LI
Percy

La fiesta de Fortuna no tenía nada que ver con una tuna, cosa que a Percy le parecía bien.

Campistas, amazonas y lares llenaban el comedor durante la suntuosa cena. Hasta los faunos estaban invitados, ya que habían ayudado a vendar a los heridos después de la batalla. Las ninfas del viento zumbaban por la sala, sirviendo comandas de pizzas, hamburguesas, bistecs, ensaladas, comida china y burritos, que volaban a velocidad terminal.

A pesar de la agotadora batalla, todo el mundo tenía la moral alta. Había habido pocos heridos, y los pocos campistas que habían muerto hacía tiempo y habían resucitado, como Gwen, no se habían ido al inframundo. Quizá Tánatos había hecho la vista gorda. O quizá Plutón les había concedido un permiso, como había hecho con Hazel. Fuera cual fuese el caso, nadie se quejó.

Los coloridos estandartes de las amazonas y de los romanos colgaban de las vigas unos al lado de los otros. El águila dorada recuperada se alzaba orgullosamente detrás de la mesa de los pretores, y las paredes estaban decoradas con cornucopias: cuernos de la riqueza que soltaban cascadas de fruta, chocolate y galletas recién horneadas.

Las cohortes se mezclaban libremente con las amazonas, saltando de diván en diván a su antojo, y por una vez los soldados de la Quinta eran bien recibidos en todas partes. Percy cambió de asiento tantas veces que se olvidó de dónde había dejado su cena.

Abundaban los coqueteos y los duelos de pulso, que parecían ser lo mismo para las amazonas. En un momento determinado, Percy se vio arrinconado por Kinzie, la amazona que lo había desarmado en Seattle. Tuvo que explicarle que ya tenía novia. Afortunadamente, Kinzie se lo tomó bien. Ella le contó lo que había ocurrido después de su partida de Seattle: Hylla había vencido a su contrincante Otrera en dos duelos consecutivos a muerte, de modo que las amazonas llamaban entonces a su reina Hylla la Doble Matadora.

—Otrera no resucitó la segunda vez —dijo Kinzie, pestañeando—. Tenemos que darte las gracias. Si alguna vez necesitas otra novia… bueno, creo que te quedaría fenomenal un collar de hierro y un mono naranja.

Percy no sabía si estaba bromeando o no. Le dio las gracias educadamente y cambió de asiento.

Una vez que todo el mundo hubo comido y los platos hubieron dejado de volar, Reyna pronunció un breve discurso. Dio la bienvenida formalmente a las amazonas, agradeciéndoles su ayuda. A continuación, abrazó a su hermana, y todo el mundo aplaudió.

Reyna levantó las manos para pedir silencio.

—Mi hermana y yo no siempre hemos estado de acuerdo…

Hylla se rió.

—Eso es quedarse corta.

—Ella se unió a las amazonas —continuó Reyna—. Yo me uní al Campamento Júpiter. Pero al echar un vistazo a esta sala, creo que las dos decidimos bien. Por extraño que parezca, nuestros destinos han sido posibles gracias al héroe que todos habéis ascendido a pretor en el campo de batalla: Percy Jackson.

Más vítores. Las hermanas brindaron por Percy y le hicieron señas para que se adelantara.

Todo el mundo pidió un discurso, pero Percy no sabía qué decir. Protestó diciendo que no era la persona más indicada para pretor, pero los campistas ahogaron sus palabras con aplausos. Reyna le quitó la placa de probatio que llevaba colgada del cuello. Octavio le lanzó una mirada asesina y acto seguido se volvió hacia el gentío y sonrió como si todo fuera idea suya. Rasgó un oso de peluche y anunció buenos augurios para el año siguiente: ¡la Fortuna les sonreiría! Pasó la mano por encima del brazo de Percy y gritó:

—¡Percy Jackson, hijo de Neptuno, primer año de servicio!

Los símbolos romanos se grabaron a fuego en el brazo de Percy: un tridente, las siglas SPQR y una raya. Parecía como si alguien le hubiera pegado un hierro candente a la piel, pero Percy consiguió no gritar.

Octavio lo abrazó y susurró:

—Espero que te haya dolido.

Entonces Reyna le dio una medalla con un águila y una capa morada, los símbolos del pretor.

—Te los has ganado, Percy.

La reina Hylla le dio una palmada en la espalda.

—Y yo he decidido no matarte.

—Esto… gracias —dijo Percy.

Dio otra vuelta al comedor, ya que todos los campistas querían que se sentara a su mesa. Vitelio el lar lo seguía, tropezándose con su reluciente toga morada, recolocándose la espada y diciéndole a todos que él había predicho el ascenso de Percy.

—¡Yo insistí en que se uniera a la Quinta Cohorte! —decía orgullosamente el fantasma—. ¡Enseguida vi su talento!

Don el fauno apareció con un gorro de enfermera y un montón de galletas en cada mano.

—¡Enhorabuena y todo ese rollo, tío! ¡Alucinante! Oye, ¿tienes suelto?

Toda aquella atención incomodaba a Percy, pero se alegraba de ver lo bien que estaban siendo tratados Hazel y Frank. Todo el mundo los llamaba los salvadores de Roma, y se lo merecían. Incluso se habló de reincorporar al bisabuelo de Frank, Shen Lun, a la lista de honor de la legión. Al parecer, él no había sido el causante del terremoto de 1906.

Percy estuvo sentado un rato con Tyson y Ella, que estaban en la mesa de Dakota como invitados de honor. Tyson no paraba de pedir sándwiches de mantequilla de cacahuete y se los comía todo lo rápido que las ninfas podían servirle. Ella estaba posada en su hombro encima del diván y mordisqueaba furiosamente bollos de canela.

—Los bollos de canela son buenos para las arpías —decía—. El veinticuatro es un buen día. El cumpleaños de Roy Disney, la fiesta de Fortuna y el día de la Independencia de Zanzíbar. Y Tyson.

Lanzó una mirada a Tyson, se ruborizó y apartó la vista.

Después de cenar, a toda le legión le dieron la noche libre. Percy y sus amigos deambularon hasta la ciudad. Todavía no se había recuperado totalmente de la batalla, pero los fuegos estaban apagados, la mayoría de los escombros habían sido recogidos, y los ciudadanos estaban decididos a celebrar la victoria.

En la línea del pomerio, la estatua de Término lucía un gorro de fiesta hecho de papel.

—¡Bienvenido, pretor! —dijo—. Si necesitas que le parta la cara a algún gigante cuando estés en la ciudad, avísame.

—Gracias, Término —contestó Percy—. Lo tendré en cuenta.

—Sí, bien. Tu capa de pretor te queda dos centímetros más corta en el lado izquierdo. Espera… Así está mejor. ¿Dónde está mi ayudante? ¡Julia!

La niña salió corriendo de detrás del pedestal. Esa noche llevaba un vestido verde, y todavía tenía el pelo recogido en unas trenzas. Cuando sonrió, Percy vio que le estaban empezando a salir los incisivos. La pequeña sostenía una caja llena de gorros de fiesta.

Percy intentó declinar la oferta, pero Julia lo miró con sus grandes ojos llenos de adoración.

—Claro —dijo Percy—. Me quedaré la corona azul.

La niña ofreció a Hazel el sombrero de pirata dorado.

—Cuando me haga mayor voy a ser Percy Jackson —le dijo a Hazel solemnemente.

Hazel sonrió y le revolvió el cabello.

—Es un buen objetivo, Julia.

—Aunque ser Frank Zhang también estaría bien —dijo Frank, eligiendo un gorro con forma de cabeza de oso polar.

—¡Frank! —dijo Hazel.

Se pusieron los gorros y siguieron hasta el foro, que estaba iluminado con faroles multicolores. Las fuentes emitían un brillo morado. Los cafés estaban haciendo su agosto, y los músicos callejeros llenaban el aire con sonidos de guitarra, lira, zampoña y ruidos hechos con las axilas. (Percy no entendía estos últimos. Tal vez era una antigua tradición musical romana.)

La diosa Iris también debía de estar de humor festivo. Cuando Percy y sus amigos pasaron tranquilamente por delante del deteriorado senado, un deslumbrante arcoíris apareció en el cielo nocturno. Lamentablemente, la diosa también envió otra bendición: una lluvia ligera de imitaciones de pastelito sin gluten, que Percy pensó que o bien harían la limpieza más difícil, o bien la reconstrucción más fácil. Los pastelitos serían unos ladrillos estupendos.

Durante un rato, Percy deambuló por las calles con Hazel y Frank, que no dejaban de rozarse los hombros.

Finalmente dijo:

—Estoy un poco cansado, chicos. Adelantaos vosotros.

Hazel y Frank protestaron, pero Percy notaba que querían estar un rato solos.

Cuando regresaba al campamento, vio a la Señorita O’Leary jugando con Aníbal en el Campo de Marte. Por fin había encontrado un compañero de juego con el que podía pelear. Brincaban de acá para allá, chocándose uno contra el otro, rompiendo fortificaciones y, en definitiva, pasándoselo en grande.

En las puertas de la fortaleza, Percy se detuvo y miró hacia el valle. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde que había estado allí con Hazel, viendo el campamento por primera vez. Ahora le interesaba más mirar el horizonte del oeste.

Al día siguiente, tal vez al otro, llegarían sus amigos del Campamento Mestizo. Pese a lo mucho que le importaba el Campamento Júpiter, estaba deseando volver a ver a Annabeth. Añoraba su antigua vida —Nueva York y el Campamento Mestizo—, pero algo le decía que era posible que tardara en volver a su hogar. Gaia y los gigantes no habían terminado de dar problemas… ni de lejos.

Reyna le había ofrecido la casa del segundo pretor en la Via Principalis, pero en cuanto Percy miró dentro, supo que no podría quedarse allí. Era agradable, pero estaba llena de cosas de Jason Grace. A Percy ya le inquietaba haber recibido el título de pretor de Jason. No quería recibir también su casa. Cuando Jason volviera la situación sería bastante incómoda, y Percy estaba seguro de que llegaría a bordo del buque de guerra con la cabeza de dragón.

Percy regresó a los barracones de la Quinta Cohorte y subió a su litera. Se durmió en el acto.

Soñó que llevaba a Juno a través del Pequeño Tíber.

Estaba disfrazada de vieja vagabunda chiflada, sonriendo y cantando una nana en griego antiguo mientras agarraba con sus manos curtidas el cuello de Percy.

—¿Todavía quieres darme una bofetada, querido? —preguntó.

Percy se detuvo en medio de la corriente. Soltó a la diosa y la tiró al río.

En cuanto Juno cayó al agua, se esfumó y volvió a aparecer en la orilla.

—¡Vaya, eso no ha sido muy heroico por tu parte! —exclamó cacareando.

—Ocho meses —dijo Percy—. Me habéis arrebatado ocho meses de mi vida por una misión que ha llevado una semana. ¿Por qué?

Juno chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—Los mortales y vuestras breves vidas. Ocho meses no es nada, querido. A mí me arrebataron ocho siglos; me perdí la mayor parte del Imperio bizantino.

Percy invocó el poder del río. La corriente se arremolinó a su alrededor, dando vueltas entre espuma blanca.

—Venga, no te irrites —dijo Juno—. Si queremos vencer a Gaia, nuestros planes deben estar calculados a la perfección. Primero, necesitaba que Jason y sus amigos me liberaran de mi prisión…

—¿Prisión? ¿Estabais en prisión y os soltaron?

—¡No te hagas el sorprendido, querido! Soy una anciana encantadora. En todo caso, no has hecho falta en el Campamento Júpiter hasta ahora, para salvar a los romanos en su momento más crítico. Los ocho meses intermedios… bueno, tengo otros planes en mente, muchacho. Enfrentarse a Gaia, trabajar a espaldas de Júpiter, proteger a tus amigos… ¡Es un trabajo a tiempo completo! Si también hubiera tenido que protegerte de los monstruos y los planes de Gaia, y ocultarte de tus amigos del este todo ese tiempo… No, era mucho mejor que echaras una buena siesta. Habrías sido una distracción, una bomba de relojería.

—Una distracción —Percy notó que el agua crecía con su ira, girando más rápido a su alrededor—. Una bomba de relojería.

—Exacto. Me alegro de que lo entiendas.

Percy lanzó una ola que cayó sobre la anciana, pero Juno simplemente se desvaneció y apareció más abajo en la orilla.

—Caramba, estás de muy mal humor —dijo—. Pero sabes que tengo razón. Has llegado en el momento perfecto. Ahora confían en ti. Eres un héroe de Roma. Y mientras dormías, Jason Grace ha aprendido a confiar en los griegos. Ellos han tenido tiempo de construir el Argo II. Juntos, tú y Jason uniréis los campamentos.

—¿Por qué yo? —preguntó Percy—. Vos y yo nunca nos hemos llevado bien. ¿Por qué ibais a querer una bomba de relojería en el equipo?

—Porque te conozco, Percy Jackson. En muchos sentidos, eres impulsivo, pero en lo tocante a tus amigos, eres fiel como la aguja de una brújula. Eres totalmente leal, e inspiras lealtad. Eres el pegamento que unirá a los siete.

—Genial —dijo Percy—. Siempre he querido ser pegamento.

Juno entrelazó sus dedos torcidos.

—¡Los héroes del Olimpo deben unirse! Después de tu victoria sobre Cronos en Manhattan, me temo que Júpiter se habrá sentido herido en su autoestima.

—Porque yo tenía razón —dijo Percy—. Y él no.

La vieja se encogió de hombros.

—Debería estar acostumbrado después de estar casado tanto tiempo conmigo, pero desgraciadamente mi orgulloso y obstinado marido se niega a volver a pedir ayuda a simples semidioses. Cree que se puede luchar contra los gigantes sin vosotros, y que se puede hacer dormir otra vez a Gaia. Yo sé que no es así. Sin embargo, deberéis demostrar lo que valéis. Solo viajando a las tierras antiguas y cerrando las Puertas de la Muerte convenceréis a Júpiter de que sois dignos de luchar codo con codo con los dioses. ¡Será la misión más importante desde que Eneas partió de Troya!

—¿Y si fracasamos? —preguntó Percy—. ¿Y si los romanos y los griegos no nos llevamos bien?

—Entonces Gaia habrá vencido. Te diré una cosa, Percy Jackson. La persona que más problemas te dará es la más próxima a ti: la que más me odia.

—¿Annabeth? —Percy sintió que su ira aumentaba de nuevo—. A vos nunca os ha gustado. ¿Y ahora decís que es problemática? No la conocéis en absoluto. Es la persona en quien más confío.

La diosa sonrió irónicamente.

—Ya veremos, joven héroe. A ella le espera una difícil tarea cuando llegue a Roma. Si estará a la altura… no lo sé.

Percy invocó un puño de agua y golpeó con él a la anciana. Cuando la ola se retiró, había desaparecido.

El río se arremolinó y escapó al control de Percy, quien se hundió en la oscuridad del torbellino.