Anduvieron por tierra durante aproximadamente una hora, sin perder de vista la vía del tren pero manteniéndose al abrigo de los árboles lo máximo posible. Oyeron un helicóptero que volaba en dirección al tren descarrilado. En dos ocasiones oyeron chillidos de grifo, pero sonaban muy lejos.
Por lo que Percy pudo deducir, era más o menos medianoche cuando el sol se puso por fin. Empezó a hacer frío en el bosque. Había tantas estrellas en el cielo que Percy sintió la tentación de detenerse a contemplarlas. Entonces apareció la aurora boreal. A Percy le recordó la estufa de gas que su madre tenía en casa, cuando la llama estaba al mínimo: ondas de llamas azules fantasmales moviéndose de un lado al otro.
—Es increíble —dijo Frank.
—Osos —señaló Hazel.
Efectivamente, un par de osos pardos avanzaban pesadamente por el pantano a varios cientos de metros de distancia, con el pelaje reluciente a la luz de las estrellas.
—No nos molestarán —prometió Hazel—. Evitad acercaros.
Percy y Frank no le llevaron la contraria.
Mientras avanzaban penosamente, Percy pensó en todos los extraños lugares que había visto. Ninguno le había dejado sin habla como Alaska. Entendía por qué era una tierra situada más allá del alcance de los dioses. Allí todo era agreste e indomable. No había normas ni profecías ni destinos; solo el riguroso bosque y un montón de animales y monstruos. Los mortales y los semidioses iban allí por su cuenta y riesgo.
Percy se preguntaba si eso era lo que Gaia deseaba, que el mundo entero fuera así. Se preguntaba si sería algo malo.
Entonces descartó la idea. Gaia no era una diosa amable. Percy había oído lo que tenía pensado hacer. No era la Madre Tierra sobre la que uno leía en un cuento de hadas infantil. Era vengativa y violenta. Si llegaba a despertar del todo, destruiría la civilización humana.
Un par de horas más tarde, tropezaron con un pequeño pueblo entre la vía del tren y una carretera de dos carriles. El letrero del perímetro urbano rezaba: MOOSE PASS. Al lado del letrero había un alce. Por un segundo, Percy pensó que sería una especie de estatua publicitaria, pero entonces el animal se internó en el bosque.
Pasaron por delante de un par de casas, una oficina de correos y varias caravanas. Todo estaba a oscuras y cerrado. En el otro extremo del pueblo había una tienda con una mesa de picnic y un viejo surtidor de gasolina oxidado en la parte delantera.
La tienda tenía un letrero pintado a mano en el que ponía: GASOLINERA DE MOOSE PASS.
—Algo no va bien —dijo Frank.
Por acuerdo silencioso, se dejaron caer alrededor de la mesa. Percy notaba los pies como bloques de hielo; unos bloques de hielo muy doloridos. Hazel apoyó la cabeza entre la manos, se durmió y empezó a roncar. Frank sacó el último refresco que le quedaba y unas barritas de cereales del viaje en tren y las compartió con Percy.
Comieron en silencio observando las estrellas hasta que Frank dijo:
—¿Lo que dijiste antes iba en serio?
Percy miró desde el otro lado de la mesa.
—¿El qué?
A la luz de las estrellas, la cara de Frank podría haber sido de alabastro, como la de una antigua estatua romana.
—Que… estabas orgulloso de que fuéramos parientes.
Percy dio unos golpecitos en la mesa con su barrita de cereales.
—A ver. Te cargaste tú solo a tres basiliscos mientras yo estaba bebiendo té verde con germen de trigo. Rechazaste a un ejército de lestrigones para que nuestro avión pudiera despegar en Vancouver. Me has salvado la vida disparando al grifo. Y has renunciado al último uso de tu lanza mágica para ayudar a unos mortales indefensos. Eres, sin duda alguna, el mejor hijo de la guerra que he conocido en mi vida… tal vez el único bueno. ¿Tú qué opinas?
Frank se quedó mirando la aurora boreal, que seguía cocinando las estrellas a fuego lento.
—Es solo que… se suponía que estaba al mando de esta misión, era el centurión y todo eso. Pero me siento como si vosotros tuvierais que cargar conmigo.
—Eso no es cierto —dijo Percy.
—Se supone que tengo unos poderes que no he descubierto cómo usar —dijo Frank con amargura—. Ahora no tengo lanza y me he quedado casi sin flechas. Y… tengo miedo.
—Me preocuparía si no tuvieras miedo —dijo Percy—. Todos tenemos miedo.
—Pero la fiesta de Fortuna es… —Frank pensó en ello—. Es medianoche pasada, ¿no? Eso significa que estamos a veinticuatro de junio. La fiesta empieza hoy al anochecer. Tenemos que arreglárnoslas para llegar al glaciar de Hubbard, vencer a un gigante que es invencible en su propio territorio y volver al Campamento Júpiter antes de que lo invadan… todo en menos de dieciocho horas.
—Y cuando liberemos a la Muerte, podría cobrarse tu vida —dijo Percy—. Y la de Hazel. Créeme, he estado pensándolo.
Frank miró fjiamente a Hazel, que seguía roncando suavemente. Tenía la cara cubierta por una mata de cabello castaño rizado.
—Es mi mejor amiga —dijo Frank—. He perdido a mi madre, a mi abuela… No puedo perderla a ella también.
Percy pensó en su antigua vida: su madre en Nueva York, el Campamento Mestizo, Annabeth. Lo había perdido todo durante ocho meses. Incluso entonces, que estaba recuperando la memoria… nunca había estado tan lejos de su hogar. Había ido al inframundo y había vuelto. Se había enfrentado a la muerte en docenas de ocasiones. Pero sentado a esa mesa de picnic, a miles de kilómetros de distancia, más allá del poder del Olimpo, nunca había estado tan solo… exceptuando a Hazel y Frank.
—No pienso perderos a ninguno de los dos —prometió—. No voy a permitir que eso ocurra. Eres un líder, Frank. Hazel diría lo mismo. Te necesitamos.
Frank agachó la cabeza. Parecía absorto en sus pensamientos. Finalmente se inclinó hacia delante hasta que su cabeza chocó contra la mesa. Empezó a roncar en armonía con Hazel.
Percy suspiró.
—Otro edificante discurso de Jackson —dijo para sí—. Descansa, Frank. Nos espera un día importante.
Al amanecer la tienda abrió. Al dueño le sorprendió un poco encontrar a tres adolescentes dormidos sobre su mesa de picnic, pero cuando Percy le explicó que habían escapado del accidente ferroviario que se había producido la noche anterior, el hombre se compadeció de ellos y los invitó a desayunar. Llamó a un amigo suyo, un nativo inuit que tenía una cabaña cerca de Seward. Pronto avanzaban con estruendo por la carretera en una camioneta Ford destartalada de la época en que Hazel había nacido.
Hazel y Frank estaban sentados en la parte de atrás. Percy iba delante con el curtido anciano, que olía a salmón ahumado. El hombre le contó historias sobre Oso y Cuervo, los dioses esquimales, y Percy confió en no llegar a conocerlos. Ya tenía suficientes enemigos.
La camioneta se averió a pocos kilómetros a las afueras de Seward. Al conductor no pareció sorprenderle, como si le pasara varias veces al día. Dijo que podían esperar a que reparara el motor, pero como Seward estaba a pocos kilómetros de distancia, decidieron ir andando.
A media mañana, subieron una cuesta de la carretera y vieron una pequeña bahía rodeada de montañas. La ciudad era una estrecha medialuna situada en la orilla derecha, con muelles que se extendían en el agua y un crucero en el puerto.
Percy se estremeció. Había tenido malas experiencias con los cruceros.
—Seward —dijo Hazel.
No parecía alegrarse de ver su antiguo hogar.
Habían perdido mucho tiempo, y a Percy no le gustaba lo rápido que estaba ascendiendo el sol. La carretera torcía alrededor de la ladera, pero parecía que pudieran llegar a la ciudad más rápido yendo recto a través de los pantanos.
Percy salió de la carretera.
—Vamos.
El terreno era fangoso, pero no le dio importancia hasta que Hazel gritó:
—¡No, Percy!
El siguiente paso que dio atravesó directamente el suelo. Se hundió como una piedra hasta que la tierra se cerró sobre su cabeza y lo engulló.