XXXIX
Percy

Percy se sintió ingrávido.

Se le nubló la vista. Unas garras le cogieron los brazos y lo levantaron en el aire. Debajo, las ruedas del tren chirriaron y el metal hizo un ruido estruendoso. El cristal se hizo añicos. Los pasajeros gritaron.

Cuando se le aclaró la vista, vio a la bestia que lo estaba llevando hacia arriba. Tenía el cuerpo de una pantera —lustroso, negro y felino—, con las alas y la cabeza de un águila. Sus ojos emitían un brillo rojo sangre.

Percy se retorció. Las garras delanteras del monstruo le rodeaban los brazos como unos brazaletes de acero. No podía liberarse ni alcanzar su espada. Se elevaba más y más en el frío viento. No tenía ni idea de adónde lo llevaba el monstruo, pero estaba seguro de que el lugar no le gustaría cuando llegara.

Gritó, sobre todo de frustración. Entonces algo le pasó silbando cerca del oído. Una flecha atravesó el pescuezo del monstruo. La criatura chilló y lo soltó.

Percy se cayó y chocó con estrépito contra unas ramas de árbol hasta que se estrelló contra un ventisquero. Lanzó un gemido, contemplando el enorme pino que acababa de hacer trizas.

Consiguió ponerse en pie. No parecía que tuviera nada roto. Frank estaba a su izquierda, disparando a las criaturas lo más rápido que podía. Hazel estaba a su espalda, blandiendo su espada contra cualquier monstruo que se acercara, pero había demasiados arremolinándose alrededor de ellos, al menos una docena.

Percy sacó a Contracorriente. Cortó el ala de un monstruo y lo mandó girando en espiral contra un árbol, y a continuación partió a otro que se deshizo en polvo. Pero los vencidos se recomponían enseguida.

—¡¿Qué son esas cosas?! —gritó.

—¡Grifos! —dijo Hazel—. ¡Tenemos que impedir que se acerquen al tren!

Percy vio a lo que se refería. Los vagones del tren se habían volcado, y sus techos se habían hecho añicos. Los turistas iban dando traspiés de acá para allá, conmocionados. Percy no vio a nadie que hubiera resultado gravemente herido, pero los grifos se lanzaban en picado hacia cualquier cosa que se moviera. Lo único que los mantenía alejados de los mortales era un reluciente guerrero gris vestido de camuflaje: el spartus de Frank.

Percy echó un vistazo y se fijó en que la lanza de Frank había desaparecido.

—¿Has usado el último ataque?

—Sí —Frank abatió de un disparo a otro grifo—. Tenía que ayudar a los mortales. La lanza se ha deshecho.

Percy asintió. Una parte de él se sentía aliviada. No le gustaba el guerrero esquelético. Otra parte se sentía decepcionada, ya que eso suponía que tenían a su disposición un arma menos. Pero no se lo reprochaba a Frank. Había hecho lo correcto.

—¡Cambiemos la pelea de sitio! —dijo Percy—. ¡Lejos de la vía!

Atravesaron la nieve dando traspiés, golpeando y rebanando grifos que volvían a formarse a partir del polvo cada vez que los mataban.

Percy no tenía experiencia con los grifos. Siempre se los había imaginado como enormes animales nobles, como leones con alas, pero aquellas cosas le recordaban más a unos depredadores: unas hienas voladoras.

A unos cincuenta metros de la vía de tren, los árboles daban paso a un pantano descubierto. El terreno estaba tan esponjoso y cubierto de hielo que Percy se sentía como si estuviera corriendo a través de plástico de burbujas. Frank se estaba quedando sin flechas. Hazel respiraba con dificultad. Los movimientos de espada de Percy se estaban volviendo más lentos. Se dio cuenta de que si seguían vivos era porque los grifos no intentaban matarlos. Los grifos querían cogerlos y llevárselos a alguna parte.

Tal vez a sus nidos, pensó Percy.

Entonces tropezó con algo en la alta hierba: un círculo de chatarra del tamaño aproximado de un neumático de tractor. Era un enorme nido de ave —un nido de grifo—, cuyo fondo estaba lleno de viejas joyas, una daga de oro imperial, una insignia de centurión dentada y dos huevos del tamaño de calabazas que parecían de oro auténtico.

Percy saltó al nido. Presionó uno de los huevos con la punta de su espada.

—¡Atrás o lo rompo!

Los grifos graznaron airadamente. Empezaron a zumbar alrededor del nido y a chasquear sus picos, pero no atacaron. Hazel y Frank permanecieron espalda contra espalda con Percy, con las armas en ristre.

—Los grifos coleccionan oro —dijo Hazel—. Les pirra. Mirad, allí hay más nidos.

Frank colocó su última flecha en el arco.

—Entonces, si esos son sus nidos, ¿adónde intentaban llevar a Percy? Esa cosa se iba volando con él.

Percy todavía notaba punzadas en los brazos en la zona por donde lo había agarrado el grifo.

—Alcioneo —supuso—. Quizá trabajen para él. ¿Son esas cosas lo bastante listas para recibir órdenes?

—No lo sé —dijo Hazel—. Nunca luché contra ellas cuando vivía aquí. Simplemente leí acerca de ellas en el campamento.

—¿Puntos débiles? —preguntó Frank—. Por favor, dime que tienen puntos débiles.

Hazel frunció el ceño.

—Los caballos. Odian a los caballos: son enemigos naturales o algo así. ¡Ojalá Arión estuviera aquí!

Los grifos chillaron. Daban vueltas alrededor del nido con sus ojos rojos brillando.

—Chicos, veo reliquias de la legión en ese nido —dijo Frank nerviosamente.

—Lo sé —asintió Percy.

—Eso significa que otros semidioses murieron aquí o…

—Todo irá bien, Frank —le prometió Percy.

Un grifo se lanzó en picado. Percy levantó la espada, listo para apuñalar el huevo. El monstruo cambió de rumbo, pero los otros grifos estaban perdiendo la paciencia. Percy no podía alargar aquella situación mucho más.

—Tengo una idea —dijo—. Hazel, ¿podrías usar todo el oro de los nidos para crear una distracción?

—Supongo… supongo que sí.

—Danos algo de ventaja. Cuando diga «Ya», corremos a por ese gigante.

Frank lo miró boquiabierto.

—¿Quieres que corramos hacia un gigante?

—Confía en mí —dijo Percy—. ¿Listo? ¡Ya!

Hazel alzó la mano. Objetos dorados de una docena de nidos repartidos a través del pantano salieron disparados por los aires: joyas, armas, monedas, pepitas de oro y, lo más importante, huevos de grifo. Los monstruos chillaron y se fueron volando detrás de sus huevos, desesperados por salvarlos.

Percy y sus amigos echaron a correr. Sus pies chapoteaban y crujían a través del pantano helado. Percy aumentó la velocidad, pero oía que los grifos se acercaban por detrás, y en ese instante los monstruos estaban muy enfadados.

El gigante todavía no se había percatado del alboroto. Estaba inspeccionándose los dedos de los pies en busca de barro, con expresión soñolienta y pacífica; le brillaban los bigotes blancos de los cristales de hielo. Alrededor del cuello tenía un collar con objetos encontrados: cubos de basura, puertas de coche, cornamentas de alce, material de acampada, incluso un lavabo. Al parecer había estado limpiando el monte.

A Percy no le hacía gracia molestarlo, sobre todo cuando eso implicaba refugiarse bajo los muslos del gigante, pero no tenían muchas alternativas.

—¡Debajo! —les dijo a sus amigos—. ¡Arrastraos por debajo!

Avanzaron con dificultad entre las enormes piernas azules y se tumbaron en el barro, arrastrándose lo más cerca posible de su entrepierna. Percy intentaba respirar por la boca, pero no era el escondite más agradable del mundo.

—¿Cuál es el plan? —susurró Frank—. ¿Ser aplastados por un trasero azul?

—Mantenernos quietos —dijo Percy—. No te muevas a menos que no tengas más remedio.

Los grifos llegaron en una oleada de picos, garras y alas furiosas, se arremolinaron alrededor del gigante e intentaron meterse debajo de sus piernas.

El gigante tronó sorprendido. Se movió. Percy tuvo que rodar por el barro para evitar que su gran trasero peludo lo aplastara. El hiperbóreo gruñó, un poco más irritado. El gigante trató de aplastar a los grifos, pero estos chillaron indignados y empezaron a picotearle las piernas y las manos.

—¿Grrr? —rugió el gigante—. ¡Grrr!

Respiró hondo y expulsó una oleada de aire frío. Incluso protegido por las piernas del gigante, Percy notó que la temperatura disminuía. Los gritos de los grifos cesaron bruscamente, sustituidos por el ruido sordo de unos objetos pesados al caer al barro.

—Vamos —dijo Percy a sus amigos—. Con cuidado.

Salieron retorciéndose de debajo del gigante. Alrededor del pantano, los árboles estaban cubiertos de escarcha. Una enorme franja de la ciénaga lucía una capa de nieve fresca. Los grifos congelados sobresalían del suelo como palos de helado con plumas, con las alas todavía desplegadas, los picos abiertos y los ojos desorbitados de la sorpresa.

Percy y sus amigos se alejaron gateando, tratando de permanecer fuera del campo de visión del gigante, pero el grandullón estaba demasiado ocupado para reparar en ellos. Estaba intentando averiguar cómo ensartar un grifo congelado en su collar.

—Percy… —Hazel se quitó el hielo y el barro de la cara—. ¿Cómo sabías que el gigante podía hacer eso?

—Una vez un hiperbóreo estuvo a punto de alcanzarme con el aliento —dijo—. Será mejor que nos movamos. Los grifos no seguirán congelados mucho tiempo.