Montando a Arión Hazel se sentía poderosa, imparable, capaz de controlar totalmente la situación: una combinación perfecta de caballo y humano. Se preguntaba si ser centauro era así.
Los capitanes de barcos de Seward la habían advertido de que había trescientas millas náuticas hasta el glaciar de Hubbard, un viaje duro y peligroso, pero Arión no tuvo problemas. Corría sobre el agua a la velocidad del sonido, calentando tanto el aire a su alrededor que Hazel no notaba el frío. A pie, jamás se habría sentido tan valiente. A caballo, se moría de ganas de entrar en combate.
Frank y Percy no parecían tan contentos. Cuando Hazel miró atrás, estaban apretando los dientes, y los ojos les daban vueltas. Las mejillas de Frank se sacudían debido a la fuerza de la gravedad. Percy estaba sentado detrás del todo, agarrándose fuerte, intentando desesperadamente no resbalar de la grupa del caballo. Hazel esperaba que eso no ocurriera. Teniendo en cuenta la forma en que se movía Arión, puede que ella no se diera cuenta de que lo habían perdido hasta que hubieran recorrido cien kilómetros.
Atravesaron corriendo estrechos y dejaron atrás fiordos azules y acantilados con cascadas que se derramaban en el mar. Arión saltó por encima de un rorcual que había salido a la superficie y siguió galopando, y espantó a una manada de focas de un iceberg.
Parecía que solo hubieran pasado unos minutos cuando entraron zumbando en una estrecha bahía. El agua adquirió la consistencia del hielo picado con pegajoso sirope azul. Arión se detuvo sobre una losa de turquesa congelada.
A unos ochocientos metros de distancia estaba el glaciar de Hubbard. Ni siquiera Hazel, que había visto glaciares antes, pudo asimilar del todo lo que estaba viendo. Montañas moradas cubiertas de nieve se extendían en ambas direcciones, con nubes flotando alrededor de su parte central como cinturones mullidos. En un enorme valle entre dos de los picos más grandes, un muro de hielo irregular salía del agua y ocupaba todo el cañón. El glaciar era azul y blanco con vetas negras, como el cerco de nieve sucia que queda en una acera después de que ha pasado una máquina quitanieves, solo que cuatro millones de veces más grande.
En cuanto Arión se detuvo, Hazel notó que la temperatura bajaba. Todo aquel hielo desprendía ondas de frío que convertían la bahía en el frigorífico más grande del mundo. Lo más inquietante era el ruido de trueno que resonaba a través del agua.
—¿Qué es eso? —Frank comtempló las nubes que había sobre el glaciar—. ¿Una tormenta?
—No —respondió Hazel—. Es el hielo cuando se resquebraja y se mueve. Millones de toneladas de hielo.
—¿Quieres decir que esa cosa se está deshaciendo?
Justo entonces, una capa de hielo se desprendió silenciosamente del lado del glaciar y chocó contra el mar, salpicando agua y esquirlas congeladas a varios pisos de altura. Un milisegundo más tarde, oyeron el sonido: un BUM casi tan estruendoso como el de Arión al superar la barrera del sonido.
—¡No podemos acercarnos a esa cosa! —dijo Frank.
—No nos queda más remedio —contradijo Percy—. El gigante está en la cumbre.
Arión se rió socarronamente.
—Jo, Hazel, dile a tu caballo que tenga cuidado con su lenguaje —dijo Percy.
Hazel procuró no reírse.
—¿Qué ha dicho?
—¿Sin las palabrotas? Ha dicho que puede llevarnos a la cumbre.
Frank puso cara de incredulidad.
—¡Creía que el caballo no podía volar!
Esta vez Arión relinchó tan furiosamente que hasta Hazel se figuró que estaba soltando un juramento.
—Tío, me han expulsado del colegio por decir cosas más suaves —dijo Percy—. Hazel, tu caballo promete que verás de lo que es capaz en cuanto le des la orden.
—Agarraos, entonces, chicos —dijo Hazel con nerviosismo—. ¡Arre, Arión!
Arión salió disparado hacia el glaciar como un cohete fuera de control y atravesó a toda velocidad la nieve medio derretida, como si quisiera retar a la montaña de hielo para ver quién era más valiente de los dos.
El aire se volvió más frío. El hielo empezó a resquebrajarse más fuerte. A medida que Arión recortaba la distancia, el glaciar se cernió sobre ellos de forma tan amenazante que a Hazel le entró vértigo solo con intentar abarcarlo todo. El lateral estaba lleno de hendiduras y cuevas, atravesado por crestas dentadas como hojas de hacha. Continuamente se desmoronaban trozos; algunos no eran más grandes que bolas de nieve y otros eran del tamaño de casas.
Cuando estaban a cincuenta metros del pie del glaciar, un trueno sacudió los huesos de Hazel, y una cortina de hielo que habría cubierto el Campamento Júpiter se desprendió y cayó hacia ellos.
—¡Cuidado! —gritó Frank, una advertencia que Hazel consideró ligeramente innecesaria.
Arión se le había adelantado. Aceleró bruscamente y zigzagueó entre los desechos, saltando por encima de pedazos de hielo y trepando por la cara del glaciar.
Percy y Frank maldijeron como caballos y se agarraron desesperadamente mientras Hazel rodeaba el pescuezo de Arión con los brazos. De algún modo, lograron no caerse al tiempo que Arión escalaba los acantilados, saltando de asidero en asidero con una velocidad y una agilidad imposibles. Era como caer de una montaña al revés.
Y de repente todo acabó. Arión se detuvo orgullosamente en lo alto de una cima de hielo que se elevaba sobre el vacío. El mar estaba a unos cien metros por debajo de ellos.
Arión lanzó un desafiante relincho que resonó en las montañas. Percy no lo tradujo, pero Hazel estaba segura de que Arión estaba gritando a los caballos que pudiera haber en la bahía: «¡Chupaos esa, primos!».
Entonces se giró y echó a correr hacia el interior a través de la cumbre del glaciar, saltando una sima de quince metros de anchura.
—¡Allí! —señaló Percy.
El caballo se detuvo. Delante de ellos había un campamento romano congelado que parecía una espantosa réplica de tamaño gigantesco del Campamento Júpiter. Las trincheras estaban llenas de pinchos de hielo. Las murallas de ladrillos de hielo emitían un deslumbrante resplandor blanco. De las torres de los vigías pendían estandartes de tela azul congelada que relucían al sol ártico.
No había señales de vida. Las puertas estaban abiertas de par en par. Ningún centinela recorría los muros. Aun así, Hazel notaba una sensación de inquietud en las entrañas. Se acordó de la cueva de Resurrection Bay en la que había ayudado a despertar a Alcioneo: la opresiva sensación de maldad y el constante «bum, bum, bum», como los latidos del corazón de Gaia. Aquel lugar era parecido, como si la tierra estuviera intentando despertar y consumirlo todo; como si las montañas de ambos lados quisieran aplastarlos a ellos y al glaciar, y hacerlos pedazos.
Arión trotaba nerviosamente.
—Frank, ¿qué te parece si a partir de aquí vamos a pie?
Frank suspiró aliviado.
—Creía que no me lo preguntarías nunca.
Desmontaron y dieron unos pasos vacilantes. El hielo parecía estable, cubierto de un fino manto de nieve que no lo hacía demasiado resbaladizo.
Hazel espoleó a Arión para que avanzara. Percy y Frank caminaban a cada lado del animal, empuñando la espada y el arco. Se acercaron a las puertas sin que nadie les diera el alto. Hazel estaba adiestrada para localizar fosos, redes, cuerdas y todas las trampas antiguas a las que las legiones romanas se habían enfrentado durante una eternidad en territorio enemigo, pero no vio nada: solo las puertas heladas abiertas y los estandartes congelados que crujían al viento.
Podía ver toda la Via Praetoria. En el cruce de calles, delante del principia de ladrillos de nieve, había una figura alta vestida con una capa oscura, atada con cadenas heladas.
—Tánatos —murmuró Hazel.
Se sintió como si tiraran de su alma, atraída hacia la Muerte como el polvo hacia un aspirador. Se le nubló la vista. Estuvo a punto de caerse de Arión, pero Frank la atrapó y la enderezó.
—Te tenemos bien cogida —prometió—. Nadie te va a llevar.
Hazel le agarró la mano. No quería soltarla. Él era muy robusto, muy reconfortante, pero Frank no podía protegerla de la Muerte. Su vida era frágil como un trozo de madera medio quemado.
—Estoy bien —mintió.
Percy miró a su alrededor con inquietud.
—¿No hay defensores? ¿No hay ningún gigante? Tiene que ser una trampa.
—Está claro —dijo Frank—. Pero no creo que tengamos alternativa.
Antes de que Hazel pudiera cambiar de opinión, espoleó a Arión para que cruzara las puertas. La distribución le resultaba muy familiar: los barracones de la cohorte, los baños, el arsenal. Era una réplica exacta del Campamento Júpiter, solo que tres veces más grande. Incluso a caballo, Hazel se sentía diminuta e insignificante, como si estuvieran atravesando una ciudad modelo construida por los dioses.
Se detuvieron a tres metros de la figura de la capa.
Una vez allí, Hazel sintió el imprudente deseo de poner fin a la misión. Sabía que corría más peligro que cuando había luchado contra las amazonas, o cuando había repelido a los grifos, o cuando había escalado el glaciar a lomos de Arión. Sabía instintivamente que Tánatos podría tocarla y que se moriría.
Sin embargo, también tenía la sensación de que si no llevaba a cabo la misión, si no se enfrentaba a su destino con valentía, moriría de todas formas, esta vez de cobardía y de fracaso. Los jueces de los muertos no serían indulgentes con ella por segunda vez.
Arión iba a medio galope de acá para allá, percibiendo su intranquilidad.
—¿Hola? —Hazel pronunció la palabra haciendo un esfuerzo enorme—. ¿Señor Muerte?
La figura encapuchada levantó la cabeza.
En un abrir y cerrar de ojos, todo el campo cobró vida. Figuras con armaduras romanas salieron de los barracones, del principia, del arsenal y del comedor, pero no eran humanas. Eran espectros: los fantasmas parlanchines con los que Hazel había vivido durante décadas en los Campos de Asfódelos. Sus cuerpos no eran más que volutas de vapor negro, pero conseguían sostener armaduras de escamas, grebas y cascos. Llevaban unas espadas cubiertas de escarcha sujetas a la cintura. Pila y cascos dentados flotaban en sus manos humeantes. Los penachos de sus cascos de centurión estaban congelados y andrajosos. La mayoría de los fantasmas iban a pie, pero dos soldados salieron de las cuadras en un carro dorado tirado por unos espectrales corceles negros.
Cuando Arión vio a los caballos, piafó ultrajado.
Frank cogió su arco.
—Sí, ahí está la trampa.