Era una de esas tardes dominicales que transcurren lentamente, de las que agradaban a Walden. De pie, junto a la ventana abierta, recorría con su mirada el parque. El amplio y bien cuidado césped estaba salpicado de árboles añosos: un pino albar, un par de robustos robles, varios castaños y un sauce cuyas ramas evocaban los tirabuzones de una muchacha. El sol ya estaba alto y los árboles proyectaban su oscura y fresca sombra. No se oía ningún pájaro; sólo el zumbido de las activas abejas en una enredadera que florecía junto a la ventana. También la casa estaba tranquila. Casi la totalidad de la servidumbre tenía la tarde libre. Aquel fin de semana los únicos huéspedes eran el hermano de Walden, George, con su esposa Clarissa y sus hijos. George había salido a dar un paseo, Clarissa estaba descansando y a los niños no se los veía por ninguna parte. Walden estaba cómodo; se había puesto la levita para ir a la iglesia, como era de rigor, y dentro de una o dos horas se pondría la corbata blanca y el traje para la cena, pero mientras tanto se encontraba a gusto con su traje de mezclilla de lana y su camisa de cuello sin almidonar.
«Ahora —pensó—, basta que Lydia quiera tocar el piano esta noche y el día habrá sido completo.» Se volvió hacia su esposa.
—¿Tocarás después de la cena?
Lydia sonrió.
—Si tú quieres…
Walden oyó un ruido y volvió a la ventana. Un vehículo a motor hizo su aparición por el extremo del paseo, a medio kilómetro de distancia. Walden notó una especie de enfado, algo parecido a la sensación de dolor que sentía en su pierna derecha antes de una tormenta. «¿Por qué me ha de molestar un coche?», pensó. No era enemigo de los vehículos de motor, él mismo era propietario de un «Lanchester» del que se servía regularmente en sus idas y venidas de Londres, pero en verano los coches representaban una gran molestia para la población por la polvareda que levantaban en la carretera sin pavimentar. Pensaba recubrir varios centenares de metros de la calzada con gravilla alquitranada. En circunstancias normales no lo habría dudado, pero las carreteras dejaron de estar bajo su responsabilidad en 1909, cuando Lloyd George creó los Departamentos de Carreteras; ahora se daba cuenta de que eso era lo que motivaba su enfado. Una de las características de la legislación liberal había consistido en sacar dinero a Walden para realizar lo que él mismo hubiera acabado haciendo; y luego no lo hacían. «Supongo que finalmente seré yo quien tenga que preocuparme por la pavimentación de la carretera —pensó—, pero es realmente molesto tener que pagarla dos veces.» El coche pisó la gravilla de la entrada del patio y se detuvo, entre estrépitos y temblores, frente a la puerta sur. Los gases del tubo de escape ascendieron hasta la ventana y Walden contuvo la respiración.
Bajó el chofer, vestido de modo reglamentario, casco, gafas y grueso chaquetón, para abrir la puerta a su pasajero. Descendió un hombre bajo, con abrigo negro y sombrero de fieltro negro. Walden lo reconoció y se sintió abatido; la tranquila tarde estival se había acabado.
—Es Winston Churchill —dijo.
—¡Qué vergüenza! —exclamó Lydia.
El hombre no aceptaba que se le desairara. El jueves había enviado una nota a la que Walden no respondió. El viernes acudió a la casa londinense de Walden y le dijeron que el conde estaba ausente. Ahora había ido hasta Norfolk en domingo. Tampoco se le atendería. «¿Acaso cree que me va a impresionar con su terquedad?», se preguntó Walden.
No le gustaba ser mal educado con nadie, pero Churchill se lo merecía. El Gobierno liberal, del que Churchill era ministro, se había lanzado a un cobarde ataque contra lo que constituía la base fundamental de la sociedad inglesa, gravando los bienes raíces, desprestigiando a la Cámara de los Lores, intentando entregar Irlanda a los católicos, debilitando la Armada británica y accediendo al chantaje de los sindicatos y de los dichosos socialistas. Walden y sus amigos no iban a estrechar las manos de tales individuos.
La puerta se abrió y Pritchard entró en la habitación. Era un cockney alto, de pelo negro peinado con brillantina y un aire de gravedad evidentemente falso. Cuando era sólo un muchacho había estado embarcado y había abandonado el barco en África oriental.
Walden, que estaba allí de safari, lo contrató para que se encargara de los porteadores nativos, y estaban juntos desde entonces. Ahora, Pritchard era el mayordomo de Walden, viajaba con él de un sitio a otro, y era tan amigo suyo como su condición de criado lo permitía.
—El primer Lord del Almirantazgo ha llegado, Milord —dijo Pritchard.
—No estoy en casa —contestó Walden.
Pritchard se mostró contrariado. No estaba acostumbrado a despedir a los ministros del Gobierno. «El mayordomo de mi padre lo habría hecho sin el menor aspaviento —pensó Walden—, pero el viejo Thomson se ha ganado su jubilación y se dedica a cultivar rosas en el jardín de una casita de pueblo, y Pritchard nunca ha podido adquirir aquella imperturbable dignidad.» Pritchard descuidó su correcta dicción, signo inequívoco de que estaba muy tranquilo o nervioso en extremo.
—Míster Churchill dijo que usted iba a decir que no estaba en casa, Milord, y me ordenó que le diera esta carta.
Y le presentó un sobre en la bandeja.
A Walden no le gustaba que lo forzaran y respondió malhumorado:
—Devuélvasela.
Luego se detuvo para observar el tipo de letra con la que estaba escrito el sobre. Aquellos rasgos amplios, nítidos y algo sesgados le resultaban familiares.
—Vaya por Dios —dijo Walden.
Cogió el sobre, lo abrió y extrajo una sola cuartilla de intensa blancura, con un único doblez. En la parte superior figuraba el membrete real, impreso en rojo. Walden leyó: Buckingham Palace 1° de mayo de 1914 Mi querido Walden: Entrevístese con el joven Winston.
Jorge R. V.
—Es del rey —le dijo Walden a Lydia.
Se azaró hasta ponerse colorado. Era de un terrible mal gusto comprometer al rey en algo así. Walden se sentía como el colegial a quien se le dice que deje de pelearse y sigue en sus trece. Durante unos instantes sintió la tentación de desafiar al rey. Pero las consecuencias… Lydia ya no sería recibida nunca más por la reina, nadie podría invitar a los Walden a fiestas en las que participara algún miembro de la familia real, y lo que era peor, la hija de Walden, Charlotte, no podría ser puesta de largo en la corte. La vida social de la familia quedaría destrozada. Más valdría que se fueran a vivir a otro país. No, no podía desobedecer al rey.
Walden suspiró. Churchill le había ganado la partida. En cierto sentido era un descanso, pues ahora podría romper la disciplina del partido y nadie podría echarle la culpa. «Una carta del rey, amigo mío —diría como explicación—; no se podía hacer nada, ya sabes.»
—Haga pasar a Mr. Churchill —ordenó a Pritchard.
Entregó la carta a Lydia. En realidad, los liberales no comprendían cómo debía funcionar la monarquía, esa era su impresión.
—El rey no es lo suficientemente enérgico con ellos —murmuró.
Lydia dijo:
—Esto se está poniendo tremendamente aburrido.
Walden sabía que ella no se estaba aburriendo, ni mucho menos; probablemente lo encontraba todo muy interesante; lo decía porque así era como se expresaba una condesa inglesa, y, como ella era rusa y no inglesa, le gustaba expresarse en términos típicamente ingleses, al igual que quien habla francés repite una y otra vez alors.
Walden se acercó a la ventana. El coche de Churchill seguía haciendo ruido y echando humo en el patio. El chofer estaba de pie junto a la puerta y la sujetaba con una mano, como si se tratara de un caballo al que intentara impedir la huida. Varios criados lo observaban desde una prudente distancia.
Pritchard entró y anunció:
—Mr. Winston Churchill.
Churchill tenía cuarenta años, exactamente diez menos que Walden. Era bajo y delgado, y vestía, en opinión de Walden, de manera excesivamente elegante para merecer el calificativo de señorial. Su cabello cedía terreno rápidamente, dejando entradas en la frente y dos rizos en las sienes que, junto con su pequeña nariz y el burlón y constante pestañeo de los ojos, le daban un aire de picardía. Resultaba fácil ver por qué los caricaturistas lo dibujaban regularmente como un querubín malicioso.
Churchill le dio la mano a Walden y lo saludó efusivamente.
—Buenas tardes, Lord Walden. —Hizo una reverencia ante Lydia—. Lady Walden, ¿cómo está usted?
Walden pensó: «¿Qué hay en él que me crispa tanto los nervios?» Lydia le ofreció té y Walden le rogó que se sentara. Walden no iba a andarse por las ramas; estaba impaciente por saber qué significaban todas aquellas prisas.
Churchill empezó:
—Ante todo, presento mis disculpas, y las del propio rey, por forzar así las cosas.
Walden asintió con la cabeza. No iba a decir que no tenía importancia.
Churchill prosiguió:
—No lo habría hecho si no tuviera razones de peso.
—Mejor será que me lo cuente.
—¿Sabe usted lo que está ocurriendo en el mercado bursátil?
—Sí. Ha aumentado el tipo de interés.
—De uno y tres cuartos hasta casi un tres por ciento. Se trata de un aumento descabellado y ha ocurrido en pocas semanas.
—Supongo que sabe el porqué.
Churchill asintió con un gesto.
—Las compañías alemanas han estado negociando sus deudas a gran escala, cobrando al contado y comprando oro. Unas semanas más y Alemania recuperará todo lo que le adeudan otros países, mientras sus propias deudas con los demás siguen siendo enormes, y sus reservas de oro son las más altas que jamás haya acumulado.
—Se están preparando para la guerra.
—Así y de otras maneras. Han reunido la suma de mil millones de marcos, superior a los impuestos normales, para mejorar un Ejército que ya es el más fuerte de Europa.
Usted recordará que en 1909, cuando Lloyd George incrementó los impuestos británicos en quince millones de libras esterlinas, casi se produjo una revolución. Pues bien, mil millones de marcos equivalen a cincuenta millones de libras. Es la mayor recaudación de la historia europea.
—Sí, no hay duda —interrumpió Walden. Churchill empezaba a resultar teatral y Walden no quería que pronunciara discursos—. A nosotros, los conservadores, nos ha preocupado durante algún tiempo el militarismo alemán. Y ahora me dice usted que teníamos razón.
Churchill ni siquiera se inmutó.
—Alemania atacará a Francia, casi con toda seguridad. La pregunta es: ¿acudiremos en ayuda de Francia?
—No —contestó Walden, sorprendido—. El secretario de Asuntos Exteriores nos ha asegurado que no tenemos compromisos con Francia.
—Sir Edward es sincero, por supuesto —dijo Churchill—, pero está equivocado. Nuestro entendimiento con Francia es tal, que difícilmente podríamos permanecer al margen viéndola derrotada por Alemania.
Walden mostró una expresión de gran sorpresa. Los liberales habían convencido a todo el mundo, incluso a él, de que no llevarían a Inglaterra a la guerra, y ahora uno de sus más destacados ministros decía lo contrario. La falsedad de los políticos era como para indignar a cualquiera. Pero Walden se olvidó de aquello cuando empezó a considerar las consecuencias de la guerra. Pensó en los jóvenes que conocía y que tendrían que combatir: los pacientes jardineros de su parque, los rollizos lacayos, los granjeros de piel morena, los alborotadores estudiantes de bachillerato, los lánguidos ociosos de los clubes de St. James… Entonces, aquel pensamiento quedó desplazado por otro mucho más escalofriante, y preguntó:
—Pero ¿podremos vencer?
Churchill estaba muy serio.
—Creo que no.
Walden lo miró fijamente.
—Dios mío! ¿Qué han hecho todos ustedes?
Churchill pasó a la defensiva.
—Nuestra política ha sido evitar la guerra, y no se puede hacer eso y al mismo tiempo armarse hasta los dientes.
—Pero no han logrado evitar la guerra.
—Seguimos intentándolo todavía.
—Pero creen que fracasarán.
Churchill se mostró beligerante por unos instantes: luego se tragó su orgullo.
—Sí.
—Entonces, ¿qué ocurrirá?
—Si Inglaterra y Francia juntas no pueden vencer a Alemania, entonces debemos tener otro aliado, un tercer país a nuestro lado: Rusia. Si Alemania se divide y combate en dos frentes, podemos vencer. El Ejército ruso es incompetente y está corrompido, por supuesto, igual que el resto del país, pero no importa mientras atraigan parte de la fuerza de Alemania.
Churchill sabía perfectamente que Lydia era rusa, y sin embargo, con su característica falta de tacto, no le importó desacreditar en su presencia al país del que procedía: Walden lo consintió, ya que estaba enormemente intrigado por lo que Churchill iba diciendo.
—Rusia ya tiene una alianza con Francia —observó.
—No basta —replicó Churchill—. Rusia está obligada a combatir si Francia es la víctima de la agresión. Pero, llegado el caso, es Rusia la que decide si Francia es la víctima o la agresora. Cuando estalla una guerra, ambos lados pretenden siempre ser la víctima. Por tanto, la alianza sólo obliga a Rusia a combatir si quiere. Necesitamos que Rusia esté decididamente a nuestro lado.
—No logro imaginarme a ustedes confraternizando con el Zar.
—Entonces nos juzga mal. Para salvar a Inglaterra somos capaces de pactar con el diablo.
—A sus votantes no les gustará.
—Ni se enterarán.
A Walden no se le ocultaba adónde iba a parar todo aquello, y la perspectiva resultaba atractiva.
—¿Qué es lo que se —propone? ¿Un tratado secreto? ¿O un entendimiento verbal?
—Ambos.
Walden miró a Churchill con ojos entornados. «Este joven demagogo puede tener un gran cerebro —pensó—, y ese gran cerebro puede no estar trabajando en mi favor. Así pues, los liberales quieren lograr un tratado secreto con el Zar, a pesar del odio que el pueblo inglés siente por el brutal régimen ruso; pero ¿por qué me lo cuenta a mí? Me quieren implicar de alguna manera, eso está claro. ¿Con qué finalidad? ¿Para que si todo sale mal tengan un conservador a quien echar las culpas? Necesitarían a un trapisondista más sutil que Churchill para hacerme caer en esa trampa.»
—Continúe —rogó Walden.
—He iniciado conversaciones sobre la cuestión naval con los rusos, siguiendo la pauta de nuestras conversaciones militares con los franceses. Se han prolongado durante cierto tiempo a un nivel más bien bajo, y ahora ya están a punto de convertirse en algo serio. Un joven almirante ruso va a llegar a Londres. Se trata del príncipe Aleksei Andreievich Orlov.
—¡Aleks! —exclamó Lydia.
—Creo que es pariente de usted, Lady Walden.
—Sí —dijo Lydia, y por algún motivo que Walden ni siquiera podía imaginarse, pareció nerviosa—. Es hijo de mi hermana mayor, o sea mi… ¿primo?
—Sobrino —aclaró Walden.
—No sabía que había llegado a almirante —añadió Lydia—. Habrá sido ascendido recientemente.
Volvió a hacer gala de su habitual y perfecto dominio de sí misma, y Walden se convenció de que fue pura aprensión suya aquel momento de nerviosismo que afloró en ella. Le agradaba la venida de Aleks a Londres, pues apreciaba muchísimo al muchacho.
—Es joven para tener tanta autoridad —comentó.
—Tiene treinta años —dijo Churchill a Lydia, y Walden recordó que Churchill, a los cuarenta años, era muy joven para estar al frente de toda la Armada inglesa.
La expresión de Churchill parecía decir: «El mundo pertenece a los jóvenes brillantes como Orlov y yo.»
«Pero me necesita para algo», pensó Walden.
—Además —siguió Churchill—, Orlov es sobrino del Zar, por parte de su padre, el difunto príncipe, y, lo que es más importante, es una de las pocas personas, aparte de Rasputín, a las que el Zar quiere y de las que se fía. Si hay alguien en el estamento naval ruso que pueda hacer que el Zar se incline de nuestro lado, ese es Orlov.
Walden hizo la pregunta que tenía en mente.
—¿Y cuál es mi papel en todo esto?
—Quiero que usted represente a Inglaterra en estas conversaciones, y quiero que me traiga a Rusia en una bandeja.
«Este individuo jamás podrá resistir la tentación de ser grandilocuente», pensó Walden.
—¿Lo que usted quiere es que Aleks y yo negociemos una alianza militar anglo-rusa?
—Sí.
Walden vio inmediatamente que se trataba de una tarea difícil, desafiante y gratificante.
Disimuló sus sentimientos y se sobrepuso a la tentación de levantarse y dar unos pasos.
Churchill seguía hablando.
—Usted conoce al Zar personalmente. Conoce Rusia y habla el ruso perfectamente. Es tío de Orlov por su matrimonio. Ya anteriormente logró que el Zar se alineara junto a Inglaterra, y no al lado de Alemania, en 1906, cuando usted intervino para impedir la ratificación del tratado de Bjorko. —Churchill hizo una pausa—. Sin embargo, no fue a usted a quien escogimos en primer lugar para representar a Gran Bretaña en estas negociaciones. Tal como están las cosas en Westminster…
—Sí, sí. —Walden no quería empezar a discutir aquello. No obstante, algo le hizo cambiar de idea.
—Resumiendo, usted fue el elegido por el Zar. Al parecer, usted es el único inglés en quien él confía. En fin, fue él quien envió un telegrama a su primo, su majestad el rey Jorge V, insistiendo en que Orlov negociara con usted.
Walden podía imaginarse la consternación de los radicales al enterarse de que tenían que implicar a un viejo tory reaccionario en un proyecto tan reservado.
—Supongo que quedarían ustedes horrorizados —dijo.
—En absoluto. Nuestra política no difiere tanto de la de ustedes en lo concerniente a asuntos exteriores. Y siempre he creído que nuestros desacuerdos en política interior no deberían ser obstáculo para que sus cualidades no fueran utilizadas en favor del Gobierno de Su Majestad.
«Ahora la adulación —pensó Walden—. Me necesitan desesperadamente.» Y ya en voz alta, preguntó:
—¿Cómo va a mantenerse en secreto todo esto?
—Parecerá una visita social. Si le parece bien, Orlov vivirá con usted durante la temporada de Londres. Usted se encargará de presentarlo en sociedad. ¿No es verdad que su hija va a celebrar su mayoría de edad este año?
Y miró a Lydia.
—Así es —dijo ella.
—En cualquier caso, usted tendrá que moverse mucho. Orlov es soltero, como usted sabe, y un buen partido, de modo que podemos hacer circular por el extranjero el rumor de que viene a buscar una esposa inglesa. E incluso tal vez la encuentre.
—Buena idea.
De repente, Walden se percató de que le gustaba todo aquello. Se había acostumbrado a representar el papel de diplomático semioficial de los gobiernos conservadores de Salisbury y Balfour, pero en los últimos ocho años no había tomado parte en la política internacional. Ahora se le presentaba la oportunidad de volver a entrar en escena y empezaba a rememorar toda la dedicación y fascinación que entrañaba aquel asunto: el sigilo, el arte de negociar como si se tratara de una apuesta en el juego, los conflictos de personalidades, el empleo cauto de la persuasión, de la coacción o de la amenaza de guerra. Recordó que no era fácil negociar con los rusos; resultaban caprichosos, tercos y arrogantes. Pero Aleks sería más tratable. Cuando Walden se casó con Lydia, Aleks había asistido a la boda, tenía diez años y vestía de marinero; luego, había pasado un par de años en la Universidad de Oxford y había visitado Walden Hall durante las vacaciones.
El padre del muchacho había muerto, de ahí que Walden pasara con él más tiempo del que habría pasado normalmente con un adolescente, y se viera agradablemente recompensado con su amistad y con su despierta mentalidad juvenil.
Existía una buena base para iniciar la negociación. «Creo que podría muy bien salir airoso —pensó—. ¡Menudo éxito me apuntaría!»
—¿Puedo creer, entonces, que acepta? —inquirió Churchill.
—Por supuesto —contestó Walden.
Lydia se puso en pie.
—No, no se levanten —dijo al ver que también lo hacían sus interlocutores—. Los voy a dejar que hablen de política. Se quedará a cenar, Mr. Churchill?
—No puedo, por desgracia; tengo un compromiso en la ciudad.
—Entonces, me despido ya.
Le estrechó la mano.
Salió del Octágono, donde siempre tomaba el té, cruzó el gran salón y atravesó otro pequeño hasta la habitación de las flores. Al mismo tiempo, uno de los ayudantes del jardinero, cuyo nombre ignoraba, entraba por la puerta del jardín con un manojo de tulipanes rosados y amarillos, para la mesa de la cena. Una de las cosas que le gustaban a Lydia, de Inglaterra en general y de Walden Hall en particular, era su abundancia de flores; siempre mandaba que le cortaran flores frescas por la mañana y por la tarde, incluso en invierno, cuando se tenían que cultivar en los invernaderos.
El jardinero se tocó la gorra; sólo tenía que quitársela si le dirigían la palabra, ya que la habitación de las flores, teóricamente, formaba parte del jardín; puso las flores en una mesa de mármol y luego se retiró. Lydia se sentó a respirar el aire fresco y perfumado.
Era un buen sitio para recobrarse de los disgustos; la conversación sobre San Petersburgo la había trastornado. Recordaba a Aleksei Andreievich como un muchacho tímido y guapo que asistió a su boda y se acordaba de aquello como el día más desgraciado de su vida.
Era una perversidad por su parte, pensó, convertir la habitación de las flores en su santuario. Aquella casa disponía de habitaciones para cada finalidad: habitaciones distintas para el desayuno, la comida, la hora del té y la cena; una habitación para el billar y otra para guardar las armas; habitaciones especiales para el lavado de la ropa, el planchado, la preparación de compotas, el pulido de la plata; para juegos, para guardar el vino, cepillar los trajes… Su propio aposento constaba de dormitorio, vestidor y sala de estar. Y además, cuando quería estar tranquila, venía aquí a sentarse en una silla dura y se quedaba mirando el fregadero de tosca piedra y las patas de hierro forjado de la mesa de mármol. Su esposo tenía también un santuario secreto que ella había descubierto: cuando Stephen estaba preocupado por algo, iba a la sala de armas y se ponía a leer un libro de caza.
Así pues, Aleks sería su huésped en Londres durante un tiempo. Hablarían de la familia, de la nieve, del ballet y de las bombas; y al ver a Aleks se acordaría de otro joven ruso, del hombre con el que no se había casado.
Hacía diecinueve años que no había visto a aquel hombre, pero todavía la sola mención de San Petersburgo podía hacérselo recordar y producirle un estremecimiento en la piel bajo el moaré de su vestida de tarde. Él tenía entonces su misma edad, diecinueve años; era un estudiante que pasaba hambre, de pelo negro y largo, rostro de lobo y ojos de perro de aguas. Era delgado como un espárrago. Su piel era blanca y el vello de su cuerpo suave, oscuro y adolescente, y tenía unas manos muy expertas. Ahora se puso colorada al recordar aquel cuerpo, sino el suyo propio, que reaccionaba y la enloquecía de placer y la hacía gritar jadeante.
«Fui mala —pensó— y sigo siéndolo, porque me gustaría hacerlo de nuevo.»
Se acordó de su marido con un sentimiento de culpabilidad, siempre que pensaba en él experimentaba aquellos sentimientos. Cuando se casó con él no lo amaba, ahora sí lo quería. Él tenía una gran fuerza de voluntad y un corazón tierno, y la adoraba. El afecto que sentía por ella era constante, distinguido, y carecía del vicio de pasión desesperada como la que ella había sentido en una ocasión. Él era feliz, pensaba ella, porque nunca se había enterado de que el amor podía ser ético y apasionado.
No ansío esa clase de amor —se dijo a sí misma—. He aprendido a vivir sin él, y con el paso de los años será más fácil. Y así debe ser, ya tengo casi cuarenta; mas sus amigas seguían siendo tentadas y sucumbían. No era que le explicaran sus cosas, pues nótese no las aprobaba, pero contaban chismes de otras, y sabía que en algunas fiestas celebradas en casas se cometían abundantes…, sí, adulterios. En cierta ocasión, Lady Girard le había dicho a Lydia, con el tono condescendiente de la mujer mayor que da un bondadoso consejo, con una joven anfitriona: Oh querida, si invita al mismo tiempo a la vizcondesa y a Scott, simplemente debe colocarlos en dormitorios separados.
Los había acomodado uno en cada extremo de la casa. La vizcondesa nunca más volvió a Walden Hall. La gente decía que quien tenía la culpa de toda esta ruindad era el difunto rey, pero Lydia no lo creía. Era cierto que alternaba con judíos y cantantes, pero eso no significaba que fuera un libertino. Además, él había estado antes en Walden Hall, primero como Príncipe de Gales y luego como Eduardo VII, y su conducta fue irreprochable en ambas ocasiones.
Se preguntó si el nuevo rey vendría alguna vez. La presencia de un rey exigía muchos esfuerzos, pero ¡resultaba emocionante lograr que la casa apareciera en todo su olor, preparar las más apetitosas comidas imaginables; elegir doce nuevos vestidos tan sólo para un fin de semana! Y si viniera el rey, podría conceder a los Walden la codiciada entrée, el derecho a entrar en el palacio de Buckingham por la puerta del jardín en las grandes ocasiones, en lugar de tener que hacer cola en el paseo junto con otros doscientos carruajes.
Se acordó de sus invitados de aquel fin de semana. George era el hermano menor de Stephen; tenía el encanto de Stephen, pero sin el menor rastro de su seriedad. La hija de George, Belinda, tenía dieciocho años, la misma edad que Charlotte. Ambas celebrarían su mayoría de edad aquella temporada. La madre de Belinda había muerto hacía unos años y George se había vuelto a casar, con cierta precipitación. Su segunda esposa, Clarissa, era mucho más joven que él, y de una gran vivacidad. Le había dado gemelos.
Uno de los gemelos heredaría «Walden Hall» cuando muriera Stephen, a menos que Lydia diera a luz más adelante.
«Podría —pensó—, estoy segura de que podría, pero no acaba de llegar.» Ya faltaba poco para la cena. Suspiró. Se sentía cómoda y natural con su vestido de tarde, con su pelo rubio suelto, pero ahora la doncella tendría que ponerle un corsé y hacerle un moño. Se decía que algunas mujeres jóvenes ya no usaban corsé. Lydia creía que eso podía estar muy bien para quienes tuvieran una figura esbelta y natural, la que sugería el número ocho, pero ella era menuda en los lugares menos indicados.
Se levantó y salió. El ayudante del jardinero estaba de pie junto a un rosal, conversando con una de las doncellas. Lydia la reconoció: se trataba de Annie, una muchacha agraciada, voluptuosa, casquivana, de amplia y generosa sonrisa. Estaba allí con las manos metidas en los bolsillos de su delantal, con su ovalado rostro mirando al sol y riéndose de algo que había dicho el jardinero.
«He ahí una muchacha que no necesita corsé», pensó Lydia.
Annie debía estar al cuidado de Charlotte y Belinda, ya que la institutriz tenía la tarde libre. Lydia gritó con voz autoritaria:
—¡Annie! ¿Dónde están las señoritas?
La sonrisa de Annie desapareció e inició una reverencia.
—No sé dónde se han metido, Milady. El jardinero desapareció tímidamente.
—Pues no parece que las esté buscando —prosiguió Lydia—. ¡Hágalo!
—Muy bien, Milady.
Annie corrió hacia la parte posterior de la casa. Lydia lanzó un suspiro. Las muchachas no estarían allí, pero no se iba a molestar llamando otra vez a Annie para regañarla.
Atravesó el césped, con el pensamiento ocupado en cosas que le resultaban familiares y agradables, y relegando San Petersburgo a segundo término. El padre de Stephen, séptimo conde de Walden, había plantado rododendros y azaleas en la parte oeste del parque. Lydia no llegó a conocer al anciano, que murió antes de que conociera a Stephen, pero, según todos los indicios, se había contado entre los victorianos más nobles. Sus plantaciones estaban ahora en pleno florecimiento y proporcionaban un vivo y variopinto colorido que tenía muy poco de victoriano.
«Hemos de encargar a alguien que pinte un cuadro de esta casa —pensó—; el último se hizo antes de que el parque alcanzara todo su esplendor.» Volvió a contemplar «Walden Hall». La piedra gris de la parte sur adquiría gran hermosura y señorío bajo el sol de la tarde. En el centro se encontraba la puerta sur. La parte más alejada, el ala este, albergaba el cuarto de dibujo y varios comedores, y detrás de ellos las cocinas, despensas y lavaderos que se extendían desordenadamente hasta los apartados establos. Más próximo a ella, en el lado oeste, se hallaba la habitación de mañana, el Octágono, y en la esquina la biblioteca; luego, junto a la esquina de la parte oeste, la sala de billar, la de armas, la de las flores, un salón de fumadores y el despacho de la finca. En el segundo piso, los dormitorios familiares estaban, en su mayor parte, en el flanco sur, las principales habitaciones para huéspedes en el flanco oeste, y la de los criados sobre las cocinas, al noroeste, fuera del alcance de la vista. Encima del segundo piso había una caprichosa colección de torres, torreones y buhardillas. En la fachada se apreciaba un gran derroche de cantería ornamental, en el mejor estilo rococó victoriano, con flores y chevrones y esculturas con trenzados, dragones, leones y querubines, balcones y almenajes, mástiles, relojes de sol y gárgolas. A Lydia le gustaba el lugar y daba gracias de que Stephen, a diferencia de muchos antiguos aristócratas, contara con medios económicos suficientes para mantenerlo.
Vio aparecer a Charlotte y Belinda entre los arbustos, al otro lado del césped. Annie, por supuesto, no había dado con ellas. Ambas llevaban sombreros de amplias alas y vestidos veraniegos con medias negras de colegialas y zapatos negros sin tacón. Dado que Charlotte alcanzaba su mayoría de edad esta temporada, se le permitía, de vez en cuando, recogerse el pelo y vestirse para cenar, pero Lydia casi siempre la trataba como si fuera una criatura, ya que resultaba perjudicial que los niños crecieran demasiado deprisa. Las dos primas estaban muy enfrascadas en su conversación y Lydia se preguntó, sin demasiado interés, de qué estarían hablando.
«¿Qué había en mi cabeza cuando tenía dieciocho años?», se dijo, y se acordó entonces de un joven de pelo suave y expertas manos, y pensó: «¡Dios mío, te lo ruego, haz que sepa guardar mis secretos!»
—¿Crees que nos sentiremos distintas después de la presentación en sociedad? —preguntó Belinda.
Charlotte ya había reflexionado sobre ello anteriormente.
—¡Qué va!
—Pero ya seremos adultas.
—No veo cómo una serie de fiestas, bailes y meriendas campestres pueden hacer a una persona adulta.
—Tendremos que usar corsé.
A Charlotte le entró risa.
—¿Te lo has puesto alguna vez?
—No, ¿y tú?
—Me probé el mío la semana pasada.
—¿Y qué tal?
—Terrible. No puedes andar derecha.
—¿Te sentaba bien?
Charlotte hizo un gesto con las manos indicando un busto enorme. Ambas se morían de risa. Charlotte divisó a su madre y puso una cara compungida en previsión de la reprimenda que le esperaba, pero su madre parecía preocupada y se limitó a sonreír vagamente a medida que se alejaba.
—Pero tiene que ser divertido —dijo Belinda.
—¿La fiesta? Sí —contestó Charlotte, con tono de duda—. Pero ¿qué finalidad tiene todo eso?
—Que conozcamos al tipo más adecuado de jóvenes, sin duda.
—Buscar marido, quieres decir.
Llegaron al gran roble que crecía en medio del césped y Belinda se echó en el asiento que había bajo el árbol, con expresión más bien enfurruñada.
—Tú crees; que eso de la mayoría de edad es todo una tontería, ¿verdad? —preguntó.
Charlotte se sentó a su lado y recorrió con su mirada la alfombra de hierba que se extendía hasta la fachada sur de «Walden Hall”. Las altas ventanas góticas resplandecían bajo los rayos del sol y de la tarde. Desde allí; parecía que la casa pudiera planearse de manera racional y regular, pero tras aquella fachada había realmente un encantador embrollo.
—La tontería es que te hagan esperar tanto tiempo. No tengo prisa por ir a los bailes y jugar a las cartas por las tardes y conocer a muchachos jóvenes; no me importaría no llegar nunca a eso; en cambio, sí me molesta que me sigan tratando como a una chiquilla.
Me da rabia tener que cenar con Marga; es muy ignorante, o aparenta serlo. Por lo menos en el comedor se conversa —comentó—. Papá habla de cosas interesantes. Cuando me aburro, Marga me propone que juguemos a las cartas. No quiero jugar a nada; me he pasado toda la vida jugando.
Lanzó un suspiro. A medida que iba hablando de todo ello, su enfado iba en aumento.
Miró el rostro pacífico y pecoso de Belinda con su halo de tirabuzones rojos. Charlotte tenía un rostro ovalado, con una nariz recta y con cierta distinción; su barbilla denotaba personalidad y su cabello era abundante y castaño. «Imperturbable Belinda —pensó—, todas estas cosas no la molestan realmente; ella nunca se llega a apasionar por nada.» Charlotte tocó a Belinda en el brazo.
—Lo siento. No quería dejarme llevar así.
—No te preocupes —replicó Belinda, con una sonrisa indulgente—. Siempre tropiezas con cosas que no están en tus manos cambiar. ¿Recuerdas cuando te empeñaste en ir a Eton?
—¡Ni idea!
—Pues así fue. Menudo revuelo armaste. Papá había estudiado en Eton, comentabas, ¿por qué no ibas a poder tú?
Charlotte no se acordaba de ello, si bien no podía negar que hubiera sido muy propio de ella a los diez años.
—Pero ¿tú crees realmente que estas cosas no podrían ser de otra manera? La mayoría de edad, el ir a Londres en ese momento, y el prometerte para luego casarte… —dijo.
—Podrías armar un escándalo y verte forzada a emigrar a Rhodesia.
—No sé muy bien en qué consiste armar un escándalo.
—Ni yo tampoco.
Guardaron silencio durante unos instantes. A veces, Charlotte deseaba ser tan indiferente como Belinda. La vida le resultaría más sencilla, pero luego volvería a ser terriblemente aburrida. Y prosiguió:
—Le pregunté a Marga qué es lo que tengo que hacer cuando me case. ¿Y sabes lo que me contestó? —E imitó el acento gutural de su institutriz rusa—:
«¿Hacer? ¡Ay, pequeña, no harás nada!»
—Vaya tontería —comentó Belinda.
—¿Verdad que sí? ¿Qué hacen mi madre y la tuya? —Pertenecen a la Buena Sociedad.
Celebran fiestas y residen en fincas solariegas, van a la ópera y…
—Es lo que te digo.
—Nada.
—Tienen bebés.
—Bueno, eso es otra cosa. ¡Envuelven en tanto secreto eso de tener bebés!
—Claro, es algo tan… vulgar.
—¿Cómo? ¿Qué hay de vulgar en ello?
Charlotte vio que se volvía a excitar. Marga siempre le repetía que no se excitara. Respiró profundamente y bajó el tono de su voz.
—Tú y yo somos quienes hemos de tener los bebés. ¿No crees que podrían informarnos de cómo ocurre? Les interesa muchísimo que conozcamos todo lo relacionado con Mozart, Shakespeare y Leonardo da Vinci.
Belinda parecía incómoda, pero muy interesada.
«Tiene las mismas ideas que yo sobre todo esto —pensó Charlotte—; me pregunto si sabrá algo más.» Charlotte inquirió:
—¿Te das cuenta de que crecen dentro de ti?
Belinda asintió; luego se disparó:
—Pero ¿cómo empieza todo?
—Bueno, pues eso pasa, creo yo, cuando se llega a los veintiún años, aproximadamente.
—De ahí que tengas que ponerte de largo y llegar a la mayoría de edad, asegurándote así un marido antes de que empieces a tener bebés. —Charlotte dudó por unos instantes y añadió: Me parece.
—Entonces, ¿cómo salen? —le preguntó Belinda.
—No sé. ¿Cómo son de grandes?
Belinda separó las manos cosa de medio metro.
—Los gemelos eran así de grandes cuando tenían un día. —Volvió a pensárselo y juntó más las manos—. Bueno, quizás así de grandes.
—Cuando una gallina pone un huevo, sale… por detrás —observó Charlotte. Evitó cruzar los ojos con los de Belinda. Jamás había tenido hasta entonces una conversación tan íntima con nadie—. El huevo parece muy grande, pero sale.
Belinda se arrimó más y habló bajito:
—Una vez vi a Daisy echar un ternero. Es la vaca de Jersey que tenemos en nuestra granja. Los hombres no sabían que yo estaba viéndola. Así es como lo llaman, echar un ternero.
Charlotte estaba fascinada.
—¿Qué ocurrió?
—Fue terrible. Parecía que su estómago se abriera, y había mucha sangre y cosas. —Se estremeció.
—¡Qué miedo! —dijo Charlotte—. Temo que me vaya a ocurrir antes de que lo averigüe todo. ¿Por qué no nos lo contarán?
—No tendríamos que hablar de estas cosas.
—¡Qué caray!, también tenemos derecho a hablar de todo esto.
Belinda dijo con voz sofocada:
—Las palabrotas aún lo complican más. —No me importa.
A Charlotte la volvía loca pensar que no hubiera manera alguna de enterarse de todo, nadie a quien preguntar, ni libro que consultar… Se le ocurrió una idea.
—Hay un armario cerrado con llave en la biblioteca. Apuesto algo a que allí habrá libros que traten de todas estas cosas. ¡Vamos a echar una ojeada!
—Pero si está cerrado con llave…
—Bueno, yo sé dónde está la llave. Me enteré hace muchos años.
—Si nos cogen será terrible.
—Ahora se están cambiando de ropa para la cena. Este es el momento.
Charlotte se levantó, pero Belinda vacilaba.
—Habrá jaleo.
—Me da igual. Yo voy a ver lo que hay en el armario y, si quieres, vienes conmigo.
Charlotte se volvió y se dirigió a la casa. Unos instantes después, Belinda llegó corriendo a su lado, tal como Charlotte había supuesto.
Atravesaron el pórtico de columnas y entraron en el gran salón, alto y fresco. Torcieron a la izquierda, pasaron por el Octágono y luego entraron en la biblioteca. Charlotte se decía a sí misma que era una mujer con derecho a estar informada, pero al mismo tiempo se sentía como una muchachita díscola.
La biblioteca era su habitación preferida. Por estar situada en una esquina de la casa, tenía mucha claridad que entraba por tres grandes ventanales. Las sillas tapizadas en piel eran viejas, pero muy cómodas. En invierno, el fuego siempre estaba encendido durante todo el día, y había juegos y rompecabezas, así como dos o tres mil libros. Algunos libros eran antiguos, y estaban allí desde que se construyó la casa, pero muchos eran nuevos, ya que mamá leía novelas y papá estaba interesado en muchas cosas distintas: química, agricultura, viajes, astronomía e historia. A Charlotte le gustaba ir allí, sobre todo el día que Marga no estaba en casa, ya que entonces su institutriz no podía quitarle Lejos de la loca multitud para remplazarlo con Los bebés acuáticos. A veces, papá estaba allí con ella, sentado ante la mesa de pedestal victoriano, leyendo un catálogo de maquinaria agrícola o el balance general de un ferrocarril norteamericano, sin interferir nunca en su selección de libros.
Ahora la habitación estaba vacía. Charlotte fue directamente a la mesa, abrió un pequeño cajón cuadrado y sacó una llave.
En la pared, junto a la mesa, había tres armarios. Uno guardaba juegos y otro cajas de cartón con papel de cartas que llevaba el membrete de Walden. El tercero estaba cerrado con llave. Charlotte lo abrió.
En su interior había veinte o treinta libros y un montón de revistas antiguas. Charlotte se fijó en una de las revistas. Se llamaba The Pearl. No parecía interesante.
Apresuradamente sacó dos libros al azar, sin mirar sus títulos. Volvió a cerrar el armario con llave y guardó de nuevo la llave en su sitio.
—¡Ya está! —dijo triunfalmente.
—¿Adónde podemos ir para mirarlos? —susurró Belinda.
—¿Te acuerdas del escondite?
—¡Ah, sí!
—¿Por qué hablamos tan bajito?
Y las dos se pusieron a reír.
Charlotte se fue a la puerta. De pronto oyó una voz en el salón que gritaba:
—Lady Charlotte… Lady Charlotte…
—Es Annie. Nos está buscando —dijo Charlotte—. Es buena, pero ¡tiene tan pocas luces!
Date prisa, vamos a salir por el otro lado.
Atravesó la biblioteca y por la puerta más alejada entró en la sala de billar, que a su vez daba a la sala de armas, pero allí había alguien. Escuchó unos instantes.
—Es papá —susurró Belinda asustada—. Ha salido con los perros.
Afortunadamente, había un par de puertas vidrieras dobles por las que se pasaba de la sala de billar a la terraza oeste. Charlotte y Belinda salieron por allí con sigilo y cerraron las puertas tras de sí silenciosamente. El sol estaba ya bajo y su resplandor rojizo formaba sombras alargadas sobre el césped.
—Y ahora, ¿cómo volveremos a entrar? —preguntó Belinda.
—Por el tejado. ¡Sígueme!
Charlotte corrió hasta la parte posterior de la casa y entró en los establos por el jardín de la cocina. Se metió los dos libros en el corpiño de su vestido y se apretó el cinturón para que no se le cayeran.
Desde una esquina del patio del establo se podía subir, por una serie de pequeños peldaños, hasta el tejado que daba sobre las dependencias de los criados. Primero se subió a la tapa de una carbonera baja de hierro, en la que se guardaban troncos. Desde allí se arrastró hasta el tejado de chapa acanalada de un cobertizo rudimentario en el que se guardaban las herramientas. El cobertizo formaba pendiente sobre el lavadero. Se puso de pie sobre la chapa acanalada y se encaramó al tejado de pizarra del lavadero. Se volvió, vio que Belinda la iba siguiendo.
Con el rostro sobre las inclinadas pizarras, Charlotte se fue deslizando hacia atrás por uno de los bordes, apoyándose con las palmas de las manos y los lados de los zapatos, hasta que el tejado acabó en una pared. Luego fue a gatas hasta el tejado y se montó sobre el caballete del mismo.
Belinda llegó junto a ella y le preguntó:
—¿No es peligroso?
—Lo vengo haciendo desde los nueve años.
Sobre ellas quedaba la ventana de un dormitorio de la buhardilla compartido por dos doncellas. La ventana quedaba alta en el aguilón, con los flancos superiores casi rozando el tejado, que descendía a uno y otro lado. Charlotte se irguió y miró al interior de la habitación. Allí no había nadie. Llegó hasta la repisa de la ventana y se puso en pie.
Se inclinó a la izquierda, pasó un brazo y una pierna sobre el borde del tejado y se arrastró hasta las tejas. Se volvió para ayudar a subir a Belinda.
Allí permanecieron tumbadas unos instantes, recobrando el aliento. Charlotte recordaba que le habían dicho que «Walden Hall» tenía una hectárea y media de tejado. Resultaba difícil creerlo hasta que se subía hasta allí y se descubría que cualquiera podía perderse entre los caballetes de los tejados y las pendientes. Desde allí se podía llegar a cualquier parte del tejado siguiendo los pasillos, escaleras y túneles abiertos para los hombres que cuidaban de su conservación y que acudían cada primavera a limpiar los canales, pintar las tuberías de desagüe y cambiar las tejas rotas.
Charlotte se levantó.
—Vamos, ya casi estamos —aseguró.
Había una escalera que llevaba al tejado siguiente; seguía un pasillo de madera y luego una serie de peldaños de madera que llevaban a una puertecilla cuadrada abierta en la pared. Charlotte abrió el cerrojo y se introdujo, ya estaba en su escondite.
Era una habitación baja, sin ventanas, con el techo en pendiente y el suelo de madera, cuyas astillas podían clavarse fácilmente al menor descuido. Suponía que había sido utilizada en otros tiempos como almacén, pero en cualquier caso ahora ya nadie se acordaba en absoluto de ella. La puerta que había en uno de los extremos conducía a un aposento situado junto al cuarto de los niños, que hacía muchos años que no se usaba.
Charlotte había descubierto el escondite cuando tenía ocho o nueve años y lo había utilizado alguna que otra vez en el juego —que a ella se le antojaba haber estado practicando toda la vida— de escapar de la vigilancia. Había cojines en el suelo, velas en jarras y una caja de cerillas. En uno de los cojines yacía un magullado y deformado perro de juguete, que había escondido allí hacía ocho años, después de que Marga, la institutriz, la hubiera amenazado con tirarlo. Sobre una diminuta mesita había, por si hacía falta, una jarrita agrietada llena de lápices de colores y una carpeta de piel granate para escribir. Se hacía el inventario de «Walden Hall» periódicamente y Charlotte se acordaba de que Mrs. Braithwaite, el ama de llaves, decía que faltaban las cosas más raras. Belinda entró a gatas y Charlotte encendió las velas. Se sacó del corpiño los dos libros y miró sus títulos. Uno se llamaba Medicina casera y el otro El romance de la lujuria. El libro de medicina parecía el más interesante. Se sentó sobre un cojín y lo abrió. Belinda se sentó junto a ella, con expresión de culpabilidad. Charlotte tenía la sensación de estar a punto de descubrir el secreto de la vida.
Fue pasando páginas. El libro parecía explícito y detallado en lo referente al reumatismo, a las fracturas de huesos y al sarampión, pero al llegar al parto se volvía súbitamente vago y oscuro. Había un misterioso revoltijo de contracciones, ruptura de aguas y un cordón que tenía que atarse en dos sitios, y luego había que cortar con unas tijeras que habían sido sumergidas en agua hirviendo. Este capítulo estaba escrito, evidentemente, para personas que ya sabían mucho sobre la materia. Había un dibujo de una mujer desnuda. Charlotte se dio cuenta, pero estaba demasiado nerviosa para decírselo a Belinda, de que la mujer del dibujo no tenía pelo en cierto lugar donde Charlotte tenía muchísimo. Luego se veía el diagrama de un bebé en el vientre de una mujer, sin ninguna indicación sobre el lugar por donde podría salir el bebé.
Belinda comentó:
—Debe de ser que los médicos te cortan y te abren.
—Entonces, ¿qué hacían en los tiempos antiguos cuando no había médicos? —preguntó Charlotte—. En fin, este libro no nos sirve.
Abrió el otro al azar y leyó en voz alta la primera frase que vino a sus ojos: «Ella se agachó con lasciva lentitud hasta quedar completamente empalada sobre mi rígida verga, y dio principio entonces a sus deliciosos movimientos de balanceo en todas direcciones.»
Charlotte frunció el entrecejo y miró a Belinda.
—¿Qué querrá decir? —preguntó Belinda.
Félix Kschessinski se sentó en un vagón del ferrocarril, aguardando que el tren saliera de la estación de Dover. Hacía frío en el vagón y él se quedó inmóvil. Fuera, todo estaba oscuro, y podía ver su propia imagen reflejada en la ventana: un hombre alto, con un gran bigote, abrigo negro y bombín. En la red de equipajes que tenía sobre su cabeza había una maleta pequeña. Podría pasar muy bien por un representante de un fabricante suizo de relojes, a no ser porque cualquiera que se fijara detenidamente observaría que el abrigo era barato, la maleta de cartón y que su rostro no era el de un vendedor de relojes.
Estaba pensando en Inglaterra. Aún recordaba cuando en su juventud había defendido la monarquía constitucional inglesa como la forma ideal de gobierno. Este pensamiento lo divirtió, y su pálido rostro reflejado en la ventana le dirigió una leve sonrisa. Su idea de la forma de gobierno ideal había cambiado mucho desde entonces.
El tren se puso en marcha, y a los pocos minutos Félix estaba contemplando la salida del sol sobre los huertos y los campos de lúpulo de Kent. Su asombro ante lo bonita que era Europa no había cambiado. Cuando pudo constatarlo por primera vez sufrió una fuerte impresión, pues, como cualquier otro campesino ruso, habría sido incapaz de imaginarse que el mundo pudiera ser así. Había sido en un tren, recordó. Había atravesado cientos de kilómetros de las escasamente pobladas provincias septentrionales de Rusia, con sus raquíticos árboles, sus miserables aldeas sepultadas en la nieve y sus zigzagueantes carreteras llenas de fango; luego, una mañana, se había despertado para encontrarse en Alemania. Mirando los campos verde claro, las carreteras pavimentadas, las elegantes casas en las limpias aldeas y los parterres de flores en los andenes soleados de las estaciones, había pensado que se encontraba en el paraíso. Luego, en Suiza se sentó en la galería de un pequeño hotel, calentado por el sol, aunque a la vista de montañas cubiertas de nieve, bebiendo café, comiendo un panecillo recién hecho y crujiente, y pensando que allí la gente debía ser muy feliz.
Ahora, al observar la vuelta a la vida de las granjas inglesas en las primeras horas de la mañana, se acordó de la aurora en su aldea natal, con un cielo gris y en ebullición y un viento amargo; la pradera convertida en pantano salpicado de charcos de hielo y montículos de hierba dura cubiertos de escarcha; él mismo vistiendo una gastada bata de lona, calzados sus pies entumecidos con zapatos de fieltro, zuecos; su padre dando zancadas junto a él, ataviado con las ropas raídas de un pobre cura de aldea, que sostenía que Dios era bueno. Su padre había amado al pueblo ruso porque Dios lo amaba. Para Félix siempre había sido de una claridad meridiana que Dios odiaba al pueblo, puesto que lo trataba con tanta crueldad.
Aquella discusión había significado el inicio de un largo viaje, un viaje que había llevado a Félix del cristianismo, pasando por el socialismo, al terror anarquista; de la provincia de Tambov, pasando por San Petersburgo y Siberia, hasta Ginebra. Y en Ginebra había tomado la decisión que le trajo a Inglaterra. Recordó la reunión. Había estado a punto de perdérsela…
Casi se perdió la reunión. Había estado en Cracovia, para negociar con los judíos polacos que introducían ilegalmente la revista Motín en Rusia. Llegó a Ginebra ya oscurecido y fue directamente a la pequeña imprenta que Ulrich tenía en una callejuela. El comité de redacción celebraba sesión; cuatro hombres y dos muchachas, reunidos en torno a una vela, en la trastienda de la imprenta, tras, la brillante máquina impresora, con la atmósfera cargada de olor a papel de periódico y maquinaria engrasada, estaban planeando la Revolución rusa.
Ulrich puso a Félix al corriente de todo lo tratado. Había visto a Josef, espía de la Okhrana, la Policía secreta rusa. Josef simpatizaba secretamente con los revolucionarios y proporcionaba información falsa a la Okhrana a cambio de algo de dinero. A veces los anarquistas le daban primicias ciertas pero inofensivas, y a su vez Josef los tenía al corriente de las actividades de la Okhrana.
Esta vez la información de Josef había sido sensacional.
—El Zar quiere una alianza militar con Inglaterra —informó Ulrich a Félix—. Va a enviar al príncipe Orlov a Londres para negociar. La Okhrana está informada porque se encargará de la seguridad del príncipe en su viaje por Europa.
Félix se quitó el sombrero y tomó asiento, preguntándose si sería verdad. Una de las chicas, una rusa triste y desaliñada, le trajo un vaso de té. Félix se sacó del bolsillo medio terrón de azúcar y se lo puso entre los dientes para sorber el té a través de él, a la manera de los campesinos.
Ulrich prosiguió:
—El quid está en que Inglaterra podría entonces sostener una guerra contra Alemania y hacer que los rusos entraran en combate.
Félix hizo un gesto de asentimiento.
—Y no serán los príncipes y condes quienes mueran, sino la gente sencilla —añadió la chica desaliñada.
Félix sabía que la chica tenía razón. La guerra la llevarían a cabo los campesinos. Él había pasado la mayor parte de su vida entre esa gente. Eran duros, de mentalidad ruda y cerril, pero su ilimitada generosidad y sus fortuitos y espontáneos arranques de alegría, carentes de malicia, indicaban todo lo que podrían llegar a ser en una sociedad decente.
No tenían otras preocupaciones que el tiempo, los animales, la enfermedad, los partos y no dejarse engañar por el amo. Durante unos años, hasta el final de la adolescencia, se mantenían fuertes y erguidos, y sabían sonreír, correr veloces y bromear, pero pronto se encorvaban, encanecían, se fatigaban y entristecían. Ahora, el príncipe Orlov se llevaría a esos jóvenes en el esplendor de sus vidas para ponerlos ante los cañones que los matarían o los mutilarían para el resto de sus vidas, en beneficio tan sólo de la diplomacia internacional.
Eran cosas así las que hicieron de Félix un anarquista.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó Ulrich.
—¡Debemos denunciarlo en la primera página de Motín! —exclamó la chica desaliñada.
Empezaron a discutir cómo se debía dar la noticia. Félix escuchaba. Los lemas periodísticos llamaban poco su atención. Se dedicaba a distribuir la revista y a escribir artículos sobre la fabricación de bombas, y se sentía profundamente insatisfecho. En Ginebra se había vuelto supercivilizado. Bebía cerveza en lugar de vodka, vestía camisa de cuello duro y corbata, y asistía a conciertos de música de cámara. Trabajaba en una librería. Mientras tanto, Rusia sufría agitaciones. Los obreros del petróleo estaban en guerra con los cosacos, el Parlamento se mostraba impotente y un millón de trabajadores estaban en huelga. El zar Nicolás II era el gobernante más incompetente e inculto que podía ofrecer una aristocracia degenerada. El país era un barril de pólvora que esperaba una chispa, y Félix quería ser la chispa. Pero volver era fatal. Stalin había regresado, y tan pronto como puso el pie en suelo ruso había sido enviado a Siberia. La Policía secreta conocía a los revolucionarios exiliados mejor que a los que estaban todavía en el interior.
A Félix le molestaban el cuello duro, los zapatos de cuero y todo lo que le rodeaba.
Su mirada recorrió todo aquel grupo de anarquistas: Ulrich, el impresor, de pelo blanco y delantal negro, un intelectual que prestaba a Félix libros de Proudhon y Kropotkin, pero también un hombre de acción, que había ayudado en cierta ocasión a Félix a robar en un banco; Olga, la chica desaliñada, que parecía haberse enamorado de Félix hasta que un día vio cómo rompía el brazo a un policía y le tuvo miedo; Vera, la poetisa libertina; Yevno, el estudiante de filosofía que hablaba extensamente de una oleada purificadora de sangre y fuego; Hans, el relojero, que escudriñaba el alma de la gente como si la contemplara bajo su lupa; y Piotr, el conde desheredado, autor de brillantes opúsculos de economía y de inspirados editoriales periodísticos revolucionarios. Eran gente sincera, muy trabajadora e inteligente. Félix sabía cuánto valían, pues él había estado en el interior de Rusia entre los desesperados que aguardaban con impaciencia los periódicos y panfletos ilegales y los hacían pasar de mano en mano hasta que se caían a trozos. Pero no bastaba, ya que los opúsculos sobre economía no servían de protección contra los tiros de la Policía y los artículos incendiarios no iban a hacer arder los palacios.
Ulrich estaba diciendo:
—A esta noticia se le ha de dar mayor difusión de la que puede tener en Motín. Quiero que todos los campesinos rusos se enteren de que Orlov va a llevarlos a una guerra inútil y sangrienta por algo que no les concierne en lo más mínimo.
—El primer problema será que nos crean —comentó Olga.
—El primer problema es saber si la noticia es cierta —alegó Félix.
—Podemos comprobarlo —dijo Ulrich—. Los camaradas de Londres podrían averiguar si Orlov llega en la fecha prevista y si se entrevista con las personas indicadas.
—No basta con difundir la noticia —apostilló Yevno, algo nervioso—. ¡Tenemos que evitarlo!
—¿Cómo? —preguntó Ulrich, mirando al joven Yevno por encima de la montura metálica de sus gafas.
—Hay que asesinar a Orlov; es un renegado que va a traicionar al pueblo y debe ser ejecutado.
—¿Se impedirían así las conversaciones?
—Probablemente, sí —dijo el conde Piotr—. Especialmente, si el asesino fuera un anarquista.
Recordad que Inglaterra concede asilo político a los anarquistas, cosa que pone furioso al Zar. Por tanto, si uno de sus príncipes fuera asesinado en Inglaterra por uno de nuestros camaradas, el Zar podría también llegar a enfadarse tanto como para suspender las negociaciones.
—¡Y vaya historia que podríamos contar! —exclamó Yevno—. Podríamos decir que Orlov había sido asesinado por uno de nosotros, por traición al pueblo ruso.
—Todos los periódicos del mundo publicarían esa información —reflexionó Ulrich.
—Pensad en la repercusión que tendría en nuestro país. Sabéis lo que piensan los campesinos rusos sobre el servicio militar obligatorio; es una sentencia de muerte.
Celebran un funeral cuando un muchacho entra en el Ejército. Si supieran que el Zar piensa hacerlos combatir en una gran guerra europea, los ríos correrían rojos de sangre.
Félix pensó que estaba en lo cierto. Yevno siempre hablaba así, pero esta vez estaba en lo cierto.
—Me parece que bajas de las nubes, Yevno —dijo Ulrich—. Orlov va en misión secreta; no circulará por Londres en coche descubierto y saludando a la multitud. Además, conozco a los camaradas de Londres, y nunca han asesinado a nadie. No veo cómo podría hacerse.
—Yo sí —intervino Félix.
Todos lo miraron. Las sombras cambiaban sobre sus rostros a la vacilante luz de la vela.
—Yo sé cómo puede hacerse. —Su propia voz le resultaba extraña, como si se le encogiera la garganta—. Yo mismo iré a Londres y mataré a Orlov.
La habitación quedó de pronto en silencio, como si toda aquella conversación de muerte y destrucción se hubiera convertido de repente en algo real y concreto, allí mismo. Las miradas sorprendidas de todos ellos se fijaron en él, excepto la de Ulrich, que sonreía ostensiblemente, casi como si él mismo hubiera estado planeando, durante todo el proceso, precisamente aquel mismo final.