13

Walden se quedó paralizado.

Su primer pensamiento fue para Charlotte. Allí era vulnerable; los guardaespaldas estaban concentrados en Aleks y ella no tenía quien la protegiese, salvo la servidumbre.

«¿Cómo pude ser tan estúpido?», pensó.

Estaba casi igualmente preocupado por Aleks. El muchacho era prácticamente como un hijo para Walden. Pensaba que estaría seguro en la casa solariega de Walden… y ahora Félix se dirigía hacia allí, con un arma o una bomba para matarlo y quizá matar también a Charlotte, y saborear el tratado…

—¿Por qué demonios no lo detuvieron? —explotó Walden.

Thomson respondió sosegadamente:

—No creo que sea una buena idea que un hombre solo haga frente a nuestro amigo Félix, ¿usted sí? Hemos visto lo que puede hacer frente a varios hombres.

Parece que no le preocupa ni su propia vida. Mi hombre tiene instrucciones de seguirlo e informar.

—No basta…

—Lo sé, Milord —interrumpió Thomson.

Churchill intervino:

—Calma, caballeros. Al menos sabremos dónde está el individuo. Con todos los recursos del Gobierno de Su Majestad a nuestra disposición, lo cogeremos. ¿Qué propone usted, Thomson?

—En realidad, ya lo he hecho, señor. Hablé por teléfono con el jefe de Policía del Condado. Tendrá un destacamento de hombres esperando en el apeadero de Walden Hall para arrestar a Félix cuando baje del tren. Mientras tanto, en el supuesto de que algo fallara, mi hombre se pegará a él como la cola.

—No dará resultado —aseguró Walden—. Paren el tren y arréstenlo antes de que se acerque a mi casa.

—Sí, también lo pensé —dijo Thomson—, pero eso implica más riesgos que ventajas. Es mucho mejor que se crea a salvo y cogerlo luego desprevenido.

—De acuerdo —dijo Churchill.

—¡No es su casa! —terció Walden.

—Pero será mejor dejar esto en manos de profesionales —insistió Churchill.

Walden se dio cuenta de que no iba a poder con ellos. Se puso en pie.

—Ahora mismo me voy a «Walden Hall”. ¿Viene usted, Thomson?

—Esta noche, no. Voy a detener a esa mujer llamada Callahan. Una vez que hayamos cogido a Félix, se iniciará un proceso y ella va a ser nuestra testigo principal. Bajaré mañana para interrogar a Félix.

—No sé cómo puede estar usted tan seguro —exclamó Walden irritado.

—Esta vez lo cogeremos —insistió Thomson.

—Ojalá.

El tren se puso en marcha al caer la tarde. Félix observaba la puesta del sol tras los campos de trigo de Inglaterra. No era lo suficientemente joven como para considerar algo normal el transporte mecánico; para él, viajar en tren era casi mágico. Un muchacho que había recorrido las praderas rusas a pie, calzado con zuecos, no podía haber soñado esto.

Estaba solo en el vagón, a excepción de un joven que parecía empeñado en leer la edición vespertina del Pall Mall Gazette, línea por línea. El humor de Félix era casi festivo.

Mañana por la mañana vería a Charlotte. ¡Qué elegante estaría montada a caballo, con el aire agitando su cabello! Trabajarían juntos. Ella le diría dónde estaba la habitación de Orlov, dónde podía encontrarlo a diferentes horas del día. Le ayudaría a conseguir un arma.

Se daba cuenta de que su alegría se debía a la carta recibida. Ella estaba de su lado ahora, pasara lo que pasara. Salvo…

Salvo que él le había dicho que iba a secuestrar a Orlov. Cada vez que se acordaba de esto se retorcía en su asiento. Intentaba quitárselo de la cabeza, pero era como una especie de comezón que no cesaba y obligaba a rascarse. «Bien —pensó—, ¿qué tengo que hacer? Por lo menos, debo empezar a prepararla para la noticia. Quizá deba decirle que soy su padre. ¡Menudo golpe para ella!» Por un momento le tentó la idea de marcharse, de esfumarse y no volver a verla jamás; dejarla en paz. «No —pensó—; no es ese su destino ni tampoco el mío.» «Me pregunto cuál será mi destino, después de matar a Orlov. ¿Moriré?» Movió la cabeza, como si pudiera ahuyentar aquel pensamiento con la misma facilidad que si se tratara de una mosca. No era momento para la tristeza. Tenía planes que hacer.

«¿Cómo mataré a Orlov? En la casa de campo de un conde se podrá robar algún arma.

Charlotte puede decirme dónde están, o traerme una. Si eso fallara, habrá cuchillos en la cocina. Y también tengo que contar simplemente con mis manos.» Hizo una flexión con sus dedos.

«¿Tendré que entrar en la casa o saldrá Orlov? ¿Lo haré de día o de noche? ¿Mataré también a Walden? Políticamente, la muerte de Walden no es necesaria, pero en cualquier caso me gustaría matarlo. Se trata de algo personal…» Pensó otra vez en Walden cuando cogió la botella. «No subestimes a ese hombre —se dijo a sí mismo—.

Tengo que buscar una coartada para Charlotte. Nadie se tiene que enterar jamás de que me ayudó.» El tren aminoró la marcha y entró en una pequeña estación rural. Félix intentó recordar el mapa que había visto en la estación de Liverpool Street. Le parecía recordar que el apeadero de Walden Hall era la cuarta estación después de aquella.

Su compañero de viaje terminó por fin de leer el Pall Mall Gazette, dejándolo en el asiento que tenía al lado. Félix decidió que no podía preparar el asesinato hasta ver la topografía del terreno, así que preguntó:

—¿Me permite leer su periódico?

El hombre se mostró sorprendido. «Los ingleses no hablan en el tren con desconocidos», recordó Félix.

—No faltaría más —contestó el hombre.

Félix había aprendido que esta frase significaba que sí. Cogió el periódico.

—Gracias.

Echó una mirada a los titulares. Su compañero miraba por la ventanilla como si estuviera preocupado. Llevaba el pelo al estilo que estaba de moda cuando Félix era niño. Intentó recordar la palabra…, patillas, esa era la palabra.

Patillas.

«¿Quiere otra vez su habitación? La he alquilado a otro, pero lo echaré; lleva patillas, y yo nunca he podido aguantar a los que llevan patillas.» Y ahora Félix se acordó de que este era el mismo hombre que se puso tras él en la cola de la taquilla de la estación.

Sintió miedo, como si le clavaran un puñal.

Mantuvo el periódico ante su rostro, por si sus pensamientos se reflejaban en su expresión. Trató de pensar clara y sosegadamente. Algo de lo que Bridget había dicho hizo sospechar a la Policía lo suficiente como para mantener vigilada su casa. Lo habían hecho, simplemente, alojando a un detective en la habitación que Félix había dejado vacante. El detective había observado la visita de Félix, lo había reconocido y lo había seguido hasta la estación. Situado detrás de él en la cola, le había oído pedir billete para el apeadero de Walden Hall y compró un billete para el mismo destino. Luego había subido al tren a la vez que Félix.

No, no exactamente. Félix había estado sentado en el tren durante unos diez minutos antes de que este partiera. El hombre de las patillas saltó al tren en el último instante.

¿Qué había estado haciendo durante esos minutos de diferencia?

Probablemente una llamada telefónica.

Félix imaginó la conversación. El detective estaba sentado en el despacho del jefe de estación, diciendo por teléfono:

—El anarquista volvió a la casa de Cork Street, señor. Ahora lo estoy siguiendo.

—¿Dónde está usted?

—En la estación de Liverpool Street. Compró un billete para el apeadero de Walden Hall. Ahora está en el tren.

—¿Ya ha partido?

—Faltan unos… siete minutos.

—¿Hay policías en la estación?

—Sólo una pareja.

—No basta… Se trata de un hombre peligroso.

—Puedo hacer que el tren se retrase mientras usted envía refuerzos.

—Nuestro anarquista puede sospechar y largarse. No. Quédese usted con él…

Félix se preguntó qué iban a hacer ahora. Podrían sacarlo del tren en algún lugar del trayecto, o esperar a detenerlo en el apeadero de Walden Hall.

En cualquier caso tenía que apearse del tren sin perder un segundo.

¿Qué hacer con el detective? Dejarlo atrás, en el tren, sin poder dar la alarma, de manera que él tuviera tiempo para desaparecer.

«Podría atarlo, si tuviera con qué —pensó Félix—. Podría dejarlo inconsciente si tuviera algo pesado y duro para hacerlo. Podría estrangularlo, pero llevaría tiempo y alguien podría verlo. Podría arrojarlo desde el tren, pero quiero dejarlo en el tren…» El tren empezó a aminorar su marcha. «Tal vez estén esperándome en la próxima estación —pensó—. Ojalá tuviera un arma. ¿Irá armado el detective? Lo dudo. Podría romper la ventanilla y usar un trozo de cristal para cortarle el cuello…, pero eso llamaría, seguramente, la atención de la gente.» «Tengo que bajarme del tren.» Se veían varias casas junto a la vía del tren. El convoy hacía su entrada en una aldea o pueblo pequeño.

Los frenos chirriaron y la estación apareció lentamente. Félix buscó ansiosamente alguna trampa policial. El andén aparecía vacío. La locomotora traqueteó al pararse, soltando vapor.

La gente empezó a apearse. Varios pasajeros pasaron por delante de la ventanilla de Félix, dirigiéndose hacia la salida. Era una familia compuesta por dos niños pequeños, una mujer que llevaba una sombrerera y un hombre alto que vestía traje de tweed.

«Podría golpear al detective —pensó—, pero es difícil dejar inconsciente a alguien sólo con los puños.» Por otra parte, la trampa de la Policía podía estar montada en la próxima estación. Tenía que bajarse ahora. Sonó un silbato.

El detective parecía sorprendido cuando Félix le preguntó:

—¿Hay lavabo en el tren?

—Pues…, seguro que sí —contestó.

—Gracias.

«No sabe si creerme o no», pensó Félix.

Salió del compartimiento y recorrió el pasillo hacia el final del vagón. El tren dio un tirón hacia delante. Félix miró hacia atrás. El detective asomaba la cabeza fuera del compartimiento. Félix entró en el lavabo y volvió a salir. El detective seguía mirando.

El tren aumentó su velocidad. Félix se dirigió hacia la puerta del vagón y el detective se le acercó corriendo.

Félix se volvió y le propinó un puñetazo en pleno rostro. El golpe paró en seco al detective. Félix lo golpeó nuevamente en el estómago. Una mujer empezó a gritar.

Félix lo cogió por el abrigo y lo arrastró al interior del lavabo. El detective forcejeó y soltó un puñetazo sin dirección, pero que alcanzó a Félix en las costillas, arrancándole un gemido. Consiguió coger con ambas manos la cabeza del detective y la golpeó contra el borde del lavabo. El tren seguía cobrando velocidad. Félix golpeó repetidamente la cabeza del detective y el hombre se desplomó. Félix lo dejó caer y salió del lavabo. Se dirigió hacia la puerta y la abrió. El tren se movía a la velocidad de una carrera normal.

Una mujer, lívida, lo observaba todo desde el otro extremo del pasillo. Félix saltó, La puerta se cerró de golpe. Puso pie en tierra sin dejar de correr. Perdió el equilibrio sin llegar a caerse. El tren siguió aumentando la velocidad.

Félix se dirigió andando hacia la salida.

—Se apeó usted un poco tarde —le dijo el encargado de recoger los billetes.

Félix asintió y le entregó su billete.

—Con este billete ha de bajar tres estaciones más adelante —le explicó el empleado.

—Cambié de parecer en el último momento.

Se oyó un chirrido de frenos. Ambos dirigieron la vista hacia la vía. El tren se detenía; alguien había tirado de la señal de alarma.

—¡Anda! ¿Qué pasa ahora? —exclamó el ferroviario.

Félix se limitó a encogerse de hombros y a comentar:

—¡Vaya usted a saber!

Estaba a punto de echar a correr, pero era lo peor que podía hacer.

El empleado no sabía qué hacer, dividido entre la sospecha que le inspiraba Félix y su preocupación por el tren finalmente murmuró: «Aguarde aquí», y se fue corriendo al andén. El tren se había parado a unos cien metros de la estación. Félix vio cómo el ferroviario corría hacia el extremo del andén y bajaba a la vía.

Miró alrededor. Estaba solo. Abandonó apresuradamente la estación y se metió en el pueblo.

Unos minutos más tarde, un coche de la Policía con tres ocupantes dentro pasó ante él a toda velocidad, dirigiéndose a la estación.

En las afueras del pueblo, Félix saltó una verja y se pió en un trigal, donde se echó a esperar que anocheciera.

El enorme «Lanchester» rugía mientras se dirigía a «Walden Hall”. Todas las luces de la casa estaban encendidas. Un hombre uniformado estaba junto a la entrada y otro recorría, con un centinela, la terraza. Pritchard detuvo el coche. El policía de la entrada saludó en posición de firmes. Pritchard le abrió la puerta del coche y Walden se apeó.

Mrs. Braithwaite, el ama de llaves, salió de la casa para saludarlo.

—Buenas tardes, Milord.

—¿Qué tal, Mrs. Braithwaite? ¿Quién está aquí?

—Sir Arthur está con el príncipe Orlov en la sala de…

Walden hizo un movimiento con la cabeza y juntos entraron en la casa. Sir Arthur Langley era el jefe de Policía y había sido condiscípulo de Walden.

—¿Ha cenado ya, Milord? —preguntó Mrs. Braithwaite.

—No.

¿Le apetecería un trozo de empanada de carne y una copilla de vino de Borgoña?

—Lo dejo a su elección.

—De acuerdo, Milord.

Mrs. Braithwaite se retiró y Walden entró en la sala donde Aleks y Sir Arthur estaban apoyados en la repisa de la chimenea, cada uno con una copa de coñac en la mano.

Ambos iban vestidos de etiqueta.

—Qué tal, Stephen? ¿Cómo está? —saludó Sir Arthur.

Walden le estrechó la mano.

—¿Cogisteis al anarquista?

—Lamento decir que se nos escurrió de entre los dedos.

—Maldición! —exclamó Walden—. ¡Me lo temía! Nadie quiso hacerme caso. —Recordó los buenos modales y dio la mano a Aleks—. No sé qué decirte, querido amigo… debes pensar que somos un hatajo de imbéciles. —Se volvió hacia Sir Arthur—: ¿Qué demonios ocurrió?

—Félix saltó del tren en Tingley.

—¿Dónde estaba el fabuloso detective de Thomson?

—En el lavabo, con la cabeza rota.

—Maravilloso —dijo Walden, amargado, y se dejó caer en una silla.

—Cuando se dio la alarma a la Policía del pueblo, Félix ya había desaparecido.

—Viene hacia aquí te das cuenta de ello?

—Desde luego —dijo Sir Arthur con tono suave.

—Se ha de ordenar a tus hombres que la próxima vez que lo vean, disparen.

—En teoría, sí, pero no llevan armas, como es bien sabido.

—¡Maldita sea! Pues tendrían que llevar.

—Creo que tienes razón, pero la opinión pública…

—Antes de hablar de este tema, dime qué se está haciendo.

—Muy bien. Tengo cinco patrullas cubriendo las carreteras que enlazan este lugar y Tingley.

—No lo verán en la oscuridad.

—Quizá no, pero con su presencia, si no se logra detenerlo del todo, por lo menos tendrá que retrasarse.

—Lo dudo. ¿Qué más?

—He traído un agente y un sargento para que vigilen la casa.

—Los vi ahí fuera.

—Los relevarán cada ocho horas, de noche y de día. El príncipe ya tiene dos guardaespaldas de la Brigada Especial, y Thomson enviará aquí un coche con cuatro más esta misma noche. Harán turnos de doce horas, de manera que en todo momento tenga tres hombres a su lado. Mis hombres no están armados, pero los de Thomson sí. Tienen revólveres. Mi recomendación es que el príncipe Orlov permanezca en su habitación hasta que cojamos a Félix, y que los guardaespaldas le sirvan sus alimentos y demás.

—Haré lo que me pide —dijo Aleks.

Walden le echó una mirada. Estaba pálido pero sereno. «Es valiente —pensó—. Yo, en su caso, estaría bramando contra la incompetencia de la Policía británica.»

—No creo que unos cuantos guardaespaldas sean suficientes. Necesitamos un ejército —recalcó Walden.

—Tendremos uno mañana por la mañana —replicó Sir Arthur—. Empezaremos a buscarlo a las nueve.

—¿Por qué no al amanecer?

—Porque el ejército hay que reunirlo. Acudirán aquí ciento cincuenta hombres. Vendrán de todo el Condado. En su mayoría ahora están durmiendo. Se les tendrá que ir a avisar y dar órdenes para que se dirijan hacia aquí.

Mrs. Braithwaite entró con una bandeja. Había empanada de carne fría, medio pollo, un plato con ensaladilla de patata, pan, salchichas frías, rodajas de tomate, un trozo de queso Cheddar, varias clases de salsas y un poco de fruta.

La seguía un criado con una botella de vino, una jarra de leche, una cafetera, un plato de helado, un pastel de maní, y la mitad de una tarta grande de chocolate. El lacayo dijo:

—Me temo que el borgoña aún no está en su punto, Milord. ¿Lo sirvo?

—Sí, tenga la bondad.

El criado se ocupó de disponer una mesita de servicio. Walden tenía hambre, pero su nerviosismo le impedía comer. «Me imagino que tampoco podré dormir», pensó.

Aleks se sirvió más coñac.

«Bebe continuamente», consintió Walden.

Sus movimientos eran intencionados y mecánicos, como si se mantuviera bajo un rígido autocontrol.

—¿Dónde está Charlotte? —preguntó repentinamente Walden.

—Se fue a la cama —contestó Aleks.

—No debe salir de casa mientras estén así las cosas.

—¿Se lo voy a decir, Milord? —intervino Mrs. Braithwaite.

—No, no la despierte. La veré en el desayuno. —Walden tomó un sorbo de vino, con la esperanza de que lo relajara un poco—. Te podríamos volver a cambiar de sitio, Aleks, si dices que así te vas a sentir mejor.

Aleks hizo una mueca a manera de sonrisa.

—No sé de qué iba a servir, ¿no crees? Félix siempre acaba por encontrarme. El mejor plan es ocultarme en mi habitación, firmar cuanto antes el tratado, y volver a casa.

Walden asintió con la cabeza. Los criados se retiraron de la sala de estar. Sir Arthur dijo:

—Bien, hay algo más, Stephen. —Parecía turbado—. Me refiero a qué fue lo que hizo que Félix se decidiera, de pronto, a tomar el tren con destino al apeadero de Walden Hall.

El pánico había impedido a Walden pensar en ello.

—Sí, por Dios, ¿cómo lo averiguaría?

—A mi entender, sólo dos grupos de personas sabían adónde había ido el príncipe Orlov.

Uno es el del personal de la Embajada que ha estado enviando y recibiendo los telegramas. El otro grupo es su personal empleado aquí.

—¿Un traidor entre mis criados? —exclamó Walden.

La idea le produjo un escalofrío.

—Sí —respondió Sir Arthur, vacilante—. O, naturalmente, entre los familiares.

La cena organizada por Lydia resultó un desastre. Con Stephen fuera, su hermano George tenía que hacer de anfitrión, lo cual hacía desigual el número de invitados. Y lo que era peor, Lydia estaba tan distraída, que su conversación apenas era cortés y en absoluto animada. Todos, salvo los invitados más benevolentes, preguntaron por Charlotte, sabiendo muy bien que había caído en desgracia. Lydia decía simplemente que se había ido al campo a pasar unos días de descanso. Hablaba mecánicamente, sin saber apenas lo que decía. Por su cabeza desfilaba una pesadilla tras otra: arrestaban a Félix, disparaban contra Stephen, apaleaban a Félix, Stephen sangraba, Félix corría, Stephen se moría.

Quería contar a alguien cómo se sentía, pero con sus invitados sólo podía hablar del baile de la noche pasada, de las perspectivas de la regata de Coves, de la situación en los Balcanes y del presupuesto de Lloyd George.

Por fortuna, nadie se entretuvo tras la cena; todos iban a un baile, a una reunión o a un concierto. Apenas se hubo marchado el último, Lydia pasó al vestíbulo y descolgó el teléfono. No podía hablar con Stephen porque la línea telefónica todavía no llegaba a Walden Hall, así que llamó a la casa de Winston Churchill, en Eccleston Square. Estaba fuera. Probó en vano con el Almirantazgo, el Número Diez y el Club Liberal. Tenía que saber lo que había ocurrido. Finalmente, pensó en Basil Thomson y telefoneó a Scotland Yard. Thomson seguía en su despacho, trabajando hasta tarde.

—Lady Walden, ¿cómo está usted? —contestó.

«¡La gente debe ser cortés!», pensó Lydia, y preguntó:

—¿Qué noticias hay?

—Malas, por desgracia. Nuestro amigo Félix se nos escurrió nuevamente de entre los dedos. Una sensación de alivio inundó a Lydia.

—Gracias…, gracias —dijo.

—No creo que deba preocuparse demasiado —siguió Thomson—. El príncipe Orlov está ahora bien vigilado.

Lydia se ruborizó de vergüenza; estaba tan contenta de que Félix estuviera a salvo que por un momento había dejado de pensar en Aleks y Stephen.

—Intentaré no preocuparme —respondió—. Buenas noches.

—Buenas noches, Lady Walden.

Colgó el teléfono, subió las escaleras y llamó con el timbre a su doncella para que la ayudara a desvestirse. Se sentía aturdida. Nada se resolvía; aquellos a quienes amaba, seguían en peligro. ¿Durante cuánto tiempo se iba a prolongar aquello? Félix no desistiría, estaba segura, a no ser que lo cogiesen.

La doncella llegó y le desabrochó el vestido y los lazos del corsé. Algunas damas confiaban en sus doncellas, Lydia lo sabía. Ella, no; una vez en San Petersburgo…

Decidió escribir a su hermana, ya que era demasiado temprano para acostarse. Le dijo a la doncella que le trajese papel de carta de la sala de estar. Se echó encima un chal y se sentó junto a la ventana abierta, fijando la vista en la oscuridad del parque. Caía la noche.

No había llovido en tres meses, pero en los últimos días el tiempo había cambiado y pronto, con toda seguridad, llegarían las tormentas.

La doncella entró con papel, plumas, tinta y sobres. Lydia cogió una hoja de papel y escribió:

Querida Tatiana…

No sabía por dónde empezar.

¿Cómo puedo explicar lo de Charlotte —pensó— cuando ni yo misma la entiendo? Y no me atrevo a decir nada sobre Félix, ya que Tatiana se lo diría al Zar, y si el Zar se enterara de cuán cerca de la muerte ha estado Aleks… Félix es tan listo. ¿Cómo demonios averiguaría dónde se ocultaba Aleks? ¡Ni siquiera quisimos decírselo a Charlotte!

Charlotte. Lydia se quedó fría.

¿Charlotte?

Se puso en pie y gritó:

—¡Oh, no!

«Rondaba los cuarenta y llevaba puesta una gorra de lana.»

Se apoderó de ella un sentimiento de horror. Era como uno de esos sueños alucinantes en los que se piensa en las cosas peores que pueden ocurrir y esas mismas cosas empiezan a ocurrir inmediatamente: la escalera se cae, al niño lo atropellan, la persona querida muere.

Ocultó la cara entre las manos. Se sintió mareada.

«Debo pensar. Debo intentar pensar. Por favor, Dios mío, ayúdame a pensar. Charlotte conoció a un hombre en la National Gallery. Esa tarde me preguntó dónde estaba Aleks. Él no se lo habría dicho. Luego la enviamos a casa, a "Walden Hall", y por supuesto descubrió que Aleks estaba allí. No se lo dije. Quizá se lo preguntara también a Stephen. Dos días más tarde, Félix se dirigía al apeadero de Walden Hall.» «Haz que esto sea un sueño —rezó—; haz que despierte ahora, te lo suplico, y que me encuentre en mi propia cama; haz que sea de día.»

No era un sueño. Félix era el hombre de la gorra de lana.

Charlotte se había encontrado con su padre. Habían estado cogidos de la mano.

Era horrible, horrible.

¿Le habría dicho Félix la verdad a Charlotte? ¿Le habría dicho: «Soy tu verdadero padre»? ¿Le habría revelado el secreto de hacía diecinueve años? ¿Lo sabría él? Seguro que sí. ¿Por qué si no estaría ella… colaborando con él?

«¡Mi hija, conspirando con un anarquista para cometer un asesinato! Debe de seguir ayudándole. ¿Qué puedo hacer yo? Debo advertir a Stephen…, pero ¿cómo he de hacerlo sin decirle que no es el padre de Charlotte? Ojalá pudiera pensar.»

Llamó a la doncella otra vez.

«Tengo que encontrar un modo de poner fin a esto —pensó—. No sé qué voy a hacer, pero debo hacer algo.»

Cuando la doncella llegó, le dijo:

—Empieza a hacer las maletas. Me marcharé mañana temprano. Tengo que ir a «Walden Hall».

Caída la noche, Félix echó a andar a campo traviesa. Era una noche templada y húmeda, y además muy oscura; espesas nubes ocultaban las estrellas y la luna. Tenía que andar despacio porque apenas veía nada. Llegó a la vía del tren y se dirigió hacia el Norte.

Siguiendo la vía del tren podía andar algo más deprisa, ya que había un ligero destello en los rieles de acero, y sabía que no habría obstáculos. Pasó por estaciones oscuras, escurriéndose por los andenes vacíos. Oyó las ratas de las salas de espera. Las ratas no lo asustaban; en cierta ocasión las había matado con las manos y se las había comido. Los nombres de las estaciones estaban estampados en carteles de metal y podía leerlos con el tacto.

Cuando llegó al apeadero de Walden Hall recordó las instrucciones de Charlotte: Nuestra casa se encuentra en las afueras, a unos cinco kilómetros por la carretera del Norte. La vía del tren tenía una dirección Norte-Noreste aproximadamente. La siguió cosa de un kilómetro y medio, más o menos, contando sus pasos para medir la distancia. Había llegado a los dos kilómetros cuando se topó con alguien.

El hombre dio un grito de sorpresa y Félix lo cogió por el cuello.

Aquel hombre despedía un irresistible olor a cerveza.

Félix se dio cuenta de que se trataba sólo de un borracho que volvía a casa, y se dispuso a soltarlo.

—No tenga miedo —le dijo el hombre con voz tartajosa.

—Muy bien —replicó Félix, apartándose de él.

—¿Sabe? Esta es mi única manera de llegar a casa sin perderme.

—Entonces siga su camino.

El hombre echó a andar. Al poco rato dijo:

—No se duerma sobre la vía; el tren de la leche pasa a las cuatro.

Félix no contestó y el borracho siguió su camino arrastrando los pies.

Félix meneó la cabeza, disgustado consigo mismo por ser tan suspicaz. Podía haber matado a aquel hombre. Se mostraba cada vez más débil. No podía seguir así. Decidió buscar el camino. Se apartó de la vía del tren, trotó tambaleándose un corto trecho accidentado, y luego llegó a una endeble cerca de tres filas de alambres. Aguardó un momento. ¿Qué había delante de él? ¿Un campo? ¿El jardín de alguien? ¿El prado del pueblo? No había otra oscuridad comparable a la noche oscura del campo, con el farol más próximo a cientos de metros de distancia. Oyó un atiento repentino cerca de él, y por el rabillo del ojo vio algo blanco. Se inclinó y anduvo a tientas hasta que encontró una piedra pequeña. La arrojó hacia la cosa blanca. Oyó un relincho y un caballo se alejó a medio galope.

Félix se mantuvo atento. Si hubiera perros cerca, el relincho los habría hecho ladrar. No oyó nada.

Se agachó y cruzó la valla gateando. Cruzó el prado encogido lentamente. Tropezó una vez con un arbusto. Oyó un caballo, pero no lo vio.

Se encontró con otra alambrada. La cruzó y se halló ante una construcción de madera.

Inmediatamente se produjo un tremendo ruido causado por el cacareo de unas gallinas.

Un perro empezó a ladrar. Una luz se encendió en la ventana de una casa. Félix se arrojó al suelo y se quedó inmóvil. La luz le mostró que estaba en una pequeña granja. Había chocado con el gallinero. Más allá de la granja pudo ver el camino que buscaba. Las gallinas se callaron, se oyó un último y cansino aullido y la luz se apagó. Félix se dirigió hacia el camino.

Era un camino de tierra bordeado por una zanja seca. Más allá de la zanja parecía haber un bosque. Félix recordó: a la izquierda del camino verá un bosque. Ya casi había llegado.

Anduvo hacia el Norte siguiendo el irregular camino. Aguzó el oído por si alguien se acercaba. Tras recorrer unos dos kilómetros descubrió un muro a su izquierda. Más adelante, un acceso rompía el muro y vio una luz.

Se apoyó en los hierros de la verja y miró entre las barras. Tuvo la impresión de que había una larga avenida. En el otro extremo le pareció ver, apenas iluminados por dos lámparas de luz vacilante, los portales de la entrada a una enorme casa. Mientras miraba, una figura alta cruzó andando por delante de la casa: era un centinela.

«En esa casa —pensó— está el príncipe Orlov. ¿Cuál será la ventana de su habitación?»

De repente, oyó el ruido de un coche que se acercaba a toda marcha. Retrocedió unos diez pasos y se arrojó a la zanja. Un momento después, los faros del coche iluminaron el muro y el vehículo se acercó hasta la verja de entrada. Alguien bajó del coche.

Félix oyó unos golpes. Debía de haber una caseta; se dio cuenta de que no la había visto en la oscuridad. Se abrió una ventana y alguien gritó:

—¿Quién va?

Otra voz contestó:

—Policía, de la Brigada Especial de Scotland Yard.

—Un momento.

Félix no hacía el menor movimiento. Oyó los pasos del hombre que bajó del coche, que se movía, impaciente, de un lado a otro. Se abrió una puerta. Ladró un perro y se oyó una voz que decía:

—¡Calla, Rex!

Félix contuvo la respiración. ¿Estaba atado el perro? ¿Lo olfatearía? ¿Vendría olfateando a lo largo de la zanja, daría con él y empezaría a ladrar?

La verja de hierro se abrió rechinando y el perro ladró de nuevo. La voz repitió:

—¡Cállate, Rex!

La puerta del coche se cerró de golpe y el vehículo enfiló la avenida. La zanja quedó a oscuras otra vez.

«Ahora —pensó Félix—, si el perro me encuentra, lo puedo matar y también al guarda, y podré escapar…» Se puso en tensión, a punto para incorporarse de un salto apenas oyese a un perro olfateando cerca de él.

La verja se cerró rechinando.

Un momento después se oyó un portazo en la caseta del guarda.

Félix respiró de nuevo.