Walden miró el sobre. La dirección estaba escrita con letra clara y ordinaria. Era obra de un extranjero, pues un inglés habría escrito Príncipe Orlov o Príncipe Aleksei, pero no Príncipe A. Orlov. A Walden le habría gustado saber su contenido, pero Aleks se había cambiado de hotel a medianoche y Walden no podía abrirlo en su ausencia; después de todo, se trataba de la correspondencia de otra persona.
Se lo devolvió a Basil Thomson, quien no tuvo esa clase de escrúpulos.
Thomson abrió el sobre y secó una simple cuartilla.
—¡En blanco! —exclamó.
Llamaron a la puerta.
Todos se pusieron rápidamente en movimiento. Walden fue hacia las ventanas, alejadas de la puerta y fuera de la línea de fuego, y se quedó tras un sofá, dispuesto a agacharse.
Los dos detectives se distribuyeron uno a cada lado de la habitación y sacaron las pistolas. Thomson se quedó de pie en medio de la habitación tras una amplia y confortable poltrona.
Volvieron a llamar.
Thomson gritó:
—¡Entre! Está abierto.
La puerta se abrió y allí estaba él.
Walden se agarró fuertemente al respaldo del sofá. Aquel hombre daba miedo.
Era un hombre alto, con bombín y un abrigo negro abrochado hasta el cuello. Su rostro era alargado, sombrío, blanco. Con la mano izquierda sostenía una botella de color marrón. Sus ojos recorrieron toda la habitación y comprendió enseguida que le habían tendido una trampa.
Alzó la botella, gritando:
—¡Nitro!
—¡No disparéis! —chilló Thomson a los detectives.
El miedo se apoderó de Walden. Sabía lo que significaba la nitroglicerina; si la botella se caía morirían todos. Él quería vivir; no quería morir de repente y abrasado.
Se produjo un prolongado silencio. Nadie se movió. Walden se fijó en el rostro del asesino. Reflejaba astucia, dureza, decisión. En aquella breve y terrible pausa quedaron grabados en la mente de Walden todos y cada uno de sus rasgos: nariz aguileña, amplia boca, ojos tristes, pelo negro y abundante que asomaba por los bordes del sombrero.
«¿Estará loco? —se preguntó Walden—. ¿Será un amargado? ¿Un hombre sin corazón? ¿Un sádico?» Lo único que su rostro no reflejaba era miedo.
Thomson rompió el silencio:
—Entréguese —ordenó—. Ponga la botella en el suelo. No haga locuras.
Walden estaba pensando: «Si los dos detectives disparan y el hombre cae, llegaré a tiempo para cogerle la botella antes de que se estrelle contra el suelo…»
—No.
El asesino se quedó inmóvil, con la botella en el aire. Walden constató: «Me está mirando a mí, no a Thomson; me está estudiando, como si me encontrara fascinante; fijándose en los detalles, preguntándose cuál es mi rasgo distintivo. Es una mirada personal. Está tan interesado en mí como yo lo estoy en él. Se ha dado cuenta de que Aleks no está aquí… ¿Qué hará ahora?»
El asesino habló a Walden en ruso:
—No eres tan estúpido como pareces.
«¿Será un suicida? ¿Nos matará a todos con él? Lo mejor será darle conversación…», siguió pensando Walden. Entonces aquel hombre huyó.
Walden lo oyó correr por el pasillo.
Walden se dirigió a la puerta. Los otros tres iban delante de él.
Una vez en el pasillo, los detectives se arrodillaron en el suelo apuntando con sus pistolas. Walden vio cómo se escapaba el asesino con paso extrañamente ligero, con el brazo izquierdo cayendo recto a un lado, manteniendo la botella tan inmóvil como le era posible en su carrera.
«Si se le escapa ahora —pensó Walden—, ¿nos matará a esta distancia? Probablemente, no.»
Thomson estaba pensando lo mismo y ordenó:
—¡Disparad!
Se oyó el disparo simultáneo de dos pistolas. El asesino se detuvo y se volvió.
¿Estaba herido?
Echó hacia atrás el brazo y lanzó contra ellos la botella. Thomson y los dos detectives se arrojaron al suelo. Walden vio al momento que si la nitroglicerina explotaba cerca de donde estaban, de nada les serviría estar echados en el suelo.
La botella fue dando vueltas y más vueltas mientras volaba hacia ellos. Iba a caer en el suelo, a poco más de un metro de Walden. Si llegaba a tocar el suelo, con toda seguridad explotaría.
Walden corrió hacia la botella que volaba por los aires.
Descendía formando un arco poco pronunciado. Alargó hacia ella las dos manos. La cogió. Sus dedos parecieron resbalar sobre el vidrio. Se le caía, estaba aterrorizado, casi se le escapó, pero acabó asiéndola de nuevo…
«No te escurras, por el amor de Dios, no te escurras…» Y como un guardameta que para un balón, la apoyó contra su cuerpo, y dio varias vueltas siguiendo la misma dirección que llevaba la botella; luego perdió el equilibrio y cayó de rodillas, manteniéndose erguido, asiendo todavía la botella y pensando que con toda seguridad iba a morir.
No pasó nada.
Los otros tenían los ojos clavados en él, que ya estaba arrodillado y acunando la botella entre sus brazos, como a un bebé recién nacido.
Uno de los detectives se desmayó.
Félix se quedó mirando a Walden unos segundos; luego dio media vuelta y empezó a correr escaleras abajo.
Walden era sorprendente. ¡Menuda serenidad, coger aquella botella!
Oyó un grito lejano:
—¡Perseguidle!
«Otra vez lo mismo —pensó—; tengo que volver a escaparme. ¿Qué me pasa?» Las escaleras no se acababan nunca. Oyó que otros bajaban tras él. Sonó un disparo.
En el rellano siguiente chocó con un camarero que llevaba una bandeja. El camarero cayó y los cubiertos y toda la comida salieron volando por los aires.
Su perseguidor estaba a uno o dos rellanos de él. Llegó al pie de la escalera. Compuso un poco su figura y entró en el vestíbulo.
Seguía estando lleno.
Se sintió como si estuviera caminando sobre la cuerda floja.
Por el rabillo del ojo divisó a los dos hombres que había identificado como posibles detectives. Estaban muy enfrascados en una conversación, con gesto preocupado; debían de haber oído disparos lejanos.
Atravesó lentamente el vestíbulo, dominando el casi irresistible impulso de apretar a correr. Tenía la impresión de que las miradas de todo el mundo estaban clavadas en él.
Supo mantener la mirada al frente, imperturbable.
Alcanzó la puerta y salió.
—¿Coche, señor? —preguntó el portero.
Félix se precipitó en el interior del coche de punto que estaba aguardando y este se puso en marcha.
Cuando el vehículo giró para introducirse en el Strand, se volvió para mirar hacia el hotel. Uno de los detectives que se encontraban en el piso superior salió precipitadamente por la puerta, seguido por los dos que estaban en el vestíbulo. Hablaban con el portero, quien señaló hacia el coche de Félix. Los detectives sacaron las pistolas y corrieron tras el coche.
El tráfico era muy intenso. El coche se detuvo en el Strand.
Félix se apeó de un salto.
—¿Eh, qué pasa, hombre? —gritó el cochero.
Félix se escurrió entre el tráfico hasta el otro extremo de la carretera y corrió en dirección norte.
Miró hacia atrás por encima del hombro. Todavía lo seguían.
Tenía que mantener la distancia hasta que pudiera hacerles perder su pista entre un laberinto de callejuelas, o en una estación de tren.
Infundió sospechas a un policía uniformado que lo vio correr desde el otro lado de la calle. Un minuto después, los detectives vieron al policía, que empezó a gritar y se unió a su persecución.
Félix corría a mayor velocidad. El corazón le martilleaba y le faltaba el aliento por momentos.
Dio la vuelta a una esquina y se escondió en el mercado de frutas y verduras de Covent Garden.
Las calles empedradas con guijarros estaban atestadas de camiones y carros tirados por caballos. Había mozos del mercado por doquier, transportando cajas de madera sobre sus cabezas o empujando carretones. Hombres de gran musculatura y en camiseta bajaban cajas de manzanas de los carros. Hombres con bombín vendían y compraban cajas de lechugas, tomates y fresas, de cuyo transporte se ocupaban hombres con gorra. El griterío era ensordecedor.
Félix se adentró en el corazón del mercado.
Se escondió detrás de un montón de cestos vacíos y observó por las aberturas. Al poco rato vio a sus perseguidores. Se quedaron quietos, mirando en todas direcciones.
Hablaron algo y luego los cuatro se fueron cada uno por un lado a registrar.
«O sea que Lydia me traicionó —pensó Félix una vez recuperado el aliento—. ¿Sabía ya de antemano que iba tras Orlov para matarlo? No, no puede ser. Aquella mañana no fingía; no disimulaba cuando me besó. Pero si se hubiera creído la historia de la liberación del marinero, casi seguro que no le habría dicho nada a Walden. Bueno, quizá se dio cuenta luego de que le había mentido, y fue entonces cuando avisó a su marido, porque no quería colaborar en el asesinato de Orlov. No fue exactamente una traición.» «La próxima vez no me besará.» «Ya no habrá una próxima vez.» El policía de uniforme se acercaba a donde estaba él. Se movió entre el montón de cestos y se acurrucó en un hueco, tapado por las cajas que había a su alrededor.
«En fin —pensó—, me escapé de la trampa que me tendieron. Gracias a Dios por la nitroglicerina.» «Pero son ellos quienes me han de temer.» «Soy yo el cazador, quien coloca las trampas.» «Walden es el peligro. Ya se ha interpuesto por segunda vez en mi camino. ¿Quién hubiera pensado que un aristócrata de pelo canoso iba a tener tanto coraje?» Se preguntó dónde estaría el policía. Sacó la cabeza y se encontró cara a cara con él.
El rostro del policía iba adquiriendo una expresión de sorpresa en el momento en que Félix lo agarró por el abrigo y, de un tirón, lo introdujo en su reducido escondite.
El policía tropezó.
Félix puso una zancadilla. Cayó al suelo. Félix cayó sobre él, lo cogió por la garganta y empezó a apretar. Félix odiaba a los policías.
Se acordó de Bialistock, cuando los esquiroles asesinos habían abatido con barras de hierro a los trabajadores frente a la fábrica, mientras la Policía lo observaba todo sin intervenir. Se acordó de la masacre, cuando los gamberros asolaron salvajemente el barrio judío, incendiando las casas, dando patadas a los ancianos y violando a las muchachas, mientras la Policía, entre risas, lo observaba todo. Se acordó del «Domingo Sangriento», cuando las tropas abrieron fuego repetidamente contra la pacífica multitud frente al Palacio de Invierno, y la Policía lo contemplaba todo entre gritos de alegría.
Volvió a ver mentalmente a los policías que le habían llevado a la fortaleza de San Pedro y San Pablo, para torturarlo, y a los que le habían escoltado hasta Siberia y le habían robado el abrigo, y a los que habían irrumpido en la reunión de los huelguistas en San Petersburgo blandiendo sus porras y golpeando a las mujeres en la cabeza…, siempre pegan a las mujeres.
Un policía era un trabajador que había vendido su alma.
Félix apretó con más fuerza.
Los ojos del policía se cerraron y dejó de ofrecer resistencia.
Félix apretó todavía más.
Oyó un ruido. Volvió la cabeza.
Un crío de dos o tres años comía una manzana, mientras observaba cómo él estrangulaba al policía. «¿Qué espero?», pensó Félix.
Soltó al policía.
La criatura se acercó a mirar al hombre inconsciente. Félix miró fuera. No se veía a ninguno de los detectives.
El chiquillo preguntó:
—¿Está dormido?
Félix huyó.
Salió del mercado sin ver a ninguno de sus perseguidores. Se dirigió al Strand.
Empezaba a cobrar seguridad.
En Trafalgar Square subió a un ómnibus.
Walden no podía quitarse aquel pensamiento de encima: «Estuve a punto de morir; estuve a punto de morir.» Se sentó en la suite del hotel mientras Thomson volvía a reunir a su equipo de detectives. Alguien le ofreció un vaso de coñac y soda y fue entonces cuando se dio cuenta de que le temblaban las manos. No podía borrar de su mente la imagen de aquella botella de nitroglicerina en sus manos.
Intentó concentrarse en Thomson. El policía cambió visiblemente a medida que hablaba con sus hombres; se sacó las manos de los bolsillos, se sentó en el borde de la silla y su voz pausada se hizo tajante.
Walden empezó a tranquilizarse a medida que Thomson hablaba.
—Esta vez se nos ha escurrido entre los dedos —se lamentó—. No volverá a pasar. Ahora ya sabemos algo de él, y vamos a enterarnos de muchas cosas más. Sabemos que estuvo en San Petersburgo en el año noventa y cinco o antes, porque Lady Walden lo recuerda.
Sabemos que estuvo en Suiza, porque la maleta en la que llevaba la bomba era suiza. Y sabemos cómo es.
«Esa cara», pensó Walden, y apretó los puños.
Thomson prosiguió:
—Watt, quiero que tú y tus muchachos gastéis algún dinero en el East End. Nuestro hombre es, casi con toda seguridad, ruso, de modo que probablemente es anarquista y judío, pero no os fiéis de eso. Vamos a ver si averiguamos su nombre. Si lo logramos, enviaremos un cable a Zurich y a San Petersburgo para pedir información.
»Richard, tú ocúpate del sobre. Seguramente sólo compró uno; al dependiente de la tienda le será fácil recordar esa venta.
»Woods, preocúpate de la botella. Es una botella «Winchester» con tapón de vidrio. El fondo de la botella lleva estampado el nombre del fabricante. Averigua quiénes las venden en Londres. Haz que tu equipo recorra todas las tiendas para ver si algún dependiente de droguería recuerda a un cliente que responda a los datos de nuestro hombre. Habrá comprado los ingredientes para la nitroglicerina en varias tiendas distintas, por supuesto, y si damos con esas tiendas sabremos por qué parte de Londres hemos de buscarlo.
Walden estaba impresionado. No había pensado que el asesino hubiera podido dejar tantas pistas. Empezó a sentirse mejor.
Thomson se dirigió a un joven con sombrero de fieltro y cuello sin almidonar:
—Taylor, a ti te toca el trabajo más importante. Lord Walden y yo hemos visto al asesino muy poco, pero Lady Walden ha podido verlo durante mucho tiempo. Vendrás con nosotros a visitarla y con su ayuda y la nuestra dibujarás su retrato. Quiero que se hagan copias de este retrato esta misma noche para que mañana a mediodía ya esté distribuido por todas las comisarías de Londres.
Walden pensó: «Seguro que ahora ese individuo ya no se nos escapa.» Luego recordó que lo mismo había pensado cuando planearon la trampa de la habitación del hotel, y de nuevo empezó a temblar.
Félix se miró al espejo. Se había cortado mucho el pelo, como un prusiano, y se había depilado las cejas, que le quedaron finísimas. Dejaría de afeitarse inmediatamente; de modo que al cabo de un día su aspecto sería desaliñado y al cabo de una semana su boca y barbilla quedarían tapadas. Por desgracia, no había manera de disimular su nariz. Se había comprado un par de gafas de segunda mano con montura metálica. Los cristales eran pequeños, de modo que podía ver por encima de ellos. Había cambiado el bombín y el abrigo negro por una chaqueta azul de marinero y una gorra de lana con visera.
Un examen minucioso revelaba que se trataba de la misma persona, pero para un observador casual parecía otra completamente distinta.
Sabía que tendría que abandonar la casa de Bridget. Había comprado todos los productos químicos en un radio de un kilómetro o dos, y cuando la Policía lo descubriera iniciarían un registro casa por casa. Tarde o temprano se presentarían en aquella calle y alguno de los vecinos diría: «Sé quién es; vive en el sótano de Bridget.» Estaba huyendo. Era humillante y deprimente. Ya había tenido que huir en otras ocasiones, pero siempre después de matar a alguien, nunca antes.
Recogió su maquinilla de afeitar, su muda, su dinamita casera y un libro de cuentos de Pushkin, e hizo un hatillo con su camisa limpia. Luego se fue a casa de Bridget.
—¡Jesús, María y José! ¿Qué te has hecho en las cejas? —exclamó esta—. Estabas tan guapo.
—Tengo que irme —dijo él.
Ella miró su fardo.
—Ya veo tu equipaje.
—Si viene la Policía, no hace falta que les mientas.
—Les diré que te eché por sospechar que eras anarquista.
—Adiós, Bridget.
—Quítate esas ridículas gafas y dame un beso. Félix la besó en la mejilla y se fue.
—Buena suerte, chico —dijo ella como despedida.
Tomó su bicicleta y, por tercera vez desde su llegada a Londres, se fue a buscar un sitio para vivir.
Pedaleaba lentamente. Ya no se encontraba débil a causa de la herida que le hizo la espada, pero un sentimiento de fracaso inundaba su espíritu. Atravesó la parte norte de Londres y la City, luego cruzó el río por el London Bridge. Ya en la otra parte, se dirigió hacia el Sudeste, pasando por una taberna llamada «The Elephant and Castle”.
La zona de Old Kent Road era la clase de suburbio en la que podía encontrar una habitación barata sin que se le hicieran preguntas. Alquiló una habitación en el quinto piso de un edificio de viviendas, propiedad, según le notificó lúgubremente el encargado, de la Iglesia de Inglaterra. Aquí no podría fabricar nitroglicerina, pues no había agua en la habitación, ni siquiera en el edificio…, simplemente una fuente y un excusado en el patio.
La habitación era siniestra. Había una trampa para ratones en un rincón, y la única ventana estaba tapada con papel de periódico. La pintura se estaba cayendo y el colchón apestaba. El encargado, un hombre encorvado y gordo, que arrastraba por el suelo sus zapatillas de fieltro, tosiendo, dijo:
—Si quiere arreglar la ventana, le puedo conseguir un cristal barato.
—¿Dónde puedo guardar mi bicicleta? —preguntó Félix.
—Yo, en su caso, la subiría hasta aquí; en cualquier otro sitio se la birlarán.
Con la bicicleta en la habitación sólo quedaba espacio suficiente para ir de la puerta a la cama.
—Me quedo la habitación —dijo Félix.
—Me tendrá que dar doce chelines ahora mismo.
—Usted me dijo que tres chelines por semana.
—Cuatro semanas por adelantado.
Félix le pagó. Tras la compra de las gafas y el cambio de ropa, sólo le quedaba una libra y diecinueve chelines. El encargado dijo:
—Si quiere adecentarla, le puedo conseguir pintura a mitad de precio.
—Ya se lo diré —contestó Félix.
La habitación estaba cochambrosa, pero eso era lo que menos le preocupaba.
Al día siguiente tenía que volver a iniciar la búsqueda de Orlov.
—¡Stephen! ¡Gracias a Dios que estás bien! —exclamó Lydia.
Él la abrazó.
—Por supuesto que estoy bien. —¿Qué pasó?
—Me temo que nuestro hombre se escapó.
Tan intensa fue su sensación de alivio, que casi se desmayó. Desde que Stephen dijo:
«Cogeré a ese hombre», había estado doblemente horrorizada; primero, al pensar que Félix matara a Stephen, y luego porque, de no ser así, ella sería la responsable por segunda vez en su vida del encarcelamiento de Félix. Sabía lo que había tenido que sufrir la primera vez, y sólo pensarlo le provocaba náuseas.
Stephen dijo:
—Creo que ya conoces a Basil Thomson, y este es Mr. Taylor, el dibujante de la Policía. Vamos a ayudarle entre todos a que realice el dibujo del rostro del asesino.
El corazón de Lydia se sobresaltó. Tendría que pasar horas tratando de describir a su amante en presencia de su marido.
«¿Cuándo acabará todo esto?», pensó. Stephen prosiguió:
—A propósito, ¿dónde está Charlotte?
—De compras —contestó Lydia.
—Bien. No quiero que se entere de todo esto. Y, sobre todo, no quiero que sepa adónde ha ido Aleks.
—No me lo digas a mí tampoco —interrumpió Lydia—.
Prefiero no saberlo. Así no podré volver a cometer el mismo error.
Se sentaron y el dibujante sacó su cuaderno de notas. Una y otra vez dibujó aquel rostro.
Lydia podría haberlo dibujado en sólo cinco minutos. Al principio, ella intentó despistar al artista diciendo que no era exactamente así, cuando algo le salía perfecto, y que le quedaba exacto cuando se equivocaba en algo, pero tanto Stephen como Thomson habían visto a Félix claramente, aunque por muy poco tiempo, y ellos la hacían rectificar.
Finalmente, temerosa de que la descubrieran, acabó por colaborar plenamente, consciente todo el tiempo de que podía estarles ayudando a encarcelar nuevamente a Félix.
Acabaron por lograr un gran parecido con el rostro que Lydia amaba.
Luego sus nervios quedaron tan destrozados que se tomó una dosis de láudano y se fue a la cama. Soñó que iba a San Petersburgo, al encuentro de Félix. Con la aplastante lógica de los sueños, parecía que ella guiaba un carruaje para tomar el barco con dos duquesas que, en la vida real, la habrían expulsado de la alta sociedad si hubieran conocido su pasado. Sin embargo, se equivocaron y fueron a Bournemouth en lugar de Southampton.
Allí se detuvieron a descansar, aunque eran las cinco y el barco zarpaba a las siete. Las duquesas dijeron a Lydia que por la noche ellas se acostarían juntas y se acariciaron viciosamente. Por alguna razón ello no representaba la menor sorpresa, aun cuando ambas eran de edad muy avanzada. Lydia no cesaba de decir: «Hemos de irnos ya», pero ellas no le prestaban atención. Llegó un hombre con un recado para Lydia. La firma decía: «Tu amante anarquista.» Lydia ordenó al mensajero: «Diga a mi amante anarquista que voy a intentar coger el barco de las siete.» Ya está: se descubrió el secreto. Las duquesas se intercambiaron guiños de complicidad. A las siete menos veinte, todavía en Bournemouth, Lydia se dio cuenta de que aún no había preparado el equipaje. Empezó a darse prisa, metiendo sus cosas en las maletas, pero sin acabar de encontrar lo que buscaba, mientras pasaban los segundos y ya se hacía demasiado tarde y su maleta nunca acababa de llenarse; entonces, presa de pánico; se fue sin equipaje, se subió al carruaje y lo puso en marcha hasta perderse por el puerto de Bournemouth, sin poder salir de la ciudad, y despertó sin haberse aproximado a Southampton.
Entonces, echada en la cama, con el corazón palpitando alocadamente, los ojos abiertos de par en par y la mirada fija en el techo, pensó: «Sólo fue un sueño. Gracias a Dios.
¡Gracias a Dios!» Félix se fue triste a la cama y se despertó de mal humor.
Estaba enfadado consigo mismo. El asesinato de Orlov no era una tarea sobrehumana.
Aquel hombre podría ser protegido, pero no se le podía tener encerrado bajo llave en un local subterráneo, como se hace con el dinero de un banco; además, también el dinero de las cajas fuertes podía ser robado. Félix era inteligente y decidido. Con paciencia y persistencia, acabaría por superar todos los obstáculos que se cruzaran en su camino.
Lo estaban persiguiendo. Bueno, no lo atraparían. Andaría por calles secundarias, evitaría a sus vecinos, y se mantendría alerta constante ante los uniformes azules de la policía.
Desde que había iniciado su carrera de violencia, lo habían perseguido muchas veces, sin que nunca lograran detenerlo.
Así pues, se levantó, se lavó en la fuente del patio, no se afeitó, se puso la gorra de lana, la chaqueta de marinero y las gafas, desayunó en un salón de té y se fue en bicicleta, sin pasar por las calles principales, hasta St. James Park.
Lo primero que vio fue un policía de uniforme paseándose por delante de la casa de Walden.
Aquello significaba que ya no podría situarse en el lugar acostumbrado para observar la casa. Tenía que retirarse hasta el interior del parque, y observar desde lejos. Tampoco podía quedarse mucho tiempo en el mismo lugar para no llamar la atención, en caso de que el policía estuviera muy alerta.
Hacia el mediodía, un automóvil salió de la casa. Félix fue corriendo a buscar su bicicleta.
No había visto entrar el coche, de modo que presumiblemente era el de Walden. Hasta entonces, la familia siempre se había desplazado en carruaje, pero seguramente tendrían vehículos tirados por caballos y también de motor. Félix estaba demasiado lejos como para poder ver quién iba dentro del coche. Confiaba que fuese Walden.
El coche se dirigió a Trafalgar Square. Félix cruzó por la hierba para interceptarlo.
Cuando Félix salió a la carretera, divisó el coche a unos cientos de metros. Se mantuvo fácilmente a la misma distancia mientras daba la vuelta a Trafalgar Square, luego el coche se distanció, al encaminarse hacia el Norte por Charing Cross Road.
Pedaleaba con velocidad, aunque sin excesivo esfuerzo. Por un lado, no quería llamar la atención, y por otro, deseaba conservar sus energías, pero esta precaución resultó excesiva, porque cuando llegó a Oxford Street perdió el coche de vista. Se enfadó muchísimo consigo mismo por su imprevisión. ¿Qué dirección habría tomado? Cabían cuatro posibilidades: izquierda, recto, derecha o muy a la derecha.
Se aventuró y siguió recto.
En el embotellamiento de la salida de Tottenham Court Road volvió a ver el coche y suspiró tranquilizado. Lo alcanzó de nuevo cuando giraba en dirección este. Se arriesgó a acercarse para ver el interior. Delante iba un hombre con la gorra de chofer. Detrás alguien con pelo grisáceo y barba: ¡Walden!
«Lo mataré a él también —pensó Félix—; juro que lo mataré.» En el embotellamiento formado frente a Euston Station adelantó al coche y se situó delante de él, arriesgándose a que Walden lo pudiera ver cuando el vehículo se pusiera a su altura. Continuó llevando la delantera mientras descendían por Euston Road, mirando constantemente hacia atrás, por encima del hombro, para asegurarse de que el coche de Walden seguía detrás. Se detuvo en el cruce de Kings Cross, respirando fatigosamente, hasta que el coche lo volvió a adelantar. Allí giró hacia el Norte. Él miró en otra dirección mientras pasaba a su lado, para reemprender luego su persecución.
El tráfico seguía siendo bastante intenso y así pudo seguir su marcha, aunque ya empezaba a sentirse cansado. Comenzaba a creer que Walden iba a ver a Orlov. Una casa en la parte norte de Londres, discreta y residencial, podría resultar un buen escondite. Su nerviosismo aumentó. Podría matarlos a los dos.
Aproximadamente unos dos kilómetros más adelante, el tráfico empezó a ser más fluido.
El coche era grande y potente. Félix tuvo que pedalear cada vez más deprisa, sudando a mares.
«¿Cuánto quedará?», pensó.
De nuevo el intenso tráfico de Holloway Road le proporcionó un breve respiro; luego, el coche volvió a tomar velocidad en Seven Sisters Road. Él seguía con toda la rapidez posible. Ahora, en cualquier momento, el coche podía abandonar la carretera principal; tal vez estuviera ya a pocos metros de su destino.
«¡Sólo necesito un poquito de suerte!», pensó.
Hizo un último esfuerzo. Las piernas le dolían y su respiración era jadeante. El coche fue distanciándose cada vez más, irremisiblemente. Cuando le tomó una delantera de cientos de metros y todavía siguió acelerando, se vio obligado a desistir de su persecución.
Dejó que la bicicleta siguiera avanzando por la fuerza de la inercia hasta que se paró y se quedó sentado en ella a un lado de la carretera, sobre el manillar, agotado.
«Siempre ocurre igual —pensó con amargura—; la clase dirigente lucha confortablemente.
Walden, sin ir más lejos, va sentado en un espacioso y cómodo vehículo, fumándose un puro, sin tener siquiera que conducir.» Estaba claro que Walden salía de la ciudad. Orlov podría estar en cualquier lugar al norte de Londres, a una distancia de medio día de viaje en un rápido automóvil. Félix quedó completamente derrotado una vez más.
A falta de otra idea mejor, dio media vuelta para dirigirse a St. James Park.
Charlotte aún seguía bajo los efectos del discurso de Mrs. Pankhurst.
Por supuesto que seguiría existiendo miseria y sufrimiento mientras todo el poder estuviera en manos de medio mundo, y esa mitad no tuviera ni idea de los problemas de la otra mitad. Los hombres aceptaban un mundo brutal e injusto, porque no resultaba brutal e injusto para ellos, sino para las mujeres. Si las mujeres tuvieran poder, no quedaría nadie a quien oprimir.
Al día siguiente de la reunión de las sufragistas, se amontonaban en su mente especulaciones de ese tipo. Veía a todas las mujeres que había a su alrededor: criadas, dependientas, niñeras en el parque, e incluso a su madre, bajo una nueva luz. Tenía la impresión de que empezaba a entender cómo funcionaba el mundo. Ya no sentía ningún resentimiento contra sus padres por haberle mentido. En realidad, no le habían mentido, a no ser por omisión; además, por lo que se refería al engaño, se engañaban a sí mismos casi tanto como la habían engañado a ella. Y papá le había hablado con franqueza, saliéndose de su norma habitual de conducta. Con todo, quería averiguar algunas cosas por sí misma, para poder estar segura de la verdad.
Por la mañana se hizo con algo de dinero mediante el sencillo método de salir de compras con un lacayo, a quien pidió que le diera un chelín.
Luego, mientras él se quedaba esperándola en el carruaje, ante la entrada principal de «Libertys», en Regent Street, se escabulló por una entrada lateral y fue a Oxford Street, donde había una vendedora del periódico de las sufragistas, El voto para las mujeres. Le costó un penique. Charlotte volvió a «Libertys» y, en el guardarropa de señoras, escondió el periódico debajo del vestido. Luego regresó al coche, que la estaba esperando.
Leyó el periódico en su habitación, después de comer. Se enteró de que el incidente de palacio, cuando su puesta de largo, no había sido la primera ocasión en que se había presentado ante el rey y la reina la situación de las mujeres. En diciembre último, tres sufragistas con elegantísimos vestidos de noche se habían parapetado en un palco de Covent Garden. Esta vez se trataba de una sesión de gala de Jeanne dArc, de Raymond Roze, a la que asistían el rey y la reina, acompañados de una gran comitiva. Al acabar el primer acto, una de las sufragistas se puso en pie e inició una arenga con un megáfono, dirigida al rey. Tardaron media hora en derribar la puerta y en llevarse a las mujeres del palco. Luego, cuarenta sufragistas más situadas en las primeras filas de la galería y puestas en pie, empezaron a arrojar cientos de folletos sobre las butacas de platea y abandonaron en masa el local.
El rey se había negado, antes y después de este incidente, a recibir en audiencia a Mrs. Pankhurst, apoyándose en que todos los ciudadanos tenían un antiguo derecho que les autorizaba a reclamar ante el rey por las injusticias de que eran víctimas, las sufragistas anunciaron que una delegación iría a palacio, acompañada de miles de mujeres.
Charlotte observó que esa marcha iba a celebrarse aquel mismo día, aquella misma tarde, ahora.
Ella quería estar allí.
«No sirve de nada comprender lo que está mal —se dijo a sí misma— si no hago nada por arreglarlo.» Y todavía resonaba en sus oídos el discurso de Mrs. Pankhurst: «El espíritu que anima hoy en día a las mujeres ya no puede ser sofocado…» Papá se había ido con Pritchard en el automóvil. Mamá se había acostado después de comer, como de costumbre.
Nadie la iba a detener, se puso un vestido sencillo y su sombrero y abrigo menos llamativos y a continuación bajó silenciosamente las escaleras y salió a la calle.
Félix rondaba por el parque, sin perder de vista la casa, exprimiéndose el cerebro.
Tenía que enterarse, como fuera, de adónde iba Walden con su coche. ¿Y cómo podría conseguirlo? ¿Podría volver a intentarlo con Lydia? Arriesgándose un poco, podría burlar al policía y entrar en la casa, pero ¿podría volver a salir? ¿No daría Lydia la señal de alarma? Aunque lo dejara marchar, difícilmente le revelaría el secreto del escondite de Orlov, ahora que ya sabía por qué se lo preguntaba. Quizá pudiera seducirla, pero ¿dónde y cuándo?
Era imposible seguir al coche de Walden en bicicleta. ¿Podría hacerlo con otro coche?
Podía robar uno, pero no sabía conducir. ¿Podría aprender? Pero, incluso en ese caso, ¿no se daría cuenta el chofer de Walden de que lo seguían?
Si lograra esconderse en el coche de Walden… Eso implicaba introducirse en el garaje, abrir el maletero, pasarse dentro varias horas, contando siempre con que no quisieran meter algo dentro del mismo antes del viaje. Aquella jugada era demasiado arriesgada para apostar por ella.
El chofer lo tiene que saber, por supuesto. ¿Sería posible sobornarlo? ¿Emborracharlo?
¿Secuestrarlo? Cuando Félix iba elaborando en su mente todas estas posibilidades, vio salir de la casa a una muchacha.
Se preguntó quién sería. Tal vez fuera una criada, ya que la familia siempre salía y volvía en carruaje, pero había salido por la puerta principal, y Félix nunca había visto a ningún criado salir por allí, Podría ser la hija de Lydia. Quizá sabía dónde estaba Orlov.
Félix optó por seguirla.
Se dirigía hacia Trafalgar Square. Tras esconder su bicicleta entre los arbustos, Félix fue tras ella para observarla más de cerca. Su vestido no parecía el de una criada. Recordó que había una muchacha en la carroza la noche en que intentó, por primera vez, matar a Orlov. No se pudo fijar bien en ella, porque toda su atención, desgraciadamente, había quedado concentrada en Lydia. Durante sus muchos días de vigilancia ante la casa, había distinguido de vez en cuando a una muchacha en la carroza, y Félix acabó por pensar que debía tratarse de la misma muchacha. Se habla escabullido para ir a algún sitio en secreto, mientras su padre estaba fuera y su madre estaba ocupada.
Mientras la seguía por Trafalgar Square, pensó que había en ella algo que le resultaba vagamente familiar. Estaba seguro de que nunca la había visto de cerca, pero al mismo tiempo tenía la sensación del déjá vu, cuando observaba su elegante figura recorrer las calles, con la espalda erguida y paso rápido y decidido. De vez en cuando, al ver su rostro de perfil, cuando se volvía para cruzar una calle, y la curva de su barbilla, o quizás algo en sus ojos, parecía despertarle algún recuerdo lejano en la memoria. ¿Le recordaba a Lydia de joven? «No, en absoluto», constató. Lydia siempre había parecido pequeña y frágil, y todos sus rasgos eran delicados. Esa muchacha tenía un rostro enérgico y anguloso. A Félix le recordaba el cuadro de un artista italiano que había visto en una pinacoteca de Ginebra. Al cabo de un rato, le vino a la memoria el nombre del pintor: Modigliani.
Se aproximó aún más, y poco después pudo ver todo su rostro. Su corazón dio un brinco y pensó: «Es sencillamente hermosa.» ¿Adónde iría? ¿Tal vez a reunirse con un amigo?
¿A comprar algo prohibido? ¿A hacer algo que no aprobarían sus padres, como, por ejemplo, al cine o a una sala de música?
La teoría del amigo parecía la más probable. Y también la que ofrecía mayores posibilidades, desde el punto de vista de Félix. Podría descubrir quién era el amigo y amenazar a la muchacha con hacer público el secreto, a menos que le dijera dónde estaba Orlov. Por supuesto, que no se lo iba a decir enseguida, sobre todo si le habían advertido que un asesino iba tras la pista de Orlov, pero puesta ante el dilema del amor de un joven y la seguridad de un primo ruso, Félix suponía que una muchacha optaría por el aspecto romántico.
Oyó un rumor a lo lejos. Siguió a la mujer cuando esta dobló una esquina. De repente se encontró en una calle repleta de mujeres en manifestación. Muchas iban vestidas con los colores de las sufragistas: verde, blanco y púrpura. Otras muchas llevaban estandartes. Se contaban por miles. Una banda cercana tocaba marchas.
La muchacha se unió a la manifestación y siguió su curso.
«¡Estupendo!», pensó Félix.
La ruta estaba acordonada por policías, pero en su mayoría estaban de cara a las manifestantes, de modo que Félix pudo caminar por la acera a sus espaldas. Fue siguiendo la manifestación, sin perder de vista a la muchacha. Había necesitado un poco de suerte y ahí la tenía. ¡Era una sufragista! Era vulnerable al chantaje, pero podría haber otros medios más sutiles para manipularla.
«De una u otra forma, conseguiré de ella lo que quiero», decidió Félix.
Charlotte estaba emocionada. La manifestación estaba bien organizada, incluso con servicio de orden. La mayoría de quienes participaban en aquella marcha iban bien vestidas y tenían una apariencia respetable. La banda tocaba un airoso pasodoble. Incluso se veía a unos cuantos hombres portadores de una pancarta en la que se leía: «Luchad contra un Gobierno que niega a las mujeres el derecho al voto parlamentario.» Charlotte ya no se sentía desplazada por puntos de vista heréticos. «¡Vaya —pensó—, todas estas miles de mujeres piensan y sienten como yo!» Algunas veces, durante las últimas veinticuatro horas, se había preguntado si los hombres tendrían razón al decir que las mujeres eran débiles, estúpidas e ignorantes, porque a veces ella se sentía débil y estúpida, y realmente era una ignorante. Ahora pensaba: «Si nos educamos a nosotras mismas no seremos ignorantes, y si pensamos por nuestra cuenta no seremos estúpidas, y si luchamos juntas no seremos débiles.» La banda empezó a tocar el himno Jerusalén y las mujeres cantaban la letra. Charlotte se unió con energía: No cesaré en la lucha mental ni dejaré que mi espada se me duerma en las manos «No me importa que alguien me vea —pensaba desafiante—, ¡ni siquiera las duquesas!» hasta que hayamos construido Jerusalén en la Inglaterra de los verdes y apacibles prados.
La marcha cruzó Trafalgar Square y entró en el Mall. De repente aparecieron allí muchos más policías, que no quitaban la vista de encima a las mujeres. También se veían muchos espectadores, hombres en su mayoría, a uno y otro lado de la carretera. Gritaban y silbaban despreciativamente. Charlotte oyó decir a uno de ellos: «¡Ya os jodería yo!», y su rostro enrojeció.
Se dio cuenta de que muchas mujeres llevaban un bastón con una flecha de plata fijada en la empuñadura. Preguntó a la mujer que tenía más cerca qué simbolizaba aquello.
—Las flechas de la indumentaria carcelaria —explicó la mujer—; todas las mujeres que la llevan han estado en la cárcel.
«¡En la cárcel!» Charlotte quedó desconcertada. Se había enterado de que unas cuantas sufragistas habían sido encarceladas, pero allí podía contar centenares de flechas a su alrededor. Por primera vez cruzó su mente la idea de que aquel día ella podía acabar en la cárcel y aquel pensamiento la hizo sentirse cobarde. Pensó: «No voy a seguir. Mi casa queda a dos pasos, al otro lado del parque; en cinco minutos me puedo plantar allí. ¡La cárcel! ¡Me moriría!» Miró hacia atrás. Luego pensó: «¡No he hecho nada malo! ¿Por qué tengo miedo de ir a la cárcel? A menos que lo hagamos, las mujeres seguiremos siendo siempre débiles, ignorantes y estúpidas.» Cuando la banda volvió a sonar, ella se irguió y marchó al compás.
La fachada de Buckingham Palace se vislumbraba al final del Mall. Una hilera de policías, muchos de ellos a caballo, se alineaba frente al edificio. Charlotte iba en las primeras filas de la marcha y se preguntaba qué se propondrían hacer las líderes al llegar a las puertas exteriores.
Se acordó de que una vez, al salir de «Derry & Toms» por la tarde, vio a un borracho que se le acercó tambaleante por la acera. Un caballero con sombrero de copa empujó al borracho con su bastón, y el lacayo ayudó prestamente a Charlotte a subir al carruaje, que estaba esperando junto a la acera.
Hoy nadie se iba a desvivir para protegerla contra los empujones.
Llegaron hasta las puertas de palacio.
Charlotte pensó: «La última vez que estuve aquí traía una invitación.» La cabeza de la marcha quedó frente a la hilera de policías. Por unos momentos se produjo un estancamiento. Las que venían detrás empujaban hacia delante. De repente Charlotte vio a Mrs. Pankhurst. Vestía chaqueta y falda de terciopelo morado, blusa blanca de cuello alto y chaleco verde. Su sombrero era morado, con una gran pluma blanca de avestruz y un velo. Se había separado del grueso de la marcha y, de algún modo, había logrado llegar, sin que se lo impidieran, a la puerta más alejada del patio de palacio. ¡Parecía tan frágil y decidida, mientras avanzaba con la cabeza erguida hasta la puerta del rey!
Un inspector de Policía de paisano le salió al paso. Era un tiparrón enorme y fornido, casi medio metro más alto que ella. Se produjo un breve intercambio de palabras. Mrs. Pankhurst quiso seguir adelante. El inspector se lo impidió. Ella intentó pasar, empujando. Entonces Charlotte, horrorizada, vio que el policía abrazaba como un oso a Mrs. Pankhurst, la levantaba en el aire y se la llevaba.
Charlotte se enfureció, al igual que todas las demás mujeres que había a su alrededor. Las integrantes de la marcha empujaron con fiereza contra la línea de policías. Charlotte vio cómo una o dos rompían la línea y se acercaban corriendo hasta la puerta de palacio, perseguidas por los guardias. Los caballos se pusieron en movimiento, con sus herraduras resonando amenazadoramente sobre el pavimento. La línea se empezaba a romper. Varias mujeres luchaban con la Policía y fueron arrojadas al suelo. A Charlotte la aterrorizaba ser objeto de malos tratos. Algunos de los espectadores masculinos se lanzaron en ayuda de la Policía, y entonces los empujones se convirtieron en una batalla. Una mujer de mediana edad, cercana a Charlotte, fue agarrada por las pantorrillas.
—¡Quíteme las manos de encima, señor! —exclamó indignada.
El policía dijo:
—Cariñito mío, ¡hoy puedo cogerte por donde quiera!
Un grupo de hombres, con sombreros de paja, se metió entre la multitud, dando empujones y puñetazos a las mujeres, y Charlotte gritó. De pronto, un grupo de sufragistas, esgrimiendo mazas de gimnasia, contraatacaron y los del sombrero de paja acudieron presurosos de todas partes. Ya no quedaban espectadores, pues todos participaban en la refriega. Charlotte quería escaparse corriendo, pero en todas partes veía violencia. Un individuo con bombín levantó a una mujer joven metiéndole un brazo entre los pechos y una mano entre las pantorrillas, y Charlotte le oyó decir:
—Es lo que has estado buscando durante mucho tiempo, ¿verdad?
Tanta bestialidad horrorizó a Charlotte; le recordaba uno de aquellos cuadros medievales del purgatorio en los que todo el mundo sufre torturas inexplicables, pero aquello era real y ella se encontraba en medio. Recibió un empujón por la espalda que la derribó, y se hizo rasguños en las manos y magulladuras en las rodillas. Alguien le pisó la mano.
Intentó levantarse y nuevamente rodó por el suelo. Se dio cuenta de que un caballo la podía pisotear y matar. Desesperadamente, se asió al extremo del abrigo de una mujer y se puso de pie. Algunas mujeres arrojaban pimienta a los ojos de los hombres, pero era imposible acertar siempre, y el resultado fue que aquello afectó tanto a los hombres como a las mujeres. La pelea se hizo más enconada. Charlotte vio a una mujer en el suelo, con la nariz sangrando. Quiso ayudarla, pero no podía moverse; bastante le costaba mantenerse en pie. Empezó a sentir tanta rabia como miedo. Los hombres, tanto la Policía como los paisanos, disfrutaban pegando puñetazos y patadas a las mujeres.
Charlotte pensó histéricamente: «¿Por qué sonríen así?» Sintió horrorizada que una gran mano la agarraba por el pecho. Aquella mano la apretaba y se retorcía. Se volvió, quitándose de encima como pudo aquel brazo. Se vio frente a un hombre de unos veinticinco años, vestido elegantemente con un traje de tweed. Él adelantó las dos manos para cogerla por los dos pechos, clavando fuertemente sus dedos en ellos. Nunca la habían tocado allí. Forcejeó con aquel hombre y vio en sus ojos una mirada salvaje, mezcla de odio y deseo. Y, como en un aullido, él exclamó:
—Esto es lo que necesitas, ¿verdad?
Luego le dio un puñetazo en el estómago. El golpe pareció metérsele en el vientre. Su impacto fue terrible y mayor todavía el dolor, pero lo que hizo que sintiera pánico fue ver que se quedaba sin respiración. Se quedó de pie, inclinada hacia delante, con la boca abierta. Quería respirar, quería chillar, pero no podía hacer ni lo uno ni lo otro. Estaba convencida de que se moría. Se dio cuenta vagamente de un hombre muy alto que se abría paso hasta ella, apartando a la gente como si se tratara de espigas en un campo de trigo. Aquel hombre alto asió por la solapa al individuo del traje de tweed y le dio un puñetazo en la barbilla. Le pareció que aquel puñetazo levantaba al hombre sobre sus talones, suspendiéndolo en el aire. La expresión de sorpresa, reflejada en su rostro, resultaba cómica. Finalmente, Charlotte pudo respirar y tragó aire con gran esfuerzo. El hombre alto puso un brazo firmemente sobre sus hombros y le dijo al oído:
—Por aquí.
Se dio cuenta de que la rescataban, y la sensación de saberse en manos de alguien fuerte y protector la alivió tanto que casi se desmayó.
El hombre alto la guió hacia un extremo de la multitud. Un sargento de la Policía la golpeó con su porra. El protector de Charlotte levantó su brazo para desviar el golpe; luego profirió un grito de dolor al caer sobre su antebrazo aquella porra de madera. Dejó a Charlotte. Se produjo un breve intercambio de golpes y al poco rato el sargento quedó tendido en el suelo, sangrando, y el hombre alto volvió a llevarse a Charlotte entre aquel gentío.
Poco después se encontraron fuera de él. Cuando Charlotte se dio cuenta de que se hallaba a salvo, se echó a llorar, sollozando suavemente, mientras las lágrimas bañaban su rostro.
El hombre la obligó a seguir caminando.
—Alejémonos —dijo.
Hablaba con acento extranjero. Charlotte no tenía voluntad propia. Iba por donde él la llevaba.
Al cabo de un rato empezó a recobrar el dominio de sí misma. Se dio cuenta de que se encontraban en la zona de Victoria. El hombre se paró frente a uno de los establecimientos de Lyons Corner House y le preguntó:
—¿Le apetecería una taza de té?
Ella hizo un gesto afirmativo y entraron.
La acompañó hasta la silla y luego se sentó frente a ella. Lo miró por primera vez. Por un instante volvió a tener miedo. Su rostro era alargado y la nariz aguileña. Llevaba el pelo muy corto y estaba sin afeitar. De algún modo recordaba a un ave rapaz. Pero al mismo tiempo vio que sus ojos sólo reflejaban compasión.
Inspiró profundamente y dijo:
—¿Cómo podré agradecérselo?
Él hizo como si no se enterara de aquella confesión.
—¿Le apetecería comer algo?
—Sólo té. —Había reconocido su acento y se puso a hablar en ruso—. ¿De dónde es usted?
Se mostró complacido al ver que ella sabía hablar su lengua.
—Nací en la provincia de Tambov. Habla usted muy bien el ruso.
—Mi madre es rusa y también mi institutriz. Se presentó un camarero y él dijo:
—Dos tés, por favor.
Charlotte pensó: «Está aprendiendo el inglés cockney.»
—Aún no sé su nombre —dijo en ruso—. Yo me llamo Charlotte Walden.
—Félix Kschesinski. Fue usted muy valiente al tomar parte en esa marcha.
Ella disintió con un gesto.
—La valentía no tuvo nada que ver con esto. Simplemente, no sabía lo que iba a pasar.
Seguía pensando: «¿Qué y quién será este hombre? ¿De dónde salió? Su aspecto es fascinante. Pero se muestra reservado. Me gustaría saber más cosas de él.»
—¿Qué es lo que esperaba? —preguntó él.
—¿De la marcha? No sé… ¿Por qué esos hombres gozan atacando a las mujeres?
—Es una pregunta interesante. —Se animó de repente y Charlotte contempló su atractivo y expresivo rostro—. Es lo de siempre; ponemos a las mujeres sobre un pedestal y nos las imaginamos puras en espíritu y débiles de cuerpo. De esta manera, por lo menos en la alta sociedad educada, los hombres tienen que decirse que no tienen ningún tipo de hostilidad hacia las mujeres, en ningún caso; ni tampoco lujuria ante el cuerpo de una mujer. Sin embargo, he aquí que aparecen unas mujeres, las sufragistas, que, sencillamente, ni son débiles ni necesitan ser adoradas. Más aún, infringen la ley. Son la negación del mito que los mismos hombres se han inventado y pueden ser asaltadas impunemente. Los hombres se sienten estafados y dejan vía libre a toda la lujuria y rabia que fingían no sentir. Ello representa una gran descarga de su tensión y por eso disfrutan.
Charlotte lo miró sorprendida. Era fantástica aquella explicación tan completa surgida de aquella cabeza. «Me gusta, este hombre», se dijo, y prosiguió:
—¿Cómo se gana la vida?
Félix se volvió a mostrar reservado.
—Soy un filósofo sin trabajo.
Sirvieron el té. Cargado y muy dulce, ayudó a Charlotte recuperarse un poco. Seguía intrigada por aquel extraño y quería tirarle de la lengua. Siguió:
—Por lo que usted dice sobre la situación de las mujeres la sociedad, resulta tan perjudicial para los hombres —no para ellas.
—Estoy convencido de ello.
—¿Por qué?
Félix titubeó unos instantes.
—Los hombres y las mujeres son felices cuando aman. —Una sombra cruzó brevemente su rostro para esfumarse seguidamente—. La relación de amor no es la misma que la de la adoración. Se adora a un dios. Sólo los seres humanos pueden ser amados. Cuando adoramos a una mujer no podemos amarla. Luego, cuando descubrimos que no es un dios, la odiamos. Eso es triste.
—Nunca lo había pensado —dijo, sorprendida, Charlotte.
—Igualmente, todas las religiones tienen dioses buenos y dioses malos. El Señor y el demonio. De ahí que tengamos buenas mujeres y malas mujeres, y se puede hacer lo que se quiera con las mujeres malas, por ejemplo, las sufragistas y prostitutas.
—¿Qué son las prostitutas?
Félix se sorprendió.
—Las mujeres que se venden a cambio de… —Y empleó una palabra rusa que Charlotte desconocía.
—¿Puede traducírmela?
—Joder.
Charlotte se sonrojó y desvió su mirada.
Él preguntó:
—¿Es una palabrota? Lo siento, no sé otra.
Charlotte se animó y dijo en voz baja:
—Relaciones sexuales.
Él volvió al ruso.
—Creo que a usted la han puesto sobre un pedestal.
—Y no puede imaginarse lo terrible que eso es —asintió ella, indignada—. ¡Ser tan ignorante!
—¿Las mujeres se venden realmente de esa manera?
—¡Oh, sí! Las respetables mujeres casadas tienen que fingir que no les gustan las relaciones sexuales. Ello hace que los hombres necesiten acudir a las prostitutas. Las prostitutas fingen que les gustan muchísimo, aunque, como han de hacerlo tan a menudo y con gentes tan distintas, no gozan realmente. Todo el mundo acaba fingiendo.
Charlotte pensó: «Estas son precisamente las cosas que yo necesito saber.» Deseaba llevárselo a su casa y encerrarlo bajo llave en su habitación, para que así pudiera explicarle cosas de día y de noche. Le preguntó:
—¿Cómo se llega a todo eso…, a todo este fingimiento?
—La respuesta comportaría un estudio tan largo, por lo menos, como la vida misma. Con todo, estoy convencido de que guarda relación con el poder. Los hombres ejercen poder sobre las mujeres y los ricos sobre los pobres. Se necesitan muchas teorías para legitimar este sistema: teorías sobre la monarquía, el capitalismo, la educación y el sexo. Todas ellas nos hacen desgraciados, pero sin ellas algunos perderían su poder. Y los hombres no quieren renunciar al poder, aun cuando este sea la causa de todos sus males.
—¿Y qué se puede hacer?
—Esa es la pregunta clásica. A los hombres que no quieren renunciar al poder, hay que arrebatárselo. Al cambio de poder de una facción a otra, dentro de la misma clase, se le llama golpe, y este no cambia nada. Al cambio de poder de una clase a otra se le llama revolución, y esta sí que cambia las cosas —vaciló unos instantes—, aunque los cambios no fueran necesariamente los mismos que buscaban los revolucionarios. Las revoluciones —prosiguió— sólo se producen cuando el pueblo se levanta en masa contra sus opresores, como, al parecer, lo están haciendo las sufragistas. Las revoluciones son siempre violentas, porque la gente matará siempre para retener el poder. Sin embargo, se producen porque siempre habrá hombres dispuestos a entregar su vida por la causa de la libertad.
—¿Es usted revolucionario?
Él le contestó en inglés:
—Adivínelo.
Charlotte se rió.
Y aquella risa fue la causa de su descubrimiento.
Mientras Félix hablaba, parte de su mente había estado observando el rostro de ella, midiendo sus reacciones. Sentía por ella un afecto que de alguna manera le resultaba familiar. «En teoría, soy yo quien debo hechizarla, pero es ella: «que me está hechizando», pensó.
Y fue entonces cuando ella se echó a reír.
En su rostro se dibujó una amplia sonrisa; aparecieron arrugas en las comisuras de sus ojos castaños, movió hacia atrás la cabeza, con lo que destacó su barbilla; levantó las manos, con las palmas hacia delante, en un gesto casi defensivo, y ahogó su risa en lo más profundo de su garganta.
Félix se sintió transportado veinticinco años atrás en el tiempo. Vio una casucha de tres habitaciones apoyada en la pared de una iglesia de madera. En su interior, un chico y una chica estaban sentados el uno frente al otro, en una tosca mesa hecha de tablones. Había sobre el fuego una olla de hierro con una col, un pedacito de tocino y agua abundante.
Fuera estaba ya casi oscuro y pronto llegaría el padre para la cena. Félix, de quince años de edad, acababa de contar a su hermana Natasha, de dieciocho años, el chiste del viajero y la hija del granjero. Ella echó hacia atrás la cabeza y se puso a reír.
Félix clavó su mirada en Charlotte. Era un retrato de Natasha. Y le preguntó:
—¿Qué edad tiene?
—Dieciocho años.
Entonces vino a la mente de Félix una idea tan impresionante, tan increíble y tan tremenda, que su corazón se detuvo.
Tragó saliva y preguntó:
—¿Cuándo es su cumpleaños?
—El 2 de enero.
Lanzó un suspiro. Había nacido exactamente siete meses después del casamiento de Lydia y Walden; nueve meses después de que Félix hiciera el amor, por última vez, con Lydia.
Y Charlotte era el vivo retrato de su hermana Natasha. Entonces Félix supo la verdad.
Charlotte era su hija.