Frank se quedó tan pasmado que Hazel tuvo que gritar su nombre una docena de veces para que se percatara de que Alcioneo estaba volviendo a levantarse.
Golpeó al gigante en la nariz con el escudo hasta que Alcioneo empezó a roncar. Mientras tanto, el glaciar seguía desmoronándose y el borde del abismo se acercaba lentamente más y más.
Tánatos planeó hacia ellos con sus alas negras, luciendo una expresión serena.
—Sí, señor —dijo con satisfacción—. Allá van unas cuantas almas, ahogadas. Más vale que os deis prisa, amigos, o vosotros también os ahogaréis.
—Pero Percy… —Frank apenas podía pronunciar el nombre de su amigo—. ¿Está…?
—Es pronto para saberlo. En cuanto a este… —Tánatos miró a Alcioneo con expresión de repugnancia—. Aquí no podréis matarlo. ¿Sabéis lo que tenéis que hacer?
Frank asintió con la cabeza aturdido.
—Creo que sí.
—Entonces nuestro asunto ha concluido.
Frank y Hazel se cruzaron miradas de nerviosismo.
—Esto… —Hazel titubeó—. ¿Quiere decir que no me… que no va a…?
—¿A cobrarme tu vida? —preguntó Tánatos—. Vamos a ver…
Sacó un iPad negro de la nada. Pulsó la pantalla varias veces, y Frank pensó: «Por favor, que no haya ninguna aplicación para recolectar almas».
—No te veo en la lista —dijo Tánatos—. Verás, Plutón me da órdenes precisas para las almas que se escapan. Por algún motivo, no ha ordenado tu detención. Tal vez considera que tu vida todavía no ha acabado, o podría ser un descuido. Si prefieres que llame y pregunte…
—¡No! —gritó Hazel—. Así está bien.
—¿Estás segura? —preguntó la Muerte amablemente—. Tengo habilitada la videoconferencia. Tengo una dirección de Skype en alguna parte…
—No, de verdad —parecía que a Hazel acabaran de quitarle miles de kilos de peso de los hombros—. Gracias.
—Ugh —masculló Alcioneo.
Frank le dio otro golpe en la cabeza.
La Muerte alzó la vista de su iPad.
—En cuanto a ti, Frank Zhang, tampoco es tu momento. Todavía te queda un poco de combustible por consumir. Pero tampoco creas que te estoy haciendo un favor. Volveremos a vernos en circunstancias menos agradables.
El acantilado seguía desplomándose; el borde estaba ya a solo seis metros de distancia. Arión relinchaba impacientemente. Frank sabía que tenían que marcharse, pero le quedaba una pregunta por hacer.
—¿Y las Puertas de la Muerte? —dijo—. ¿Dónde están? ¿Cómo las cerramos?
—Ah, sí, claro —una expresión de irritación cruzó el rostro de Tánatos—. Mis puertas. Cerrarlas estaría bien, pero me temo que eso no se encuentra dentro de mis posibilidades. No tengo ni la más remota idea de cómo podríais hacerlo. No puedo deciros exactamente dónde están. Su situación no es… bueno, no es un lugar del todo físico. Deben de ser encontradas a través de la búsqueda. Puedo recomendaros que empecéis vuestras pesquisas en Roma, la Roma original. Necesitaréis la ayuda de un guía especial. Solo un tipo de semidiós puede interpretar las señales que os acabarán llevando a mis puertas.
Aparecieron unas grietas en el hielo bajo sus pies. Hazel acarició el pescuezo de Arión para impedir que se desbocara.
—¿Y mi hermano? —preguntó—. ¿Está vivo?
Tánatos le lanzó una extraña mirada: posiblemente de compasión, aunque no parecía una emoción que la Muerte entendiera.
—Hallarás la respuesta en Roma. Y ahora debo irme volando hacia el sur, a vuestro Campamento Júpiter. Tengo la sensación de que dentro de muy poco habrá muchas almas que recolectar. Adiós, semidioses. Hasta la vista.
Tánatos se disipó en humo negro.
Las grietas se extendieron en el hielo bajo los pies de Frank.
—¡Deprisa! —le dijo a Hazel—. ¡Tenemos que llevar a Alcioneo a unos quince kilómetros al norte!
Trepó al pecho del gigante, y Arión alzó el vuelo, corriendo a través del hielo y arrastrando a Alcioneo como el trineo más feo del mundo.
Fue un viaje breve.
Arión recorrió el glaciar como si fuera una autopista, zumbando a través del hielo, saltando grietas y deslizándose por pendientes que habrían hecho que a un aficionado al snowboard se le iluminaran los ojos.
Frank no tuvo que dejar sin sentido a Alcioneo muchas veces, ya que la cabeza del gigante no paraba de rebotar y golpear contra el hielo. Mientras avanzaban a toda velocidad, el semiconsciente Chico de Oro mascullaba una melodía que recordaba un villancico navideño.
Frank también se sentía bastante aturdido. Acababa de convertirse en un águila y en un oso. Todavía notaba que la energía fluida le recorría el cuerpo, como si estuviera a medio camino entre el estado sólido y el estado líquido.
Y no solo eso: Hazel y él habían liberado a la Muerte, y los dos habían sobrevivido. Y Percy… Frank se tragó su temor. Percy se había despeñado por el abismo del glaciar para salvarlos.
«El hijo de Neptuno ahogo encuentra.»
No. Frank se negaba a creer que Percy estuviera muerto. No habían llegado hasta allí para perder a su amigo. Frank lo encontraría, pero primero tenían que ocuparse de Alcioneo.
Visualizó el mapa que había estado examinando en el tren desde Anchorage. Sabía más o menos adónde iban, pero en lo alto del glaciar no había letreros ni indicadores. Tendría que intentar calcularlo lo mejor posible.
Al final Arión pasó zumbando entre dos montañas y entró en un valle de hielo y rocas, como un enorme tazón de leche helada con cereales bañados de chocolate. La piel dorada del gigante palideció como si se estuviera convirtiendo en latón. Frank notaba una ligera vibración en el cuerpo, como si tuviera un diapasón pegado al esternón. Sabía que había entrado en territorio amistoso, su territorio.
—¡Allí! —gritó Frank.
Arión giró a un lado. Hazel cortó la cuerda, y Alcioneo pasó por delante deslizándose. Frank saltó justo antes de que el gigante chocara contra un canto rodado.
Enseguida Alcioneo se levantó de un salto.
—¿Qué? ¿Dónde? ¿Quién?
Tenía la nariz torcida. Sus heridas se habían curado, pero su piel dorada había perdido parte de su brillo. Buscó su bastón de hierro, que se había quedado en el glaciar de Hubbard. A continuación, se dio por vencido e hizo pedazos de un puñetazo el canto rodado más cercano.
—¿Osas usarme como trineo? —Se puso tenso y olió el aire—. Ese olor… a almas extinguidas. Tánatos está libre, ¿verdad? Bah, no importa. Gaia controla las Puertas de la Muerte. ¿Por qué me has traído aquí, hijo de Marte?
—Para matarte —contestó Frank—. ¿Siguiente pregunta?
Los ojos del gigante se entornaron.
—En mi vida he conocido a un hijo de Marte que pudiera cambiar de forma, pero eso no quiere decir que puedas vencerme. ¿Crees que tu estúpido padre te dio la fuerza para enfrentarte a mí cara a cara?
Hazel desenvainó su espada.
—¿Qué tal dos contra uno?
El gigante gruñó y embistió contra Hazel, pero Arión se apartó ágilmente. Hazel le dio una cuchillada en la pantorrilla con la espada. De la herida brotó petróleo negro.
Alcioneo se tambaleó.
—¡No podéis matarme, con Tánatos o sin él!
Hazel hizo un gesto como si agarrara algo. Una fuerza invisible tiró del cabello incrustado de joyas del gigante hacia atrás. Hazel se acercó corriendo, le dio una cuchillada en la otra pierna y se marchó a toda prisa antes de que el gigante recuperara el equilibrio.
—¡Basta! —gritó Alcioneo—. Esto es Alaska. ¡Soy inmortal en mi tierra natal!
—Lo cierto es que tengo malas noticias para ti —dijo Frank—. Verás, mi padre me dio más cosas que su fuerza.
El gigante gruñó.
—¿De qué estás hablando, mocoso guerrero?
—De tácticas —dijo Frank—. Es un don que he heredado de Marte. Eligiendo el terreno adecuado es posible vencer en una batalla antes incluso de librarla —señaló por encima del hombro—. Hemos cruzado la frontera varios cientos de metros más atrás. Ya no estás en Alaska. ¿No lo notas, Al? Si quieres ir a Alaska, tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
Poco a poco, ese descubrimiento se reflejó en los ojos del gigante. Se miró con incredulidad las piernas heridas. El petróleo seguía saliéndole de las pantorrillas y tiñendo el hielo de negro.
—¡Imposible! —rugió el gigante—. Yo… yo… ¡Grrr!
Embistió contra Frank, decidido a llegar a la frontera internacional. Por un instante, Frank dudó de su plan. Si no podía volver a usar su don, si se quedaba paralizado, estaba muerto. Entonces se acordó de las instrucciones de su abuela.
«Resulta de ayuda si conoces bien a la criatura.» Vale.
«También si estás en una situación de vida o muerte, como el combate.» Vale.
El gigante seguía avanzando. Veinte metros. Diez metros.
—¡Frank! —lo llamó Hazel con nerviosismo.
Frank se mantuvo firme.
—Lo tengo controlado.
Justo antes de que Alcioneo se estrellara contra él, Frank se transformó. Siempre se había sentido demasiado grande y torpe. En ese momento aprovechó esa sensación. Su cuerpo se hinchó hasta adquirir un tamaño enorme. Su piel se volvió más gruesa. Sus brazos se convirtieron en unas fuertes patas delanteras. De su boca asomaron unos colmillos, y su nariz se alargó. Se convirtió en el animal que mejor conocía: al que había cuidado, había alimentado, había bañado e incluso había provocado indigestión en el Campamento Júpiter.
Alcioneo se estrelló contra un elefante adulto de diez toneladas. El gigante se tambaleó de lado. Gritó de frustración y chocó de nuevo contra Frank, pero el animal le superaba ampliamente en peso. Frank le dio un cabezazo tan fuerte que Alcioneo salió volando hacia atrás y cayó despatarrado en el hielo.
—No… puedes… matarme —gruñó Alcioneo—. No puedes…
Frank recuperó su forma normal. Se acercó al gigante, cuyas heridas llenas de petróleo estaban echando humo. Las piedras preciosas se cayeron de su cabello y chisporrotearon en la nieve. Su piel dorada empezó a corroerse, haciéndose pedazos.
Hazel desmontó del caballo y se situó al lado de Frank empuñando la espada.
—¿Puedo?
Frank asintió con la cabeza. Miró a los furiosos ojos del gigante.
—Un consejo, Alcioneo. La próxima vez que elijas el estado más grande como hogar, no te establezcas en la parte que mide solo dieciséis kilómetros de ancho. Bienvenido a Canadá, idiota.
La espada de Hazel cayó sobre el cuello del gigante. Alcioneo se deshizo en un montón de piedras carísimas.
Hazel y Frank permanecieron el uno al lado del otro durante un rato, observando como los restos del gigante se derretían en el hielo. Frank recogió la cuerda.
—¿Un elefante? —preguntó Hazel.
Frank se rascó el cuello.
—Sí. Me pareció buena idea.
La expresión de ella era indescifrable. Frank tenía miedo de haber hecho algo tan raro que Hazel no quisiera volver a acercarse a él. Frank Zhang: patoso, hijo de Marte, paquidermo a tiempo parcial.
Entonces ella le dio un beso; un beso en los labios de verdad, mucho mejor que el que le había dado a Percy en el avión.
—Eres increíble —dijo—. Y un elefante muy guapo.
Frank se puso tan nervioso que creyó que las botas se le derretirían a través del hielo. Antes de que pudiera decir algo, una voz resonó a través del valle.
«No habéis vencido.»
Frank levantó la vista. Unas sombras se movían a través de la montaña más cercana, formando el rostro de una mujer dormida.
«No llegaréis a casa a tiempo —dijo la voz de Gaia en tono burlón—. Ahora mismo Tánatos está asistiendo a la muerte del Campamento Júpiter, la destrucción definitiva de vuestros amigos romanos.»
La montaña retumbó como si toda la tierra se estuviera riendo. Las sombras desaparecieron.
Hazel y Frank se miraron. Ninguno de los dos dijo una palabra. Montaron a Arión y regresaron a toda velocidad hacia la bahía del glaciar.