XLVI
Frank

Frank desenvolvió el palo y se arrodilló a los pies de Tánatos.

Era consciente de que Percy estaba de pie detrás de él, blandiendo su espada y chillando en actitud desafiante mientras los fantasmas se acercaban. Oyó que el gigante rugía y Arión relinchaba airadamente, pero no se atrevió a mirar.

Con las manos temblorosas, acercó el trozo de leña a las cadenas de la pierna derecha de la Muerte. Pensó en unas llamas, y la madera ardió en el acto.

Un calor terrible se extendió por el cuerpo de Frank. El metal helado empezó a fundirse; la llama era tan brillante que resultaba más deslumbrante que el hielo.

—Bien —dijo Tánatos—. Muy bien, Frank Zhang.

Frank había oído que a algunas personas les pasaba la vida ante los ojos, pero entonces lo experimentó en sentido literal. Vio a su madre el día que partió a Afganistán. Ella sonrió y lo abrazó. Él intentó aspirar su fragancia de jazmín para no olvidarla nunca.

«Siempre estaré orgullosa de ti, Frank —dijo su madre—. Algún día viajarás todavía más lejos que yo. Tú cerrarás el círculo de nuestra familia. Dentro de unos años, nuestros descendientes contarán historias sobre el héroe Frank Zhang, su tataratataratatara…»

Le hizo cosquillas en la barriga por los viejos tiempos. Fue la última vez que Frank sonrió durante meses.

Se vio a sí mismo en el banco de picnic de Moose Pass, contemplando las estrellas y la aurora boreal mientras Hazel roncaba suavemente a su lado, y a Percy diciendo: «Eres un líder, Frank. Te necesitamos».

Vio a Percy desaparecer en el terreno pantanoso y a Hazel lanzarse detrás de él. Frank recordó lo solo y lo impotente que se había sentido agarrando el arco. Había rogado a los dioses del Olimpo —incluso a Marte— que ayudaran a sus amigos, pero sabía que estaban fuera del alcance de los dioses.

La primera cadena se rompió produciendo un sonido metálico. Rápidamente, Frank acercó el palo a la cadena de la otra pierna de la Muerte.

Se arriesgó a lanzar una mirada por encima del hombro.

Percy estaba luchando como un torbellino. De hecho… era un torbellino. Un huracán de agua y vapor helado en miniatura se agitaba a su alrededor mientras se abría paso entre el enemigo, desviando flechas y lanzas. ¿Desde cuándo tenía ese poder?

Atravesó las líneas enemigas, y aunque parecía estar dejando a Frank indefenso, el enemigo estaba totalmente concentrado en Percy. Frank no sabía por qué; entonces vio el objetivo de Percy. Uno de los fantasmas negros llevaba la capa de piel de león de un portaestandarte y sujetaba un palo con un águila dorada, con carámbanos congelados en sus alas.

El estandarte de la legión.

Frank vio que Percy se abría camino con dificultad a través de una hilera de legionarios, desparramando sus escudos con su ciclón particular. Derribó al portaestandarte y cogió el águila.

—¡¿Queréis recuperarlo?! —gritó a los fantasmas—. ¡Venid a buscarlo!

Se los llevó aparte, y Frank no pudo por menos de quedar asombrado de su audaz estrategia. A pesar de lo mucho que esos fantasmas deseaban mantener encadenado a Tánatos, eran espíritus romanos. Sus mentes estaban confusas, en el mejor de los casos, como los fantasmas que Frank había visto en los Campos de Asfódelos, pero recordaban claramente una cosa: debían proteger su águila.

Sin embargo, Percy no podía repeler a tantos enemigos eternamente. Mantener una tormenta como esa debía de ser difícil. Pese al frío, tenía la cara salpicada de gotas de sudor.

Frank buscó a Hazel. No la vio, ni a ella ni al gigante.

—Cuidado con el fuego, muchacho —le advirtió la Muerte—. No puedes permitirte desperdiciarlo.

Frank soltó un juramento. Se había distraído tanto que no se había dado cuenta de que la segunda cadena se había fundido.

Acercó el fuego a los grilletes de la mano derecha del dios. Casi la mitad del trozo de leña se había consumido. Frank se echó a temblar. Más imágenes cruzaron su mente. Vio a Marte sentado a la cabecera de su abuela, mirando a Frank con aquellos ojos como explosiones nucleares: «Eres el arma secreta de Juno. ¿Has descubierto ya cuál es tu don?».

Oyó a su madre decir: «Puedes ser cualquier cosa».

Entonces vio el rostro severo de su abuela, con la piel fina como el papel de arroz y el cabello blanco esparcido sobre la almohada. «Sí, Fai Zhang. Tu madre no estaba estimulando tu autoestima. Te estaba diciendo la verdad en sentido literal.»

Pensó en el oso pardo que su madre había interceptado en el linde del bosque. Pensó en el gran pájaro negro que daba vueltas sobre las llamas de la mansión de su familia.

La tercera cadena se partió. Frank empujó el palo contra el último grillete. Su cuerpo se sacudió de dolor. Unas manchas amarillas empezaron a danzar en sus ojos.

Vio a Percy al final de la Via Principalis, rechazando al ejército de fantasmas. Volcó el carro y destruyó varios edificios, pero cada vez que se libraba de una oleada de agresores con su huracán, los fantasmas simplemente se levantaban y volvían a atacar. Cada vez que Percy abatía a cuchilladas a un fantasma con su espada, el espectro se recomponía enseguida. Percy había retrocedido prácticamente todo lo lejos que podía llegar. Detrás de él estaba la puerta lateral del campamento, y unos seis metros más allá, el borde mismo del glaciar.

Por lo que a Hazel respectaba, ella y Alcioneo habían conseguido destruir la mayoría de los barracones con su refriega. En ese momento estaban luchando entre los restos de la puerta principal. Arión estaba jugando a una peligrosa versión del corre que te pillo, embistiendo alrededor del gigante mientras Alcioneo blandía su bastón contra ellos, derribando muros y abriendo enormes simas en el hielo. Solo la velocidad de Arión los mantenía con vida.

Finalmente, la última cadena de la Muerte se partió. Lanzando un grito desesperado, Frank hundió el trozo de leña en un montón de nieve y apagó la llama. Su dolor desapareció. Seguía vivo. Pero cuando sacó el palo, no era más que un pedazo, más pequeño que una barrita de caramelo.

Tánatos levantó los brazos.

—Libre —dijo con satisfacción.

—Genial —Frank despejó las manchas de sus ojos parpadeando—. ¡Entonces haga algo!

Tánatos le dedicó una sonrisa serena.

—¿Que haga algo? Desde luego. Miraré. Los que mueran en esta batalla se quedarán muertos.

—Gracias —murmuró Frank, guardándose el palo en el abrigo—. Muy amable.

—De nada —dijo Tánatos en tono afable.

—¡Percy! —gritó Frank—. ¡Ya se pueden morir!

Percy asintió con la cabeza, pero parecía agotado. Su huracán estaba disminuyendo de velocidad. Sus golpes se estaban volviendo más lentos. El ejército espectral al completo lo había rodeado, empujándolo poco a poco hacia el borde del glaciar.

Frank sacó su arco para ayudarle. Entonces lo soltó. Las flechas normales de una tienda de caza de Seward no servirían de nada. Frank tendría que usar su don.

Pensó que por fin entendía sus poderes. Al ver arder el trozo de leña y oler el humo acre de su propia vida, algo le había hecho sentirse extrañamente seguro.

«¿Es justo que tu vida se consuma tan breve y llena de energía?», había preguntado la Muerte.

—No existe lo justo —se dijo Frank—. Si me voy a consumir, que sea con energía.

Dio un paso hacia Percy. Entonces, al otro lado del campamento, Hazel gritó de dolor. Arión chilló cuando el gigante dio un golpe a ciegas y les acertó. Su bastón lanzó al caballo y a la jinete rodando por el hielo, y chocaron con estrépito contra las murallas.

—¡Hazel!

Frank miró a Percy, deseando tener su lanza. Si pudiera invocar a Gris… pero no podía estar en dos sitios al mismo tiempo.

—¡Ve a ayudarla! —gritó Percy, sujetando el águila dorada en alto—. ¡Yo tengo a estos controlados!

Percy no los tenía controlados. Frank lo sabía. El hijo de Poseidón estaba a punto de ser vencido, pero Frank corrió a ayudar a Hazel.

Estaba medio enterrada entre un montón de ladrillos de nieve. Arión se alzaba por encima de ella, intentando protegerla, empinándose y golpeando al gigante con sus cascos delanteros.

El gigante se rió.

—Hola, pequeño poni. ¿Quieres jugar?

Alcioneo levantó su bastón helado.

Frank estaba demasiado lejos para ayudar… pero se imaginó avanzando a toda velocidad, los pies elevándose del suelo.

«Ser cualquier cosa.»

Se acordó de las águilas de cabeza blanca que había visto en el viaje en tren. Su cuerpo se volvió más pequeño y más ligero. Sus brazos se estiraron hasta convertirse en alas, y su vista se agudizó mil veces más. Alzó el vuelo y se lanzó sobre el gigante con las garras extendidas, y le arañó en los ojos con sus afiladas uñas.

Alcioneo rugió de dolor. Retrocedió tambaleándose mientras Frank se posaba delante de Hazel y recuperaba su forma normal.

—Frank… —Ella se lo quedó mirando asombrada, al tiempo que la nieve le goteaba de la cabeza—. ¿Qué ha sido… cómo lo…?

—¡Necio! —gritó Alcioneo. Tenía la cara cortada y le goteaba petróleo negro en los ojos en lugar de sangre, pero las heridas se estaban cerrando—. ¡Soy inmortal en mi tierra natal, Frank Zhang! Y gracias a tu amiga Hazel, mi nueva tierra natal es Alaska. ¡No podéis matarme aquí!

—Eso lo veremos —dijo Frank. El poder le recorría los brazos y las piernas—. Hazel, vuelve a subir al caballo.

El gigante embistió, y Frank embistió a su vez para enfrentarse a él. Se acordó del oso que había visto cara a cara de niño. A medida que corría, su cuerpo se volvió más pesado y más grueso, lleno de músculos. Chocó contra el gigante siendo un oso pardo adulto, quinientos kilos de pura fuerza. Aun así, era pequeño comparado con Alcioneo, pero golpeó al gigante con tal ímpetu, que este cayó contra una atalaya helada que se desplomó encima de él.

Frank se abalanzó sobre la cabeza del gigante. Un golpe de su garra era equivalente al ataque de un peso pesado con una sierra mecánica. Frank castigó la cabeza del gigante por un lado y por el otro, hasta que sus facciones metálicas empezaron a abollarse.

—Ugh —masculló el gigante con estupor.

Frank recuperó su forma normal. Su mochila seguía con él. Cogió la cuerda que había comprado en Seward, hizo rápidamente un nudo corredizo y lo cerró alrededor del escamoso pie del gigante.

—¡Toma, Hazel! —Le lanzó el otro extremo de la cuerda—. Se me ha ocurrido una idea, pero tendremos que…

—Te… ah… mataré… ah… —murmuró Alcioneo.

Frank corrió hacia la cabeza del gigante, cogió el objeto pesado más cercano que encontró —un escudo de la legión— y golpeó con él al gigante en la nariz.

—Ugh —dijo Alcioneo.

Frank miró atrás a Hazel.

—¿A qué distancia puede llevar Arión a este tío?

Hazel se limitó a mirarlo fijamente.

—Antes… antes eras un pájaro. Luego un oso. Y…

—Ya te lo explicaré luego —dijo Frank—. Tenemos que arrastrar a este tío hacia el interior lo más rápido y lo más lejos que podamos.

—¿Y Percy? —dijo Hazel.

Frank soltó una maldición. ¿Cómo podía haberse olvidado?

Entre las ruinas del campamento vio a Percy con la espalda vuelta hacia el borde del acantilado. Su huracán había desaparecido. Sostenía a Contracorriente en una mano y el águila dorada de la legión en la otra. El ejército de fantasmas al completo avanzaba poco a poco, con sus armas en ristre.

—¡Percy! —gritó Frank.

Percy miró. Vio al gigante abatido y pareció entender lo que estaba pasando. Gritó algo que se perdió en el viento, probablemente: «¡Marchaos!».

Entonces atizó el hielo a sus pies con Contracorriente. Todo el glaciar se estremeció. Los fantasmas cayeron de rodillas. Detrás de Percy, una ola se levantó de la bahía: un muro de agua gris más alto incluso que el glaciar. De las simas y las fisuras del hielo salió disparada agua. Cuando el agua cayó, la parte posterior del campamento se desmoronó. Todo el borde del glaciar se desprendió y cayó en cascada al vacío, arrastrando edificios, fantasmas y a Percy Jackson.