ir alegremente en contra de ese supuesto. Permítanme dirigirme al robot. ¡Andrew!

—Sí, señoría.

Era la primera vez que Andrew hablaba ante el tribunal y por un instante el juez pareció sorprenderse al oír el timbre humano de su voz.

—¿Por qué quieres ser libre, Andrew? —dijo—. ¿En qué sentido puede tener eso importancia para ti?

—¿Le gustaría ser un esclavo, señoría? —dijo Andrew.

—Pero tú no eres un esclavo. Eres un robot estupendo, un genio de robot según tengo entendido, con una capacidad de expresión artística sin posible parangón. ¿Qué más podrías hacer si fueses libre?

—Tal vez no más de lo que hago ahora, señoría, pero lo haría con mayor satisfacción. En este tribunal se ha dicho que sólo un ser humano puede ser libre. Yo diría que sólo quien desee la libertad puede ser libre. Yo deseo la libertad.

Y esas palabras hicieron inclinarse la decisión del juez. La frase crucial de su veredicto fue:

—No tenemos derecho a negar la libertad a ningún objeto con una mente lo suficientemente avanzada como para comprender ese concepto y desear ese estado.

El Tribunal Mundial ratificó más tarde ese veredicto.

8

El señor continuaba molesto y al oír el tono duro de su voz Andrew se sentía como si hubiera sufrido un cortocircuito.

—No quiero tu condenado dinero, Andrew —dijo el señor—. Sólo lo acepto porque de lo contrario no te sentirías libre. En adelante, puedes escoger tus propios trabajos y hacerlos como te guste; no te daré ninguna orden, excepto ésta: haz lo que te plazca. Pero sigo siendo responsable de ti: así lo especifica la decisión del tribunal. Confío en que sabrás comprenderlo.

La pequeña señorita le interrumpió.

—No seas tan irascible, papá. La responsabilidad no es ninguna gran carga. Sabes que no tendrás que hacer nada. Las tres leyes continúan en vigor.

—¿Entonces cómo puede ser libre?

—¿No deben acatar también sus leyes los seres humanos, señor? —preguntó Andrew.

—No quiero discutir —dijo el señor.

Y se marchó, y en adelante Andrew sólo le vio muy de tarde en tarde.

La pequeña señorita le visitaba con frecuencia en la casita que habían construido y arreglado para él. No tenía cocina, como es lógico, ni instalaciones sanitarias. Sólo tenía dos habitaciones; una era una biblioteca y la otra una combinación de almacén y taller. Andrew aceptaba muchos encargos y, ahora que era un robot libre, trabajaba más que nunca, hasta que hubo pagado el precio de la casa y le fue transferida legalmente.

Un día vino a verle el pequeño señor… ¡No, George! El pequeño señor había insistido en ser llamado así después de la decisión del tribunal. «Un robot libre no llama a nadie pequeño señor —había dicho George—. Yo te llamo Andrew. Tú tienes que llamarme George».

Lo dijo en tono autoritario, de modo que Andrew le llamó George, pero la pequeña señorita siguió siendo la pequeña señorita.

El día que George vino a verle por su cuenta, fue para decirle que el señor se estaba muriendo. La pequeña señorita estaba junto a su lecho, pero el señor también quería tener a Andrew a su lado.

La voz del señor sonaba bastante vigorosa, aunque parecía que no podía moverse mucho. Tuvo que hacer un esfuerzo para levantar la mano.

—Andrew —dijo—, Andrew… No me ayudes, George. Sólo me estoy muriendo; no estoy tullido… Andrew, me alegra que seas libre. Sólo quería que lo supieras.

Andrew no supo qué decir. Era la primera vez que estaba junto al lecho de un moribundo, pero sabía que ésa era la manera humana de dejar de funcionar. Era un desmantelamiento involuntario e irreversible, y Andrew no sabía qué palabras podían resultar apropiadas en ese momento. Sólo pudo permanecer allí de pie, absolutamente silencioso e inmóvil.

Cuando todo hubo terminado, la pequeña señorita le dijo:

—Tal vez en los últimos tiempos no haya estado muy amable contigo, Andrew, pero era viejo, ya lo sabes, y le dolió que quisieras ser libre.

Y entonces Andrew encontró las palabras adecuadas.

—Nunca habría sido libre sin él, pequeña señorita —dijo.

9

Sólo una vez fallecido el señor comenzó Andrew a vestir ropas. Para empezar se puso un viejo par de pantalones, unos pantalones que le había dado George.

George ya se había casado, y era abogado. Se había incorporado a la firma de Feingold. El viejo Feingold ya llevaba largo tiempo muerto, pero su hija había continuado en el bufete y la firma acabaría llamándose Feingold y Martin. Y así continuó llamándose incluso después de haberse retirado la hija, sin que ningún Feingold ocupara su lugar. Cuando Andrew se vistió por primera vez, hacía poco que se había añadido el nombre de Martin a la razón social.

George intentó no sonreír la primera vez que Andrew se puso los pantalones, pero Andrew vio la sonrisa claramente dibujada en sus labios.

George le explicó a Andrew la manera de manipular la carga estática para abrir los pantalones, dejar que se enrollaran en tomo a la mitad inferior de su cuerpo y hacer que se cerraran de nuevo. George le hizo una demostración con sus propios pantalones, pero Andrew comprendió perfectamente que tardaría un tiempo en ser capaz de imitar ese fluido gesto encadenado.

—¿Para qué quieres pantalones, Andrew? —preguntó George—. Tu cuerpo es tan bellamente funcional que es una vergüenza ocultarlo, sobre todo teniendo en cuenta que no debes preocuparte por controlar la temperatura ni por cuestiones de modestia. Y la prenda no se ajusta bien sobre el metal.

—¿Y los cuerpos humanos no son bellamente funcionales, George? Sin embargo, vosotros os cubrís —dijo Andrew.

—Para estar calientes, por razones de limpieza, de protección, de ornamentación. Nada de eso ocurre en tu caso.

—Me siento vulnerable sin ropas —dijo Andrew—. Me siento distinto, George.

—¡Distinto! Andrew, actualmente hay millones de robots en la Tierra. Según el último censo, en esta región hay tantos robots como hombres.

—Lo sé, George. Hay robots dedicados a todos los tipos concebibles de trabajo.

—Y ninguno de ellos va vestido.

—Pero ninguno de ellos es libre, George.

Poco a poco, Andrew fue completando su guardarropa. Se sentía cohibido ante la sonrisa de George y las miradas de las personas que le encargaban trabajos.

Podía ser libre, pero llevaba incorporado un programa cuidadosamente detallado que regulaba su conducta con las personas, y sólo se atrevía a avanzar a minúsculos pasos. Una franca desaprobación hubiera podido hacerle retroceder varios meses.

No todos aceptaban que Andrew fuera libre. Era incapaz de abrigar resentimiento por este hecho y sin embargo sus procesos de reflexión topaban con un cierto impedimento cuando lo pensaba.

Sobre todo, tendía a evitar ponerse ropas —o vestirse demasiado— cuando imaginaba que tal vez vendría a verle la pequeña señorita. Ya era vieja ahora y pasaba frecuentes temporadas lejos de allí, en un clima más cálido, pero lo primero que hacía siempre al regresar era ir a visitarlo.

En una de esas ocasiones, George dijo bruscamente:

—Lo he conseguido, Andrew. El año que viene presentaré mi candidatura para la Asamblea legislativa. De tal abuelo, tal nieto, eso ha dicho mamá.

—De tal abuelo… —Andrew se interrumpió, indeciso.

—Quiero decir que yo, George, el nieto, voy a ser como el señor, el abuelo, que fue una vez miembro de la Asamblea legislativa.

—Sería bonito, George, que el señor todavía… —Se interrumpió, pues no quería decir «pudiera funcionar». No sonaba bien.

—Estuviera vivo —dijo George—. Sí, yo también recuerdo a veces al viejo monstruo.

Esa conversación le dio luego mucho que pensar a Andrew. Había advertido su propia falta de dominio del lenguaje al hablar con George. En cierto modo, el lenguaje había cambiado desde que Andrew fue creado con su vocabulario incorporado. Por otra parte, se sumaba a ello el hecho de que George le hablaba de manera coloquial, cosa que no habían hecho el señor y la pequeña señorita. ¿Por qué habría llamado monstruo al señor? Seguro que la palabra no era apropiada.

Y Andrew tampoco podía recurrir a sus propios libros en busca de orientación. Eran viejos y la mayoría trataban del labrado de la madera, de temas de arte, de diseño de muebles. No tenía ningún estudio sobre el lenguaje, ni sobre las costumbres de los seres humanos.

Y entonces pensó que debía buscarse los libros apropiados; y siendo un robot libre, no le pareció apropiado pedírselos a George. Iría a la ciudad y los consultaría en la biblioteca. Fue una decisión triunfal y sintió elevarse claramente su electropotencial hasta que se vio obligado a introducir un resorte preventivo.

Se vistió con un traje completo, incluida una cadena de madera colgando del hombro. Hubiera preferido el plástico reluciente, pero George le había dicho que la madera resultaba mucho más adecuada y que el cedro pulimentado era además considerablemente más valioso.

A unos treinta metros de distancia de su casa, una creciente resistencia le obligó a detenerse. Retiró el resorte preventivo del circuito y cuando incluso así no pareció sentirse demasiado aliviado, regresó a su casa y escribió claramente sobre una hoja de papel: «Estoy en la biblioteca», y la dejó en un lugar visible sobre su mesa de trabajo.

10

Andrew no consiguió llegar a la biblioteca. Había estudiado el mapa. Sabía cuál era el camino, pero no lo había visto nunca. Los puntos de referencia reales no se parecían a los símbolos del mapa y no sabía exactamente qué camino seguir. Por fin pensó que debía haberse equivocado en algo, pues todo le resultaba extraño.

Se había cruzado con algún robot de campo, pero cuando decidió que tendría que preguntar el camino, no se veía ninguno por allí. Pasó un vehículo y no se detuvo. Andrew permaneció allí indeciso, esto es, tranquilamente inmóvil, y entonces vio acercarse a dos seres humanos campo a través.

Se volvió a mirarlos y ellos cambiaron de rumbo para ir a su encuentro. Un momento antes, hablaban ruidosamente; había oído sus voces; pero ahora permanecían callados. Tenían esa expresión que Andrew asociaba con la vacilación humana, y eran jóvenes, pero no demasiado. ¿Veinte años tal vez? A Andrew siempre le costaba juzgar la edad de los humanos.

—¿Podrían indicarme el camino hasta la biblioteca pública, señores? —les preguntó.

Uno de ellos, el más alto de los dos, con un sombrero de copa alta que aún le hacía parecer más alto, casi grotesco, dijo, sin dirigirse a Andrew, sino al otro:

—Es un robot.

El otro tenía una nariz bulbosa y gruesas pestañas.

—Va vestido —dijo dirigiéndose a su acompañante.

El más alto hizo chasquear los dedos.

—Es el robot libre. En casa de los Martin tienen un robot que no es propiedad de nadie. ¿Por qué iría vestido si no fuera así?

—Pregúntaselo —dijo el de la nariz.

—¿Eres el robot de los Martin? —preguntó el joven alto.

—Soy Andrew Martin, señor —dijo Andrew.

—Muy bien. Quítate esas ropas. Los robots no van vestidos. —Luego, dirigiéndose al otro, añadió—: Es vergonzoso. Míralo.

Andrew titubeó. Hacía tanto tiempo que no oía una orden en ese tono de voz que sus circuitos de la segunda ley se atascaron por un instante.

—Quítate esas ropas. Te lo ordeno.

Muy despacio, Andrew comenzó a desvestirse.

—Déjalas ahí —continuó ordenando el joven alto.

—Si no pertenece a nadie, tanto puede ser nuestro como de cualquier otro —dijo el de la nariz bulbosa.

—En cualquier caso —dijo el alto—, ¿quién va a quejarse por lo que podamos hacerle? No estamos dañando la propiedad de nadie… Ponte cabeza abajo. —Esto último iba dirigido a Andrew.

—La cabeza no es para… —comenzó a decir Andrew.

—Es una orden. Si no sabes hacerlo, inténtalo de todos modos.

Andrew volvió a vacilar, luego se agachó para apoyar la cabeza en el suelo. Intentó levantar las piernas y se cayó, pesadamente.

—Quédate ahí tendido y no te muevas —dijo el joven alto. Luego dirigiéndose al otro—: Podemos desmontarlo. ¿Alguna vez has desmontado un robot?

—¿Nos dejará hacerlo?

—¿Cómo podría impedírnoslo?

Andrew no tenía forma de impedírselo, si le ordenaban que no ofreciera resistencia en un tono lo suficientemente imperioso. La segunda ley de obediencia tenía prioridad sobre la tercera ley de autoconservación. En cualquier caso, no podía defenderse sin correr el riesgo de hacerles daño y eso hubiera sido una infracción de la primera ley. Esa idea hizo contraerse ligeramente todas las unidades móviles de su cuerpo y Andrew se estremeció allí tendido en el suelo.

El alto se le acercó y le empujó con el pie.

—Es pesado. Creo que necesitaremos herramientas para este trabajo.

—Podríamos ordenarle que se desmontase. Sería divertido observar sus esfuerzos por conseguirlo —sugirió el de la nariz bulbosa.

—Sí —dijo el alto, pensativo—, pero será mejor que le apartemos del camino. Si pasa alguien…

Demasiado tarde. Alguien realmente había pasado y era George. Desde donde estaba, allí, tendido en el suelo, Andrew le había visto alcanzar la cima de una pequeña colina a una distancia media de donde él se encontraba. Le hubiera gustado hacerle alguna señal, pero la última orden había sido «¡Quédate ahí tendido y no te muevas!».

George había echado a correr y cuando llegó resoplaba un poco. Los dos jóvenes retrocedieron ligeramente y luego se quedaron a la expectativa, con expresión pensativa.

—Andrew, ¿ha ocurrido algo? —preguntó ansiosamente George.

—Estoy bien, George —dijo Andrew.

—Entonces levántate… ¿Qué ha pasado con tus ropas?

—¿Ese robot es suyo, amigo? —preguntó el joven alto.

George se volvió bruscamente.

—No es el robot de nadie. ¿Qué ha pasado aquí?

—Le hemos pedido educadamente que se quitara la ropa. ¿Por qué se mete en esto si el robot no es suyo?

—¿Qué han estado haciendo, Andrew? —preguntó George.

—Tenían intención de desmontarme de algún modo. Se disponían a llevarme a un rincón tranquilo y ordenarme que me desmontase.

George miró a los dos y le tembló la barbilla. Los dos jóvenes no hicieron ademán de retroceder. Sonreían. El alto dijo despreocupadamente:

—¿Qué vas a hacer, gordo? ¿Atacarnos?

—No. No será necesario —dijo George—. Este robot lleva más de setenta años con mi familia. Nos conoce y nos valora más que a cualquier otra persona. Voy a decirle que vosotros dos estáis amenazando mi vida y que tenéis intenciones de matarme. Le pediré que me defienda. Si tiene que escoger entre vosotros dos o yo, seguro que me elegirá a mí. ¿Sabéis qué será de vosotros cuando os ataque?

Los dos habían comenzado a retroceder un poco, con expresión de inquietud.

—Andrew, estoy en peligro y estos jóvenes se disponen a hacerme daño. ¡Avanza sobre ellos! —ordenó George tajantemente.

Andrew así lo hizo, y los jóvenes no esperaron a ver qué ocurría. Los dos echaron a correr velozmente.

—Ya está, Andrew, relájate —dijo George. Se le veía desencajado. Ya había pasado hacía tiempo la edad en que aún era capaz de considerar la posibilidad de un enfrentamiento con un hombre joven, y no digamos ya de batirse con dos de ellos.

—No podría haberles hecho nada, George. Era evidente que no te estaban atacando —dijo Andrew.

—No te he ordenado que los atacases; sólo te he dicho que avanzaras sobre ellos. Sus propios temores han hecho el resto.

—¿Cómo pueden temer a un robot?

—Es un mal que aqueja a la humanidad, un mal del que aún no se ha curado. Pero dejemos eso ahora. ¿Qué demonios haces aquí, Andrew? Estaba a punto de volverme atrás y coger un helicóptero cuando te he visto. ¿Cómo se te ha ocurrido ir a la biblioteca? Yo te habría traído tantos libros como necesitases.

—Soy un… —comenzó a decir Andrew.

—Un robot libre. Sí, sí. De acuerdo. ¿Qué ibas a hacer a la biblioteca?

—Quiero saber más sobre los seres humanos, sobre el mundo, sobre todo. Y sobre los robots, George. Quiero escribir una historia de los robots.

—Bueno —dijo George—, vámonos a casa… Y recoge tus ropas primero. Andrew, hay un millón de libros de robótica y en todos ellos se incluyen historias de la ciencia. El mundo comienza a estar saturado no sólo de robots, sino también de información sobre los robots.

Andrew movió negativamente la cabeza con un gesto humano que había comenzado a adoptar últimamente.

—No sería una historia de la robótica, George. Sería una historia de los robots, escrita por un robot. Quiero explicar el punto de vista de los robots sobre todo lo ocurrido desde que por primera vez se les permitió trabajar y vivir en la Tierra.

George arqueó las cejas, pero no se pronunció directamente sobre la cuestión.

11

La pequeña señorita acababa de celebrar su octogésimo tercer cumpleaños, pero nada en ella denotaba falta de energía ni de determinación. El bastón le servía más a menudo para subrayar sus gestos que para apoyarse en él. Escuchó el relato con airada indignación.

—George, esto es horrible —dijo—. ¿Quiénes eran esos jóvenes rufianes?

—No lo sé. ¿Qué importancia puede tener eso? A fin de cuentas, no causaron ningún mal.

—Podrían haberlo hecho. Eres abogado, George, y tu buena situación económica se debe exclusivamente al talento de Andrew. Todo lo que tenemos lo conseguimos gracias al dinero que él ganó. Él representa la continuidad de esta familia y no estoy dispuesta a permitir que le traten como si fuera un juguete de cuerda.

—¿Qué quieres que haga, madre? —preguntó George.

—Acabo de decir que eres abogado. ¿O es que no me escuchas? Tienes que plantear de algún modo un caso que sirva para sentar precedente y obligar a los tribunales regionales a dictaminar a favor de unos derechos de los robots y conseguir que la Asamblea legislativa apruebe las leyes necesarias, y llevar todo el asunto ante el Tribunal Mundial, si es preciso. Te estaré vigilando, George, y no toleraré la menor flaqueza.

Hablaba en serio, y lo que comenzó como un intento de apaciguar a la temible anciana fue convirtiéndose en un asunto comprometido con suficientes complicaciones legales para hacerlo interesante. Como socio más antiguo de Feingold y Martin, George planificaba la estrategia a seguir, aunque el trabajo real quedaba en manos de sus asociados más jóvenes, y buena parte del mismo recayó en su hijo, Paul, que también era socio de la firma y que casi a diario le presentaba un fiel informe a su abuela. Ella, a su vez, lo discutía diariamente con Andrew.

Andrew participaba activamente. Se vio obligado a retrasar de nuevo su trabajo en el libro sobre los robots, dedicándose a examinar los argumentos legales y llegando a proponer incluso a veces, muy tímidamente, alguna sugerencia.

—George me explicó ese día que los seres humanos siempre han temido a los robots —dijo Andrew—. Mientras así sea, es muy poco probable que los tribunales y las cámaras legislativas se ocupen seriamente de la situación de los robots. ¿No deberíamos hacer algo para cambiar la opinión pública?

De modo que mientras Paul se ocupaba de los tribunales, George subió al estrado público. Para él, esa tarea ofrecía la ventaja de la informalidad, y en alguna ocasión incluso llegó a lucir la nueva moda suelta de vestir que él llamaba drapeada.

—Al menos procura no tropezar sobre el escenario, papá —fue el comentario de Paul.

A lo cual George replicó desdeñoso:

—Lo intentaré.

En cierta ocasión habló ante la convención anual de directores de holoperiódicos y éstas fueron, en parte, sus palabras:

—Si en virtud de la segunda ley podemos exigirle a cualquier robot absoluta obediencia en todos aquellos aspectos que no puedan causar daño a un ser humano, entonces cualquier ser humano, cualquier ser humano, posee un terrible poder sobre cualquier robot, cualquier robot. En particular, puesto que la segunda ley tiene prioridad sobre la tercera, cualquier ser humano puede ampararse en la ley de obediencia para anular la ley de autoprotección. Puede ordenar a cualquier robot que se cause daño o incluso que se destruya por no importa qué motivo, o incluso sin motivo alguno.

»¿Es esto justo? ¿Trataríamos a un animal de este modo? Incluso un objeto inanimado que nos ha sido útil merece nuestra consideración. Y un robot no es insensible; no es un animal. Es capaz de pensar lo suficiente para poder hablar con nosotros, razonar con nosotros, bromear con nosotros. ¿Podemos tratarles como amigos, trabajar con ellos, y no ofrecerles ninguno de los frutos de esa amistad, ninguna de las ventajas de la colaboración?

»Si un hombre tiene derecho a darle a un robot cualquier orden que no pueda causar daño a un ser humano, debería tener la decencia de no ordenarle jamás a un robot algo que pueda causarle daño, a menos que la seguridad humana lo haga absolutamente imprescindible. Un gran poder lleva aparejada una gran responsabilidad, y si los robots llevan incorporadas las tres leyes para protección de los hombres, ¿es demasiado pedir que los hombres dicten un par de leyes para la protección de los robots?

Andrew tenía razón. En la batalla para ganarse la opinión pública estaba la clave que facilitaría el acceso a los tribunales y a las cámaras legislativas y finalmente se aprobó una ley que establecía las condiciones bajo las cuales quedaba prohibido dar órdenes que pudieran causar daño a un robot. El texto incluía infinitas excepciones y los castigos que fijaba para las infracciones eran totalmente inadecuados, pero el principio había quedado establecido. La aprobación definitiva por la Asamblea legislativa mundial se produjo el día que falleció la pequeña señorita.

No fue coincidencia. La pequeña señorita se aferró desesperadamente a la vida mientras duró el último debate, y sólo abandonó la batalla cuando tuvo noticia de la victoria. Su última sonrisa fue para Andrew. Sus postreras palabras fueron:

—Has sido bueno con nosotros, Andrew. Murió con la mano entre las suyas, mientras su hijo y la esposa e hijos de éste se mantenían a respetuosa distancia de los dos.

12

Andrew esperó pacientemente mientras la recepcionista desaparecía en el despacho interior. Podría haber utilizado el altavoz holográfico, pero resultaba indiscutiblemente despersonalizado (o tal vez desrobotizado) tener que entenderse con otro robot en vez de con un ser humano.

Andrew pasó el rato dándole vueltas a esta cuestión. ¿Podría emplearse la palabra «desrobotizado» como analogía de «despersonalizado», o era éste un término metafórico que había llegado a apartarse tanto de su sentido literal original que también podía aplicarse a los robots?

Problemas de este tipo se le planteaban con frecuencia durante la redacción de su libro sobre los robots. La necesidad de encontrar frases que expresaran todas las complejidades había incrementado indudablemente su vocabulario.

Algunas personas entraron brevemente para echarle una mirada y no intentó evitar esos ojos. A todos se los quedó mirando sin inmutarse, y todos acabaron apartando la vista.

Por fin salió Paul Martin. Parecía sorprendido, o lo hubiera parecido si Andrew hubiera podido leer su expresión con certeza. Paul había adoptado la costumbre de maquillarse profusamente tal como dictaba la moda para ambos sexos, y aunque el maquillaje destacaba y daba mayor firmeza a algunas líneas blandas de su rostro, a Andrew no le gustó. Había descubierto que desaprobar a los seres humanos, siempre que no expresara verbalmente su desaprobación, no le hacía sentirse demasiado incómodo. Incluso era capaz de escribir en tono reprobatorio. Tenía la seguridad de que no siempre había sido así.

—Pasa, Andrew —dijo Paul—. Siento haberte hecho esperar, pero tenía que terminar un asunto. Entra. Me habías dicho que querías hablar conmigo, pero ignoraba que tu intención fuera aquí, en la ciudad.

—Puedo esperar un poco más si estás ocupado, Paul.

Paul echó un vistazo al juego de sombras movedizas sobre la esfera colgada de la pared que indicaba la hora y dijo:

—Puedo disponer de un rato. ¿Has venido solo?

—He alquilado un automóvil.

—¿Algún problema? —preguntó Paul, con un tono de voz que expresaba algo más que una leve ansiedad.

—No esperaba tener ninguno. Mis derechos están protegidos.

Eso aumentó la inquietud de Paul.

—Andrew, te he explicado que es imposible hacer cumplir esa ley, al menos en la mayoría de los casos… Y si insistes en ir vestido, acabarás metiéndote en un lío, igual que la primera vez.

—Primera y última, Paul. Siento haberte disgustado.

—En fin, míralo de este modo; eres prácticamente una leyenda viviente, Andrew, y eres demasiado valioso en muchos y diversos aspectos para que puedas permitirte correr el menor riesgo… ¿Cómo va tu libro?

—Estoy a punto de terminarlo, Paul. El editor está bastante satisfecho.

—¡Estupendo!

—No sé si su satisfacción se debe necesariamente al libro propiamente dicho. Creo que espera poder vender muchos ejemplares porque es obra de un robot y eso es lo que le satisface.

—Muy humano, me temo.

—A mí no me molesta. Tanto da el motivo por el que se venda, puesto que ello me reportará dinero y no me vendrá mal tenerlo.

—La abuela te dejó…

—La pequeña señorita fue generosa y no dudo de que podré contar con la familia si necesito algo más. Pero cuento con los derechos de autor del libro para dar el próximo paso.

—¿Qué próximo paso es ése?

—Quiero entrevistarme con el director de Norteamericana de Robots y Hombres Mecánicos, S. A. He intentado concertar una cita, pero hasta el momento me ha sido imposible ponerme en contacto con él. La compañía no quiso colaborar conmigo en la redacción del libro, de modo que no me extraña, ¿comprendes?

Paul parecía claramente divertido.

—Cooperación es lo último que puedes esperar. No cooperaron con nosotros en nuestra gran batalla en favor de los derechos de los robots. Todo lo contrario, y ya sabes por qué. Si se conceden derechos a los robots, tal vez la gente deje de comprarlos.

—No obstante —dijo Andrew—, si tú les llamases, podrías concertar una entrevista para mí.

—No me tienen más simpatía que a ti, Andrew.

—Pero tal vez puedas insinuarles que recibirme podría ser la manera de frenar una nueva campaña de Feingold y Martin a favor de unos derechos más amplios para los robots.

—Pero eso sería una mentira, Andrew.

—Sí, Paul, y yo no puedo mentir. Por eso debes llamarles tú.

—Ah, no puedes mentir, pero puedes incitarme a decir una mentira, ¿verdad? Te estás volviendo cada vez más humano, Andrew.

13

No fue fácil conseguirlo, a pesar del peso que se suponía debía tener el nombre de Paul.

Pero por fin se concertó la entrevista y, cuando ésta tuvo lugar, Harley Smythe-Robertson, que por línea materna descendía del fundador originario de la empresa y había adoptado el doble apellido para indicarlo, parecía extraordinaria-mente molesto. Le faltaba poco para jubilarse y todo su mandato como presidente había estado dedicado a la cuestión de los derechos de los robots. Llevaba los cabellos grises pegados al cráneo y formando una fina capa, no iba maquillado y, de vez en cuando, lanzaba una breve mirada hostil en dirección a Andrew.

—Señor —dijo Andrew—, hace casi un siglo, Merton Mansky, de esta compañía, me explicó que las matemáticas que regulan la configuración de los circuitos positrónicos son demasiado complejas para permitir algo más que soluciones aproximadas y que en consecuencia era imposible predecir de un modo absoluto mis propias capacidades.

—Eso fue hace un siglo. —Smythe-Robertson vaciló un instante y luego dijo glacialmente—: Señor. Ahora ya no es así. Ahora fabricamos nuestros robots con precisión y les preparamos para cumplir exactamente las tareas asignadas a cada uno.

—Sí —dijo Paul, que también estaba presente para asegurarse de que la compañía no haría ninguna mala jugada—, y ahora mi recepcionista tiene que recibir instrucciones a cada paso cuando las situaciones se apartan, aunque sea ligeramente, de lo convencional.

—Sería mucho más molesto que tuviera que improvisar —dijo Smythe-Robertson.

—¿Entonces ya no fabrican robots flexibles y adaptables como yo? —dijo Andrew.

—No.

—Las investigaciones que he efectuado con motivo de mi libro —continuó diciendo Andrew— indican que soy el robot más antiguo actualmente en activo.

—El más antiguo ahora —dijo Smythe-Robertson— y el más antiguo que jamás existirá. Ningún robot es de utilidad alguna después de cumplidos los veinticinco años de vida. Los recuperamos y los sustituimos por modelos más modernos.

—Ningún robot de los que se fabrican actualmente es de utilidad alguna después de cumplir los veinticinco años de vida —dijo amablemente Paul—. Andrew es totalmente excepcional en este aspecto.

Andrew, fiel a la línea que se había trazado, dijo:

—Como robot más antiguo y más flexible, ¿no soy lo bastante excepcional como para merecer un trato especial por parte de la compañía?

—En absoluto —dijo Smythe-Robertson con toda frialdad—. Tu carácter extraordinario es un descrédito para la compañía. Si te hubiéramos tenido alquilado, en vez de haberte vendido directamente por algún desventurado azar, ya habrías sido sustituido hace tiempo.

—Pero de eso se trata exactamente —dijo Andrew—. Soy un robot libre y soy dueño de mí mismo. Por ello he acudido a ustedes para pedirles que me sustituyan. No pueden hacerlo sin el consentimiento del propietario. Actualmente, ese con-sentimiento viene impuesto como una condición más del contrato de concesión, pero en mis tiempos no ocurría así.

Smythe-Robertson pareció sorprendido y desconcertado a la vez, y por un instante reinó el silencio. La mirada de Andrew se posó sobre una holografía que colgaba de la pared. Era una máscara mortuoria de Susan Calvin, santa patrona de todos los roboticistas. Ya llevaba casi dos siglos muerta, pero a través de los estudios realizados para escribir su libro, Andrew la conocía tan bien que casi le parecía haberla conocido en vida.

—¿Cómo voy a sustituirte a ti para ti mismo? Si te sustituyo como robot, ¿cómo puedo hacerte entrega del nuevo robot como propietario cuando en el mismo acto de la sustitución dejarías de existir? —dijo Smythe-Robertson esbozando una torva sonrisa.

—No es tan difícil —intervino Paul—. La personalidad de Andrew se asienta en su cerebro positrónico y ésa es la única parte que no puede ser sustituida sin crear un nuevo robot. Luego, el cerebro positrónico es Andrew, el propietario. Todas las demás partes del cuerpo robótico pueden ser sustituidas sin que se vea afectada la personalidad del robot, y esas otras partes son propiedad del cerebro. Yo diría que Andrew desea dotar a su cerebro de un nuevo cuerpo robótico.

—Así es —dijo reposadamente Andrew. Se dirigió a Smythe-Robertson—. Ustedes han fabricado androides, ¿verdad? ¿Robots con todo el aspecto exterior de seres humanos, incluida la textura de la piel?

—Sí, así es —dijo Smythe-Robertson—. Funcionaban a la perfección, con sus membranas y tendones de fibras sintéticas. Prácticamente no tenían nada metálico excepto el cerebro y, sin embargo, eran casi tan resistentes como los robots de metal. Más resistentes, en relación al peso.

Paul parecía interesado.

—No lo sabía. ¿Cuántos de esos robots hay en el mercado?

—Ninguno —dijo Smythe-Robertson—. Eran mucho más caros que los modelos metálicos y un estudio de mercado puso de relieve que no serían aceptados. Tenían un aspecto demasiado humano.

—Pero la compañía conserva la tecnología, supongo. Y en ese caso, quisiera solicitar que me sustituyan por un robot orgánico, un androide —dijo Andrew.

Paul le miró sorprendido.

—¡Cielo santo! —exclamó.

Smythe-Robertson se puso muy rígido:

—¡Totalmente imposible!

—¿Por qué es imposible? —preguntó Andrew—. Pagaré cualquier precio que sea razonable, como es lógico.

—No fabricamos androides —dijo Smythe-Robertson.

—No quieren fabricar androides —intervino rápidamente Paul—. Que no es lo mismo que no poder fabricarlos.

—Aun así, la fabricación de androides es contraria a nuestra política —dijo Smythe-Robertson.

—Ninguna ley la prohibe —dijo Paul.

—Aun así, no los fabricamos, y no los fabricaremos.

—Señor Smythe-Robertson —dijo Paul carraspeando—. Andrew es un robot libre que entra dentro de las consideraciones de la ley que garantiza los derechos de los robots. Supongo que es consciente de ello.

—Demasiado consciente.

—Este robot, como robot libre, ha decidido ir vestido, lo cual tiene como consecuencia su frecuente humillación por seres humanos desconsiderados, a pesar de que la ley prohibe humillar a los robots. Es difícil perseguir unas ofensas indeterminadas que en general no reprueban quienes deben pronunciarse sobre la culpabilidad o la inocencia de los autores.

—Norteamericana de Robots así lo entendió desde el principio. Desgraciadamente no ocurrió otro tanto con la compañía de su padre.

—Mi padre ya ha muerto —dijo Paul—, pero en mi opinión ahora nos encontramos ante una clara ofensa con un objetivo claro.

—¿De qué me habla ahora? —dijo Smythe-Robertson.

—Mi cliente Andrew Martin, pues acaba de convertirse en mi cliente, es un robot libre que tiene derecho a solicitar de Norteamericana de Robots y Hombres Mecánicos, S. A., la sustitución que la compañía ofrece a todos los que han sido propietarios de un robot durante más de veinticinco años. De hecho, esta empresa insiste en que se efectúe esa sustitución.

Paul sonreía y se le veía perfectamente a sus anchas.

—El cerebro positrónico de mi cliente —siguió diciendo— es el propietario del cuerpo de mi cliente, el cual, ciertamente, tiene más de veinticinco años. El cerebro positrónico solicita la sustitución del cuerpo y se ofrece a pagar cualquier precio razonable por un cuerpo androide como sustituto del que ahora posee. Si usted se niega a su petición, mi cliente sufrirá una humillación y le demandaremos.

»Aunque por lo general la opinión pública no se inclinaría por el punto de vista del robot en una demanda de este tipo, permítame recordarle que Norteamericana de Robots no goza de demasiada ^popularidad entre un amplio público. Incluso quienes más se aprovechan y se benefician de los robots miran con recelo a la compañía. Tal vez sea una reminiscencia de los tiempos en que existía un extendido temor a los robots. Tal vez sea resentimiento contra el poderío y la riqueza de Norteamericana de Robots, la cual detenta un monopolio mundial. Cualquiera que sea la causa, el resentimiento existe y creo que si lo piensa un poco descubrirá que prefiere no correr el riesgo de un pleito ante los tribunales, sobre todo teniendo en cuenta que mi cliente es rico y vivirá aún muchos siglos y no tendrá motivo alguno para renunciar a proseguir eternamente la batalla.

Smythe-Robertson se había ido poniendo cada vez más encarnado.

—Pretende obligarme a…

—Yo no le obligo a hacer nada —dijo Paul—. Si usted prefiere negarse a satisfacer la razonable solicitud de mi cliente, desde luego puede hacerlo y nos marcharemos sin añadir ni una palabra… Pero le demandaremos, como sin duda es nuestro derecho, y ya verá como a la larga acabará por perder el juicio.

—Bien… —dijo Smythe-Robertson; e hizo una pausa.

—Veo que accederá —dijo Paul—. Tal vez vacile un poco, pero acabará accediendo al fin. Permita, pues, que le señale otro detalle. Si durante el proceso de transferencia del cerebro positrónico de mi cliente de su cuerpo actual a otro orgánico, aquél sufre cualquier daño, por pequeño que sea, no descansaré jamás hasta haber conseguido destruir la compañía hasta sus cimientos. Daré todos los pasos concebibles, si es preciso, para movilizar a la opinión pública contra la compañía, en caso de que un solo circuito cerebral de la esencia de platino e iridio de mi cliente sufra aunque sólo sea un rasguño. —Luego se volvió hacia Andrew y dijo—: ¿Estás de acuerdo con todo lo dicho, Andrew?

Andrew permaneció vacilante durante un largo minuto. Lo que le pedían era equivalente a aprobar la mentira, el chantaje, el acoso y humillación de un ser humano. Pero sin ningún daño físico, se dijo, ningún daño físico.

Por fin consiguió pronunciar un «sí» bastante débil.

14

Fue como ser construido de nuevo. Durante días, semanas, y meses, Andrew se sintió como si de algún modo no fuera él, y las más sencillas acciones eran causa de constantes vacilaciones.

Paul estaba frenético.

—Te han estropeado, Andrew. Tendremos que interponer una demanda.

Andrew le respondió muy lentamente:

—No debes hacer eso. Jamás conseguirás probar que hubiera… esto… m-m-m-m…

—¿Malicia?

—Malicia. Además, me estoy poniendo más fuerte, mejor. Es el t-t-t…

—¿Temblor?

—Trauma. Al fin y al cabo, nunca se había efectuado una o-o-o… como ésa.

Andrew percibía su cerebro desde dentro. Ninguna otra persona era capaz de hacerlo. Sabía que estaba en perfectas condiciones, y durante los meses que necesitó para dominar perfectamente la coordinación y las combinaciones positrónicas, pasó muchas horas ante el espejo.

¡No resultaba humano del todo! La cara estaba rígida —demasiado rígida— y los movimientos eran excesivamente estudiados. Les faltaba ese libre vaivén despreocupado propio del ser humano, pero tal vez llegara a adquirirlo con el tiempo. Al menos podría vestirse sin la ridícula anomalía de una cara de metal asomando entre las ropas.

—Voy a empezar a trabajar otra vez —anunció por fin.

—Eso significa que estás bien. ¿Qué harás? ¿Otro libro? —dijo Paul riendo.

—No —dijo Andrew muy serio—. Mi vida es demasiado larga para que una carrera concreta pueda absorber mi atención y no soltarme ya jamás. Hubo un tiempo en que fui primordialmente un artista y aún puedo volver a serlo. Luego fui historiador y todavía puedo serlo de nuevo. Pero ahora quiero ser robobiólogo.

—Robosicólogo, querrás decir.

—No. Eso implicaría estudiar los cerebros positrónicos y de momento no siento deseos de hacerlo. Un robobiólogo, a mi entender, debería ocuparse del funcionamiento del cuerpo que lleva acoplado el cerebro.

—¿No sería eso tarea de un roboticista?

—Un roboticista trabaja con un cuerpo de metal. Yo me dedicaría al estudio de un cuerpo humanoide orgánico, el único de los cuales, que yo sepa, me pertenece.

—Vas limitando tu campo —dijo Paul pensativo—. Como artista, toda la concepción del arte estaba a tu alcance; como historiador, te ocupaste principalmente de los robots; como robobiólogo, trabajarás sobre ti mismo.

—Eso parece —asintió Andrew.

Andrew tuvo que empezar desde el principio, pues no tenía ningún conocimiento de biología corriente, y casi no sabía nada de ciencia. Su figura llegó a hacerse familiar en las bibliotecas, donde se pasaba horas seguidas sentado frente a los índices electrónicos. Su apariencia era perfectamente normal con sus vestidos, y los pocos que sabían que era un robot no le molestaban en ningún sentido.

Se montó un laboratorio en una habitación que había añadido a su casa, y también amplió su biblioteca.

Transcurrieron los años y Paul vino a verle un día y le dijo:

—Es una lástima que ya no te dediques a la historia de los robots. Tengo entendido que Norteamericana de Robots ha decidido adoptar una política radicalmente distinta.

Paul había envejecido y sus estropeados ojos habían sido sustituidos por células fotópticas. En ese aspecto, ahora se parecía más a Andrew.

—¿Qué han hecho? —preguntó Andrew.

—Están fabricando computadoras centrales, gigantescos cerebros positrónicos, en realidad, que se comunican por microondas con los robots. Pueden establecer desde una docena hasta un millar de comunicaciones. Los robots propiamente dichos están totalmente desprovistos de cerebro. Son las extremidades de un cerebro gigantesco, y uno y otras están separados físicamente.

—¿Es más eficiente este sistema?

—Norteamericana de Robots asegura que sí. Pero Smythe-Robertson sentó las bases de la nueva política antes de morir y yo diría que se trata de una manera de vengarse de ti. Norteamericana de Robots está decidida a no fabricar ningún otro robot que pueda causarles el tipo de problemas que les has creado tú, y por ese motivo han decidido separar el cerebro del cuerpo. El cerebro no poseerá un cuerpo que pueda inspirarle deseos de cambio; y el cuerpo no poseerá un cerebro con capacidad para desear nada.

»Es sorprendente —siguió diciendo Paul— lo mucho que has influido sobre la historia de los robots, Andrew. Tus dotes artísticas impulsaron a Norteamericana de Robots a fabricar robots más precisos y especializados; tu libertad determinó que se estableciera el principio de los derechos robóticos; tu insistencia en poseer un cuerpo androide ha llevado a Norteamericana de Robots a optar por separar el cerebro del cuerpo.

—Supongo que la compañía acabará fabricando un solo cerebro gigantesco que controlará a varios miles de millones de cuerpos robóticos —dijo Andrew—. Todos los huevos en una sola cesta. Peligroso. Nada conveniente.

—Creo que tienes razón —dijo Paul—, pero imagino que ello tardará al menos otro siglo en suceder y no viviré para verlo. La verdad es que tal vez no viva lo suficiente para ver el próximo año.

—¡Paul! —exclamó Andrew preocupado.

Paul se encogió de hombros.

—Somos mortales, Andrew. No somos como tú. No tiene demasiada importancia, pero pone de relieve la necesidad de asegurar tu existencia en un aspecto. Soy el último de los Martin humanos. Quedan parientes colaterales, descendientes de mi tía abuela, pero ésos no cuentan. El dinero que yo controlo personalmente será legado a la fundación establecida en tu nombre y, hasta donde puede preverse el futuro, no tendrás problemas económicos.

—No es necesario —dijo Andrew con dificultad. En todos esos años no había conseguido acostumbrarse a las muertes de los Martin.

—No discutamos —dijo Paul—. Así se hará. ¿En qué has estado trabajando?

—Estoy diseñando un sistema para conseguir que los androides, es decir yo mismo, puedan obtener energía de la combustión de hidrocarbonos, en vez de a partir de células carbónicas.

Paul arqueó las cejas.

—¿De modo que respirarán y comerán?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en esa dirección?

—Mucho tiempo ya, pero creo que ahora he conseguido diseñar una cámara de combustible adecuada para lograr una descomposición catalizada controlada.

—Pero, ¿por qué, Andrew? La célula atómica es sin duda infinitamente mejor.

—En cierto sentido, tal vez sí, pero la célula atómica es inhumana.

15

La cosa requería tiempo, pero Andrew disponía de él. Para empezar, no quería hacer nada hasta que Paul hubiera muerto en paz.

Con el fallecimiento del bisnieto del señor, Andrew quedaba más a la merced de un mundo hostil y por ese motivo estaba más decidido que nunca a continuar por el sendero que se había trazado tanto tiempo atrás.

Sin embargo, no estaba verdaderamente solo. Había muerto un hombre, pero la firma de Feingold y Martin seguía viviendo, pues una compañía es tan inmortal como un robot. La empresa tenía sus directrices y las seguía inanimadamente. A través de la fundación y por mediación de la firma jurídica, Andrew seguía siendo rico. Y, a cambio de los grandes honorarios que Feingold y Martin percibían anualmente, se ocuparon de los aspectos legales de la nueva cámara de combustión.

Cuando llegó el momento de hacer una visita a Norteamericana de Robots y Hombres Mecánicos, S. A., Andrew fue a verles solo. Había estado allí una vez con el señor y otra con Paul. En esta ocasión, la tercera, iba solo y con figura casi de hombre.

Norteamericana de Robots había cambiado. La palabra de producción había sido trasladada a una gran estación espacial, como venía sucediendo con un número cada vez mayor de industrias. Con ellas se habían ido muchos robots. La Tierra en sí comenzaba a parecer un parque, con su población de mil millones de habitantes estabilizada en esa cifra y con tal vez no más de una tercera parte de su población de robots, de dimensiones al menos equivalentes, dotada de cerebros autónomos.

El Director de Investigaciones era Alvin Magdescu, un hombre de piel y cabellos oscuros, con una pequeña barba puntiaguda, que iba desnudo de cintura para arriba, excepto por la banda pectoral que dictaba la moda. Andrew, por su parte, iba bien cubierto, a la antigua usanza de varias décadas atrás.

—Le conozco, naturalmente —dijo Magdescu—, y me alegra mucho verle. Es usted nuestro producto más notorio y es una lástima que el viejo Smythe-Robertson tuviera una actitud tan hostil hacia usted. Podríamos haber hecho grandes cosas con usted.

—Aún pueden hacerlas —dijo Andrew.

—No, no lo creo. Esos tiempos ya han pasado. Hemos tenido robots en la Tierra durante más de un siglo, pero ahora las cosas están cambiando. Tendremos que llevárnoslos otra vez al espacio, y los que queden no tendrán cerebro.

—Pero aún quedo yo, y yo no me moveré de la Tierra.

—Eso es cierto, pero usted ya no parece tener gran cosa de robot. ¿Qué quiere pedirnos ahora?

—Ser aún menos robot. Puesto que ya soy orgánico en tan gran medida, quisiera tener una fuente de energía orgánica. Aquí están los planos…

Magdescu no los miró a la ligera. Tal vez ésa fuera su primera intención, pero luego irguió el cuerpo y empezó a concentrarse. Llegado a cierto punto, dijo:

—Es un proyecto notablemente ingenioso. ¿Quién lo ha concebido?

—Yo —dijo Andrew.

Magdescu le lanzó una mirada penetrante y luego dijo:

—Ello equivaldría a efectuar una importante transformación en su cuerpo, y además con carácter experimental, pues nunca se ha intentado nada parecido hasta el momento. Mi consejo es que no lo intente. Quédese tal como está.

La cara de Andrew estaba dotada de limitados medios de expresión, pero la impaciencia se reflejó claramente en su voz.

—Doctor Magdescu, usted no ha captado en absoluto lo más esencial del asunto. No tendrá más remedio que acceder a mi petición. Si es posible implantar estos mecanismos en mi cuerpo, entonces también será posible implantarlos en cuerpos humanos. Ya es notoria la tendencia a prolongar la vida humana por medio de mecanismos protésicos. No hay mecanismos mejores que estos que yo he diseñado y estoy diseñando.

»El caso es que yo controlo las patentes a través de la empresa Feingold y Martin. Estamos perfectamente preparados para emprender este negocio por nuestra cuenta y producir el tipo de mecanismos protésicos que tal vez acaben creando seres humanos con muchas de las características de los robots. Ello perjudicaría entonces su propio negocio.

»En cambio, si ahora me opera y accede a hacer lo mismo en el futuro, cuando concurran circunstancias similares se le concederá autorización para hacer uso de las patentes y controlar tanto la tecnología de los robots como la de la protesización de los seres humanos. Naturalmente, no se le otorgará la concesión inicial hasta que se haya cumplimentado con éxito la primera operación y haya transcurrido un plazo suficiente para demostrar que el resultado ha sido realmente positivo.

La primera ley casi no le creó ninguna inhibición a Andrew, pese a las duras condiciones que le estaba imponiendo a un ser humano. Comenzaba a aprender a razonar que aquello que tal vez pudiera parecer una crueldad, a largo plazo podría acabar resultando una gentileza.

Magdescu parecía desconcertado.

—Yo no soy quién para decidir algo así —dijo—. Se trata de una decisión corporativa que puede exigir un cierto tiempo.

—Puedo esperar un plazo razonable —dijo Andrew—, pero sólo un plazo razonable.

Y pensó con satisfacción que el mismo Paul no lo habría hecho mejor.

16

Sólo tuvo que esperar un plazo razonable, y la operación resultó un éxito.

—Me opuse mucho a la operación, Andrew, pero no por los motivos que tal vez imaginaste —dijo Magdescu—. No me hubiera opuesto en absoluto al experimento, de haberse realizado sobre otro. Me sublevaba pensar que podía poner en peligro tu cerebro positrónico. Ahora que tus circuitos positrónicos están en interacción con circuitos nerviosos simulados, posiblemente sería difícil salvar el cerebro intacto si algo fallase en el cuerpo.

—Tenía absoluta confianza en la pericia del personal de Norteamericana de Robots —dijo Andrew—. Y ahora puedo comer.

—Bueno, puedes sorber aceite de oliva. Ello exigirá limpiezas periódicas de la cámara de combustión, como te hemos explicado. Un proceso bastante molesto, diría yo.

—Tal vez, si no tuviera la esperanza de seguir avanzando. Un sistema de autolimpieza no es algo imposible. De hecho, estoy trabajando en un mecanismo capaz de descomponer alimentos sólidos que puedan contener algunas fracciones incombustibles, materia indigerible, por decirlo así, que será preciso desechar.

—Entonces tendrías que incorporarte un ano.

—El equivalente.

—¿Y qué más, Andrew?

—Todo lo demás.

—¿También genitales?

—Si se adecuan a mis planes. Mi cuerpo es una tela sobre la cual me propongo dibujar…

Magdescu esperó a que completara la frase, y cuando le pareció que no lo haría, la terminó él mismo.

—¿Un hombre?

—Ya veremos —dijo Andrew.

—Es una mezquina ambición, Andrew —dijo Magdescu—. Eres mejor que un hombre. Has ido cuesta abajo desde el instante en que optaste por el organicismo.

—Mi cerebro no se ha visto afectado.

—No, eso es cierto. Pero todo este nuevo progreso en los mecanismos protésicos que ha sido posible gracias a tus patentes, Andrew, se está comercializando con tu nombre. Estás reconocido como el inventor y se te honra por ello…, tal como eres. ¿Para qué seguir jugando con tu cuerpo?

Andrew no respondió.

Llegaron los honores. Aceptó el ingreso honorífico en varias sociedades de estudiosos, incluida una dedicada a la nueva ciencia creada por él; la ciencia que él había denominado robobiología y que luego había acabado llamándose protesiología.

En Norteamericana de Robot ofrecieron una cena testimonial en su honor para celebrar el sesquincentenario de su construcción. Andrew detectó algo de irónico en este hecho, pero no dijo nada a nadie.

Alvin Magdescu abandonó su retiro para presidir la cena. Él mismo tenía ya noventa y cuatro años y seguía con vida gracias a unos mecanismos protésicos que, entre otras cosas, cumplían las funciones del hígado y los riñones. La cena llegó a su momento culminante cuando Magdescu, tras un breve y emocionado discurso, levantó la copa para brindar por «el robot sesquicentenario».

Andrew se había hecho dibujar de nuevo los pliegues de la cara hasta ser capaz de expresar toda una gama de emociones, pero permaneció sentado en actitud solemnemente pasiva durante toda la ceremonia. No le gustaba ser un robot sesquicentenario.

17

Andrew abandonó finalmente la Tierra a causa de la protesiología. Durante las décadas que siguieron a la celebración de su sesquicentésimo aniversario, la Luna había llegado a convertirse en un mundo más terrestre que la Tierra, en todos los aspectos, excepto por su tracción gravitatoria, y en sus ciudades subterráneas habitaba una población bastante densa.

Los mecanismos protésicos que allí se utilizaban debían tener en cuenta la menor gravedad y Andrew pasó cinco años en la Luna, trabajando con los protesiólogos locales para efectuar las adaptaciones necesarias. Cuando no estaba trabajando, se paseaba entre la población de robots, todos los cuales le trataban con la obsequiosidad que un robot debe rendir a un hombre.

Regresó a una Tierra monótona y tranquila en comparación, y visitó las oficinas de Feingold y Martin para comunicarles su llegada.

El presente director de la empresa, Simón DeLong, tuvo una sorpresa.

—Nos habían anunciado su regreso, Andrew —dijo (y por poco no dice «señor Martin»)—, pero no confiábamos verle por aquí hasta la próxima semana.

—Comenzaba a impacientarme —dijo bruscamente Andrew. Deseaba ir pronto al grano—. En la Luna, Simón, estuve al frente de un equipo de investigación formado por veinte científicos humanos. Nadie discutía mis órdenes. Los robots lunares me trataban con la deferencia debida a un ser humano. ¿Por qué no soy, pues, un ser humano?

Una mirada cautelosa se asentó en los ojos de DeLong.

—Mi querido Andrew —dijo—, como usted mismo acaba de explicar, tanto los robots como los seres humanos le tratan como si fuera un ser humano. Por tanto, es un ser humano de facto.

—No me conformo con ser un ser humano de facto. Quiero que no sólo me traten como a un ser humano, sino también ser reconocido legalmente como tal. Quiero ser un ser humano de jure.

—Eso ya es otra cosa —dijo DeLong—. En ese caso toparíamos con el prejuicio humano y con el hecho indudable de que por mucho que usted se parezca a un ser humano, no es un ser humano.

—¿En qué sentido no lo soy? —preguntó Andrew—. Tengo la figura de un ser humano y órganos equivalentes a los de un ser humano. A decir verdad, mis órganos son idénticos a los de un ser humano protesizado. He contribuido artística, literaria y científicamente a la cultura humana en igual o mayor medida que cualquier ser humano ahora vivo. ¿Qué más puede pedírseme?

—Personalmente yo no pediría nada más. El problema es que se requerirá un acto de la Asamblea legislativa mundial definiéndole como ser humano, Y, francamente, no creo que eso pueda conseguirse.

—¿Podría hablar con algún miembro de la Legislatura?

—Con el presidente del Comité de Ciencia y Tecnología, tal vez.

—¿Podría concertarme una entrevista?

—Pero si usted no necesita intermediarios. Con su posición puede…

—No. Conciértela usted. —(A Andrew ni le pasó por la cabeza que le estaba dando una orden tajante a un ser humano. Se había acostumbrado a obrar así en la Luna.)— Quiero que sepa que la firma Feingold y Martin me respaldará en esto hasta el final.

—Bueno, verá…

—Hasta el final, Simón. En ciento setenta y tres años he contribuido mucho, de una u otra forma, a la prosperidad de esta compañía. En otros tiempos tuve deudas de gratitud personal con algunos miembros concretos de la sociedad. Pero ahora ya no es así. Ahora ocurre más bien lo contrario y pido que se me trate como me merezco.

—Haré todo lo posible —dijo DeLong.

18

El presidente del Comité de Ciencia y Tecnología procedía de la región del Asia oriental y era una mujer. Se llamaba Chee Li-Hsing y sus prendas transparentes (cuyos reflejos sólo oscurecían lo que ella deseaba oscurecer) le daban el aspecto de un objeto encerrado en una envoltura plástica.

—Simpatizo con sus deseos de obtener plenos derechos humanos —dijo—. En ciertos momentos de la historia hubo segmentos de la población humana que lucharon por conseguir plenos derechos humanos. Pero, ¿qué derechos puede usted desear que no tenga ya?

—Algo tan simple como mi derecho a la vida. Un robot puede ser desmontado en cualquier momento.

—Un ser humano puede ser ejecutado en cualquier momento.

—La ejecución sólo puede producirse tras un debido proceso judicial. Para desmantelarme no se precisa ningún juicio. Basta la palabra de un ser humano dotado de autoridad para acabar conmigo. Además…, además… —Andrew hizo un esfuerzo desesperado para no dejar entrever ninguna señal de súplica, pero sus imitaciones cuidadosamente diseñadas de la expresión y el tono de voz humanos le traicionaron—. Lo cierto es que quiero ser un hombre. Lo he deseado durante seis generaciones de seres humanos.

Li-Hsing le miró con oscuros ojos llenos de simpatía.

—La Asamblea legislativa puede aprobar una ley por la cual usted sea declarado hombre; podrían aprobar una ley declarando que una estatua de piedra fuera definida como un hombre. Pero que realmente lo hagan es tan poco probable en el primer caso como en el segundo. Los miembros de la Asamblea son tan humanos como el resto de la población y aún subsiste ese elemento de suspicacia contra los robots.

—¿Todavía ahora?

—Todavía ahora. Reconoceríamos el hecho de que usted ha merecido el premio de la humanidad y aun así subsistiría el temor de sentar un precedente indeseable.

—¿Qué precedente? Soy el único robot libre, el único de mi clase, y nunca habrá otro. Puede preguntárselo a Norteamericana de Robots.

—«Nunca» es un plazo muy largo, Andrew, o señor Martin, si así lo prefiere, pues personalmente le concederé con mucho gusto el tratamiento de hombre. Podrá comprobar que la mayor parte de los miembros de la Asamblea no querrán sentar el precedente, por inútil que resulte ese precedente. Señor Martin, cuenta usted con mis simpatías, pero no puedo darle esperanzas. En realidad…

Se apoyó en el respaldo del asiento y su frente se llenó de arrugas.

—En realidad, si la discusión llega a caldearse demasiado, podría surgir perfectamente, tanto en el seno de la Asamblea legislativa como fuera de ella, un cierto sentimiento en favor de ese desmantelamiento que usted mencionaba antes. Eliminarle a usted podría acabar pareciendo la manera más sencilla de resolver el dilema. Téngalo en cuenta antes de decidirse a llevar adelante el asunto. '

—¿No se acordará nadie de la técnica de la protesiología, que se debe casi por completo a mí? —preguntó Andrew.

—Tal vez le parezca cruel, pero no, no lo recordarán. O si lo recuerdan, ello se volverá en su contra. Dirán que sólo lo hizo pensando en su propio interés. Dirán que esos inventos formaban parte de una campaña destinada a robotizar a los seres humanos, o a humanizar a los robots; y en cualquier caso que fue algo perverso y retorcido. Nunca ha sido usted objeto de una campaña de descrédito político, señor Martin, y puedo decirle que sobre usted caerán unas calumnias que ni usted ni yo podríamos considerar concebibles y que habrá quien se lo creerá todo. Señor Martin, no se complique la vida.

Se levantó, y parecía pequeña y casi infantil, junto a la figura sentada de Andrew.

—¿Me apoyará si decido luchar por mi humanidad? —inquirió Andrew.

Ella lo pensó y luego dijo:

—Le apoyaré… mientras pueda. Si en cualquier momento veo que esa postura puede constituir una amenaza para mi futuro político, tal vez tenga que abandonarle, pues no es un problema que afecte a mis convicciones más fundamentales. He procurado ser sincera con usted.

—Gracias, y no voy a pedirle nada más. Tengo la intención de librar esta batalla sin pararme a considerar las consecuencias, sólo le pediré que me ayude hasta donde sea capaz de hacerlo.

19

No fue un combate directo. En Feingold y Martin le aconsejaron paciencia y Andrew musitó tristemente que poseía una reserva inagotable de ella. La firma Feingold y Martin inició entonces una campaña para restringir y delimitar el área de combate.

Interpuso una demanda judicial negando la obligación de pagar unas cantidades que adeudaba a un individuo provisto de un corazón protésico, alegando que la posesión de un órgano robótico suprimía el carácter humano, y con él los derechos constitucionales de un ser humano.

Los abogados plantearon el caso con habilidad y pertinacia, perdiendo a cada paso pero consiguiendo forzar siempre una decisión" lo más amplia posible, y planteándola luego ante el Tribunal Mundial por vía de apelación.

El asunto requirió años, y millones de dólares.

Cuando se dictó la sentencia final, DeLong celebró el equivalente de una fiesta victoriosa con motivo del juicio perdido. Naturalmente, Andrew también estuvo presente en las oficinas de la compañía ese día.

—Hemos conseguido dos cosas, Andrew —dijo DeLong—, y las dos son buenas. En primer lugar, hemos dejado sentado el hecho de que por muchos artefactos que lleve el cuerpo humano no por eso deja de ser un cuerpo humano. En segundo lugar, hemos encauzado la intervención de la opinión pública en el tema de tal manera que se ha inclinado ferozmente en favor de una amplia interpretación de la humanidad, pues no existe actualmente ningún ser humano que no confíe en usar una prótesis„si ello ha de permitirle prolongar su vida.

—¿Y cree usted que la Asamblea legislativa me concederá ahora mi humanidad? —preguntó Andrew.

DeLong parecía ligeramente incómodo.

—En cuanto a eso, no puedo mostrarme optimista. Queda aún el órgano concreto que el Tribunal Mundial ha señalado como criterio de humanidad. Los seres humanos poseen un cerebro celular orgánico y los robots tienen un cerebro positrónico de platino e iridio, suponiendo que tengan cerebro, y tu cerebro desde luego es positrónico… No, Andrew, no me mires así. No poseemos los conocimientos suficientes para reproducir el funcionamiento de un cerebro celular con estructuras artificiales lo suficientemente semejantes al tipo orgánico para que pudieran quedar incluidas en la decisión del Tribunal. Ni tú mismo podrías lograr eso.

—¿Qué debemos hacer, pues?

—Intentarlo, desde luego. La diputado Li-Hsing nos apoyará y también lo hará un número creciente de otros miembros de la Asamblea. El presidente acatará sin duda la decisión de la mayoría de la Asamblea legislativa sobre este tema.

—¿Contamos con una mayoría?

—No, ni mucho menos. Pero podríamos conseguirla si el público manifiesta su deseo de que se establezca una amplia interpretación de la humanidad que también sea extensible a ti. Una pequeña probabilidad, debo reconocerlo, pero si no quieres abandonar, tendremos que confiar en ella.

—No quiero abandonar.

20

La diputado Li-Hsing era considerablemente más vieja que cuando Andrew la había conocido por primera vez. Hacía tiempo que había dejado de lucir aquellas ropas transparentes. Ahora llevaba el cabello muy corto y se cubría con una prenda tubular. Andrew, en cambio, seguía aferrándose, tan fielmente como le era posible dentro de los límites de un razonable buen gusto, al estilo de vestir en vigor cuando por primera vez había comenzado a usar ropas, hacía de eso ya más de un siglo.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido, Andrew —dijo la diputado—. Lo intentaremos una vez más después del descanso, pero, si he de serte sincera, la derrota es segura y será preciso olvidarse de todo el asunto. Todos mis últimos esfuerzos sólo han servido para asegurarme una indiscutible derrota en la próxima campaña electoral.

—Lo sé —dijo Andrew— y eso me preocupa. Usted dijo una vez que me abandonaría si las cosas llegaban a ese punto. ¿Por qué no lo ha hecho?

—Uno puede cambiar de parecer, como sabes muy bien, Por alguna razón, abandonarte a ti parecía un precio más alto del que estaba dispuesta a pagar por un período más en el cargo. Tal como están las cosas, llevo más de un cuarto de siglo en la Asamblea legislativa. Con eso ya basta.

—¿No hay manera de hacerles cambiar de opinión, Chee?

—Hemos hecho cambiar a todos aquellos que se avienen a razones. El resto, la mayoría, no renunciarán a sus antipatías emocionales.

—La antipatía emocional no es motivo válido para votar en uno u otro sentido.

—Lo sé, Andrew, pero no reconocen que actúan movidos por una antipatía emocional.

—Todo se reduce, pues, al cerebro —dijo Andrew cautelosamente—. Pero ¿tenemos que quedarnos al nivel de células versas positrones? ¿No hay manera de imponer una definición funcional? ¿Es preciso decir que el cerebro está hecho de esto o de aquello? ¿No podríamos decir que el cerebro es algo, cualquier cosa, capaz de un cierto nivel de razonamiento?

—No servirá —dijo Li-Hsing—. Tu cerebro es obra del hombre, el cerebro humano, no. Tu cerebro ha sido construido, el suyo se ha desarrollado. Para cualquier ser humano decidido a mantener la barrera que le separa de un robot, esas diferencias constituyen una muralla de acero de un kilómetro de altura y otro tanto de espesor.

—Si pudiésemos llegar a la fuente de su antipatía…, la fuente misma…

—Con todos los años que tienes —dijo tristemente Li-Hsing—, todavía pretendes convencer al ser humano con razonamientos. Pobre Andrew, no te enfades, pero es el robot que hay en ti que te impulsa en esa dirección.

—No lo sé —dijo Andrew—. Si pudiera llegar a…

1 (continuación)

Si pudiera llegar a…

Hacía largo tiempo que sabía que podía llegar ese momento, y por fin estaba ante el cirujano. Encontró uno, lo suficientemente preparado para la tarea de que se trataba, lo cual significaba un cirujano robot, pues ningún cirujano humano hubiera sido de fiar en ese aspecto, tanto en lo tocante a su habilidad como en cuanto a sus intenciones.

El cirujano no podría haber efectuado esa operación sobre un ser humano, de modo que Andrew, después de posponer el momento de la decisión con una triste introspección que reflejaba los confusos sentimientos que le embargaban, dejó sin efecto la primera ley con estas palabras:

—Yo también soy un robot.

Luego, con la misma firmeza con que había aprendido a dirigir la palabra incluso a los seres humanos a lo largo de las últimas décadas, dijo:

—Te ordeno que efectúes esa operación sobre mí. En ausencia de la primera ley, una orden expresada con tanta firmeza por alguien de aspecto tan parecido a un hombre activó la segunda ley en la medida suficiente para surtir el efecto deseado.

21

La sensación de debilidad de Andrew era totalmente imaginaria, estaba seguro. Se había recuperado de la operación.

Sin embargo, se apoyó contra la pared tan discretamente como pudo. Sentarse hubiera resultado un gesto demasiado revelador.

—Esta semana tendrá lugar la votación final —dijo Li-Hsing—. Ya no he podido retrasarla más, y no tenemos más remedio que perder… Y todo habrá terminado, Andrew.

—Le agradezco la habilidad con que ha sabido aplazar la votación —dijo Andrew—. Ello me ha permitido disponer del tiempo necesario y he jugado la carta que debía jugar.

—¿Qué carta es ésa? —preguntó Li-Hsing sin ocultar su preocupación.

—No podía decírselo a usted, ni a la gente de Feingold y Martin. Seguro que me lo hubieran impedido. Escúcheme bien: si el tema objeto de discusión es el cerebro, ¿no es la cuestión de la inmortalidad la mayor diferencia de todas? ¿A quién le importa la apariencia de un cerebro o su constitución o su origen? Lo que importa es que las células del cerebro mueren; deben morir. Aun cuando todos y cada uno de los restantes órganos del cuerpo se conserven o se sustituyan, las células cerebrales, que no pueden ser reemplazadas sin alterar, y por tanto matar, la personalidad, finalmente deben morir.

»Mis propios circuitos positrónicos han durado casi dos siglos sin sufrir ninguna alteración perceptible, y pueden durar varios siglos más. ¿No es ésa la barrera fundamental? Los seres humanos pueden tolerar a un robot inmortal, pues nada importa cuánto pueda durar una máquina. Pero no pueden tolerar la existencia de un ser humano inmortal, pues su propia mortalidad sólo es soportable en tanto y en cuanto es universal. Y ése es el motivo de que no quieran aceptarme como ser humano.

—¿Adonde quieres ir a parar, Andrew? —dijo Li-Hsing.

—He eliminado ese problema. Hace varias décadas, mi cerebro positrónico fue conectado a nervios orgánicos. Ahora, una última operación ha modificado esa conexión de forma que lenta, muy lentamente, mis circuitos irán perdiendo su potencial.

El rostro surcado de finas arrugas de Li-Hsing permaneció inexpresivo por un instante. Luego apretó los labios.

—¿Quieres decir que has preparado tu muerte, Andrew?

No puedes haber hecho eso. Va contra la tercera ley.

—No —dijo Andrew—. He escogido entre mi propia muerte y la muerte de mis aspiraciones y deseos. Dejar que mi cuerpo siguiera viviendo a costa de esa muerte mayor habría sido violar la tercera ley.

Li-Hsing le apretó el brazo como si quisiera sacudirlo. Luego se contuvo.

—Andrew, no servirá de nada. Déjalo todo como estaba.

—No puede ser. El daño causado ha sido demasiado grande. Me queda un año de vida, poco más o menos. Llegaré a cumplir el bicentésimo aniversario de mi construcción. He tenido la debilidad de planificarlo de este modo.

—¿Cómo puede merecer la pena algo así? Andrew, estás loco.

—Si consigo la humanidad, habrá valido la pena. Si no la consigo, habrá terminado mi lucha por conseguirla, y también habrá valido la pena.

Y Li-Hsing hizo algo de lo que ella misma se sorprendió. Muy quedamente, se echó a llorar.

22

Fue curiosa la manera en que ese último acto hizo volar la imaginación de la humanidad. Todo lo que Andrew había hecho hasta entonces no había logrado conmoverles. Pero finalmente había aceptado hasta la muerte para llegar a ser humano, y ése era un sacrificio demasiado grande para que pudieran rechazarlo.

La ceremonia final se hizo coincidir, de forma totalmente deliberada, con su bicentenario. El presidente del mundo debía firmar el acta y darle carácter de ley y podría contemplarse la ceremonia a través de la cadena global, la cual también la retransmitiría al Estado de la Luna e incluso a la colonia de Marte.

Andrew estaba sentado en una silla de ruedas. Aún podía caminar, pero le temblaban las piernas.

Ante los ojos de toda la humanidad, el presidente del mundo declaró:

—Hace cincuenta años fuiste declarado Robot Sesquicentenario, Andrew. —Siguió una pausa y luego añadió en tono más solemne—: Hoy os declaramos Hombre Bicentenario, señor Martin.

Y Andrew alargó la mano, sonriente, para estrechar la del presidente.

23

Los pensamientos de Andrew iban difuminándose lentamente mientras yacía allí en la cama.

Se aferró desesperadamente a ellos. ¡Un hombre! ¡Era un hombre! Quería que ése fuera su último pensamiento. Quería disolverse —morir— con esa idea.

Abrió los ojos una vez más y por última vez distinguió la figura de Li-Hsing que le velaba solemnemente. Había otros, pero ésos sólo eran sombras, sombras inidentificables. Sólo la figura de Li-Hsing se recortaba contra el gris cada vez más intenso. Lentamente, centímetro a centímetro, le alargó la mano, y muy débil y lejanamente sintió que ella se la estrechaba.

Su figura fue desvaneciéndose ante sus ojos, mientras el último de sus pensamientos se le escurría también gota a gota.

Pero antes de que ella desapareciera por completo, una última idea fugaz acudió a su mente y permaneció allí un instante antes de que todo se detuviera.

—Pequeña señorita —susurró, en voz demasiado baja para que alguien le oyera.

* * *

En los viejos tiempos, uno escribía ciencia ficción para las revistas de ciencia ficción. De hecho, una vez, bromeando, John Campbell definió así este indefinible campo: «Ciencia ficción es lo que compran los editores de ciencia ficción».

Pero hoy día todo tipo de editores la compran y no me extraña recibir encargos de las fuentes más improbables. Por ejemplo, en el verano de 1975 recibí un encargó de una revista llamada «High Fidelity»; me pedían un relato de ciencia ficción de 2500 palabras, que transcurriese en un futuro de unos veinticinco años y que tocase algún tema relacionado con la grabación de sonidos.

Me sedujo lo restringido de las condiciones delimitadoras, pues eran todo un desafío. Naturalmente, le expliqué al editor que no sabía nada de música ni de grabación de sonidos, pero descartó impaciente este comentario, que pareció considerar irrelevante. Comencé el cuento el 18 de septiembre de 1975, y cuando estuvo terminado, el editor lo encontró de su agrado. Sugirió algunas modificaciones destinadas a suprimir parte de la estela de mi analfabetismo musical, y el cuento se publicó en la revista en abril de 1976.