5

Charlotte aguardaba con sentimientos encontrados el próximo baile para celebrar la entrada en sociedad de Belinda. Nunca había asistido a un baile en la ciudad; tan sólo a bailes en el campo, muchos de ellos en «Walden Hall”. Le gustaba bailar y sabía que lo hacía bien, pero odiaba todo ese tinglado, como de feria de ganado, que obligaba a permanecer sentada entre las que no sacaban a bailar, esperando a que un chico decidiera solicitar un baile. Se preguntaba si no podría hacerse de modo más civilizado entre la gente de postín”.

Llegaron a la casa de los tíos George y Clarissa, en Mayfair, media hora antes de medianoche, que, según mamá, era lo más temprano que se podía llegar decentemente a un baile en Londres. Un toldo a rayas y una alfombra roja conducían desde el bordillo hasta la puerta del jardín, que había sido transformada en algo parecido a un arco de triunfo romano.

Pero aún fue mayor la sorpresa de Charlotte cuando vio lo que había al otro lado del arco.

Todo el jardín lateral había sido convertido en un atrio romano. Miró a su alrededor, maravillada. El césped y los parterres habían sido recubiertos para el baile con un entarimado de madera, pintado a cuadros blancos y negros, imitando losas de mármol.

Una columnata de pilares blancos, adornados con guirnaldas de laurel, bordeaba el suelo.

Más allá de los pilares, en una especie de claustro, había bancos para quienes quisieran sentarse al aire libre. En medio del suelo, una fuente, con la figura de un niño y un delfín, vertía su agua sobre un tazón de mármol, y la corriente quedaba iluminada por faros giratorios de colores. En la galería de un dormitorio del piso superior, una banda de música tocaba ragtimes. Guirnaldas de zarzaparrilla y rosas decoraban las paredes, y cestas de begonias colgaban de la galería. Un enorme techo de lona, pintado de azul celeste, cubría toda la zona, desde los aleros de la casa hasta la pared del jardín.

—¡Es realmente impresionante! —exclamó Charlotte. Walden le dijo a su hermano:

—Vaya gentío, George.

—Hemos invitado a ochocientas personas. ¿Qué diablos te ocurrió en el parque?

—Bueno, no fue tanto como se dijo —respondió Walden, con una sonrisa forzada.

Cogió a George del brazo y fueron a hablar más allá.

Charlotte estudiaba a los invitados. Todos los hombres vestían de rigurosa etiqueta: corbata blanca, chaleco blanco y frac. En opinión de Charlotte, este sentaba muy bien a los jóvenes, o por lo menos a los delgados; les daba un aire elegante al bailar.

Observando los vestidos, llegó a la conclusión de que el suyo y el de su madre, aunque de buen gusto, quedaban algo anticuados, con sus talles de avispa, sus volantes y colas. Tía Clarissa llevaba un vestido largo, liso y sin adornos, con una falda excesivamente ajustada para poder bailar con ella, y Belinda lucía unos pantalones de harén.

Charlotte se dio cuenta de que no conocía a nadie y se preguntó: «¿Quién bailará conmigo, después de papá y tío George?» Sin embargo, el hermano menor de tía Clarissa, Jonathan, bailó un vals con ella; luego la presentó a tres compañeros suyos de Oxford, y bailó con cada uno de ellos. Su conversación le pareció monótona; todos ellos decían que la pista de baile estaba bien y la banda —Gottlieb— también, y con ello terminaba su conversación. Charlotte intentó hacerles hablar.

—¿Crees que se debe conceder el voto a las mujeres? Y las respuestas fueron:

—Desde luego que no.

—No tengo ninguna opinión.

—No serás una de ellas, ¿verdad?

El último de sus acompañantes, que se llamaba Freddie, la acompañó al interior para la cena. Era un joven esbelto, de rasgos regulares y pelo rubio. Charlotte pensó que era guapo. Estaba acabando su primer año en Oxford. Le dijo que Oxford era más bien alegre, pero confesó que él no era uno de esos a quienes les entusiasmaba leer libros, y creía que no volvería en octubre.

El interior de la casa estaba festoneado con flores y radiante de luz eléctrica. Para cenar había sopa fría o caliente, langosta, codorniz, fresas, helado y guisantes de invernadero.

Freddie comentó:

—Siempre el mismo tipo de comida para la cena. Todos acuden al mismo proveedor.

—¿Vas a muchos bailes? —le preguntó Charlotte.

—Me temo que así es. Mientras dura la temporada.

Charlotte bebió una copa de champán, con la esperanza de que aquello la entonaría; después dejó a Freddie y fue recorriendo toda una serie de salones. En uno de ellos se estaba jugando a varios tipos de bridge. En otro, dos ancianas duquesas mantenían una conversación. En el tercero, los hombres de más edad jugaban al billar mientras los más jóvenes fumaban. Charlotte encontró a Belinda allí con un cigarrillo en la mano. A Charlotte nunca le había inspirado curiosidad el tabaco, a menos que una quisiera demostrar sofisticación. Belinda, ciertamente, parecía muy sofisticada.

—Me encanta tu vestido —dijo Belinda.

—No, no lo creo. Pero tú sí estás sensacional. ¿Cómo convenciste a tu madrastra para que te dejara vestir así?

—A ella le encantaría llevar otro igual.

—Parece mucho más joven que mamá. Y desde luego lo es.

—Y al ser madrastra, es muy distinto. ¿Y qué fue todo aquello que te pasó al salir de palacio?

—¡Oh, fue algo extraordinario! ¡Un loco nos apuntó con una pistola!

—Tu madre me lo estaba contando. Quedarías aterrorizada, ¿no?

—Yo estaba demasiado atareada intentando calmar a mamá. Luego sentí un miedo mortal.

¿Por qué me dijiste en palacio que querías tener una larga conversación conmigo?

—¡Ah! Escucha. —Se llevó aparte a Charlotte, alejándose de los hombres jóvenes—. He descubierto cómo salen.

—¿Qué?

—Los bebés.

—¡Oh! —Charlotte era toda oídos—. Cuenta, cuenta. Belinda bajó la voz.

—Salen por entre las piernas, por donde haces pipí.

—Es demasiado pequeño.

—Se ensancha.

«Es terrible», pensó Charlotte.

—Pero eso no es todo —prosiguió Belinda—. Me he enterado de cómo empieza todo.

—¿Cómo?

Belinda tomó a Charlotte del codo y se fueron andando hasta un extremo del salón. Se pararon frente a un espejo con guirnaldas de rosas. La voz de Belinda era sólo un susurro:

—¿Sabes?, cuando te casas tienes que irte a la cama con tu marido.

—¿En serio?

—Sí.

—Papá y mamá tienen habitaciones separadas.

—Pero ¿no se comunican?

—Sí.

—Eso es para que puedan meterse en la misma cama.

—¿Por qué?

—Porque para tener un bebé el marido tiene que meter su verga en ese sitio por donde salen los bebés.

—¿Qué es una verga?

—¡Chisss! Es una cosa que los hombres tienen entre sus piernas… ¿No has visto nunca un cuadro del David de Miguel Ángel?

—No.

—Bueno, es una cosa con la que hacen pipí. Se parece a un dedo.

—¿Y tienes que hacer eso para tener bebés?

—Sí.

—¿Y todas las personas casadas tienen que hacerlo?

—Sí.

—¡Es tremendo! ¿Quién te contó todo esto?

—Viola Pontadarvy. Juró que era verdad.

Y, de alguna manera, Charlotte sabía que era verdad. Escuchar todo aquello era como rememorar algo que había olvidado. Parecía, inexplicablemente, que tuviera sentido. No obstante, se sentía físicamente impresionada. Venía a ser aquella sensación ligeramente desagradable que a veces tenía en sueños, cuando una terrible sospecha se convertía en realidad, o cuando tenía miedo de caerse y de pronto se daba cuenta de que se estaba cayendo.

—Estoy más que contenta de que te hayas enterado —dijo—. Si una se casara sin saberlo…

¡Vaya fastidio!

—Se da por supuesto que tu madre ha de explicártelo todo la noche antes de tu boda, pero si tu madre es muy tímida, pues… tú misma lo descubres sobre la marcha.

—¡Loado sea el cielo por Viola Pontadarvy! —A Charlotte le asaltó una duda—. ¿Tendrá algo que ver todo esto con lo de… sangrar, ya sabes, todos los meses?

—No sé.

—Supongo que sí. Todo está relacionado, todas esas cosas de las que no habla la gente.

Bueno, ahora sabemos por qué no hablan de ello; es tan desagradable…

—La cosa que tienes que hacer en la cama se llama relación sexual, pero Viola dice que la gente ordinaria lo llama follar.

—Sí que sabe cosas…

—Tiene hermanos. Se lo dijeron hace años.

—¿Y ellos cómo se enteraron?

—Por los chicos mayores de la escuela. Ellos están siempre interesados en todas estas cosas.

—Bueno —admitió Charlotte—, sí que tiene una especie de terrible fascinación.

De pronto vio reflejada en el espejo a tía Clarissa.

—¿Qué hacéis vosotras dos secreteando en un rincón? —inquirió.

Charlotte se puso colorada, pero, por lo visto, tía Clarissa no esperaba respuesta, ya que prosiguió:

—Belinda, por favor, muévete y habla con la gente… Es tu fiesta.

Se fue y las dos muchachas se trasladaron a los salones. Estos estaban dispuestos de forma circular, de modo que se pudieran recorrer hasta volver al lugar de partida, en la parte superior de la escalera.

Charlotte dijo:

—No creo que yo pudiera jamás llegar a hacer eso.

—¿De veras que no? —fue la respuesta de Belinda, con expresión divertida.

—¿Qué quieres decir?

—No sé. Lo he estado pensando. Podría ser muy bonito. Charlotte se la quedó mirando.

Belinda se puso algo nerviosa y dijo:

—Tengo que ir a bailar. Luego nos veremos.

Bajó las escaleras. Charlotte se quedó mirando cómo bajaba, mientras se preguntaba cuántos secretos sorprendentes tendría que revelarle la vida.

Volvió al comedor y se tomó otra copa de champán.

«¡Vaya manera tan curiosa de perpetuar la raza humana!», pensó.

Suponía que los animales hacían algo parecido. ¿Y cómo lo harían los pájaros? No, los pájaros ponían huevos. ¡Y vaya palabras! Verga y follar. Todos estos centenares de personas elegantes y refinadas que tenía a su alrededor sabían aquellas palabras, pero jamás las empleaban. Y como nunca se pronunciaban, resultaban chocantes. Y por ser chocantes, nunca se decían. No dejaba de haber algo tonto en todo aquello. Si el Creador había ordenado que la gente debe follar, ¿por qué fingir que no lo hacían?

Apuró su copa y salió a la pista de baile. Sus padres estaban bailando una polka, y lo hacían bastante bien. Su madre se había recuperado del incidente del parque, aunque este todavía seguía haciendo mella en el cerebro de su padre. Estaba muy elegante con su corbata blanca y el frac. Cuando tenía la pierna mala, no bailaba, por lo que quedaba claro que aquella noche no sentía molestias. Tenía una sorprendente agilidad en los pies para un hombre de su complexión. Su madre parecía estar pasándolo bien. Ella sabía relajarse cuando bailaba. Su acostumbrada y estudiada reserva desaparecía y sonreía radiante, dejando sus tobillos al descubierto.

Cuando acabó la polka, Walden divisó a Charlotte y caminó hacia ella.

—¿Me permite este baile, Lady Charlotte?

—No faltaría más, Milord.

Era un vals. Su padre parecía distraído, pero la hacía girar sobre la pista con mano experta. Se preguntaba si estaría tan radiante como mamá. Probablemente no.

Inesperadamente cruzó por su mente la imagen de su padre y de su madre follando, y encontró aquella idea terriblemente turbadora.

Su padre le preguntó:

—¿Estás disfrutando en tu primer gran baile de gala?

—Sí, gracias —contestó modosamente.

—Pareces pensativa.

—Estoy extremando mi buena educación.

Las luces y los brillantes colores se le velaron ligeramente y, de pronto, tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse en pie. Se asustó porque podría caerse como una tonta. Su padre se dio cuenta de su falta de equilibrio y la sostuvo con mayor firmeza. Poco después acabó el baile.

Su padre se la llevó de la pista y le preguntó:

—¿Te encuentras bien?

—Sí, pero me quedé como aturdida unos instantes.

—¿Has estado fumando?

Charlotte se puso a reír.

—¡Qué va!

—Ese es el principal motivo por el que las jóvenes se sienten mareadas en los bailes.

Hazme caso. Cuando quieras probar el tabaco, hazlo en privado.

—No tengo ningún interés por hacer la prueba.

Se quedó sentada durante el baile siguiente y entonces Freddie hizo una nueva aparición.

Mientras bailaba con él, se le ocurrió pensar que todos los hombres y mujeres jóvenes, incluidos Freddie y ella, deberían estar buscando marido o esposa durante la temporada de bailes, especialmente en bailes de aquella categoría. Por primera vez pensó en Freddie como un posible marido. Era algo increíble.

«Entonces, ¿qué tipo de marido quiero yo?», se preguntó.

Realmente, no tenía ni idea.

Freddie contó:

—Jonathan me dijo simplemente: «Freddie, ve con Charlotte», pero, si no estoy mal informado, tu nombre es Charlotte Walden —dijo Freddie.

—Así es. ¿Y tú quién eres?

—Pues el marqués de Chalfont.

«Así pues —pensó Charlotte—, somos socialmente compatibles.» Poco después, ella y Freddie entablaron conversación con Belinda y los amigos de Freddie. Hablaron sobre una nueva obra de teatro llamada Pigmalión, de la que se decía que era muy divertida y al mismo tiempo vulgar. Los chicos hablaban de ir a un combate de boxeo, y Belinda decía que ella también quería ir, pero todos le contestaron que ni hablar. Discutieron sobre la música de jazz. Uno de ellos tenía algunos conocimientos y había estado viviendo en Estados Unidos algún tiempo; pero a Freddie no le gustaba e hizo comentarios rimbombantes sobre «la negrificación de la sociedad”. Todos bebían café y Belinda se fumó otro cigarrillo. Charlotte empezaba a divertirse.

Fue la madre de Charlotte la que irrumpió y deshizo la reunión:

—Tu padre y yo nos vamos —le dijo—. ¿Quieres que te enviemos luego el carruaje para recogerte? Charlotte ya se sentía cansada.

—No, me iré con vosotros —le contestó—. ¿Qué hora es?

—Las cuatro.

Fueron a buscar los abrigos. Su madre le preguntó:

—¿Has pasado una buena velada?

—Sí, gracias, mamá.

—Yo también. ¿Quiénes eran esos jóvenes?

—Conocen a Jonathan.

—¿Estuvieron simpáticos?

—La conversación se iba haciendo cada vez más interesante.

Su padre ya había mandado traer el carruaje. A medida que se alejaban de las resplandecientes luces de la fiesta, Charlotte se acordaba de lo que les había ocurrido la última vez que viajaron en la carroza y sintió miedo.

Sus padres estaban cogidos de la mano. Parecían felices. Charlotte se sentía marginada.

Se puso a mirar por la ventana. A la luz de la aurora pudo ver a cuatro hombres con sombreros de copa que subían por Park Lane, al parecer de vuelta a casa procedentes de algún club nocturno. Cuando la carroza giró por Hyde Park Corner, Charlotte vio algo raro.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Su madre miró hacia fuera.

—¿Qué es, cariño?

—Lo de la acera. Parece gente.

—Exacto.

—¿Y qué están haciendo?

—Durmiendo.

Charlotte quedó horrorizada. Había unos ocho o diez, junto a la pared, arropados con abrigos, mantas y periódicos. No pudo ver si eran hombres o mujeres, pero algunos bultos eran pequeños, como si fueran niños.

—¿Por qué duermen ahí? —preguntó.

—No lo sé, cariño —le respondió su madre.

Walden intervino:

—Porque no tienen otro sitio donde dormir, por supuesto.

—¿No tienen casa?

—No.

—No sabía que hubiera gente tan pobre —comentó Charlotte—. Es tremendo.

Pensó en todas las habitaciones de la casa de tío George, en la comida distribuida por todas las mesas para que la fueran tomando los ochocientos invitados, todos los cuales habían cenado, y los lujosos vestidos que estrenaban llegada la temporada, mientras otra gente se acostaba sobre periódicos. Y dijo:

—Tenemos que hacer algo por ellos.

—¿Nosotros? —preguntó su padre—. ¿Qué tenemos que hacer nosotros?

—Construir casas para ellos.

—¿Para todos ellos?

—¿Cuántos hay?

Su padre se encogió de hombros.

—Miles.

—¡Miles! Creí que eran sólo esos. —Charlotte quedó desolada—. ¿No se podrían construir casas pequeñas?

—No es rentable ser dueño de una casa, sobre todo en las actuales condiciones del mercado.

—Quizá tengas que hacerlo, en cualquier caso.

—¿Por qué?

—Porque el fuerte debe cuidar del débil. Yo he oído cómo le decías eso a Mr. Samson.

Samson era el alguacil de «Walden Hall», quien siempre procuraba ahorrar dinero en las reparaciones efectuadas en las viviendas que tenían arrendadas.

—Nosotros ya nos ocupamos de mucha gente —dijo su padre—. Todos los criados a quienes pagamos un sueldo, todos los colonos que trabajan nuestra tierra y viven en nuestras viviendas, todos los trabajadores de las compañías en las que invertimos, todos los empleados del Gobierno a los que se paga con nuestros impuestos…

—No creo que todo eso sirva de excusa —interrumpió Charlotte—. Esos pobres están durmiendo en la calle. ¿Qué harán en invierno?

Lady Walden intervino con tono firme:

—Tu padre no tiene por qué excusarse. Él nació aristócrata y ha cuidado con esmero de su hacienda. Tiene derecho a su riqueza. Esa gente de la calle son vagos, criminales, borrachos y maleantes.

—¿Incluso los niños?

—No seas impertinente. Recuerda que todavía tienes mucho que aprender.

—Ahora empiezo a darme cuenta —contestó Charlotte.

Cuando el carruaje giró para entrar en el patio de la casa, Charlotte divisó a uno de los que dormían en la calle junto al portal de su casa. Optó por echar una ojeada.

El carruaje se paró junto a la puerta principal. Charles ayudó a bajar a su esposa y luego a Charlotte. Esta atravesó corriendo el patio. William ya estaba cerrando las puertas de acceso.

—Espere un poco —le dijo Charlotte.

Oyó decir a su padre:

—¿Qué diablos…?

Salió corriendo a la calle.

Quien allí dormía era una mujer. Estaba echada sobre la acera con los hombros apoyados sobre el muro del patio. Llevaba botas de hombre, medias de lana, un sucio abrigo azul y un sombrero muy grande, ya pasado de moda, con un manojo de roñosas flores artificiales en las alas. Tenía la cabeza torcida a un lado y su rostro quedaba vuelto hacia Charlotte.

Había algo familiar en aquel rostro ovalado y en su amplia boca. La mujer era joven…

Charlotte gritó:

—¡Annie!

La durmiente abrió los ojos.

Charlotte se la quedó mirando horrorizada. Hacía dos meses, Annie estaba de criada en «Walden Hall», vestida con un uniforme limpio y almidonado y una cofia blanca en la cabeza; una hermosa muchacha, de generoso busto y risa incontenible.

—Annie, ¿qué te ha ocurrido?

Annie apoyó sus hombros en la pared para levantarse e imitó una patética reverencia.

—¡Oh, Lady Charlotte! Confiaba en verla a usted, fue siempre tan amable conmigo; no sé adónde acudir…

—Pero ¿cómo has llegado a esto?

—Me despidieron, Milady, sin papeles, cuando descubrieron que estaba esperando un bebé; ya sé que hice mal…

—Pero si no estás casada…

—Pero salía con Jimmy, el ayudante del jardinero…

Charlotte se acordó de todo lo que le había revelado Belinda, y se dio cuenta de que si todo aquello era verdad sería realmente posible que las chicas tuvieran bebés sin estar casadas.

—¿Dónde está el bebé?

—Lo perdí.

—¿Que lo perdiste?

—Quiero decir, que vino demasiado pronto, Milady; nació muerto.

—¡Es terrible! —musitó Charlotte. Era algo que ignoraba que fuera posible—. ¿Y por qué no está Jimmy contigo?

—Se embarcó. Seguro que me quería, lo sé, pero le espantaba tenerse que casar, sólo tenía diecisiete años… —Annie se puso a llorar.

Charlotte oyó la voz de su padre:

—Charlotte, ven inmediatamente.

Ella se volvió hacia él. Estaba en el portal con su traje de etiqueta, con el sombrero de copa en la mano, y de pronto apareció ante ella como un viejo enorme, engreído, cruel. Y le dijo:

—Esta es una de las criadas por las que tanto te preocupas.

Walden miró a la chica.

—¡Annie! ¿Qué significa todo esto?

Annie contestó:

—Jimmy se fue, Milord, y no me pude casar, y no puedo encontrar otro trabajo porque aquí no me entregaron los papeles, y como me daba vergüenza volver a casa, me vine a Londres…

—Viniste a Londres a mendigar —replicó Walden desabridamente.

—¡Papá! —gritó Charlotte.

—Lo entiendo perfectamente…

Apareció Lady Walden y ordenó:

—Charlotte, ¡apártate de esa perdida!

—No es una perdida, es Annie.

—¡Annie! —chilló su madre—. ¡Es una mujer caída!

—¡Basta ya! —dijo Walden—. Nuestra familia no discute en la calle. Entremos inmediatamente.

Charlotte rodeó con su brazo a Annie.

—Necesita un baño, ropa nueva y un desayuno caliente.

—¡No seas ridícula! —dijo Lady Walden. La visión de Annie parecía haberla vuelto casi histérica.

—Muy bien —intervino Walden—. Llévatela a la cocina.

Las criadas ya deben de estar levantadas. Diles que cuiden de ella. Y luego vienes a verme a la sala de estar.

Lady Walden insistió:

—Stephen, esto es una locura…

—Entremos —repitió su esposo.

Y entraron todos.

Charlotte llevó a Annie abajo, a la cocina. Una criada estaba limpiando el hornillo y una ayudante de cocina estaba cortando el bacon para el desayuno. Eran sólo las cinco y cinco; Charlotte no sabía que empezaban a trabajar tan temprano. Ambas se quedaron mirándola cuando la vieron entrar, con su vestido de baile, con Annie a su lado.

Charlotte dijo:

—Os presento a Annie. Trabajaba en «Walden Hall». No ha tenido mucha suerte, pero es una buena chica. Tiene que tomar un baño. Traedle ropa nueva y quemad la vieja. Luego le dais el desayuno.

Durante unos instantes, ambas quedaron sin habla; luego, la pinche de cocina dijo:

—Muy bien, Milady.

—Hasta luego, Annie —se despidió Charlotte.

Annie la cogió por el brazo.

—¡Oh, gracias, Milady!

Charlotte se fue.

«Ahora vendrá el lío», pensó mientras subía las escaleras.

No estaba demasiado preocupada. Tuvo casi la sensación de que sus padres la habían traicionado. ¿De qué le habían servido sus años de educación, cuando en una sola noche podía descubrir que no le habían enseñado las cosas más importantes? Sí, ellos habían de proteger a las jóvenes, mas para Charlotte el término apropiado habría sido el de engaño.

Cuando pensaba en lo ignorante que había sido hasta aquella noche, se sentía como una imbécil y eso la indignaba.

Entró en la sala de estar.

Su padre estaba junto al fuego, con un vaso en la mano. Su madre estaba sentada al piano tocando acordes en do menor; una expresión de dolor se reflejaba en su rostro. Habían bajado las cortinas. La sala tenía un aspecto extraño por la mañana, con las colillas de los cigarros en los ceniceros y la fría luz de la mañana reflejada en el contorno de los objetos.

Era un salón de noche y hacían falta lámparas y calor, bebidas y lacayos, y mucha gente vestida de etiqueta.

Hoy todo parecía distinto.

—Bien, vamos a ver, Charlotte —empezó su padre—. Tú no sabes qué clase de mujer es Annie. La despedimos por un motivo, ¿sabes? Hizo algo muy malo que no puedo explicarte…

—Ya sé lo que hizo —interrumpió Charlotte, sentándose—. Y sé con quién lo hizo. Un jardinero llamado Jimmy. Su madre lanzó una exclamación. Walden prosiguió:

—¡No creo que tengas la menor idea de lo que estás diciendo!

—Y si no la tengo, ¿de quién es la culpa? —explotó Charlotte—. ¿Cómo puedo haber llegado a cumplir dieciocho años sin enterarme de que hay gente tan pobre que tiene que dormir en la calle, de que a las criadas que esperan un bebé se las despide, y de que…, que… los hombres no están hechos de la misma manera que las mujeres? ¡No empecéis a decirme que no entiendo estas cosas y que me queda mucho por aprender! ¡Me he pasado toda la vida aprendiendo, y ahora me doy cuenta de que casi todo eran mentiras! ¿Cómo os atrevéis? ¿Cómo os atrevéis?

Y rompió a llorar, y sintió rabia por perder el dominio de sí misma.

Oyó que su madre decía:

—¡Oh, esto ya es demasiado!

Su padre se sentó junto a ella y le cogió la mano.

—Lamento que te sientas así —dijo—. A todas las jóvenes se las mantiene en la ignorancia de ciertas cosas. Es por su propio bien. Nunca te hemos mentido. Si no te hablamos de la crueldad y vulgaridad del mundo fue tan sólo para que pudieras disfrutar de tu infancia durante el mayor tiempo posible. Quizá cometimos un error.

Lady Walden intervino brevemente:

—¡Queríamos mantenerte al margen de los problemas en que se metió Annie!

—Yo no lo diría así —corrigió Walden, con suavidad.

La rabia de Charlotte se evaporó. Volvió a sentirse como una niña. Quiso apoyar la cabeza en el hombro de su padre, pero su orgullo no se lo permitió.

—¿Vamos a perdonarnos todos mutuamente y a ser amigos de nuevo? —preguntó su padre.

Una idea que había ido creciendo con lentitud en la mente de Charlotte tomó ahora cuerpo y dijo sin pensarlo dos veces:

—¿Me permitiríais tomar a Annie como mi doncella personal?

—Bueno… —contestó su padre.

—¡Ni pensarlo! —saltó Lady Walden, histéricamente ¡Ni hablar! ¿Que una muchacha de dieciocho años, hija de un conde, tenga por doncella a una mujer marcada? No, ¡absoluta e indiscutiblemente no!

—Entonces, ¿qué va a ser de ella? —preguntó Charlotte, con gran serenidad.

—Tenía que haberlo pensado cuando… Tenía que haberlo pensado antes.

Su padre explicó:

—Charlotte, no podemos tener a una mujer de mala fama viviendo en esta casa. Aunque yo lo autorizara, los criados se escandalizarían. La mitad de ellos no guardarían el secreto. Ya oiremos murmuraciones sólo por haberla dejado entrar en la cocina. Ya ves, no somos sólo mamá y papá quienes esquivamos a tales personas… Es la sociedad en general.

—Entonces, le compraré una casa —dijo Charlotte—, le haré un préstamo y seré su amiga.

—Tú no tienes dinero —dijo su madre.

—Mi abuelo ruso me dejó algo.

—Pero el dinero está bajo mi custodia hasta que cumplas los veintiún años, y no permitiré que lo uses para eso —replicó su padre.

—Entonces, ¿qué va a ser de ella? —preguntó Charlotte, con desesperación.

—Voy a hacer un trato contigo —respondió su padre—. Le daré dinero para que compre una vivienda decente, y me ocuparé de que encuentre trabajo en una fábrica.

—¿Y cuál es mi papel en este trato?

—Me tienes que prometer que no mantendrás contactos con ella, jamás.

Charlotte se sentía muy cansada. Su padre tenía respuesta para todo. Ya no podía seguir discutiendo con él, ni le quedaban fuerzas para insistir. Lanzó un suspiro.

—Muy bien —concluyó.

—Buena chica. Así pues, te sugiero que vayas a verla y le cuentes la solución que hemos encontrado, y luego te despides.

—No creo que la pueda mirar a los ojos. Su padre le acarició la mano.

—Te quedará muy agradecida, ya verás. Cuando hayas hablado con ella, vete a la cama. Yo me ocuparé de todos los detalles.

Charlotte no sabía si había salido ganando o perdiendo, si papá había sido cruel o amable, si Annie se sentiría salvada o despreciada.

—Muy bien —dijo con aire cansado.

Quiso decirle a su padre que lo quería, pero no le salieron las palabras. Al cabo de un momento se levantó y salió de la habitación.

Al día siguiente del fracaso, Bridget despertó a Félix al mediodía. Se sentía muy débil.

Bridget estaba junto a su cama con un gran tazón en la mano. Félix se incorporó y tomó el tazón. La bebida era maravillosa. Sabía a leche caliente, azúcar, mantequilla derretida y trocitos de pan. Mientras la tomaba, Bridget recorrió toda la habitación, poniéndola en orden y cantando una canción sentimental sobre los chicos que dieron sus vidas por Irlanda.

Salió para volver con otra irlandesa de su edad que era enfermera. La mujer dio unos puntos a la herida de la mano y puso un vendaje en la herida del hombro. Félix dedujo de la conversación que se trataba de la que ayudaba a abortar en el barrio. Bridget le contó que Félix se había peleado en una taberna. La enfermera cobró un chelín por la visita y le dijo:

—No se morirá. Si se hubiera dejado visitar enseguida, no se habría desangrado tanto. Ahora va a sentirse débil durante varios días.

Cuando se fue, Bridget se quedó hablando con él. Era una mujer maciza, alegre, que rondaba los sesenta. Su esposo se había metido en algún lío en Irlanda y había tenido que refugiarse en el anonimato de Londres, donde murió de una borrachera, según ella. Tenía dos hijos que eran policías en Nueva York y una hija que estaba de criada en Belfast.

Había en ella un dejo de tristeza que aparecía en algunas observaciones ocasionales, de un humor sarcástico, relacionadas generalmente con los ingleses.

Mientras explicaba por qué Irlanda debía tener un Gobierno autónomo, Félix se quedó dormido. Lo volvió a despertar al atardecer para que tomara sopa caliente.

Al día siguiente, sus heridas empezaron a curarse ostensiblemente, y comenzó a sentir el dolor de sus heridas emotivas. Volvía a experimentar la desesperación y el enojo contra sí mismo que había experimentado en el parque cuando huyó corriendo. ¡Huir corriendo!

¿Cómo pudo ocurrir?

Lydia.

Ahora era Lady Walden.

Sintió náuseas. Se puso a pensar detallada y fríamente.

Se había enterado de que se casó y se fue a Inglaterra. Desde luego, se casaría con toda seguridad con un aristócrata que fuera a la vez una persona con un gran interés para Rusia. Estaba también clarísimo que la persona que negociara con Orlov tenía que pertenecer a la clase dirigente y conocer perfectamente la problemática rusa.

«No podía haberme imaginado que iba a ser una misma persona —pensó Félix—, pero tenía que haber previsto esa posibilidad.» La coincidencia no era tan extraordinaria como había parecido, pero no dejaba de ser menos inquietante. Por dos veces en su vida, Félix se había sentido absoluta, ciega y delirantemente feliz. La primera fue cuando, a la edad de cuatro años, antes de que muriera su madre, le regalaron una pelota roja. La segunda, cuando Lydia se enamoró de él. Pero la pelota roja jamás se la habían quitado.

No podía imaginarse una felicidad mayor que la experimentada con Lydia, ni un disgusto más aplastante que el que vino a continuación. A partir de entonces, no se habían repetido ciertamente aquellos altibajos en la vida emotiva de Félix. Cuando ella se fue, él empezó a recorrer como un vagabundo la campiña rusa, vestido como un monje, predicando el evangelio anarquista. Les decía a los campesinos que la tierra era suya porque la trabajaban; que la madera de los bosques sólo pertenecía a quien talaba un árbol; que nadie tenía derecho a gobernarlos sino ellos mismos, y que, como el autogobierno era sinónimo de ningún gobierno, se le daba el nombre de anarquía. Era un predicador estupendo e hizo muchos amigos, pero no volvió a enamorarse y confiaba en que jamás le ocurriría.

Su fase como predicador había acabado en 1899, durante la huelga estudiantil nacional, cuando fue detenido como agitador y enviado a Siberia. Sus años de vagabundo habían hecho que se acostumbrara al frío, al hambre y al dolor; pero ahora, trabajando en una cuerda de presos, sirviéndose de herramientas de madera para extraer oro de una mina, obligado a seguir trabajando cuando el hombre junto al que estaba encadenado había caído muerto, viendo cómo azotaban a niños y mujeres, llegó a conocer la oscuridad, la amargura, la desesperación y finalmente el odio. En Siberia había aprendido la realidad de la vida: robar o caerse de inanición, esconderse o recibir golpes, luchar o morir. Allí había adquirido astucia y crueldad. Allí había aprendido la verdad definitiva sobre la opresión: que actúa enfrentando a las víctimas entre sí y no contra sus opresores.

Huyó y empezó su largo viaje hacia la locura, que acabó cuando mató al policía en las afueras de Omsk y se percató de que ya no tenía miedo a nada.

Volvió a la civilización como un verdadero revolucionario. Le parecía increíble que hubiera sentido escrúpulos alguna vez por lanzar bombas contra los nobles que mantenían aquellas minas de trabajos forzados en Siberia. Estaba furioso por las masacres llevadas a cabo por el Gobierno contra los judíos en el oeste y sur de Rusia. Estaba harto de las peleas entre bolcheviques y mencheviques en el segundo congreso del Partido Socialdemócrata. Se inspiraba en la revista que llegaba de Ginebra, titulada Pan y Libertad, con la cita de Bakunin en su membrete editorial: «El impulso de destruir es también un impulso creativo.» Finalmente, odiando al Gobierno, desencantado de los socialistas y convencido por los anarquistas, fue a una ciudad fabril llamada Bialistock y fundó un grupo llamado «Lucha».

Aquellos habían sido los años gloriosos. Jamás olvidaría al joven Nisan Farber, que había degollado al propietario de la fábrica a la salida de la sinagoga el Día de la Expiación.

Félix en persona había matado al jefe de Policía. Luego llevó la lucha a San Petersburgo, donde fundó otro grupo anarquista, «Los Desautorizados», y planeó con éxito el asesinato del gran duque Sergei. Aquel año, 1905, hubo en San Petersburgo muertes, robos de bancos, huelgas y tumultos; la revolución parecía estar a la vuelta de la esquina.

Entonces llegó la represión, más fiera, más eficaz y mucho más sanguinaria de lo que habían sido los revolucionarios hasta entonces. La Policía secreta se presentó a medianoche en los hogares de «Los Desautorizados» y fueron detenidos todos, menos Félix, que mató a un policía, hirió a otro y pudo escapar a Suiza, ya que por aquel entonces nadie era capaz de detenerlo, tales eran la decisión, fuerza, indignación y crueldad que había alcanzado.

En todos aquellos años, e incluso en los tranquilos años pasados en Suiza, jamás había amado a nadie. Había habido personas por las que había sentido un cálido afecto —un porquerizo de Georgia, un viejo judío fabricante de bombas de Bialistock, Ulrich de Ginebra—, pero todos ellos sólo estaban de paso en su vida. También había habido mujeres.

Muchas mujeres percibían su naturaleza violenta y se alejaban de él asustadas, pero las que lo encontraban atractivo llegaban a sentirse extremadamente atraídas por él. En alguna que otra ocasión había caído en la tentación, y siempre se había arrepentido en mayor o menor grado. Sus padres habían muerto y hacía veinte años que no veía a su hermano. Mirando atrás, veía su vida después de Lydia como un deslizarse lentamente hacia la insensibilidad. Pudo sobrevivir gracias a que se había vuelto cada vez más insensible, a través de sus experiencias de cárcel, tortura, cuerda de presos y la larga y accidentada huida de Siberia. Ya nunca más se preocupó por sí mismo; esta era, estaba convencido, la explicación de su falta de miedo, ya que uno sólo podía sentir miedo por algo que le preocupara.

Y así vivía contento.

No sentía amor por las personas sino por la gente. Sentía compasión por los campesinos famélicos en general, por los niños enfermos y los soldados asustados y los mineros lisiados en general. No sentía odio contra nadie en particular: tan sólo contra los príncipes, los terratenientes, los capitalistas y los generales.

Al hacer entrega de toda su persona a una causa superior sabía que venía a ser como un sacerdote, y sobre todo como uno en especial: su padre. Ya no sentía frustración alguna al hacer esa comparación. Respetaba la magnanimidad de su padre y despreciaba la causa a la que sirvió. Él, Félix, había escogido la verdadera causa. Su vida no iba a ser inútil.

Este era el Félix que se había ido formando con los años, cuando su madura personalidad emergía de la fluidez de su juventud. Le pareció que lo que más le había desconcertado cuando oyó el grito de Lydia fue acordarse de que podría haber sido un Félix diferente, un hombre cálido y amante, un hombre sexual, un hombre capaz de sentir los celos, la avaricia, la vanidad y el miedo. Y se preguntó: «¿Habría sido yo un hombre así?» Un hombre así habría anhelado detener su mirada en sus grandes ojos grises y acariciar su pelo rubio, verla derretirse en una risa incontenible cuando intentaba aprender a silbar, discutir con ella sobre Tolstoi, comer pan negro y arenques ahumados con ella, y observar cómo descomponía su hermoso rostro al probar el vodka por primera vez. Ese hombre habría sido juguetón.

Habría estado también preocupado. Se preguntaría si Lydia era feliz, Dudaría en apretar el gatillo por miedo a que pudiera herirla el rebote de una bala. Podría haber tenido reparos en matar a su sobrino en caso de que ella quisiera al muchacho. Ese hombre habría sido un mal revolucionario.

«No —pensó cuando se fue a dormir aquella noche—, no quisiera ser ese hombre. No es ni siquiera peligroso.» Por la noche soñó que mataba a Lydia, pero cuando se despertó no pudo recordar si aquello lo había entristecido.

Al tercer día salió. Bridget le dio una camisa y un abrigo que habían pertenecido a su marido. No le quedaban bien porque él había sido más bajo y ancho de espaldas que Félix. Los pantalones y botas de Félix seguían estando en buenas condiciones, y Bridget había quitado las manchas de sangre.

Arregló la bicicleta, que se le estropeó al caérsele por las escaleras. Enderezó una rueda que se había torcido, puso un parche en una cámara que se había pinchado y recubrió el cuero del sillín, que se le había roto, Se subió y recorrió una corta distancia, pero se dio cuenta enseguida de que no estaba bastante fuerte para seguir mucho más. Y se puso a andar.

Era un maravilloso día de sol. En una tienda de compraventa en Mornington Crescent entregó medio penique y el abrigo del marido de Bridget a cambio de otro abrigo más ligero que le quedaba mejor. Sentía una alegría especial, paseando por las calles de Londres en verano.

«¡No tengo nada de que sentirme satisfecho! —pensó—. Mi estupenda, bien organizada y atrevida preparación del asesinato se vino abajo porque una mujer gritó y un hombre de mediana edad sacó una espada. ¡Menudo fracaso!» Comprendió que quien lo había animado era Bridget. Había visto que estaba en apuros y le había prestado ayuda sin pensárselo dos veces. Le recordó el gran corazón de la gente por cuya causa él disparaba y tiraba bombas y dejaba que le hirieran con una espada. Eso le daba fuerzas.

Se dirigió a St. James Park y se detuvo en el sitio que le era familiar, frente a la casa de Walden. Recorrió con su vista la construcción de piedra blanca y las altas y elegantes ventanas, y pensó: «Podéis derribarme, pero no llegaréis a ponerme fuera de combate; si supierais que vuelvo a estar aquí, os echaríais a temblar dentro de vuestros zapatos de la mejor piel.» Se sentó para observar. El problema de su fracaso radicaba en que había puesto en guardia a su posible víctima. Ahora resultaría dificilísimo matar a Orlov, porque estaría tomando toda clase de precauciones. Pero Félix acabaría por enterarse de cuáles eran esas precauciones y de cómo esquivarlas.

A las once de la mañana el carruaje salió y Félix creyó ver tras el cristal una perilla y un sombrero de copa: Walden. Regresó a la una. Volvió a salir a las tres, esta vez con un sombrero femenino en el interior, perteneciente seguramente a Lydia o quizás a la hija de la familia; fuera quien fuera, regresó a las cinco. Al atardecer llegaron varios invitados y la familia, al parecer, cenó en casa. No se veía la menor pista de Orlov. Más bien parecía que se había trasladado a otro lugar.

«Pero daré con él», pensó.

De regreso a Camden Town compró un periódico. Al llegar a casa, Bridget le ofreció té, de modo que leyó el periódico y se quedó con ella mientras lo leía. No se decía nada de Orlov, ni en la Circular de la Corte ni en las Notas de Sociedad.

Bridget vio lo que estaba leyendo y dijo sarcásticamente:

—Es una lectura interesante para un individuo como tú. Seguro que estás acabando de decidir a cuál de los bailes de esta noche acudirás.

Félix sonrió y no contestó.

—¿A quién vas a matar? Confío que al maldito rey. —Bebía el té ruidosamente—. Bueno, no me mires así. Parece que me vayas a rebanar el cuello. No te preocupes. Yo no diré nada de ti. Mi marido lo hizo en sus tiempos con unos cuantos ingleses.

Félix quedó estupefacto. ¡Lo había adivinado y estaba de acuerdo! No supo qué decir.

Se puso en pie y dobló el periódico.

—Eres una buena mujer —dijo.

—Si tuviera veinte años menos, te daría un beso. Vete antes de que me propase.

—Gracias por el té —dijo Félix, y se fue.

Pasó el resto de la tarde sentado en la habitación del sótano, con la mirada fija en la pared, de color gris amarillento, pensando: «Por descontado que Orlov se ha escondido, pero ¿dónde? Si no estaba en casa de Walden, podría estar en la Embajada rusa, o en casa de algún funcionario de la Embajada, o en un hotel, o en casa de alguno de los amigos de Walden. Incluso podría estar fuera de Londres, en una casa de campo. No hay manera de comprobar todas estas posibilidades.» No iba a resultar fácil. Empezaba a preocuparse.

Pensó en seguir a Walden a todas partes. Era lo mejor que podía hacer, pero resultaría infructuoso. Aunque una bicicleta pudiera seguir a un coche por Londres, podría resultar agotador para el ciclista y Félix sabía que no podría aguantarlo varios días seguidos. En el caso de que Walden, en un período de tres días, visitara varias casas particulares, dos o tres despachos, un hotel o dos y una Embajada, ¿cómo podría Félix saber en cuál de esos edificios se encontraba Orlov? Era posible, pero llevaría mucho tiempo.

Mientras, seguirían las negociaciones y la guerra estaría cada vez más cerca.

Y podría ser, después de todo, que Orlov siguiera viviendo en casa de Walden y simplemente hubiera decidido no salir.

Félix se quedó dormido dándole vueltas al problema y por la mañana despertó con la solución. Iría a preguntárselo a Lydia.

Se limpió las botas, se lavó el pelo y se afeitó. Pidió a Bridget que le prestara una bufanda de algodón blanco con la que podría disimular la falta de corbata. En la tienda de ropa usada de Mornington Crescent encontró un bombín que le sentaba bien. Se miró en el espejo agrietado y deslustrado del propietario de la tienda. Parecía peligrosamente respetable. Prosiguió su marcha.

No tenía ni idea de cómo reaccionaría Lydia. Estaba completamente seguro de que no lo había reconocido en la noche del fracaso; él llevaba el rostro cubierto y su chillido no fue más que la reacción a la vista de un hombre desconocido que empuñaba una pistola. En el caso de que pudiera entrar a verla, ¿qué haría ella? ¿Lo echaría? ¿Empezaría inmediatamente a quitarse la ropa como solía hacer? ¿Se comportaría simplemente con indiferencia, pensando en él como alguien a quien conoció en su juventud, y por quien ya no sentía nada?

Él quería que quedara impresionada y aturdida y que siguiera enamorada de él, de modo que pudiera sonsacarle un secreto.

De pronto no lograba recordar qué aspecto tenía. Era muy extraño. Sabía que tenía una altura determinada, que no era ni gorda ni delgada, que tenía el cabello claro y los ojos grises, pero no podía reconstruir su imagen. Si se concentraba en su nariz la podía ver, o podía imaginársela vagamente, sin una forma definida, a la tenue luz de un atardecer en San Petersburgo, pero cuando trataba de concentrarse en ella desaparecía.

Llegó al parque y se quedó dudando frente a la casa. Eran las diez. ¿Se habrían levantado ya? En cualquier caso, pensó que lo mejor sería esperar a que Walden saliera de la casa.

Se le ocurrió que incluso podría ver a Orlov en el salón, ahora que no llevaba ningún arma.

«Si fuera así, lo estrangularía entre mis manos», pensó con ferocidad.

Se preguntaba qué estaría haciendo Lydia en este preciso momento. Podría estarse vistiendo.

«¡Ah, sí! —pensó—. Me la imagino en corsé, cepillándose el pelo frente al espejo.» O podría estar desayunando. Habría huevos, carne y pescado, pero ella sólo comería medio bollo tierno y un trozo de manzana.

El carruaje apareció en la entrada. Un minuto o dos después, alguien entró y se dirigió hacia la puerta exterior. Félix estaba frente a la carroza en el momento de su salida. Se encontró mirando directamente a Walden, tras la ventana de la carroza y a Walden mirándole a él. Félix sintió ganas de gritar: «¡Eh, Walden, yo me la tiré primero!», pero lo que hizo fue una mueca y se quitó el sombrero. Walden inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y la carroza siguió su camino.

Félix se preguntaba por qué se sentiría tan exaltado. Atravesó la puerta exterior y cruzó el patio. Vio que había flores en todas las ventanas de la casa y pensó: «Ah, claro, siempre le gustaron las flores.» Subió los peldaños del pórtico y tiró de la campanilla de la puerta central.

«Quizás avise a la Policía», pensó.

Un momento después, un sirviente abrió la puerta. Félix entró y saludó:

—Buenos días.

—Buenos días, señor —contestó el sirviente.

«O sea, que mi aspecto es respetable.»

—Desearía ver a la condesa de Walden. Se trata de un asunto urgente. Mi nombre es Konstantin Dmitrich Levin.

Estoy seguro que me recordará de San Petersburgo.

—De acuerdo, señor. ¿Konstantin…?

—Konstantin Dmitrich Levin. Permítame que le entregue mi tarjeta.

Félix rebuscó en los bolsillos de su abrigo.

—¡Qué lástima, no he traído ninguna!

—No se preocupe, señor. Konstantin Dmitrich Levin. —Exacto.

—Tenga la bondad de esperar aquí; voy a ver si la condesa está en casa.

Félix asintió y el sirviente se fue.