6

El escritorio estantería reina Ana era uno de los muebles preferidos de Lydia en su casa de Londres. Tenía una antigüedad de doscientos años; era de laca negra decorada en oro, con escenas vagamente chinas de pagodas, sauces, islas y flores. Su parte delantera se podía bajar y entonces se convertía en escritorio y al mismo tiempo aparecían detrás unas casillas revestidas de terciopelo rojo para cartas y diminutos cajoncitos para papel y plumas. Había grandes cajones en la base abombada, y en la parte superior, al nivel de los ojos, una vez que uno se sentaba, quedaba una estantería de libros con una puerta espejo.

El antiguo espejo reflejaba a sus espaldas, oscura y extraña, la habitación de mañana.

Sobre el escritorio había una carta inacabada dirigida a su hermana de San Petersburgo, madre de Aleks. La escritura de Lydia era pequeña y desaliñada. Había escrito en ruso: No sé qué pensar de Charlotte, y luego se había detenido. Estaba sentada, mirando el espejo oscuro y meditando.

Aquella se estaba convirtiendo en una temporada de acontecimientos en el peor sentido de la palabra. Tras la protesta de la sufragista en la Corte y el loco del parque, había pensado que ya no podían sobrevenir más catástrofes. Y durante algunos días había reinado la calma. Charlotte había culminado con éxito su entrada en sociedad. Aleks ya no se encontraba allí como un obstáculo para la ecuanimidad de Lydia, ya que se había refugiado en el hotel «Savoy» y no aparecía en reuniones de sociedad. El baile de Belinda había constituido un enorme éxito. Aquella noche, Lydia se había olvidado de sus preocupaciones y lo había pasado maravillosamente bien. Había bailado el vals, la polka, el pasodoble, el tango e incluso el paso turco. Había tenido como pareja a la mitad de la Cámara de los Lores, a varios jóvenes de gran empaque, y, sobre todo, a su esposo. En realidad, no era nada chic bailar con el propio marido tanto tiempo como ella lo hizo.

Pero Stephen estaba tan elegante con la corbata blanca y el frac y bailaba tan bien, que ella había hecho lo que más le apetecía. Su matrimonio, de eso no había duda, pasaba por una de sus etapas más felices. Volviendo la vista atrás, tuvo la impresión de que a menudo ocurría lo mismo al llegar la temporada. Y fue entonces cuando irrumpió Annie para estropearlo todo.

Lydia sólo recordaba vagamente a Annie como doncella de «Walden Hall”. No era fácil conocer a todos los sirvientes en una casa tan grande como aquella, pues el personal interno se acercaba a las cincuenta personas, aparte de los jardineros y mozos. No todos los sirvientes se conocían; en cierta ocasión, Lydia había parado a una doncella que pasaba por el salón para preguntarle si Lord Walden estaba en su habitación, y había recibido la siguiente contestación:

—Iré a verlo, señora. ¿A quién debo presentar?

Sin embargo, Lydia se acordaba del día en que Mrs. Braithwaite, el ama de llaves de «Walden Hall», le había ido con la noticia de que Annie se tendría que ir porque estaba embarazada. Mrs. Braithwaite no dijo «embarazada», sino que había sido «sorprendida en transgresión moral”. Ambas, Lydia y Mrs. Braithwaite, estaban perplejas, pero no sorprendidas, pues no era la primera vez que les ocurría aquello a las doncellas y seguiría ocurriendo. Tenía que ser despedida; era la única manera de dirigir una casa respetable y, naturalmente, no se podían dar buenos informes en estas circunstancias. Sin un «papel», una doncella no podía encontrar otro trabajo en el servicio, por supuesto; pero normalmente no tenían necesidad de otro trabajo, ya que o bien se casaban con el padre de la criatura, o bien se iban a casa de su madre. Eso sí, transcurridos algunos años, cuando ya hubiera criado a sus hijos, esa muchacha podía incluso volver a entrar en la misma casa, como ayudante de lavandería o de cocina, o con alguna otra responsabilidad en la que no tuviera contacto con sus amos.

Lydia había pensado que la vida de Annie seguiría ese curso. Se acordó de que un joven ayudante de jardinería se había ido sin avisar y se había embarcado; aquella noticia le había llamado la atención por lo difícil que resultaba encontrar en aquel tiempo chicos para trabajar como jardineros por un sueldo razonable, si bien, por supuesto, nadie le contó nunca la relación existente entre Annie y el joven.

«No somos duros; somos unos amos relativamente generosos. Pero Charlotte reaccionó como si la situación de Annie fuera culpa mía. No sé de dónde saca esas ideas. ¿Qué fue lo que dijo? "Sé lo que hizo Annie y con quién lo hizo." Por el amor de Dios, ¿dónde aprendería esa criatura a hablar de esa forma? Dediqué toda mi vida a que creciera pura, limpia y decente, no como yo, ni pensarlo…», pensó Lydia.

Mojó la pluma en el tintero. Le habría gustado hacer partícipe de sus tribulaciones a su hermana, pero resultaba muy difícil por carta. Creía que ya resultaba bastante difícil cara a cara. En realidad, con la que quería compartir sus ideas era con Charlotte.

«¿Por qué será que cuando lo intento me pongo a chillar como una histérica?» Entonces entró Pritchard.

—Un caballero llamado Konstantin Dmitrich Levin desea verla, Milady.

Lydia frunció el entrecejo.

—Me parece que no lo conozco.

—El caballero dijo que se trataba de un asunto urgente, Milady, y creía que usted lo recordaría de San Petersburgo.

Pritchard parecía dudar.

Lydia vaciló unos instantes. El nombre le resultaba claramente familiar. De vez en cuando, algunos rusos a quienes apenas conocía la iban a visitar a Londres. Por lo general, se ofrecían, para empezar, a llevar recados y acababan pidiendo que les prestaran el dinero del pasaje. A Lydia no le importaba ayudarles.

—Bien —contestó—. Hágalo pasar.

Pritchard salió. Lydia volvió a mojar la pluma y escribió: «¿Qué se puede hacer cuando una criatura ha cumplido ya dieciocho años y se rige por su propio albedrío? Stephen me dice que me preocupo demasiado. Quisiera…» «Ni siquiera hablo claramente con Stephen —pensó—. Apenas si produce unos sonidos aprobatorios.» La puerta se abrió y Pritchard anunció:

—El señor Konstantin Dmitrich Levin.

Lydia habló por encima del hombro, en inglés:

—Estaré con usted enseguida, Mr. Levin.

Oyó que el mayordomo cerraba la puerta, mientras ella escribía: «poder creerlo». Dejó la pluma en la mesa y se volvió.

Él le habló en ruso:

—¿Cómo estás, Lydia?

—¡Oh, Dios mío! —susurró Lydia.

Fue como si algo frío y pesado cayera sobre su corazón y le faltó el aliento. Félix estaba frente a ella: alto y delgado como siempre, con un abrigo raído y bufanda, y con un superfluo sombrero inglés en la mano izquierda. Le resultaba tan familiar como si le hubiera visto ayer. Seguía teniendo el cabello largo y negro, sin el menor indicio de canas. Ahí estaban su piel blanca, la nariz como la hoja de un arma curvada, su boca amplia y sus ojos tristes y suaves.

—Siento haberte sorprendido —se excusó.

Lydia no podía hablar. Luchaba contra un mar de encontradas emociones: sorpresa, miedo, gozo, horror, afecto y temor. Fijó en él la mirada. Estaba más viejo. Tenía arrugas en el rostro: dos pronunciados pliegues en las mejillas y otros dos que descendían a ambos lados de su encantadora boca. Parecían causadas por el dolor y las contrariedades.

En su expresión se adivinaba algo que antes no estaba allí, tal vez rudeza o crueldad, o simplemente inflexibilidad. Parecía cansado.

Él también la estaba estudiando.

—¡Pareces una niña! —exclamó con tono de admiración. Apartó los ojos de él. Los latidos de su corazón eran vigorosos. El temor se convirtió en la sensación dominante. Y pensó:

«Si Stephen volviera temprano y entrara aquí ahora y me mirara con esos ojos que preguntan: "¿Quién es este hombre?" y yo me sonrojara y no supiera qué decir…»

—Me gustaría que dijeras algo —suplicó Félix.

Volvió a mirarle. Y haciendo un esfuerzo dijo:

—Márchate.

—No.

De repente se dio cuenta de que no tenía fuerza de voluntad para hacerlo marchar. Se fijó en la campana para avisar a Pritchard. Félix sonrió como si supiera lo que ella había pensado y dijo:

—Han pasado diecinueve años.

—Has envejecido —dijo ella, abruptamente.

—Tú has cambiado.

—¿Qué esperabas?

—Esperaba esto —contestó—. Que temerías reconocer que te alegra verme. Siempre había podido ver en su alma con aquellos ojos tiernos. ¿Para qué disimular?

«Él sabía todo lo relacionado con el disimulo —recordó—. Él la había entendido desde el primer momento en que fijó sus ojos en ella.»

—Y bien —preguntó—, ¿no te alegras?

—Y también tengo miedo —contestó ella, y entonces se dio cuenta de que había admitido que se alegraba—. ¿Y tú? —añadió enseguida—. ¿Cómo te encuentras?

—Yo no me encuentro ya de ninguna manera —respondió.

Su rostro se arrugó con una sonrisa extraña y dolorosa. Era una expresión que jamás le había visto en otro tiempo. Y ella sintió instintivamente que en aquel momento le estaba diciendo la verdad.

Acercó una silla y se sentó junto a ella. Lydia se echó atrás, crispada.

—No te voy a hacer daño —dijo él.

—¿Hacerme daño? —Lydia soltó una breve carcajada que resonó con inesperada dureza—. ¡Vas a arruinar mi vida!

—Tú echaste a perder la mía —replicó él, y enseguida frunció el ceño como si se hubiera sorprendido a sí mismo.

—Oh, Félix, no fue esa mi intención.

Él, de repente, se sintió tenso. Se produjo un silencio enojoso. Volvió a sonreír con aquella expresión de dolor y preguntó:

—¿Qué pasó?

Ella vaciló. Y se dio cuenta de que todos aquellos años había estado anhelando contárselo. Empezó:

—Aquella noche que me rasgaste el vestido…

—¿Qué vas a hacer con este desgarrón en tu vestido? —preguntó Félix.

—La doncella me echará una puntada antes de que llegue a la Embajada —contestó Lydia.

—¿Tu doncella lleva siempre consigo aguja e hilo? —¿Para qué, si no, iba a llevar a la doncella conmigo cuando salgo a cenar?

—Claro, ¿para qué?

Félix estaba echado en la cama, mirando cómo se vestía. Ella sabía que le gustaba mirarla. En esta ocasión la imitó cuando se subía las bragas, hasta hacerla desternillar de risa.

Ella se puso el vestido y él se lo estiró.

—Todo el mundo tarda una hora en vestirse para una velada —comentó—. Hasta que te conocí, no tenía ni idea de que se podía hacer en sólo cinco minutos. Abróchame.

Se miró en el espejo y se alisó el cabello mientras él le abrochaba los corchetes de la espalda. Cuando hubo acabado la besó en el hombro. Arqueó el cuello y dijo:

—No empieces otra vez.

Recogió su vieja capa marrón y se la entregó a él para que le ayudara a ponérsela.

—Cuando te vas, se va la luz —dijo él.

Ella se emocionó porque él no acostumbraba mostrarse sentimental, y dijo:

—Ya sé cómo te sientes.

—¿Volverás mañana?

—Sí.

En la puerta, ella lo besó.

—Gracias.

—Te quiero muchísimo —contestó él.

Se fue, y mientras bajaba las escaleras oyó un ruido a sus espaldas. Se volvió. El vecino de Félix la estaba observando desde la puerta del apartamento contiguo. Pareció desconcertado cuando vio que lo miraban. Ella le dirigió un cortés saludo y él se retiró.

La idea de que probablemente los habría oído hacer el amor a través de la pared cruzó su mente. No le preocupaba. Sabía que lo que estaba haciendo era malo y vergonzoso, pero no quería pensar en ello.

Salió a la calle. Su doncella la esperaba en la esquina. Juntas fueron andando hasta el parque donde les esperaba la carroza. Era una tarde fría, pero Lydia se sentía como si estuviera encendida por su propio calor. A menudo se preguntaba si la gente se daría cuenta, sólo mirándola, de que había estado haciendo el amor.

El cochero bajó la escalerilla de la carroza y esquivó su mirada.

«Él lo sabe», pensó sorprendida.

Pero luego se dijo que se trataba de pura fantasía.

En la carroza la doncella arregló deprisa la espalda del vestido de Lydia y esta cambió la capa marrón por un abrigo de pieles. La doncella ordenó el pelo de Lydia y esta le dio diez rublos por su silencio. Luego llegaron a la Embajada británica.

Lydia se acabó de arreglar y entró.

Le pareció que no le resultaba difícil asumir su otra personalidad y convertirse en la modesta y virginal Lydia que conocía la alta sociedad. En cuanto entró en el mundo real quedó aterrorizada por la fuerza bruta de su pasión por Félix y se convirtió muy de veras en un trémulo lirio. No era comedia. Es más, durante la mayor parte de las horas del día sabía que esa doncella bien educada era su propio ser, y creía que de alguna manera debía estar poseída mientras se encontraba con Félix. Pero cuando él estaba allí, y también cuando ella estaba sola en la cama, a medianoche, ella sabía que era su persona oficial la que era mala, ya que le habría negado el mayor gozo que jamás había conocido.

Así entró en el salón, vestida con la adecuada blancura, con aspecto juvenil y algo nerviosa.

Encontró a su primo Kiril, que era teóricamente su escolta. Era un viudo de treinta y pico años, un hombre irascible que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Él y Lydia no se querían mucho, pero como su esposa había muerto y a los padres de Lydia no les gustaba salir, Kiril y Lydia se habían puesto de acuerdo para que se los invitara juntos.

Lydia, siempre le decía que no se preocupara por ir a buscarla.

De esta manera podía arreglárselas para encontrarse con Félix clandestinamente.

—Te has retrasado —dijo Kiril.

—Lo siento —contestó ella, sin pizca de sinceridad.

Kiril la introdujo en el salón. Fueron saludados por el embajador y su esposa y luego fueron presentados a Lord Highcombe, hijo mayor del conde de Walderi. Era un hombre alto y elegante, de unos treinta años, vestido con un traje elegante pero más bien sobrio.

Tenía un aspecto muy inglés, con su pelo corto, castaño claro, y sus ojos azules. Tenía un rostro sonriente y abierto y Lydia lo encontró apaciblemente atractivo. Hablaba bien el francés. Iniciaron una elegante conversación que se prolongó durante unos minutos; luego fue presentado a alguien más.

—Parece bastante agradable —dijo Lydia a Kiril.

—No te dejes engañar —le respondió Kiril—. Se rumorea que es un borrachín.

—Me sorprendes.

—Juega a las cartas con algunos oficiales que conozco, y me contaron que algunas noches bebe allí a escondidas.

—Siempre sabes muchas cosas de la gente, y todas malas.

Los delgados labios de Kiril se contrajeron en una sonrisa.

—¿Es mía o suya la culpa?

—¿Por qué está aquí? —preguntó Lydia.

—¿En San Petersburgo? Bueno, dicen que tiene un padre muy rico y dominante, con quien no se entiende; de ahí que se dedique, a su antojo, a la bebida y al juego por todo el mundo, esperando que el viejo se muera.

Lydia no esperaba volver a hablar con Lord Highcombe, pero la esposa del embajador, considerándolos a los dos buenos partidos, los sentó el uno junto al otro para la cena.

Durante el segundo plato, él intentó entablar conversación y preguntó:

—¿No conocerá usted al ministro de Hacienda?

—Pues no, lo siento —dijo Lydia, con frialdad.

Lo conocía perfectamente, por supuesto, y era uno de los grandes favoritos del Zar, pero se había casado con una mujer que no sólo estaba divorciada sino que también era judía, lo que hacía que resultara complicado invitarlo. De pronto, pasó por su pensamiento cuán duramente criticaría Félix todos aquellos prejuicios, pero entonces el inglés volvía a hablarle:

—Tengo gran interés por conocerlo. Tengo entendido que es terriblemente activo y avanzado. Su proyecto del ferrocarril transiberiano es maravilloso. Pero la gente dice que no es un hombre muy refinado.

—Estoy segura de que Sergei Yulevich Witte es un servidor leal de nuestro adorado soberano —replicó Lydia, educadamente.

—Sin duda —corroboró Highcombe, y se volvió a la dama que tenía al otro lado.

«Cree que soy aburrida», pensó Lydia. Algo más tarde, ella le preguntó:

—¿Viaja usted mucho?

—Casi sin parar —contestó—. Voy a África prácticamente todos los años, para dedicarme a la caza mayor.

—¡Qué interesante! ¿Qué caza?

—Leones, elefantes…, una vez un rinoceronte.

—¿En la jungla?

—La caza se realiza en los campos de pastoreo del Este, pero en cierta ocasión fui muy al Sur, hasta la selva tropical, simplemente por conocerla.

—¿Y es tal como se describe en los libros?

—Sí, incluso lo de los pigmeos negros y desnudos. Lydia notó que se sonrojaba y se volvió. «¿Por qué tenía que decir eso?», se preguntó.

Ya no le habló más. Ya habían hablado bastante para cumplir con la etiqueta, y quedaba claro que a ninguno de los dos le interesaba seguir adelante.

Acabada la cena, tocó un poco en el maravilloso piano de cola del embajador; luego Kiril la llevó a casa. Se fue directamente a la cama a soñar con Félix.

A la mañana siguiente, tras el desayuno, un criado le dijo que fuera al estudio de su padre.

El conde era un hombre pequeño, delgado e irascible, de cincuenta y cinco años. Lydia era la más pequeña de sus cuatro hijos; los demás, una hermana y dos hermanos, estaban todos casados. Su madre vivía, pero siempre estaba enferma. El conde sabía poco de su familia. Al parecer, se pasaba la mayor parte del tiempo leyendo. Tenía un viejo amigo que venía a jugar al ajedrez. Lydia tenía un vago recuerdo de un tiempo en que las cosas eran diferentes y formaban una familia alegre, sentados en torno a una gran mesa para la cena, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Ahora, que la llamaran al estudio de su padre, sólo tenía un significado: complicaciones.

Cuando Lydia entró, estaba de pie delante del escritorio, con las manos a la espalda y una mueca de rabia en su rostro. La doncella de Lydia se hallaba junto a la puerta con lágrimas en las mejillas. Lydia supo entonces de dónde había surgido la complicación y le sobrevino un temblor.

No hubo preámbulos. Su padre empezó a gritar:

—¡Te has estado viendo con un joven en secreto!

Lydia se cruzó de brazos para detener así su temblor.

—¿Cómo se enteró? —preguntó con una mirada acusadora dirigida a la doncella.

Su padre masculló algo desagradable.

—No la mires a ella —dijo—. El cochero me contó tus paseos extraordinariamente prolongados por el parque. Ayer hice que te siguieran. —Su voz volvió a subir de tono—. ¿Cómo pudiste obrar así, como una campesina?

«¿Cuánto sabría? ¡Seguro que todo no!», se dijo Lydia.

—Estoy enamorada.

—¿Enamorada? —rugió—. ¡Querrás decir que estás en celo!

Lydia pensó que estaba a punto de pegarle. Retrocedió varios pasos y se preparó para echar a correr. Estaba enterado de todo. Era la ruina total. ¿Qué haría ella? Él prosiguió:

—Lo peor de todo es que posiblemente no te podrás casar con él.

Lydia estaba horrorizada. Estaba dispuesta a que la echaran de casa, a quedarse sin un céntimo y humillada, pero él se proponía infligirle un castigo aún peor.

—¿Por qué no me puedo casar con él? —gritó.

—Porque prácticamente es un siervo de la gleba, anarquista por añadidura. ¿No entiendes? ¡Has arruinado tu vida!

—¡Entonces déjame que me case con él y viva en la ruina!

—¡No! —aulló.

Se produjo un silencio tenso. La doncella, con lágrimas en los ojos, seguía sollozando monótona y entrecortadamente. Lydia oyó el sonido de un timbre.

—Esto matará a tu madre —añadió el conde. Lydia susurró:

—¿Qué vas a hacer?

—De momento quedarás confinada en tu habitación. Tan pronto como lo tenga arreglado, entrarás en un convento.

Lydia lo miró horrorizada, sin apartar los ojos. Era una sentencia de muerte. Escapó corriendo de la habitación.

«No volver a ver a Félix jamás», un pensamiento que le resultaba absolutamente insoportable. Las lágrimas bañaban su rostro. Fue corriendo a su dormitorio. No iba a poder aguantar tanto sufrimiento.

«Me moriré, me moriré», pensaba.

Antes que abandonar a Félix para siempre, abandonaría para siempre a su familia. En cuanto se le ocurrió aquella idea se dio cuenta de que era su única salida y de que tenía que ponerla en práctica enseguida, antes de que su padre enviara a alguien que la encerrara bajo llave en su habitación.

Miró en su bolso; sólo tenía unos cuantos rublos. Abrió su joyero. Sacó una pulsera de diamantes, una cadena de oro y varios anillos, y lo apretujó todo en su bolso. Se puso el abrigo, bajó corriendo por la escalera de servicio y salió por la puerta de los criados.

Anduvo deprisa por las calles. La gente se quedaba mirándola, al verla correr vestida tan elegantemente y con lágrimas en el rostro. No le importaba. Había abandonado la sociedad para siempre. Se iba a escapar con Félix.

Pronto quedó agotada y fue reduciendo su carrera hasta andar a paso normal. De pronto todo aquel asunto no parecía tan desastroso. Ella y Félix podían irse a Moscú o a una ciudad del campo, o incluso al extranjero, a Alemania tal vez. Félix tendría que buscar trabajo. Tenía cultura, de modo que por lo menos podría encontrar trabajo de oficinista o posiblemente algo mejor. Ella podía ganar algo de dinero cosiendo. Alquilarían una casa pequeña y la arreglarían sin gastar demasiado. Tendrían hijos, chicos fuertes y niñas guapas. Las cosas que iba a perder le parecían de poco valor: vestidos de seda, chismorreos de sociedad, sirvientes por todas partes, casas enormes y alimentos delicados.

¿Qué importaba todo eso al lado de vivir con él? Se irían a la cama y dormirían juntos, ¡qué romántico!, saldrían a pasear, cogidos de la mano, sin preocuparse de quienes les vieran enamorados. Se sentarían junto al fuego por la noche, jugando a cartas, o leyendo, o simplemente conversando. Siempre que quisiera, ella lo podría tocar, o besarlo o desnudarse para él.

Llegó a su casa y subió las escaleras. ¿Cuál sería su reacción? Quedaría sorprendido, luego se entusiasmaría, y enseguida procuraría ser práctico. Diría que tenían que irse inmediatamente, porque su padre podía enviar gente tras ellos para volvérsela a llevar. Se mostraría decidido. Diría: «Iremos a X», y hablaría de los billetes, de la maleta y de los disfraces.

Sacó la llave de su bolso, pero la puerta de su apartamento estaba abierta y colgando, sesgada, sobre sus goznes. Entró, llamando:

—Félix, soy yo… ¡Oh!

Se paró en la misma entrada. Todo estaba revuelto, como si hubieran robado o se hubieran peleado. Félix no estaba allí.

De pronto, se apoderó de ella un gran temor.

Recorrió el pequeño apartamento, como aturdida, mirando estúpidamente detrás de las cortinas y debajo de la cama. Habían desaparecido todos sus libros. El colchón había sido acuchillado. El espejo estaba roto, el mismo en el que se habían estado contemplando mientras se amaban una tarde de nieve.

Lydia iba perdida de una parte a otra por el zaguán. El inquilino del apartamento vecino estaba en su portal. Lydia lo miró. Y preguntó:

—¿Qué pasó?

—Lo detuvieron anoche —contestó.

Y el cielo se le cayó encima.

Sentía que se desmayaba. Se apoyó contra la pared. «¡Detenido! ¿Por qué? ¿Dónde está?

¿Quién lo había detenido? ¿Cómo iba a poder escapar con él si estaba en la cárcel?»

—Al parecer era anarquista. —El vecino hizo una mueca sugerente y añadió—: ¿Qué otra cosa podría haber sido si no?

Ya era más de lo que podía aguantar, que hubiera ocurrido todo esto el mismo día en que su padre había…

—Mi padre —susurró Lydia—. Mi padre fue quien lo hizo.

—Tiene mala cara —dijo el vecino—. ¿Quiere pasar y sentarse un rato?

A Lydia no le gustó la expresión de su rostro. No podía hacer frente a aquel hombre, en el que se veía una mirada lujuriosa. Recuperó el dominio de sí misma, y, sin responderle, empezó a bajar lentamente las escaleras y salió a la calle.

Andaba despacio, sin rumbo fijo, pensando qué iba a hacer. De alguna manera tendría que sacar a Félix de la cárcel. No tenía ni idea de cómo podía lograrlo. ¿Habría de apelar al ministro del Interior? ¿Al Zar? No sabía cómo llegar hasta ellos, a no ser solicitando una audiencia. Podía escribir…, pero necesitaba a Félix hoy. ¿Podría visitarlo en la cárcel? Por lo menos, así se enteraría de cómo estaba y él vería que se estaba preocupando por su liberación. Tal vez si se presentara en una carroza, elegantemente vestida, podría causar impresión al carcelero…, pero no sabía dónde estaba la cárcel, podría haber más de una, y no tenía carroza; y si volvía a casa su padre la encerraría bajo llave y ya no podría ver más a Félix…

Se secó las lágrimas. Era tan ignorante acerca del mundo de la política, de las cárceles y de los criminales…

¿A quién podría dirigirse? Los amigos anarquistas de Félix estarían enterados de todas aquellas cosas, pero nunca había visto a ninguno de ellos ni sabía dónde encontrarlos.

Pensó en sus hermanos. Max estaba al frente de la hacienda familiar en el campo, y él vería a Félix con los ojos de su padre y aprobaría por completo todo lo que este había hecho. Dmitri, el casquivano y afeminado Dmitri, simpatizaría con Lydia, pero no serviría de nada.

Sólo se podía hacer una cosa. Tendría que ir a rogarle a su padre la liberación de Félix.

Agotada, se volvió para dirigirse a su casa.

La rabia que sentía contra su padre aumentaba a cada paso que daba. Él era quien tenía que amarla, cuidarla y preocuparse por su felicidad… ¿y qué hacía? Intentaba destrozar su vida. Ella sabía lo que quería; sabía lo que la iba a hacer feliz. ¿De quién era la vida? ¿Quién tenía derecho a decidir?

Llegó a casa enfurecida.

Fue directamente al estudio y entró sin llamar. Y acusó:

—Has ordenado su detención.

—Sí —contestó su padre.

Había cambiado de táctica. Su máscara de indignación había desaparecido para dejar paso a una expresión pensativa y calculadora.

—Tienes que hacer que lo suelten inmediatamente —dijo Lydia.

—En estos momentos lo están torturando.

—No —exclamó Lydia—. ¡Oh, no!

—Están golpeándole en la planta del pie… —Lydia chilló y su padre levantó la voz—: …con bastones finos y flexibles…

Sobre la mesa había un cortaplumas.

—… que pronto causan heridas en la piel delicada…

«Lo mataré…»

—… hasta que hay tanta sangre…

Lydia sufrió un ataque de locura.

Cogió el cortaplumas y se abalanzó contra su padre. Levantó el arma en alto para bajarla con toda su fuerza, dirigiéndola contra su cuello enjuto, al tiempo que no dejaba de chillar:

—¡Te odio, te odio, te odio…!

Él se apartó, la cogió por la muñeca, hasta hacerle soltar el cortaplumas y de un empujón la hizo sentar.

Rompió a llorar histéricamente.

Transcurridos unos minutos, su padre empezó a hablar de nuevo, con mucha calma, como si nada hubiera ocurrido.

—Podría haber ordenado el cese inmediato de las torturas —prosiguió—. Puedo hacer que suelten al muchacho cuando yo quiera.

—¡Oh, por favor! —dijo Lydia entre sollozos—. Haré todo lo que digas.

—¿De veras? —preguntó.

Ella elevó su mirada con los ojos arrasados en lágrimas. Un arrebato de esperanza la calmó. ¿Sería verdad? ¿Liberaría a Félix? Y repitió:

—Lo que quieras, lo que quieras.

—Mientras estabas fuera, tuve una visita —dijo él, en tono casual—. El conde de Walden. Me pidió permiso para verte.

—¿Quién?

—El conde de Walden. Era Lord Highcombe cuando lo viste anoche, pero su padre ha muerto esta misma noche, de modo que ahora el conde es él.

Lydia se quedó mirando fijamente a su padre sin entender. Recordó su encuentro con el inglés, pero no podía comprender por qué ahora, de repente, su padre lo traía a colación.

Y le rogó:

—No me tortures. Dime lo que tengo que hacer para que Félix quede en libertad.

—Cásate con el conde de Walden —dijo su padre, bruscamente.

Lydia dejó de llorar. Clavó su mirada en él, incapaz de articular palabra. ¿Habría entendido bien? Parecía una locura.

Él prosiguió:

—Walden quiere casarse enseguida. Abandonarías Rusia para irte a Inglaterra con él. Este desgraciado suceso quedaría olvidado y nadie se tendría que enterar de nada. Es la solución ideal.

—¿Y Félix? —preguntó Lydia con un suspiro.

—La tortura cesaría hoy. El muchacho sería puesto en libertad en el mismo momento en que tú salieras para Inglaterra. Nunca lo volverías a ver en tu vida.

—No —susurró Lydia—. ¡Por el amor de Dios, no!

Se casaron ocho semanas después.

—¿Intentaste, de veras, apuñalar a tu padre? —preguntó Félix, entre horrorizado y divertido.

Lydia asintió.

«Gracias a Dios, no ha adivinado todo lo demás», pensó.

—Estoy orgulloso de ti —dijo Félix.

—Fue algo terrible.

—Él era un hombre terrible.

—Ya no pienso de esa manera.

Se produjo una pausa. Félix dijo con voz queda:

—O sea, que después de todo nunca me traicionaste.

El impulso que la movía a estrecharlo entre sus brazos se hacía casi irresistible. Hizo un esfuerzo para permanecer sentada, fría e inmóvil. Superó aquel momento.

—Tu padre cumplió su palabra —musitó él—. Las torturas cesaron aquel día. Me pusieron en libertad al día siguiente de tu partida para Inglaterra.

—¿Cómo te enteraste de mi paradero?

—Me llegó un recado de la doncella. Lo dejó en la librería. Por supuesto que no se enteró del buen negocio que habías hecho.

Las cosas que se tenían que decir eran tantas y de tanto peso que se sentaron en silencio.

Lydia seguía teniendo miedo a moverse. Observó que constantemente él mantenía la mano derecha en el bolsillo del abrigo. No recordaba que anteriormente tuviera esa costumbre.

—¿Aún no sabes silbar? —preguntó súbitamente.

Ella no pudo evitar la risa.

—Jamás lo conseguí.

Volvieron a quedar sumergidos en el silencio. Lydia quería que se fuera, y con igual desesperación quería que se quedara. Finalmente preguntó:

—¿Qué has estado haciendo desde entonces?

Félix se encogió de hombros.

—Viajando mucho. ¿Y tú?

—Educando a mi hija.

Para ambos parecía como si los años intermedios constituyeran un punto de referencia poco atractivo.

—¿Qué te hizo venir aquí? —preguntó Lydia.

—Oh… —Por unos instantes, Félix pareció quedar confundido por la pregunta—. Necesito ver a Orlov.

—¿A Aleks? ¿Por qué?

—Hay un anarquista en la cárcel. Debo convencer a Orlov para que lo suelten… Ya sabes cómo están las cosas en Rusia; no hay justicia, todo son influencias.

—Aleks ya no está aquí. Alguien intentó robarnos cuando íbamos en nuestro carruaje y se asustó.

—¿Dónde podría encontrarlo? —preguntó Félix, que de repente parecía tenso.

—En el hotel «Savoy», pero dudo que te reciba.

—Puedo intentarlo.

—Es importante para ti, ¿verdad?

—Sí.

—¿Sigues… metido en política?

—Es mi vida.

—La mayoría de los jóvenes pierden interés con los años.

Él esbozó una sonrisa triste.

—La mayoría de los jóvenes se casan y forman una familia.

Lydia estaba rebosante de compasión.

—Félix, lo siento muchísimo.

Él alargó su brazo y le cogió una mano. Ella se soltó de un tirón y se puso en pie.

—No me toques —le dijo.

Él la miró sorprendido.

—Aunque tú no hayas aprendido la lección, yo sí la he aprendido —prosiguió—. Me educaron con la convicción de que la lujuria es mala y destructora. Por algún tiempo, cuando estábamos… juntos… dejé de creerlo, o por lo menos así lo pretendí. Y mira lo que ocurrió. Destrocé mi vida y la tuya. Mi padre tenía razón: la lujuria destruye. Ya no lo he olvidado y nunca lo olvidaré.

Félix la miró con tristeza.

—¿Es eso lo que te dices a ti misma?

—Es verdad.

—La moralidad de Tolstoi. Hacer el bien tal vez no te haga feliz, pero hacer el mal seguro que te hará desgraciado.

Ella inspiró profundamente.

—Ahora quiero que te vayas y no vuelvas jamás.

Él se quedó mirándola en silencio; luego se puso en pie.

—Muy bien —dijo.

Lydia sintió que su corazón iba a estallar.

Félix dio un paso hacia ella. Lydia estaba inmóvil, sabiendo que debía alejarse de él, pero incapaz de hacerlo. Él le puso las manos en los hombros y la miró a los ojos, y ya fue demasiado tarde. Ella se acordaba de lo que solía ocurrir cuando ambos se miraban a los ojos y se vio perdida. Félix se le acercó más y la besó, estrechándola entre sus brazos. Ocurrió lo de siempre: su boca insaciable sobre sus labios suaves, activa, amorosa, amable, hizo que ella se derritiera por momentos. Estrechó el cuerpo de él contra el suyo. Le ardía todo el cuerpo. Se estremeció de placer. Le buscó las manos y las tomó entre las suyas, sólo para tener algo que asir, una parte de su cuerpo que agarrar, que estrujar con todas sus fuerzas…

Félix lanzó un grito de dolor.

Se separaron. Ella, perpleja, lo miró fijamente.

Él se llevó la mano derecha a la boca. Lydia vio que tenía una herida y que al estrujar ella su mano la había hecho sangrar. Quiso cogerle la mano y pedirle perdón, pero él se retiró.

Se había producido un cambio en él, el encanto había quedado roto. Se volvió y se dirigió a la puerta. Horrorizada, observó cómo se iba. Dio un portazo. Lydia gritó por la pérdida.

Permaneció en pie durante unos instantes con la mirada fija en el lugar que había ocupado. Se sintió como si la hubieran destrozado. Se dejó caer en una silla. Empezó a estremecerse de manera incontrolable.

Sus emociones se arremolinaron y agitaron durante varios minutos, incapaz de pensar en nada. Finalmente se asentaron, dejando una sensación predominante: la tranquilidad de no haber sucumbido a la tentación de contarle el último capítulo de la historia. Aquel era un secreto alojado en lo más profundo de su ser, como un trozo de metralla en una herida ya curada, y allí quedaría hasta su muerte y se iría con ella al sepulcro.

Félix se detuvo en el salón para ponerse el sombrero. Se miró en el espejo y en su rostro se dibujó una mueca de triunfo salvaje. Dio un último toque a su atuendo y salió al sol del mediodía.

Era tan crédula… Se había creído su historia imaginaria sobre un marino anarquista, y le había revelado, sin dudarlo un instante, dónde podría encontrar a Orlov. Rebosaba de gozo al ver que la tenía todavía bajo su poder.

«Se casó con Walden por mí —pensó— y ahora la he obligado a traicionar a su marido.» Sin embargo, la entrevista había tenido unos momentos peligrosos para él. Mientras le estaba contando su historia había observado su rostro y una pena tremenda había aflorado en su interior, una tristeza especial que le producía ganas de llorar, pero hacía ya tanto tiempo que no vertía lágrimas; su cuerpo parecía haberse olvidado de cómo se hacía y aquellos momentos peligrosos pasaron.

«Realmente, no soy vulnerable a los sentimientos —se dijo a sí mismo— le mentí, traicioné su confianza en mí, la besé y huí; la utilicé. Hoy los hados me son favorables. Es un buen día para una tarea peligrosa.» Había perdido la pistola en el parque, de modo que necesitaba una nueva arma. Para un asesinato en la habitación de un hotel, una bomba sería más adecuada. No sería necesario apuntar con exactitud, porque allí donde cayera mataría a todos los presentes en la habitación. Félix pensó que si daba la casualidad de que en aquel momento Walden se encontrara con Orlov, mejor que mejor. Y pasó por su mente que en ese caso Lydia le habría ayudado a matar a su marido.

Alejó a Lydia de su mente y empezó a pensar en la química.

Fue a una droguería de Camden Town y compró dos litros de ácido común concentrado.

El ácido venía en dos botellas de litro, y le costó cuatro chelines y cinco peniques, incluido el precio de los envases, que eran recuperables.

Se llevó las botellas a casa y las dejó en el suelo del sótano.

Volvió a salir y compró dos litros más del mismo ácido en otra tienda. El tendero le preguntó para qué lo quería y él contestó que para la limpieza, con lo que el hombre se dio por satisfecho.

En una tercera tienda compró dos litros más de otro ácido. Finalmente, adquirió medio litro de glicerina pura y una varilla de vidrio de treinta centímetros de longitud.

Se había gastado dieciséis chelines y ocho peniques, pero recuperaría cuatro chelines y tres peniques al devolver las botellas. Eso haría que el gasto total ascendiera a menos de tres libras.

Como había comprado los ingredientes en tiendas distintas, ninguno de los tenderos tuvo motivos para sospechar que iba a fabricar explosivos.

Subió a la cocina de Bridget y pidió a esta el cuenco de loza de mayor capacidad que tuviera.

—¿Vas a preparar un pastel? —le preguntó.

—Sí —contestó él.

—Entonces no nos hagas volar a todos por los aires.

—¡Qué va!

Pero por si acaso, ella tomó la precaución de pasarse toda la tarde con una vecina.

Félix volvió a bajar las escaleras, se quitó la chaqueta, se remangó la camisa y se lavó las manos.

Cogió el recipiente y lo puso en el fregadero.

Contempló la hilera de grandes botellas marrones, con sus tapones de vidrio esmerilado, alineadas en el suelo.

La primera parte del trabajo no era muy peligrosa.

Mezcló los dos ácidos en el cuenco de Bridget, esperó que se enfriara el recipiente, y luego volvió a meter la mezcla en las botellas.

Lavó el cuenco, lo secó, lo colocó otra vez en el fregadero, y vertió en él la glicerina.

El fregadero estaba cerrado con un tapón de goma pendiente de una cadena. Colocó transversalmente el tapón en el agujero, de modo que este quedara tapado sólo en parte.

Abrió el grifo. Cuando el nivel del agua llegó casi hasta el borde del cuenco, redujo el volumen del grifo sin cerrarlo del todo, de manera que el agua saliera a medida que entraba y su nivel en el fregadero se mantuviera constante sin rebosar e introducirse en el recipiente.

Lo que venía ahora había matado a más anarquistas que la Okhrana.

Cautelosamente, empezó a añadir el ácido mezclado a la glicerina, revolviendo cuidadosamente pero constantemente con la varilla de vidrio.

La habitación del sótano estaba muy caldeada.

De vez en cuando, una voluta de humo marrón rojizo salía del recipiente, señal de que la reacción química empezaba a descontrolarse; entonces Félix tenía que parar de añadir ácido sin dejar de revolver, hasta que el agua que se vertía por el fregadero enfriaba el cuenco y moderaba la reacción. Cuando desaparecía la humareda, aguardaba uno o dos minutos para proseguir luego la mezcla.

«Así murió Ilia —recordó—; de pie ante el fregadero de un sótano, mezclando ácidos y glicerina; quizás iba con prisas. Cuando finalmente pudieron retirar los escombros, no encontraron ni rastro de Ilia.» Pasó la tarde y empezó a oscurecer. El aire se enfrió, pero Félix seguía sudando igual. Su mano era tan firme como una roca. Podía oír a los niños que jugaban en la calle y repetían cantando: «Sal, mostaza, vinagre, pimienta, sal, mostaza, vinagre, pimienta.» Ojalá tuviera hielo. Ojalá tuviera luz eléctrica. La habitación se llenó de una humareda ácida. Tenía la garganta reseca. La mezcla del recipiente se mantenía clara.

Se encontró soñando despierto con Lydia. En ese sueño la vio entrar en el sótano, totalmente desnuda, sonriente, y él le dijo que se fuera porque tenía trabajo.

«Sal, mostaza, vinagre, pimienta.» Vertió la última botella de ácido con tanta lentitud y suavidad como la primera.

Sin dejar de revolver, aumentó el volumen de agua del grifo de modo que esta entrara en el cuenco; entonces eliminó meticulosamente el ácido sobrante.

Una vez acabada la operación, tenía ante sí un recipiente lleno de nitroglicerina.

Era un líquido explosivo, veinte veces más poderoso que la pólvora. Podía hacerse explotar mediante un detonador, si bien este no era absolutamente imprescindible, ya que también se podía hacer explotar con una cerilla encendida o incluso mediante el calor de un fuego cercano. Félix había conocido a un loco que llevaba una botella de nitroglicerina en el bolsillo superior de la chaqueta, hasta que el calor de su cuerpo provocó su explosión, causándole la muerte y la de otras tres personas y un caballo en una calle de San Petersburgo. Una botella de nitroglicerina explotaba si se la golpeaba o simplemente se la dejaba caer en el suelo, o se agitaba, o incluso si se la movía con cierta brusquedad.

Con el máximo cuidado, Félix introdujo una botella limpia en el recipiente y dejó que se fuera llenando lentamente con el explosivo. Una vez llena, cerró la botella, asegurándose de que no quedara nitroglicerina entre el cuello de la botella y el tapón de vidrio esmerilado.

Quedó algún líquido en el recipiente. Desde luego, no se podía verter en el fregadero.

Félix fue a su cama y cogió la almohada. El relleno parecía ser de borra de algodón.

Hizo un agujerito en la almohada y sacó parte del relleno. Eran trozos de trapos mezclados con plumas. Echó una parte en la nitroglicerina que quedaba en el recipiente y absorbió el líquido bastante bien. Félix añadió más relleno hasta que empapó todo el líquido; entonces hizo una pelota con todo ello y la envolvió con periódicos. Así adquiría mayor estabilidad, como la dinamita; de hecho, eso era: dinamita. Explotaría con mayor lentitud que el líquido puro. Al encender el periódico podía explotar o no; lo que verdaderamente hacía falta era una pajita de papel absorbente rellena de pólvora. Pero Félix no quería servirse de la dinamita, ya que lo que él necesitaba era algo fiable y de efectos inmediatos.

Volvió a lavar y secar el cuenco. Taponó el fregadero, lo llenó de agua y luego, cuidadosamente, colocó la botella de nitroglicerina en el agua, para mantenerla fría.

Volvió a subir a la cocina de Bridget para devolverle el cuenco de loza.

Bajó de nuevo y contempló la bomba en el fregadero. «No he tenido miedo. En toda la tarde, nunca he tenido miedo de morir. Sigo sin tener miedo», pensó.

Eso lo puso de buen humor. Salió para hacer un recorrido de exploración por el hotel «Savoy”.