Walden observó que tanto Lydia como Charlotte estaban como abatidas a la hora del té.
También él estaba preocupado. La conversación resultó deshilvanada.
Después de cambiarse para la cena, Walden se sentó en el salón y saboreó una copa de jerez, haciendo tiempo hasta que bajaran su esposa y su hija. Iban a cenar fuera, en «Pontadarvys”. Era otra noche cálida. Hasta entonces habían tenido un verano estupendo, aunque sólo fuera por el tiempo.
El confinamiento de Aleks en el hotel «Savoy» no había servido para acelerar el lento ritmo de las negociaciones con los rusos. Aleks inspiraba afecto, como un gatito, y tenía los dientes sorprendentemente afilados de un gatito. Walden le había presentado la contraoferta, una vía fluvial internacional del mar Negro al Mediterráneo. Aleks había dicho sencillamente que no era suficiente, ya que en tiempo de guerra, cuando el estrecho resultara vital, ni Gran Bretaña ni Rusia, con la mejor voluntad del mundo, podrían impedir que los turcos cerraran el canal. Rusia no sólo quería el derecho de paso, sino también la fuerza para exigir su cumplimiento.
Mientras Walden y Aleks discutían sobre cómo se podría conceder a Rusia aquella fuerza, los alemanes habrían completado el ensanche del canal de Kiel, un proyecto estratégicamente crucial que facilitaría a sus acorazados el paso de los campos de batalla del mar del Norte a la seguridad del Báltico. Además, las reservas de oro de Alemania alcanzaban su cota más elevada, como resultado de las maniobras financieras que habían motivado la visita de Churchill a «Walden Hall» en mayo. Alemania nunca podría estar mejor preparada para la guerra; cada día que pasaba hacía más inaplazable una alianza anglo-rusa, pero Aleks tenía los nervios bien templados y no haría ninguna concesión precipitada.
Y a medida que Walden obtenía más información sobre Alemania, su industria, su Gobierno, su ejército y sus recursos naturales, se daba perfecta cuenta de que este país contaba con grandes posibilidades de sustituir a Gran Bretaña como la nación más poderosa del mundo. A él personalmente le preocupaba poco que Gran Bretaña fuera la primera, la segunda o la novena, con tal de que fuera libre. Amaba a Inglaterra. Estaba orgulloso de su país. Su industria proporcionaba trabajo a millones de personas, y su democracia era un modelo para el resto del mundo. Su población era cada vez más culta, y en ese proceso un mayor número de sus habitantes tenía derecho al voto. Incluso las mujeres lo tendrían, antes o después, especialmente si dejaban de romper los cristales de las ventanas. Amaba los campos y las montañas, la ópera y los teatros de variedades, el resplandor frenético de la metrópoli y el ritmo lento, relajante, de la vida del campo.
Estaba orgulloso de sus inventores, de sus dramaturgos, de sus financieros y artesanos.
Inglaterra era un lugar más que estupendo, y no iba a ser asolada por los invasores prusianos de cabeza cuadrada, al menos si estaba en manos de Walden evitarlo.
Estaba preocupado porque no veía con claridad que él pudiera evitarlo. Se preguntaba hasta qué punto entendía realmente la Inglaterra moderna, con sus anarquistas y sufragistas, dirigida por jóvenes fogosos como Churchill y Lloyd George, sacudida por fuerzas aún más disgregadoras como el naciente Partido Laborista y los cada vez más poderosos sindicatos. Personas como Walden todavía gobernaban; las esposas formaban la Buena Sociedad y los maridos constituían la clase dirigente, pero el país no resultaba tan gobernable como lo había sido hasta entonces. A veces tenía la sensación, terriblemente deprimente, de que se iba perdiendo el control de todo.
Charlotte entró, recordándole que no era sólo en el campo de la política donde estaba perdiendo influencia. Todavía llevaba puesto el vestido de la hora del té.
—Tenemos que marcharnos pronto —le dijo Walden.
—Si me lo permites, me quedaré en casa —contestó—. Me duele un poco la cabeza.
—No podrás tomar una cena caliente, a menos que avises enseguida a la cocinera.
—No es necesario. Tomaré algo en mi habitación. —Estás pálida. Bebe una copita de jerez; te abrirá el apetito.
—Muy bien.
Se sentó, y su padre le llenó una copa. Al entregársela, le dijo:
—Annie ya tiene trabajo y un hogar.
—Me alegro —contestó ella fríamente. Walden respiró profundamente.
—Tengo que reconocer que no obré bien en aquel asunto —confesó.
—¡Oh! —exclamó Charlotte, sorprendida.
«¿Tan raro resulta que admita que me he equivocado?», se preguntó él.
Y prosiguió:
—Por supuesto que ignoraba que su… joven… se había escapado y ella se veía obligada a pasar por la vergüenza de tener que volver con su madre. Pero tendría que haberme enterado. Como tú dijiste muy bien, ella estaba bajo mi responsabilidad.
Charlotte no dijo nada, pero se sentó a su lado en el sofá y le tomó la mano.
Aquello lo emocionó. Y añadió:
—Tienes un corazón noble y espero que seguirás así siempre. Y confío que aprenderás a manifestar tus generosos sentimientos con un poco más… de ecuanimidad. Ella lo miró y aseguró:
—Lo intentaré, papá.
—Me pregunto, a menudo, si te habremos protegido demasiado. Por supuesto, fue tu madre quien decidió de qué manera debíamos educarte, pero debo confesar que yo estuve de acuerdo con ella casi siempre. Hay quienes dicen que no se debe proteger a los niños de, digamos, lo que podríamos llamar los hechos de la vida, pero son los menos y, por lo general, suelen ser gente tremendamente vulgar.
Guardaron silencio unos instantes. Como de costumbre, Lydia tardaba una eternidad en vestirse para la cena. Había más cosas que Walden quería decirle a Charlotte, pero no sabía si tendría la suficiente valentía. Ensayó en su mente varias introducciones, a cuál más embarazosa. Allí estaba ella sentada a su lado, en cómodo silencio, y él se preguntaba si la joven tendría alguna idea de por dónde iban sus pensamientos.
Lydia iba a estar lista de un momento a otro. Ahora o nunca. Se aclaró la garganta.
—Te casarás con un hombre bueno y a su lado te enterarás de muchas cosas que son misteriosas y que ahora tal vez te preocupen un poco. —«Bastaría con esto —pensó— ahora es el momento de retroceder, de evitar el problema. ¡Ánimo!»—. Pero hay una cosa que sí debes saber por adelantado. Es tu madre quien debe decírtela, en realidad, pero tal vez no lo haga, por eso te la voy a decir yo.
Encendió un cigarro, sólo para tener ocupadas sus manos. Ya había pasado esa línea de la que no se puede retroceder. Confiaba en que ahora Lydia haría su aparición y pondría ya punto final a la conversación, pero no ocurrió así.
—Dijiste que sabes lo que Annie y el joven hicieron. Bueno, no están casados y por tanto obraron mal. Pero cuando se está casado es una cosa ciertamente muy bonita.
Notaba cómo enrojecía su rostro y confiaba en que ella no levantara su mirada precisamente entonces.
—Es muy bueno desde el simple punto de vista físico, ¿sabes? —se lanzó—. No se puede describir, quizá sea algo así como sentir el calor junto al fuego del hogar… Sin embargo, lo principal es algo que estoy seguro que tú no puedes percibir; es lo maravilloso que todo ello resulta, en conjunto, desde un punto de vista espiritual. De algún modo, viene a ser la expresión de todo el afecto, ternura y respeto y…, en fin, simplemente el amor que hay entre un hombre y su mujer. Cuando se es joven no se entiende necesariamente todo esto. Las chicas, especialmente, tienden a ver sólo el aspecto…, digamos, grosero, y algunas personas desafortunadas nunca descubren su lado bueno. Pero si tú estás atenta a ello y eliges como marido a un hombre bueno, amable, sensato, seguro que todo irá bien. Por eso te lo he dicho. ¿Te he puesto muy nerviosa?
Para su sorpresa, ella se volvió para darle un beso en la mejilla y contestó:
—Sí, pero no tanto como te has puesto tú. Y eso le hizo reír.
Pritchard entró.
—El carruaje está a punto, Milord, y Milady está esperando en el salón.
Walden se levantó.
—Ahora, ni una palabra a mamá —susurró a Charlotte.
—Empiezo a comprender por qué todo el mundo dice que eres una persona tan buena —dijo Charlotte—. Os deseo una buena velada.
—Adiós —dijo él.
Y, mientras iba al encuentro de su esposa, pensó: «De todas formas, algunas veces me explico bien.» Tras aquello, Charlotte casi cambió de idea sobre asistir a la reunión de las sufragistas.
Se había sentido rebelde, tras el incidente de Annie, cuando vio un cartel pegado en la ventana de una joyería en Bond Street. Su encabezamiento, EL VOTO PARA LAS MUJERES, le había llamado la atención; luego se había dado cuenta de que la sala en la que iba a celebrarse la reunión no quedaba lejos de su casa. El aviso no daba los nombres de los oradores, pero Charlotte había leído en los periódicos que la famosa Mrs. Pankhurst hacía su aparición en tales reuniones sin previo aviso. Charlotte se había detenido para leer el cartel, fingiendo (para no implicar a Marga, que la acompañaba) que estaba mirando unas pulseras. Mientras leía, salió un chico de la tienda y empezó a quitar el cartel de la ventana. Fue en aquel lugar, en aquel preciso instante, cuando Charlotte decidió asistir a la reunión.
Con todo, su padre la había hecho sudar. Fue una sorpresa comprobar que también él era falible, vulnerable, e incluso humilde; y todavía le resultó más revelador oírle hablar de la unión sexual como si se tratara de algo hermoso. Se dio cuenta de que ya no estaba resentida interiormente contra él por permitirle crecer en la ignorancia. De repente comprendió su punto de vista.
Pero nada de eso cambiaba el hecho de que continuara sintiéndose terriblemente ignorante y no pudiera confiar en que sus padres le contaran toda la verdad de las cosas, especialmente de las relacionadas con las sufragistas, por ejemplo. Y tomó una decisión:
«Sí, iré.» Tocó la campana para llamar a Pritchard y le pidió que le llevara una ensalada a su habitación; luego subió ella. Una de las ventajas de ser mujer era la de que nadie la atosigaba nunca con preguntas cuando decía que le dolía la cabeza; al parecer era corriente que las mujeres tuvieran, de vez en cuando, dolor de cabeza.
Cuando le sirvieron lo que había pedido, comió algo hasta la hora en que los criados empezaban a cenar; entonces se puso el abrigo y el sombrero y se fue.
Era un cálido atardecer. Caminó con paso ligero hacia Knightsbridge. Sentía una peculiar sensación de libertad y se dio cuenta de que era la primera vez que iba por las calles de una ciudad completamente sola.
«Podría hacer cualquier cosa. No tengo citas concertadas ni dama de compañía. Nadie sabe dónde estoy. Podría cenar en un restaurante. Podría tomar un tren para Escocia. Podría irme a un hotel. Podría subir a un ómnibus. Podría comerme una manzana en la calle y tirar el corazón en el desagüe», pensó.
Creía que llamaba la atención, pero nadie la miraba. Siempre había tenido la vaga impresión de que si salía sola, unos hombres extraños la iban a molestar de maneras diversas. Pero, al parecer, ninguno la veía. Los hombres no estaban acechando; iban a algún sitio, con sus trajes de etiqueta o de estambre, o con levita.
«¿Dónde estará el peligro?», pensó.
Luego se acordó del loco del parque y apresuró el paso.
A medida que se acercaba al local observó un mayor número de mujeres que caminaban en la misma dirección. Algunas iban en parejas o en grupos, pero muchas iban solas, como Charlotte. Se sintió más segura.
Ante el local se aglomeraban cientos de mujeres. Muchas con los colores de las sufragistas: púrpura, verde y blanco. Algunas distribuían folletos o vendían un periódico llamado El voto para las mujeres. Se encontraban por allí algunos policías, con una expresión forzada de divertido menosprecio. Charlotte se puso en la cola para entrar.
Al llegar a la puerta, una celadora, con brazal, le pidió seis peniques. Charlotte dio media vuelta con un ademán automático, y entonces constató que no iba con ella Marga, ni un lacayo o doncella que pudieran pagar. Iba sola y no tenía dinero. No se le había ocurrido que tendría que pagar para entrar en el local. Tampoco sabía dónde habría encontrado los seis peniques en caso de que hubiera previsto su necesidad.
—Lo siento —dijo—. No tengo dinero…, no sabía…
Se dio la vuelta para marcharse, pero la celadora consiguió detenerla.
—Bueno —dijo la mujer—, si no tiene dinero, entre gratis.
Por su acento pertenecía a la clase media, y, aunque le habló con amabilidad, Charlotte se imaginó que pensaría: «¡Con un vestido tan elegante y sin dinero!»
—Gracias…, le mandaré un cheque… —contestó Charlotte.
Luego entró, colorada como un tomate.
«Gracias a Dios que no se me ocurrió cenar en un restaurante o tomar el tren. Nunca había tenido necesidad de preocuparme por llevar dinero encima», pensó.
Su dama de compañía siempre llevaba dinero para los gastos menores, papá tenía cuenta en todas las tiendas de Bond Street, y si quería almorzar en «Claridges» o tomar el café de la mañana en el «Café Royal», bastaba simplemente con dejar su tarjeta sobre la mesa para que enviaran la cuenta a su padre. Pero seguro que él no iba a pagar una cuenta como esta.
Tomó asiento en una de las primeras filas de la sala. No quería perderse nada, después de todas las complicaciones.
«Si voy a hacer cosas así, a menudo tendré que pensar en la manera de contar con dinero en efectivo, peniques manoseados y soberanos de oro y billetes de banco arrugados», pensó.
Echó una mirada a su alrededor. El lugar estaba casi abarrotado de mujeres con alguno que otro hombre. Las mujeres pertenecían, en su mayoría, a la clase media; predominaban los vestidos de sarga y algodón sobre los de cachemira y seda. Unas cuantas mujeres tenían un porte de clara distinción y elegancia por encima del término medio; hablaban en voz más baja y llevaban menos joyas, y todas esas mujeres, como la propia Charlotte, parecían vestidas con abrigos de la temporada pasada y con sombreros ordinarios, como para no llamar la atención. Por lo que Charlotte pudo ver, no había entre el público mujeres pertenecientes a la clase obrera. Sobre el estrado había una mesa adornada con un estandarte púrpura, verde y blanco, en el que se leía: «El voto para las mujeres.» Sobre la mesa había un pequeño atril. Detrás, una hilera de seis sillas.
Al pensar Charlotte que todas aquellas mujeres se rebelaban contra los hombres, no sabía si emocionarse o avergonzarse.
El público aplaudió cuando cinco mujeres hicieron su aparición en el escenario. Vestían impecablemente, aunque no muy a la moda; ninguna de ellas llevaba falda de medio paso ni sombrero ajustado. ¿Eran verdaderamente personas como estas las que rompían los cristales de las ventanas, acuchillaban cuadros y tiraban bombas? Su aspecto era demasiado respetable.
Empezaron los discursos. Para Charlotte resultaban poco inteligibles. Hablaban de organización, finanzas, peticiones, enmiendas, divisiones y elecciones para cubrir vacantes. Se sentía incómoda; no estaba aprendiendo nada. ¿Tendría que leer libros relacionados con el tema, antes de asistir a una reunión, a fin de poder entender los procedimientos? Después de casi una hora, estaba a punto de marcharse, pero entonces la oradora de turno fue interrumpida.
Aparecieron dos mujeres al fondo del escenario. Una de aspecto atlético y con chaqueta de automovilista, daba su brazo y acompañaba a otra menuda y delicada, con abrigo de entretiempo, verde pálido, y amplio sombrero. El público prorrumpió en aplausos. Las mujeres del escenario se pusieron en pie. Los aplausos se incrementaron con gritos y vivas. Alguien se levantó cerca de Charlotte, y en cuestión de segundos fue imitada por las otras mil.
Mrs. Pankhurst se encaminó poco a poco hasta el atril.
Charlotte podía verla con toda claridad. Era lo que la gente llama una mujer elegante.
Tenía unos ojos oscuros y profundos, una boca amplia y recta y una barbilla pronunciada.
Habría sido hermosa de no ser por su nariz gruesa y achatada. Su rostro enjuto, así como sus manos y el color amarillento de su piel, reflejaban los efectos de sus repetidos encarcelamientos y huelgas de hambre. Su figura era débil, delgada y grácil.
Levantó las manos y los gritos y aplausos cesaron casi instantáneamente.
Empezó a hablar. Tenía una voz potente y clara, pero no chillona. A Charlotte le sorprendió su acento de Lancashire. Dijo:
—En 1894 fui elegida responsable de la casa de caridad en la Junta de Tutores de Manchester. La primera vez que visité aquel lugar quedé horrorizada al ver a niñitas de siete y ocho años fregando de rodillas las frías losas de aquellos largos pasillos. Esas niñas iban vestidas, tanto en invierno como en verano, con batas de algodón fino, de cuello bajo y manga corta. Por la noche, no llevaban nada en absoluto, ya que los camisones se consideraban algo excesivo para las pobres. El hecho de que la bronquitis fuera crónica en ellas, casi todo el año, no había sugerido a los tutores efectuar ningún cambio en su manera de vestir. Apenas si hace falta añadir que, hasta mi llegada, todos los tutores eran hombres.
»Me di cuenta de que en la casa de caridad había mujeres embarazadas que fregaban el suelo y realizaban las más duras tareas, casi hasta el mismo momento en que sus bebés llegaban al mundo. Muchas de ellas eran solteras, jovencísimas, unas criaturas. A estas pobres madres se les permitía permanecer en el hospital durante dos semanas escasas.
Luego tenían que elegir entre quedarse en la casa de caridad y ganarse la vida fregando el suelo y demás trabajos, en cuyo caso se las separaba de sus bebés, o pedir su libertad.
Podían quedarse y ser pobres, o podían irse, irse con un bebé de dos semanas en los brazos, sin esperanza, sin hogar, sin dinero, sin ningún sitio a donde ir. ¿Qué pasaba con aquellas mujeres y qué pasaba con sus desventuradas criaturas?
Charlotte quedó asombrada por la discusión pública de temas tan delicados. Madres solteras…, simples criaturas…, sin hogar, sin dinero… ¿Y por qué se las tenía que separar de sus bebés en la casa de caridad? ¿Sería verdad todo aquello?
Lo peor estaba por llegar.
La voz de Mrs. Pankhurst se elevó un poco:
—Según la ley, si un hombre que destroza a una chica paga una suma total de veinte libras, la casa albergue queda exenta de inspección. Mientras la inclusa acepte una criatura cada vez y se hayan pagado las veinte libras, los inspectores no pueden hacer una inspección en la casa.
Inclusa…, un hombre que destroza a una chica…, eran términos desconocidos para Charlotte, pero resultaban terriblemente claros.
—Por supuesto, los bebés mueren con espantosa rapidez, y entonces la inclusa puede acoger libremente a otra víctima. Durante años las mujeres han intentado cambiar la Ley de los Pobres, proteger a los hijos ilegítimos y hacer imposible que cualquier rico desvergonzado eluda su responsabilidad ante su propio hijo. ¡Una y otra vez se ha intentado, pero siempre se ha fracasado y aquí su voz se convirtió en un grito apasionado-porque las únicas que realmente se preocuparon del tema no son más que mujeres!
Su auditorio prorrumpió en aplausos y una mujer muy próxima a Charlotte gritó:
—¡Así se habla, así se habla!
Charlotte se volvió a la mujer, la cogió por el brazo y le preguntó:
—¿Es verdad? ¿Es verdad?
Pero Mrs. Pankhurst había reemprendido su discurso.
—¡Ojalá tuviera tiempo y fuerzas para contaros todas las tragedias de las que fui testigo durante el tiempo que estuve en aquella junta! En nuestro departamento de ayuda exterior, entré en contacto con viudas que luchaban desesperadamente por mantener sus hogares y familias unidas. La ley concedía a estas mujeres una ayuda inadecuada y no había otra salida que la casa de caridad. Aunque la mujer estuviera amamantando al niño, la ley la consideraba igual que a un hombre fuerte y sano. Se dice que las mujeres deben quedarse en casa y cuidar de sus hijos. Yo solía desconcertar a mis colegas varones diciéndoles: «¡Cuando las mujeres tengan derecho al voto, procurarán que las mujeres puedan permanecer en casa y cuidar de sus hijos! En 1899 entré en la Oficina del Registro de Nacimientos y Defunciones de Manchester. Incluso tras mi experiencia en la Junta de Tutores me impresionaba constantemente el poco respeto que había en el mundo hacia las mujeres y los niños. Me he encontrado con muchachitas de trece años que venían a mi despacho para registrar el nacimiento de sus bebés, ilegítimos, por supuesto.
»En la mayoría de los casos no había nada que hacer. La edad de consentimiento está fijada a los dieciséis años, pero un hombre puede, por lo general, alegar que creía que la madre había cumplido los dieciséis. Durante el tiempo que ejercí el cargo, la madre jovencísima de un hijo ilegítimo abandonó su bebé en la calle y este murió. La madre fue juzgada por asesinato y condenada a muerte. El hombre, que desde el punto de vista de la justicia era el auténtico asesino de la criatura, no recibió el menor castigo.
»En aquellos días me pregunté muchas veces qué era lo que se debía hacer. Me había afiliado al Partido Laborista, creyendo que a través de sus consejos se podía conseguir algo de vital importancia, alguna demanda en favor del derecho al voto de las mujeres que los políticos no pudieran ya ignorar. No se logró nada.
»Durante aquellos años, todas mis hijas se habían ido haciendo mayores. Un día, Cristabel me dejó maravillada con la siguiente observación:
»—¿Cuánto tiempo lleváis las mujeres luchando por el voto? En lo que de mí dependa, yo quiero obtenerlo.
»Desde entonces, han sido dos mis consignas: la primera, el voto para las mujeres, y la segunda, que en lo que de mí dependa, ¡yo quiero obtenerlo!
Alguien gritó: «¡Y yo también!», y se reprodujeron los gritos y aplausos.
Charlotte se sentía aturdida. Era como si ella, al igual que Alicia en el país de las maravillas, hubiera atravesado el espejo y se encontrara en un mundo en el que nada era lo que parecía. En lo que se escribía en los periódicos sobre las sufragistas, no se mencionaba la Ley de los Pobres, ni las madres de trece años (¿era posible?) ni a muchachitas que enfermaban de bronquitis en las casas de caridad. Charlotte no habría creído nada de todo esto, de no haberlo visto con sus propios ojos en Annie, una muchachita de Norfolk, decente, normal, durmiendo en las calles de Londres tras ser «destrozada» por un hombre. ¿Qué importancia tenía la rotura de unos cuantos cristales de las ventanas, al lado de cosas así?
—Pasaron muchos años antes de que encendiéramos la antorcha de la militancia.
Habíamos intentado todas las demás medidas y nuestros años de trabajo, sufrimiento y sacrificio nos habían enseñado que el Gobierno no iba a ceder ante lo que era recto y justo, sino tan sólo ante sus propias conveniencias. Nos vimos obligadas a procurar que la inseguridad e inestabilidad se apoderaran de todos los sectores de la vida inglesa.
Tuvimos que poner en la picota la ley inglesa y denunciar a los tribunales de justicia como escenarios de una farsa; nos vimos obligadas a desacreditar al Gobierno ante los ojos de todo el mundo; tuvimos que provocar el deterioro de los deportes ingleses, dañar la economía, destruir propiedades importantes, desmoralizar el mundo de la buena sociedad, avergonzar a las iglesias, trastornar todo el sistema de vida ordenada; tuvimos que desplegar toda la guerra de guerrillas que pudiera tolerar el pueblo de Inglaterra.
Cuando este llegue al punto de decir al Gobierno: «Pongan fin a esto de la única manera posible: dando a las mujeres de Inglaterra su propia representación», entonces apagaremos nuestra antorcha.
»El gran estadista norteamericano Patrick Henry resumió así las causas que llevaron a la revolución norteamericana: "Lo hemos pedido, lo hemos demostrado, lo hemos suplicado, nos hemos llegado a postrar a los pies del trono, y todo ha sido en vano. Tenemos que luchar; lo repito, señor, tenemos que luchar." Patrick Henry estaba abogando por matar a la gente como el único medio adecuado de asegurar la libertad política de los hombres. Las sufragistas no han hecho eso y nunca lo harán. De hecho, el espíritu que mueve a sus militantes es el de un profundo y permanente respeto por la vida humana.
»Fue con este espíritu con el que nuestras mujeres empezaron la guerra el año pasado. El 31 de enero una serie de campos de golf fueron quemados con ácido. El 7 y el 8 de febrero se cortaron los cables de teléfonos y telégrafos en algunos lugares, y durante algunas horas todas las comunicaciones entre Londres y Glasgow quedaron suspendidas.
Unos días después se rompieron los cristales de algunos de los clubes más elegantes de Londres, los invernaderos de orquídeas de Kew fueron destrozados y el frío acabó con gran cantidad de flores de un apreciable valor. La sala de joyas de la Torre de Londres fue invadida y se rompió una vitrina. El 18 de febrero, una casa de campo que se estaba construyendo en Walton-on-the-Hill para Mr. Lloyd George fue destruida en parte tras la explosión de una bomba en la madrugada, antes de que llegaran los trabajadores.
»Más de mil mujeres han ido a la cárcel en el curso de esta campaña de agitación, han cumplido penas y han salido de la cárcel con la salud deteriorada, debilitadas en su cuerpo, pero no en su espíritu. Ninguna de estas mujeres sería, en caso de ser libres, transgresora de la ley. Son mujeres que creen seriamente que el bienestar de la humanidad exige este sacrificio; creen que los males terribles que están asolando nuestra civilización jamás serán eliminados hasta que las mujeres consigan el voto. Sólo hay una manera de detener esta agitación, sólo una manera de poner fin a esta agitación. ¡Y no es la de deportarnos!
—¡No! —gritó alguien.
—¡Ni la de encerrarnos en calabozos! Toda aquella multitud gritó:
—¡No!
—¡Es la de hacernos justicia!
—¡Sí!
Charlotte se encontró gritando con todas las demás. La diminuta mujer del estrado parecía irradiar una justa indignación. Sus ojos resplandecían, cerró los puños, levantó la barbilla y su voz subía y bajaba con la emoción.
—El fuego del sufrimiento cuya llama está sobre nuestras hermanas encarceladas nos está quemando también a nosotras. Porque nosotras sufrimos con ellas, compartimos su aflicción y pronto participaremos de su victoria. Este fuego infundirá en los oídos de muchas que están dormidas una sola palabra: «Despertad», y ya nunca más quedarán adormiladas. Descenderá con una letanía sobre muchas que hasta ahora han estado mudas y que irán a predicar la nueva de la liberación. Su luz será vista desde remotísimos lugares por mujeres que sufren y se sienten tristes y oprimidas, e irradiará en sus vidas una nueva esperanza. Porque el espíritu que existe hoy en las mujeres no puede ser extinguido; es más fuerte que cualquier tiranía, crueldad u opresión; ¡es más fuerte, incluso, que la misma muerte!
A lo largo de todo el día, una terrible sospecha asedió constantemente a Lydia.
Tras el almuerzo se había retirado a su habitación para descansar. No le había sido posible dejar de pensar en Félix. Seguía siendo vulnerable a su magnetismo; era una tontería fingir lo contrario. Pero ya no era una débil muchacha. Contaba con sus propios recursos, y estaba decidida a no perder el control y a no permitir que Félix destrozara la vida plácida que con gran empeño había logrado.
Pensó en todas las preguntas que no le había hecho. ¿Qué estaba haciendo en Londres?
¿Cómo se ganaba la vida? ¿Cómo se las había arreglado para saber dónde vivía?
Había dado a Pritchard un nombre falso. Estaba claro que había temido que no lo dejara entrar. Se daba perfecta cuenta de por qué le había resultado familiar el nombre de Konstantin Dmitrich Levin; era el nombre de uno de los personajes de Ana Karénina, el libro que ella estaba comprando cuando se encontró con Félix por primera vez. Era un seudónimo con doble significado, una discreta mnemotecnia que iluminó un sinfín de vagos recuerdos, como una rememoración agradable de la infancia. Habían discutido sobre la novela. Lydia había dicho que era brillantemente real, pues ella sabía lo que ocurría cuando se desataba la pasión en el alma de una mujer respetable; Ana era Lydia.
Pero el libro no era sobre Ana, dijo Félix; era sobre Levin y su búsqueda para encontrar una respuesta a la pregunta: «¿Cómo debo vivir?» La respuesta de Tolstoi era: «Tú conoces en tu corazón lo que es recto.» Félix argüía que era este tipo de moralidad tonta, deliberadamente ignorante de la historia, de la economía y de la psicología, la que había llevado a la clase dirigente rusa a la incompetencia y la degeneración más absolutas. Esa fue la noche en que comieron setas en vinagre y ella probó el vodka por primera vez.
Acostumbraba llevar un vestido color turquesa que daba un tono azulado a sus ojos grises. Félix había besado los dedos de sus pies y luego…
Sí, fue astuto al recordarle todo aquello.
«¿Llevaba mucho tiempo en Londres, o había venido simplemente a ver a Aleks?», se preguntaba.
Posiblemente debería haber una razón para acercarse a un almirante en Londres en busca de la puesta en libertad de un marino encarcelado en Rusia. Por primera vez se le ocurrió pensar a Lydia que Félix podría no haber dicho toda la verdad. En definitiva, él seguía siendo un anarquista. En 1895 era un pacifista convencido, pero podría haber cambiado.
Si Stephen supiera que le había dicho a un anarquista dónde encontrar a Aleks…
Esto la había preocupado a la hora del té. La había preocupado mientras la doncella le recogía el cabello, con el resultado de que el pelo no le había quedado bien y daba pena verla. La había preocupado durante la cena y ello había motivado su raro comportamiento con la marquesa de Quort, Mr. Chamberlain y un joven llamado Freddie, que repetidamente dijo en voz alta que confiaba en que lo de Charlotte no fuera nada grave.
Se acordó del corte en la mano de Félix que le arrancó aquel grito cuando ella se la apretó. Apenas si pudo ver la herida, pero parecía ser lo bastante seria como para necesitar algunos puntos.
Sin embargo, sólo fue al final de la velada, ya de nuevo en casa, sentada en su dormitorio y cepillándose el cabello, cuando se le ocurrió relacionar a Félix con el loco del parque.
El pensamiento la asustó tanto que se le cayó un cepillo con incrustaciones de oro sobre la mesa del tocador y rompió un pequeño frasco de perfume.
¿Y si Félix hubiera venido a Londres a matar a Aleks?
¿Y si fue Félix quien atacó el carruaje en el parque, no para robarles, sino para llegar a Aleks? ¿No tenía el hombre de la pistola la misma altura y envergadura de Félix?
En líneas generales, sí. Y Stephen lo había herido con su espada.
Entonces Aleks se había ido de casa porque estaba asustado (o quizás, ahora se daba cuenta, porque sabía que el «robo» había sido un intento de asesinato) y Félix no sabría dónde encontrarlo y de ahí que se lo hubiera preguntado a Lydia…
Se miró en el espejo. La mujer que vio en él tenía los ojos grises, las cejas y el pelo rubios, un rostro bonito y el cerebro de un gorrión.
¿Sería verdad? ¿Podría Félix haberla engañado de aquel modo? Sí…, porque él había pasado diecinueve años con la idea de que ella lo había traicionado.
Recogió los pedazos de cristal del frasco roto y los puso en un pañuelo; luego secó el perfume derramado. Ahora no sabía qué hacer. Tendría que avisar a Stephen, pero ¿cómo?
«A propósito, un anarquista vino a verme esta mañana y me preguntó dónde había ido Aleks y como había sido mi amante le dije…» Tendría que inventarse una historia. Pensó durante unos instantes. En otros tiempos, había sido una mentirosa descarada, pero ahora estaba desentrenada. Finalmente decidió que podría arreglárselas combinando las mentiras que Félix le había contado a ella y a Pritchard.
Se puso un manto de cachemira sobre el camisón de seda y se fue derecha al dormitorio de Stephen.
Lo encontró sentado junto a la ventana, en pijama y bata, con un vaso de coñac en una mano y un puro en la otra, mirando al parque iluminado por la luz de la luna. Se sorprendió al verla entrar, porque siempre era él quien iba a su habitación por la noche.
Se levantó con una sonrisa de bienvenida y la abrazó. Ella vio que interpretaba mal su visita; creía que había ido a hacer el amor.
—Quiero hablar contigo —dijo ella.
Él la soltó. Parecía disgustarse.
—¿A estas horas de la noche?
—Creo que he cometido un gran disparate.
—Mejor será que me lo cuentes.
Se sentaron a los lados del frío hogar. De pronto cruzó por la mente de Lydia que ojalá hubiera ido a hacer el amor. Y dijo:
—Esta mañana recibí la visita de un hombre. Dijo que me había conocido en San Petersburgo. En fin, el nombre me resultó familiar y pensé que lo recordaba muy vagamente… Ya sabes lo que pasa, a veces…
—¿Cómo se llamaba?
—Levin.
—Sigue.
—Dijo que quería ver al príncipe Orlov. De pronto, Stephen prestó gran atención.
—¿Por qué?
—Algo relacionado con un marinero que había sido encarcelado injustamente. Ese tal… Levin quería presentar su petición personal para la liberación del hombre.
—¿Qué le dijiste?
—Le di la dirección del hotel «Savoy”.
Stephen lanzó un juramento:
—¡Maldita sea! —Y luego pidió disculpas—: ¡Perdóname!
—Después se me ocurrió que Levin podría estar tramando algo malo. Tenía un corte en una mano y me acordé de que tú heriste al loco del parque…, o sea que, ya ves, todo se me fue apareciendo cada vez con mayor claridad. He hecho algo terrible, ¿verdad?
—No es culpa tuya. En realidad es mía. Tendría que haberte contado la verdad sobre el hombre del parque, pero pensé que sería mejor no asustarte. Me equivoqué.
—¡Pobre Aleks! —dijo Lydia—. ¡Pensar que alguien quiere matarlo! ¡Es tan bueno!
—¿Qué aspecto tenía Levin?
La pregunta desconcertó a Lydia. Por un momento había estado pensando en «Levin» como en un asesino desconocido; ahora se veía obligada a describir a Félix:
—Pues… alto, delgado, de pelo castaño, de mi edad, ruso obviamente; un rostro hermoso, bien proporcionado…
«Y yo suspiro por él.» Stephen se levantó:
—Voy a llamar a Pritchard para que me acompañe al hotel.
Lydia quería decir: «No, déjalo, ¿por qué no me llevas ahora a la cama? Necesito tu calor y ternura.» Pero lo que dijo fue:
—Lo siento muchísimo.
—Tal vez sea mejor así —dijo Stephen.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Por qué?
—Porque cuando vaya al hotel «Savoy» para asesinar a Aleks, le cogeré.
Y entonces Lydia se dio cuenta de que, con toda seguridad, antes de que acabara todo aquello uno de los hombres a los que amaba mataría al otro.
Félix sacó con cuidado la botella de nitroglicerina del fregadero. Cruzó la habitación como si andara sobre cáscaras de huevos. Su almohada estaba sobre el colchón. Había agrandado el descosido hasta algo más de un centímetro y ahora introdujo la botella por aquel agujero en la almohada. Dispuso todo el relleno alrededor de la botella de modo que esta quedara protegida por un material que amortiguara los golpes. Recogió la almohada y, acunándola como a un bebé, la colocó en una maleta abierta. Cerró la maleta y respiró más a sus anchas.
Se puso el abrigo, la bufanda y su respetable sombrero. Con todo cuidado enderezó la maleta de cartón y luego la levantó.
Salió.
El viaje hasta el West End fue una pesadilla.
Evidentemente no podía usar la bicicleta, pero incluso el ir a pie era algo para acabar con los nervios de cualquiera. A cada segundo le parecía ver aquella botella de vidrio marrón en su almohada; cada vez que su pie tocaba el suelo se imaginaba la pequeña onda del impacto subiéndole por el cuerpo para luego descender por el brazo hasta la maleta; en su mente veía las moléculas de nitroglicerina vibrando cada vez más deprisa debajo de la mano.
Pasó junto a una mujer que estaba fregando la acera frente a su casa. Se bajó de la acera, no fuera a resbalar sobre la parte mojada, y la mujer, burlona, le gritó:
—¿Qué, jefe? Mejor no mojarse los pies, ¿verdad?
Al pasar frente a una fábrica en Euston vio a toda una legión de aprendices que salía corriendo tras una pelota. Félix se quedó totalmente inmóvil mientras ellos corrían a su alrededor, dándose empujones y peleándose por la pelota. Entonces alguien le dio a esta un buen puntapié y desaparecieron con la misma rapidez con que habían llegado.
Cruzar Euston Road era una cita con la muerte. Se detuvo en el bordillo durante cinco minutos aguardando una buena interrupción en el incesante tráfico, y finalmente tuvo que cruzar casi corriendo.
En Tottenham Court Road entró en una papelería de primera categoría. En la tienda todo era calma y silencio. Colocó suavemente la maleta sobre el mostrador. Un dependiente, de chaqué, le preguntó:
—¿En qué puedo servirlo, señor?
—Un sobre, por favor.
El dependiente frunció el entrecejo.
—¿Sólo uno, señor?
—Sí.
—¿De algún tamaño especial, señor?
—Normal, pero de buena calidad.
—Tenemos de color azul, marfil, eau-de-nil, crema, beige…
—Blanco.
—Muy bien, señor.
—Y una hoja de papel.
—Una hoja de papel, señor.
Le cobraron tres peniques. En principio, hubiera preferido escaparse sin pagar, pero no podía correr con la bomba en la maleta.
Charing Cross Road estaba atestada de gente, camino del trabajo en las tiendas y oficinas.
Resultaba del todo imposible andar sin recibir empujones. Félix se quedó un rato en un portal, sin saber qué hacer. Finalmente, optó por llevar la maleta en los brazos para protegerla de aquellas hordas desatadas.
En Leicester Square se refugió en un banco. Se sentó ante uno de los escritorios donde los clientes rellenaban sus cheques. Había una bandeja con plumas y un tintero. Colocó la maleta en el suelo entre sus pies; Se relajó unos instantes. Los dependientes del banco, de levita, pasaban sosegadamente con papeles en las manos. Félix tomó una pluma y escribió en el sobre: Príncipe A. Orlov Hotel Savoy Strand, London W.
Dobló la hoja de papel en blanco y la introdujo en el sobre, simplemente para que tuviera su peso normal; no quería que pareciera un sobre vacío. Pasó la lengua por la parte engomada del sobre y lo cerró. Luego, sin prisas, recogió la maleta y salió del banco.
En Trafalgar Square humedeció su pañuelo en la fuente y se refrescó la cara con él.
Pasó Charing Cross Station y caminó en dirección este, a lo largo del paseo del Támesis.
Cerca de Waterloo Bridge, un grupito de golfos, recostados en el muro de protección, arrojaban piedras contra las gaviotas del río. Félix habló con el que le pareció el más inteligente del grupo:
—¿Quieres un penique?
—¡Sí, jefe!
—¿Tienes las manos limpias?
—Sí, jefe. —El muchacho mostró un par de manos mugrientas.
«Tendrán que servirle», pensó Félix.
—¿Sabes dónde está el hotel «Savoy»?
—Claro.
Félix supuso que esto significaba lo mismo que «Sí, jefe». Entregó al chico el sobre y un penique.
—Cuenta hasta cien despacio, luego lleva este sobre al hotel. ¿Entendido?
—Sí, jefe.
Félix subió los peldaños del puente. Estaba muy transitado por hombres con bombín que cruzaban el río, procedentes del lado de Waterloo. Félix se unió a la procesión.
Entró en una papelería y compró el Times. A la salida, un joven entraba alocadamente.
Félix alargó el brazo y lo detuvo, gritando:
—¡Mire por dónde va!
El hombre lo miró sorprendido. Mientras Félix salía, oyó que aquel hombre decía al tendero:
—Vaya tipo tan nervioso, ¿verdad?
—Es un extranjero —le contestó el tendero cuando Félix estaba ya en la calle.
Giró en el Strand y entró en el hotel. Se sentó en el vestíbulo y colocó la maleta en el suelo entre sus pies. «Ya falta poco», pensó.
Desde su asiento se veían las dos puertas y la mesa de recepción del portero. Introdujo la mano en el abrigo y consultó un imaginario reloj de bolsillo, luego abrió el periódico y se dispuso a esperar, como si fuera temprano para su cita.
Acercó aún más la maleta a su asiento y alargó las piernas a uno y otro lado para protegerla del accidental puntapié de cualquier transeúnte despistado. El vestíbulo estaba atestado; faltaba poco para las diez.
«Es la hora del desayuno para la clase dirigente», pensó Félix. Él no había comido; hoy no tenía apetito.
Examinó a las demás personas que se hallaban en el vestíbulo, mirando por encima del Times. Había dos hombres que parecían detectives. Félix se preguntó si obstaculizarían su huida.
«Pero incluso en el caso de que oyeran la explosión —pensó—, ¿cómo sabrían cuál de las docenas de personas que atraviesan el vestíbulo fue la responsable? Nadie sabe cómo soy yo. Sólo lo sabrían si me cogieran. Tengo que evitar que me detengan.» Se preguntaba si el golfillo vendría. Después de todo, el chaval ya tenía su penique. Podría muy bien haber tirado el sobre al río y haber entrado en una confitería. Si así fuera, Félix no tendría más remedio que repetir todo aquel galimatías hasta dar con un golfillo que fuera de fiar.
Leyó un artículo del periódico, levantando la vista a cada instante. El Gobierno quería que quienes ayudaban económicamente a la Unión Social y Política de mujeres pagaran los daños causados por las sufragistas. Tenía en proyecto una nueva legislación que haría eso posible.
«Qué imbecilidades llegan a cometer los gobiernos cuando se vuelven intransigentes —pensó Félix—. Lo que harán todos es dar el dinero anónimamente. ¿Dónde se habrá metido ese golfillo?» Se preguntó qué estaría haciendo Orlov en aquel preciso instante.
Con toda probabilidad, estaría en una de las habitaciones del hotel, unos pocos metros sobre su cabeza, desayunando, afeitándose, escribiendo una carta o manteniendo una conversación con Walden.
«Me gustaría matar a Walden también», pensó Félix. Era probable que —aparecieran los dos por el vestíbulo en cualquier momento. Eso ya sería demasiado.
«¿Qué haría yo si así fuera? —pensó Félix—. Arrojaría la bomba y moriría feliz.» A través de la puerta de vidrio vio —al golfillo.
El chaval venía por el estrecho pasillo que llevaba a la entrada del hotel. Félix podía ver que llevaba el sobre en la mano; lo tenía cogido por una de las puntas, casi con repugnancia, como si estuviera sucio y él limpio, en vez de todo lo contrario. Se acercó a la puerta, pero lo detuvo un empleado con chistera. Estuvieron hablando algo que no pudo oír desde dentro, y luego el chiquillo se fue. El empleado entró en el vestíbulo con el sobre en la mano.
La tensión de Félix aumentó: «¿Saldrá todo bien?» El empleado depositó la carta sobre la mesa del jefe de recepción.
El jefe de recepción la miró, tomó un lápiz, anotó algo en la parte superior derecha —¿un número de habitación?— y llamó a un botones.
¡Por ahora todo iba bien!
Félix se levantó, cogió con cuidado la maleta y se dirigió hacia las escaleras.
El botones lo adelantó en el primer piso y siguió subiendo.
Félix siguió detrás de él.
Resultaba casi demasiado fácil.
Dejó que el botones se le adelantara un rellano, luego aligeró el paso sin perderlo de vista.
En el quinto piso el chico se metió por el pasillo. Félix se paró y observó.
El chico llamó a una puerta. Esta se abrió. Salió una mano que recogió la carta.
«Ya estás en mi poder, Orlov.» El botones se iba ya cuando lo llamaron. Félix no pudo oír las palabras. Dieron al chico una propina y él dijo:
—Muchísimas gracias, señor, es usted muy amable. Cerraron la puerta.
Félix echó a andar por el pasillo.
El chico vio la maleta y fue a cogérsela, preguntando:
—¿Le ayudo, señor?
—No —respondió Félix con voz autoritaria.
—Muy bien, señor —dijo el muchacho, y siguió su camino.
Félix llegó hasta la habitación de Orlov. ¿No había más medidas de seguridad? Walden tal vez pensara que un asesino no podría llegar a la habitación de un hotel, pero Orlov tendría que estar mejor informado. Durante unos instantes, Félix sintió la tentación de marcharse para pensar más detenidamente o hacer un reconocimiento más exhaustivo, pero estaba ya demasiado cerca de Orlov.
Colocó la maleta sobre la alfombra, frente a la puerta.
Abrió la maleta, metió la mano en la almohada y, con gran cuidado, extrajo la botella marrón.
Se enderezó lentamente.
Llamó a la puerta.