XLVIII
Frank

Percy los estaba esperando. Parecía enfadado.

Estaba en el borde del glaciar, apoyado en el bastón con el águila dorada, contemplando la destrucción que había sembrado: varias decenas de hectáreas de mar recién abierto con icebergs y restos del campamento destruido.

Los únicos vestigios del glaciar eran las puertas principales, que se hallaban inclinadas, y una bandera azul hecha jirones tirada sobre un montón de ladrillos de nieve.

Cuando se acercaron a él corriendo, Percy dijo: «Hola», como si simplemente hubieran quedado para comer o algo parecido.

—¡Estás vivo! —exclamó Frank asombrado.

Percy frunció el entrecejo.

—¿Lo dices por la caída? Tranquilo, no ha sido nada. En el arco de St. Louis me caí del doble de altura.

—¿Que hiciste qué? —preguntó Hazel.

—Da igual. Lo importante es que no me he ahogado.

—¡Entonces la profecía no estaba completa! —Hazel sonrió—. Probablemente decía algo en plan: «El hijo de Neptuno ahogo encuentra para un montón de fantasmas».

Percy se encogió de hombros. Seguía mirando a Frank como si estuviera disgustado.

—Tengo un asunto que tratar contigo, Zhang. ¿Puedes convertirte en un águila? ¿Y en un oso?

—Y en un elefante —dijo Hazel con orgullo.

—Un elefante —Percy movió la cabeza con incredulidad—. ¿Ese es el don de tu familia? ¿Puedes cambiar de forma?

Frank arrastró los pies.

—Esto… sí. Periclímeno, mi antepasado, el argonauta, podía hacerlo. Él transmitió la facultad a la familia.

—Y recibió el don de Poseidón —dijo Percy—. Es totalmente injusto. Yo no puedo transformarme en animales.

Frank se lo quedó mirando.

—¿Injusto? Tú puedes respirar bajo el agua y volar glaciares e invocar huracanes. ¿Y te parece injusto que yo pueda ser un elefante?

Percy lo consideró.

—Está bien. Supongo que tienes razón. Pero la próxima vez que diga que eres bestial…

—Cállate —dijo Frank—. Por favor.

Percy sonrió.

—Si ya habéis acabado, tenemos que marcharnos —dijo Hazel—. El Campamento Júpiter está siendo atacado. No les vendría mal el águila de oro.

Percy asintió con la cabeza.

—Pero antes una cosa. Hazel, ahora hay una tonelada de armas y armaduras de oro imperial en el fondo de la bahía, además de un carro muy bonito. Apuesto a que serían muy útiles…

Les llevó mucho tiempo —demasiado—, pero todos sabían que esas armas podían marcar la diferencia entre la victoria y la derrota si las llevaban al campamento a tiempo.

Hazel empleó sus facultades para hacer levitar unos objetos del fondo del mar. Percy se sumergió y sacó más. Incluso Frank colaboró convirtiéndose en foca, lo que moló bastante, aunque Percy dijo que le olía el aliento a pescado.

Fue necesaria la fuerza de los tres para levantar el carro, pero por fin consiguieron extraerlo todo y llevarlo a una playa de arena negra que había cerca de la base del glaciar. No pudieron meterlo todo en el carro, pero usaron la cuerda de Frank para sujetar la mayor parte de las armas de oro y las mejores piezas de armadura.

—Parece el trineo de Santa Claus —dijo Frank—. ¿Podrá Arión tirar de tanto peso?

Arión resopló.

—Hazel —dijo Percy—, en serio, voy a lavarle la boca con jabón a tu caballo. Dice que sí, que podrá tirar de todo, pero que necesita comida.

Hazel recogió una vieja daga romana, un pugio. Estaba torcida y roma, de modo que no serviría de gran cosa en el combate, pero parecía de oro imperial puro.

—Ten, Arión —dijo—. Combustible de alto rendimiento.

El caballo cogió la daga con los dientes y la masticó como si fuera una manzana. Frank juró para sus adentros no acercar jamás la mano a la boca del caballo.

—No dudo de la fuerza de Arión —dijo con cautela—, pero ¿aguantará el carro? El último…

—Este tiene las ruedas y el eje de oro imperial —dijo Percy—. Debería aguantar.

—Si no aguanta, va a ser un viaje breve —dijo Hazel—. Pero se nos acaba el tiempo. ¡Vamos!

Frank y Percy subieron al carro. Hazel se montó a la grupa de Arión.

—¡Arre! —gritó.

El estampido sónico del caballo resonó a través de la bahía. Se dirigieron a toda velocidad hacia el sur, provocando avalanchas en las montañas a su paso.