Eran, sin duda alguna, los refuerzos más extraños de la historia militar romana. Hazel iba montada en Arión, que se había recuperado lo bastante para llevar a una persona a la velocidad de un caballo normal, aunque maldijo sobre sus doloridos cascos durante todo el trayecto cuesta abajo.
Frank se transformó en un águila de cabeza blanca —algo que a Percy seguía pareciéndole de lo más injusto— y se elevó por encima de ellos. Tyson corría colina abajo, blandiendo su maza y gritando: «¡Hombres poni malos! ¡UH!», mientras Ella revoloteaba alrededor de él, recitando datos del Almanaque del viejo granjero.
En cuanto a Percy, se dirigió a la batalla montado en la Señorita O’Leary con un carro lleno de pertrechos de oro imperial que hacían ruido y tintineaban detrás, y el estandarte del águila dorada de la Duodécima Legión elevado por encima de él.
Rodearon el perímetro del campamento, cruzaron el Pequeño Tíber por el puente situado más al norte y penetraron en el Campo de Marte en el margen oeste de la batalla. Una horda de cíclopes estaba fustigando a los campistas de la Quinta Cohorte, quienes trataban de mantener sus escudos juntos para permanecer con vida.
Al verlos en apuros, a Percy le embargó una oleada de ira protectora. Aquellos eran los chicos que lo habían acogido. Eran su familia.
«¡Quinta Cohorte!», gritó, y cargó contra el cíclope más cercano. Lo último que el pobre monstruo vio fueron las fauces de la Señorita O’Leary.
Después de que el cíclope se desintegrara —y permaneciera desintegrado, gracias a la Muerte—, Percy saltó de su perra infernal y se abrió paso violentamente a cuchilladas entre los otros monstruos.
Tyson embistió contra la líder de los cíclopes, Ma Gasket, ataviada con su vestido de malla salpicado de barro y decorado con lanzas rotas.
La cíclope miró boquiabierta a Tyson y dijo:
—¿Quién…?
Tyson la golpeó tan fuerte en la cabeza que la cíclope dio una vuelta y cayó de culo.
—¡Señora cíclope mala! —rugió—. ¡El general Tyson le ordena que se marche!
Volvió a golpearla, y Ma Gasket se deshizo en polvo.
Entre tanto, Hazel embestía de acá para allá montada en Arión, atravesando a un cíclope tras otro con su spatha, mientras Frank cegaba a los enemigos con sus garras.
Una vez que todos los cíclopes a menos de cincuenta metros hubieron quedado reducidos a cenizas, Frank se posó delante de sus tropas y se transformó en humano. Su insignia de centurión y su corona mural relucían en su chaqueta de invierno.
—¡Quinta Cohorte! —gritó—. ¡Venid a por vuestras armas de oro imperial!
Los campistas se recuperaron de la impresión y se apiñaron en torno al carro. Percy hizo todo lo que pudo por repartir las armas rápidamente.
—¡Vamos, vamos! —los apremiaba Dakota como loco mientras bebía sorbos de refresco de su termo—. ¡Nuestros compañeros necesitan ayuda!
Al poco rato la Quinta Cohorte estaba equipada con nuevas armas, escudos y cascos. No lucían un aspecto precisamente uniforme. De hecho, parecía que hubieran estado de compras en un saldo del Rey Midas, pero de repente se convirtieron en la cohorte más poderosa de la legión.
—¡Seguid el águila! —ordenó Frank—. ¡A la batalla!
Los campistas prorrumpieron en vítores. Cuando Percy y la Señorita O’Leary avanzaron, toda la cohorte los siguió: cuarenta guerreros dorados que relucían intensamente clamando sangre.
Embistieron contra una manada de centauros salvajes que estaban atacando a la Tercera Cohorte. Cuando los campistas de la Tercera vieron el estandarte del águila, se pusieron a gritar como locos y lucharon con renovada energía.
Los centauros estaban perdidos. Las dos cohortes los machacaron como un torno. Pronto no quedaron más que montones de polvo y diversos cascos y cuernos. Percy esperaba que Quirón le perdonara, pero aquellos centauros no eran como los ponis de fiesta que él había conocido. Eran de otra raza. Había que vencerlos.
—¡Formad filas! —gritaron los centuriones.
Las dos cohortes se juntaron, y su adiestramiento militar entró en acción. Con los escudos unidos, marcharon a la batalla contra los nacidos de la tierra.
—Pila! —gritó Frank.
Cien lanzas se alzaron. Cuando Frank gritó: «¡Fuego!», surcaron el aire; una ola de muerte que atravesó a los monstruos de seis brazos. Los campistas desenvainaron sus espadas y avanzaron hacia el centro de la batalla.
Al pie del acueducto, la Primera y la Segunda Cohorte estaban intentando rodear a Polibotes, pero estaban siendo castigadas duramente. Los nacidos de la tierra que quedaban lanzaban una cortina de piedras y barro tras otra. Los karpoi —aquellos pequeños y horribles espíritus de los cereales mezcla de Cupido y de piraña— corrían entre la alta hierba secuestrando a campistas al azar y apartándolos de la fila. El gigante Polibotes no paraba de sacudirse basiliscos del pelo. Cada vez que uno caía, los romanos huían presas del pánico. A juzgar por sus escudos corroídos y los penachos humeantes de sus yelmos, habían descubierto el veneno y el fuego de los basiliscos.
Reyna se elevaba por encima del gigante y bajaba en picado con su jabalina cada vez que desviaba su atención de las tropas situadas en el suelo. Su capa morada restallaba con el viento. Su armadura dorada relucía. Polibotes agitaba su tridente y blandía su red, pero Scipio era casi tan ágil como Arión.
Entonces Reyna vio que la Quinta Cohorte acudía en su ayuda con el águila. Se quedó tan pasmada que el gigante estuvo a punto de aplastarla, pero Scipio esquivó el golpe. La mirada de Reyna coincidió con la de Percy, y le sonrió de oreja a oreja.
—¡Romanos! —Su voz resonó a través de los campos—. ¡Acudid al águila!
Tanto semidioses como monstruos se volvieron y miraron boquiabiertos como Percy avanzaba a lomos de su perra infernal.
—¿Qué pasa? —preguntó Polibotes—. ¿Qué pasa?
Percy notó que una oleada de energía recorría el bastón del estandarte. Levantó el águila y gritó:
—¡Duodécima Legión Fulminata!
Un trueno sacudió el valle. El águila soltó un destello cegador, y miles de rayos como zarcillos estallaron de sus alas doradas y describieron un arco por delante de Percy, como las ramas de un enorme árbol mortal. Los rayos conectaron a los monstruos más cercanos, saltando de uno a otro, sin alcanzar a un solo soldado de las fuerzas romanas.
Cuando los rayos cesaron, la Primera y la Segunda Cohorte se vieron ante un gigante con cara de sorpresa y varios cientos de montones de cenizas humeantes. La línea central del enemigo había caído carbonizada.
La expresión de Octavio no tenía precio. El centurión se quedó mirando a Percy conmocionado y, acto seguido, indignado. Luego, cuando sus tropas prorrumpieron en vítores, no tuvo más remedio que unirse al griterío:
—¡Roma! ¡Roma!
El gigante Polibotes retrocedió con paso vacilante, pero Percy sabía que la batalla no había terminado.
La Cuarta Cohorte seguía rodeada de cíclopes. Hasta a Aníbal el elefante le estaba costando abrirse paso entre tantos monstruos. Su armadura de Kevlar negra estaba tan rota que en la etiqueta solo ponía FANTE.
Los veteranos y los lares del flanco oriental estaban siendo empujados hacia la ciudad. La torre de asedio de los monstruos seguía lanzando bolas explosivas de fuego verde a las calles. Las gorgonas habían dejado fuera de combate a las águilas gigantes y estaban volando sin trabas sobre los centauros y los nacidos de la tierra que quedaban, tratando de reunirlos.
—¡No cedáis terreno! —gritaba Esteno—. ¡Tengo muestras gratuitas!
Polibotes rugió. Una docena de nuevos basiliscos cayeron de su cabello y tiñeron la tierra de un amarillo venenoso.
—¿Crees que esto cambia algo, Percy Jackson? ¡Soy indestructible! Avanza, hijo de Neptuno. ¡Te destruiré!
Percy desmontó. Entregó a Dakota el estandarte.
—Eres el centurión de mayor rango de la cohorte. Cuida de esto.
Dakota parpadeó y acto seguido se enderezó orgullosamente. Soltó su termo de refresco y cogió el águila.
—La llevaré con mucho honor.
—Frank, Hazel, Tyson —dijo Percy—, ayudad a la Cuarta Cohorte. Tengo que matar a un gigante.
Alzó a Contracorriente, pero antes de que pudiera avanzar, sonaron unos cuernos en las montañas del norte. Otro ejército apareció en la cordillera: cientos de guerreros con camuflaje negro y gris, armados con lanzas y escudos. Entre sus filas había una docena de carretillas elevadoras de combate, con sus dientes afilados reluciendo al atardecer y flechas en llamas en sus ballestas.
—Amazonas —dijo Frank—. Genial.
Polibotes se echó a reír.
—¿Lo veis? ¡Nuestros refuerzos han llegado! ¡Roma caerá hoy!
Las amazonas bajaron sus lanzas y cargaron montaña abajo. Sus carretillas entraron en combate a toda velocidad. El ejército del gigante prorrumpió en vítores… hasta que las amazonas cambiaron de rumbo y fueron directas al flanco oriental de los monstruos.
—¡Amazonas, avanzad!
En la carretilla más grande había una chica que parecía una versión mayor de Reyna, equipada con una armadura de combate negra con un reluciente cinturón de oro alrededor de la cintura.
—¡La reina Hylla! —dijo Hazel—. ¡Ha sobrevivido!
—¡Acudid en ayuda de mi hermana! —gritó la reina de las amazonas—. ¡Destruid a los monstruos!
—¡Destruir!
El grito de sus tropas resonó a través del valle.
Reyna dirigió a su pegaso hacia Percy. Le brillaban los ojos. Su expresión decía: «Te daría un abrazo ahora mismo».
—¡Romanos! ¡Avanzad!
El campo de batalla se convirtió en un absoluto caos. Las filas de amazonas y romanos giraron hacia el enemigo como las mismísimas Puertas de la Muerte.
Sin embargo, Percy tenía un solo objetivo. Señaló al gigante.
—Tú y yo. Hasta el final.
Se encontraron junto al acueducto, que de algún modo había sobrevivido a la batalla. Polibotes se encargó de corregir ese detalle. Blandió su tridente, golpeó el arco de ladrillo más cercano y desencadenó una cascada.
—¡Adelante, hijo de Neptuno! —dijo Polibotes a modo de provocación—. ¡Déjame ver tu poder! ¿Te obedece el agua? ¿Te cura? Pues yo he nacido para enfrentarme a Neptuno.
El gigante metió la mano bajo el agua. Cuando el torrente pasó entre sus dedos se tiñó de verde oscuro. Lanzó un poco de agua a Percy, quien la esquivó instintivamente. El líquido salpicó el terreno situado delante de él. La hierba se marchitó y empezó a echar humo siseando de forma desagradable.
—Puedo convertir el agua en veneno con solo tocarla —dijo Polibotes—. ¡Veamos lo que le hace a tu sangre!
Lanzó su red a Percy, pero este se apartó rodando por el suelo. Desvió la catarata y la dirigió de lleno a la cara del gigante. Mientras Polibotes permanecía cegado, Percy atacó. Clavó a Contracorriente en la barriga del gigante y a continuación la extrajo y se apartó de un salto, dejando al gigante rugiendo de dolor.
El golpe habría destruido a cualquier monstruo inferior, pero Polibotes simplemente se tambaleó y miró el ichor dorado —la sangre de los inmortales— que le brotaba de la herida. El corte se estaba cerrando.
—Buen intento, semidiós —gruñó—. Pero te destruiré de todas formas.
—Primero tendrás que cogerme —dijo Percy.
Se volvió y escapó hacia la ciudad.
—¡¿Qué?! —gritó el gigante con incredulidad—. ¿Huyes, cobarde? ¡Quédate quieto y muere!
Percy no tenía la más mínima intención de hacer eso. Sabía que no podía matar a Polibotes solo, pero tenía un plan.
Pasó por delante de la Señorita O’Leary, que alzó la vista con curiosidad mientras una gorgona se retorcía dentro de su boca.
—¡Estoy bien! —gritó Percy al pasar corriendo, seguido de un gigante que clamaba sangre.
Saltó por encima de un escorpión incendiado y se agachó cuando Aníbal lanzó un cíclope a través de su camino. Con el rabillo del ojo, vio que Tyson hundía a un nacido de la tierra de un golpe en el suelo como en el juego de la maza y el topo. Ella revoloteaba encima de él, esquivando misiles y gritando consejos:
—¡La entrepierna! ¡La entrepierna de los nacidos de la tierra es un punto sensible!
¡ZAS!
—Bien. Sí. Tyson le ha dado en la entrepierna.
—¡¿Percy necesita ayuda?! —gritó Tyson.
—¡Estoy bien!
—¡Muere! —gritó Polibotes, acercándose velozmente.
Percy no paró de correr.
A lo lejos, vio a Hazel y a Arión galopando a través del campo de batalla, eliminando a centauros y karpoi. Un espíritu de los cereales gritó: «¡Trigo! ¡Te daré trigo!», pero Arión lo pisoteó y lo convirtió en un montón de cereales de desayuno. La reina Hylla y Reyna unieron fuerzas, montadas en su carretilla y su pegaso, desperdigando las siluetas oscuras de guerreros abatidos. Frank se transformó en un elefante y se abrió camino a pisotones entre unos cíclopes, y Dakota sostenía el águila dorada en alto, lanzando rayos a cualquier monstruo que osaba desafiar a la Quinta Cohorte.
Todo eso estaba muy bien, pero Percy necesitaba otro tipo de ayuda. Necesitaba a un dios.
Miró atrás y vio al gigante casi al alcance de la mano. Para ganar tiempo, se escondió detrás de una columna del acueducto. El gigante blandió su tridente. Cuando la columna se desmoronó, Percy utilizó el agua que se había desbordado para guiar el desplome e hizo caer varias toneladas de ladrillo sobre la cabeza del gigante.
Percy huyó hacia el perímetro urbano.
—¡Término! —gritó.
La estatua del dios más cercana se encontraba a unos veinte metros más adelante. Sus ojos de piedra se abrieron de golpe mientras Percy corría hacia él.
—¡Es totalmente inaceptable! —protestó—. ¡Edificios incendiados! ¡Invasores! ¡Llévatelos de aquí, Percy Jackson!
—Lo intento —dijo él—. Pero hay un gigante, Polibotes…
—¡Sí, ya lo sé! Espera… Disculpa un momento.
Término cerró los ojos concentrándose. Una bala de cañón verde en llamas voló por lo alto y de repente se volatilizó.
—¿Por qué no somos un poco civilizados y atacamos más despacio? Solo soy un dios.
—Ayúdeme a matar al gigante, y todo habrá terminado —dijo Percy—. Un dios y un semidiós colaborando: es la única forma de matarlo.
Término resopló.
—Yo vigilo las fronteras. No mato gigantes. No es mi trabajo.
—¡Vamos, Término!
Percy dio otro paso adelante, y el dios chilló indignado.
—¡Detente ahí, jovencito! ¡No se permiten armas dentro de la línea del pomerio!
—Pero nos están atacando.
—¡Me da igual! Las normas son las normas. Cuando la gente no obedece las normas, me enfado mucho.
Percy sonrió.
—No cambie de forma de pensar.
Corrió hacia atrás en dirección al gigante.
—¡Eh, feo!
—¡Grrr!
Polibotes surgió de las ruinas del acueducto. El agua seguía cayendo sobre él, convirtiéndose en veneno y creando un pantano humeante alrededor de sus pies.
—Tú… morirás lentamente —prometió el gigante.
Recogió su tridente, que ahora goteaba veneno verde.
Alrededor de ellos, la batalla estaba tocando a su fin. Cuando acabaron con los últimos monstruos, los amigos de Percy empezaron a reunirse, formando un cerco alrededor del gigante.
—Te haré prisionero, Percy Jackson —gruñó Polibotes—. Te torturaré bajo el mar. Cada día el agua te curará, y cada día te llevaré más cerca de la muerte.
—Magnífica oferta —dijo Percy—. Pero creo que prefiero matarte.
Polibotes rugió airadamente. Sacudió la cabeza, y más basiliscos salieron volando de su cabello.
—Atrás —advirtió Frank.
Un caos renovado se extendió a través de las filas. Hazel espoleó a Arión y se situó entre los basiliscos y los campistas. Frank cambió de forma y se encogió hasta transformarse en algo fino y peludo… ¿una comadreja? Percy pensó que Frank se había vuelto loco, pero cuando Frank atacó a los basiliscos, estos se pusieron histéricos. Los monstruos huyeron deslizándose mientras Frank los perseguía de cerca.
Polibotes apuntó con su tridente y echó a correr hacia Percy. Cuando el gigante llegó a la línea del pomerio, Percy se hizo a un lado de un brinco, como un torero. Polibotes atravesó a toda velocidad los límites de la ciudad.
—¡SE ACABÓ! —gritó Término—. ¡ESO VA CONTRA LAS NORMAS!
Polibotes frunció el ceño, visiblemente confundido al ser regañado por una estatua.
—¿Qué eres tú? —gruñó—. ¡Cállate!
Derribó a la estatua y se volvió atrás hacia Percy.
—¡Ahora sí que estoy CABREADO! —gritó Término—. Te voy a estrangular. ¿Lo notas? Son mis manos alrededor de tu cuello, pedazo de matón. ¡Ven aquí! Te voy a dar un cabezazo tan fuerte que…
—¡Basta! —El gigante pisó la estatua y partió a Término en tres trozos: pedestal, cuerpo y cabeza.
—¡No has ACABADO CONMIGO! —gritó Término—. ¡Trato hecho, Percy Jackson! Vamos a matar a este presuntuoso.
El gigante se rió tan fuerte que no se dio cuenta de que Percy iba a atacarle hasta que fue demasiado tarde. Percy saltó, introdujo a Contracorriente a través de una de las aberturas metálicas del peto de Polibotes y le clavó el bronce celestial en el pecho hasta la empuñadura. El gigante retrocedió tambaleándose, tropezó con el pedestal de Término y cayó al suelo con gran estruendo. Mientras intentaba levantarse lanzando zarpazos a la espada que tenía en el pecho, Percy levantó la cabeza de la estatua.
—¡Jamás vencerás! —dijo el gigante gimiendo—. No puedes derrotarme tú solo.
—No estoy solo —Percy levantó la cabeza de piedra por encima de la cara del gigante—. Te presento a mi amigo Término. ¡Es un dios!
La toma de conciencia y el miedo asomaron tardíamente al rostro del gigante. Percy golpeó a Polibotes en la nariz lo más fuerte que pudo con la cabeza del dios, y el gigante se deshizo en un montón humeante de algas, piel de reptil y fango venenoso.
Percy se apartó tambaleándose, totalmente agotado.
—¡Ja! —dijo la cabeza de Término—. Así aprenderá a obedecer las normas de Roma.
Por un momento, el campo de batalla permaneció en silencio a excepción del rumor de unos cuantos fuegos que ardían y los gritos de pánico de algunos monstruos que se retiraban.
Alrededor de Percy había un corro irregular de romanos y amazonas. Tyson, Ella y la Señorita O’Leary se encontraban entre ellos. Frank y Hazel le sonreían con orgullo. Arión mordisqueaba con satisfacción un escudo dorado.
—¡Percy, Percy! —empezaron a cantar los romanos.
Se apiñaron en torno a él. Y antes de que se diera cuenta, lo levantaron sobre un escudo. Entonces el grito se convirtió en «¡Pretor! ¡Pretor!».
Entre los que cantaban estaba la propia Reyna, quien levantó la mano y estrechó la de Percy para felicitarlo. A continuación, la multitud de romanos que lo vitoreaban se lo llevaron alrededor de la línea del pomerio, evitando con cuidado las fronteras de Término, y lo acompañaron de vuelta al Campamento Júpiter.