XXXVIII
Percy

El piloto dijo que el avión no podía quedarse a esperarlos, pero a Percy le pareció bien. Si sobrevivían hasta el día siguiente, esperaba que pudieran encontrar otra forma de volver… cualquiera menos en avión.

Debería haber estado deprimido. Estaba atrapado en Alaska, el territorio del gigante, sin poder comunicarse con sus viejos amigos a medida que recuperaba la memoria. Había visto una imagen del ejército de Polibotes a punto de invadir el Campamento Júpiter. Se había enterado de que los gigantes tenían pensado utilizarlo como una especie de sacrificio para despertar a Gaia. Además, a la noche siguiente se celebraba la fiesta de Fortuna. A él, Frank y Hazel les esperaba una tarea imposible de completar. En el mejor de los casos liberarían a la Muerte, y esta se llevaría a los dos amigos de Percy al inframundo. No era una perspectiva muy halagüeña.

Aun así, Percy se sentía extrañamente lleno de energía. El sueño de Tyson le había levantado el ánimo. Se acordaba de Tyson, su hermano. Habían luchado juntos, habían celebrado victorias y habían compartido buenos momentos en el Campamento Mestizo. Se acordaba de su hogar, y eso le daba una nueva determinación para triunfar. En ese momento estaba luchando por dos campamentos, por dos familias.

Juno le había robado la memoria y lo había mandado al Campamento Júpiter por un motivo. Entonces lo comprendía. Aun así, tenía ganas de darle un puñetazo en su divina cara, pero por lo menos entendía su forma de razonar. Si los dos campamentos trabajaban juntos, tenían una oportunidad de detener a sus enemigos mutuos. Por separado, los dos campamentos estaban perdidos.

Había otros motivos por los que Percy quería salvar el Campamento Júpiter. Motivos que no se atrevía a expresar; al menos, todavía. De repente veía un futuro para él y para Annabeth que antes no había imaginado.

Mientras tomaban un taxi al centro de Anchorage, Percy les explicó sus sueños a Frank y a Hazel. Ellos se mostraron inquietos pero no se sorprendieron cuando les dijo que el ejército del gigante estaba rodeando el campamento.

Frank se atragantó cuando le oyó hablar de Tyson.

—¿Tienes un medio hermano cíclope?

—Claro —dijo Percy—. Eso le convierte en tu tataratatara…

—Por favor —Frank se tapó los oídos—. Basta.

—Mientras él pueda llevar a Ella al campamento… —dijo Hazel—. Estoy preocupada por ella.

Percy asintió con la cabeza. Todavía estaba pensando en los versos de la profecía que la arpía había recitado: los que hablaban del ahogamiento del hijo de Neptuno y de la marca de Atenea que ardía a través de Roma. No estaba seguro de lo que significaba la primera parte, pero estaba empezando a hacerse una idea de lo que decía la segunda. Trató de dejar de lado la cuestión. Primero tenía que sobrevivir a la misión.

El taxi giró en la autopista Uno, que a Percy le pareció más una callejuela, y los llevó hacia el norte en dirección al centro. Era media tarde, pero el sol todavía estaba alto en el cielo.

—No puedo creer cómo ha crecido este sitio… —murmuró Hazel.

El taxista sonrió por el espejo retrovisor.

—¿Ha pasado mucho tiempo desde su última visita, señorita?

—Unos setenta años —contestó Hazel.

El taxista cerró el tabique corredero de cristal y siguió conduciendo en silencio.

Según Hazel, casi todos los edificios habían cambiado, pero señaló los elementos del paisaje: los inmensos bosques que rodeaban la ciudad, las aguas frías y grises de la ensenada de Cook que recorrían el margen norte de la ciudad, y las montañas Chugach que se alzaban a lo lejos con un color azul grisáceo, cubiertas de nieve incluso en junio.

Percy nunca había olido un aire tan puro. La ciudad parecía castigada por el clima, con tiendas cerradas, coches oxidados y complejos de pisos a los lados de la carretera, pero aun así era bonita. Lagos y enormes extensiones de bosque atravesaban el centro. El cielo ártico era una asombrosa combinación de turquesa y dorado.

Y por otra parte estaban los gigantes. Docenas de hombres de vivo color azul, con unos diez metros de estatura y desaliñado pelo gris, caminaban por los bosques, pescaban en la bahía y paseaban a través de las montañas. Los mortales no parecían reparar en ellos. El taxi pasó a escasos metros de uno que estaba sentado en la orilla de un lago lavándose los pies, pero el taxista no se inmutó.

—Esto…

Frank señaló al monstruo azul.

—Hiperbóreos —dijo Percy. Le sorprendió recordar el nombre—. Gigantes del norte. Cuando Cronos invadió Manhattan luché contra varios.

—Espera —dijo Frank—. ¿Cuando quién hizo qué?

—Es una larga historia. Pero estos parecen… no sé, pacíficos.

—Normalmente lo son —convino Hazel—. Me acuerdo de ellos. En Alaska están en todas partes, como los osos.

—¿Osos? —dijo Frank con nerviosismo.

—Los gigantes son invisibles para los mortales —explicó Hazel—. A mí nunca me molestaron, aunque una vez uno estuvo a punto de pisarme sin querer.

Eso sonaba bastante incómodo, pero el taxi siguió avanzando. Ninguno de los gigantes les prestaba atención. Uno se hallaba de pie en medio de la intersección de Northern Lights Road, formando un puente sobre la autopista, y pasaron entre sus piernas. El hiperbóreo estaba abrazando un tótem nativo americano envuelto en pieles, tarareándole como si fuera un bebé. Si no hubiera sido del tamaño de un edificio, casi habría resultado adorable.

El taxi atravesó el centro y pasó por delante de un grupo de tiendas para turistas que anunciaban pieles, arte nativo americano y oro. Percy esperaba que Hazel no se pusiera nerviosa e hiciera explotar las joyerías.

Cuando el taxista giró y se dirigió a la playa, Hazel dio unos golpecitos en la mampara de cristal.

—Aquí está bien. ¿Nos deja salir?

Pagaron al taxista y salieron a Fourth Street. Comparado con Vancouver, el centro de Anchorage era diminuto: parecía más un campus universitario que una ciudad, pero Hazel se quedó asombrada.

—Es enorme —dijo—. Ahí… ahí estaba el hotel Gitchell. Mi madre y yo nos alojamos allí la primera semana que estuvimos en Alaska. Y han trasladado el Ayuntamiento. Antes estaba allí.

Los llevó aturdida a lo largo de varias manzanas. Lo cierto era que no tenían ningún plan salvo encontrar el camino más rápido al glaciar de Hubbard, pero Percy olió algo que se estaba cocinando cerca: ¿salchichas, quizá? Se dio cuenta de que no habían comido desde la mañana en casa de la abuela Zhang.

—Comida —dijo—. Vamos.

Encontraron un café junto a la playa. Estaba lleno de gente, pero consiguieron una mesa al lado de la ventana y leyeron detenidamente los menús.

Frank gritó de alegría.

—¡Desayuno las veinticuatro horas del día!

—Debe de ser la hora de la cena —dijo Percy, aunque no podía saberlo mirando por la ventana.

El sol estaba tan alto que podría haber sido mediodía.

—Me encanta el desayuno —dijo Frank—. Desayunaría, desayunaría y volvería a desayunar si pudiera. Aunque seguro que la comida de aquí no es tan buena como la de Hazel.

Hazel le dio un codazo, pero tenía una sonrisa pícara.

A Percy le alegraba verlos así. Estaba claro que aquellos dos tenían que estar juntos. Pero también le entristecía. Pensó en Annabeth y se preguntó si viviría para volver a verla.

«Sé positivo», se dijo.

—Un desayuno me parece genial —dijo.

Todos pidieron unos platos enormes de huevos, tortitas y salchichas de reno, pero Frank parecía un poco preocupado por el reno.

—¿Creéis que está bien que nos comamos a Rudolph?

—Tío, tengo tanta hambre que podría comerme también a Prancer y Blitzen —dijo Percy.

La comida estaba deliciosa. Percy no había visto a nadie comer tan rápido como Frank. El reno de la nariz roja lo tenía chungo.

Entre mordisco y mordisco de tortita de arándanos, Hazel garabateó una curva y una X en su servilleta.

—Esto es lo que creo. Estamos aquí —dio un golpecito con el dedo—. Anchorage.

—Parece la cara de una gaviota —dijo Percy—. Y estamos en el ojo.

Hazel lo fulminó con la mirada.

—Es un mapa, Percy. Anchorage está en lo alto de este trozo de mar, la península de Cook. Hay una gran península de tierra debajo de nosotros, y mi antiguo hogar, Seward, está en la parte inferior de la península, aquí —dibujó otra X en la base del pescuezo de la gaviota—. Es la ciudad que queda más cerca del glaciar de Hubbard. Supongo que podríamos ir por mar, pero nos llevaría una eternidad. No tenemos tanto tiempo.

Frank despachó el último pedazo de Rudolph.

—Pero ir por tierra es peligroso —dijo—. La tierra es sinónimo de Gaia.

Hazel asintió con la cabeza.

—No veo que tengamos muchas opciones. Podríamos haberle pedido al piloto que nos llevara, pero no sé… Puede que su avión fuera demasiado grande para un aeropuerto tan pequeño como el de Seward. Y si fletáramos otro avión…

—Nada de aviones —dijo Percy—. Por favor.

Hazel levantó la mano en un gesto apaciguador.

—De acuerdo. Hay un tren que va de aquí a Seward. Podríamos tomarlo esta noche. Solo tarda un par de horas.

Dibujó una línea de puntos entre las dos equis.

—Acabas de decapitar a la gaviota —comentó Percy.

Hazel suspiró.

—Es la línea de ferrocarril. Desde Seward, el glaciar de Hubbard está aquí abajo, en alguna parte —dio un golpecito con el dedo en la esquina inferior derecha de su servilleta—. Ahí es donde está Alcioneo.

—Pero ¿no estás segura de cuánta distancia hay? —preguntó Frank.

Hazel frunció el entrecejo y negó con la cabeza.

—Estoy bastante segura de que solo es accesible por barco o por avión.

—Barco —propuso Percy inmediatamente.

—Está bien —dijo Hazel—. No debe de estar muy lejos desde Seward. Si podemos llegar a Seward sanos y salvos.

Percy miró por la ventana. Había tanto por hacer, y solo les quedaban veinticuatro horas. Al día siguiente a esa misma hora, empezaría la fiesta de Fortuna. A menos que liberaran a la Muerte y regresaran al campamento, el ejército del gigante inundaría el valle. Los monstruos cenarían romanos como plato principal.

Al otro lado de la calle, una playa de arena negra cubierta de escarcha bajaba al mar, que era liso como el acero. El océano allí era distinto: poderoso aún, pero helado, lento y primitivo. Ningún dios controlaba el agua, al menos de los que Percy conocía. Neptuno no podría protegerlo. Percy se preguntaba si podría manipular el agua allí o respirar sumergido.

Un gigante hiperbóreo cruzó la calle pesadamente. En el café nadie se percató. El gigante entró en la bahía, resquebrajó el hielo bajo sus sandalias y metió las manos en el agua. Sacó una orca con un puño. Por lo visto no era lo que buscaba, ya que devolvió la ballena y siguió caminando por el agua.

—Un buen desayuno —dijo Frank—. ¿Quién está listo para un viaje en tren?

La estación no estaba lejos. Llegaron justo a tiempo para comprar los billetes para el último tren al sur. Mientras sus amigos subían a bordo, Percy dijo: «Vuelvo enseguida», y entró corriendo otra vez en la estación.

Le dieron cambio en una tienda de regalos y se acercó al teléfono público.

Nunca había usado un teléfono público. Para él eran antigüedades exóticas, como el tocadiscos de su madre o los casetes de Frank Sinatra de su profesor Quirón. No estaba seguro de cuántas monedas hacían falta, ni de si podría hacer la llamada, suponiendo que se acordara del número.

Sally Jackson, pensó.

Era el nombre de su madre. Y tenía un padrastro… Paul.

¿Qué pensarían que le había pasado a Percy? Tal vez ya habrían celebrado el funeral. Que él supiera, había perdido ocho meses de su vida. Cierto, la mayoría de ese tiempo había sido durante el año escolar, pero aun así… no molaba.

Cogió el aparato y marcó un número de Nueva York: el del piso de su madre.

El buzón de voz. Percy debería habérselo imaginado. Debía de ser medianoche en Nueva York. No debían de haber reconocido el número. Al oír la voz de Paul en la grabación, Percy se quedó tan afectado que apenas pudo hablar cuando sonó el tono.

—Mamá —dijo—. Hola, estoy vivo. Hera me tuvo durmiendo un tiempo, luego me robó la memoria y… —Le temblaba la voz. ¿Cómo podía explicarlo todo?—. En fin, estoy bien. Lo siento. Estoy en una misión… —Hizo una mueca. No debería haber dicho eso. Su madre lo sabía todo sobre misiones, y se preocuparía—. Volveré a casa. Lo prometo. Te quiero.

Colgó el aparato. Se quedó mirando el teléfono con la esperanza de que sonara. El tren silbó. El revisor gritó:

—¡Pasajeros al tren!

Percy echó a correr. Llegó justo cuando estaban retirando los escalones, subió a la parte superior del vagón de dos pisos y se sentó en su asiento.

Hazel frunció la frente.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo carraspeando—. Acabo de… hacer una llamada.

Ella y Frank parecieron entenderlo. No le pidieron detalles.

Al poco rato se dirigían al sur a lo largo de la costa, observando como desfilaba el paisaje. Percy trató de pensar en la misión, pero para un chico con trastorno por déficit de atención con hiperactividad como él, el tren no era el mejor sitio para concentrarse.

En el exterior seguían pasando cosas interesantes. Águilas de cabeza blanca remontaban el vuelo en lo alto. El tren cruzaba a toda velocidad puentes y recorría precipicios donde cascadas glaciales descendían cientos de metros sobre las rocas. Dejaron atrás bosques enterrados bajo montones de nieve, grandes cañones de artillería (para provocar pequeñas avalanchas y evitar las que se descontrolaban, explicó Hazel) y lagos tan transparentes que reflejaban las montañas como espejos, de tal forma que el mundo parecía al revés.

Osos pardos atravesaban pesadamente los prados. No paraban de aparecer gigantes hiperbóreos en los lugares más insospechados. Uno holgazaneaba en un lago como si fuera un jacuzzi. Otro usaba un pino como mondadientes. Un tercero estaba sentado en un ventisquero, jugando con dos alces vivos como si fueran muñecos. El tren estaba lleno de turistas que prorrumpían en exclamaciones y hacían fotos, pero Percy lamentaba que no pudieran ver a los hiperbóreos. Se estaban perdiendo las fotos buenas de verdad.

Mientras tanto, Frank estudiaba un mapa de Alaska que había encontrado en el bolsillo del asiento. Localizó el glacial de Hubbard, que parecía encontrarse a una distancia tremenda de Seward. Deslizaba continuamente el dedo a lo largo del litoral, frunciendo el entrecejo de la concentración.

—¿En qué piensas?

—Solo… en posibilidades —dijo Frank.

Percy no sabía a lo que se refería, pero lo dejó correr.

Al cabo de una hora, Percy empezó a relajarse. Compró chocolate caliente en el vagón restaurante. Los asientos estaban calientes y eran cómodos, y pensó echarse una siesta.

Entonces una sombra pasó por lo alto. Los turistas murmuraron emocionados y empezaron a hacer fotografías.

—¡Un águila! —gritó uno.

—¿Un águila? —dijo otro.

—¡Un águila enorme! —comentó un tercero.

—No es un águila —dijo Frank.

Percy alzó la vista justo a tiempo para ver que la criatura pasaba por segunda vez. Definitivamente era más grande que un águila, con un cuerpo negro lustroso del tamaño de un perro labrador. La envergadura de sus alas era como mínimo de tres metros.

—¡Hay otra! —Frank señaló con el dedo—. Miento. Tres, cuatro. Vale, tenemos problemas.

Las criaturas daban vueltas alrededor del tren como buitres, para disfrute de los turistas. Percy no estaba disfrutando. Los monstruos tenían unos brillantes ojos rojos, unos picos puntiagudos y unas garras terribles.

Percy rebuscó en su bolsillo para encontrar el bolígrafo.

—Esas cosas me suenan…

—En Seattle —dijo Hazel—. Las amazonas tenían una en una jaula. Son…

Entonces ocurrieron varias cosas al mismo tiempo. El freno de emergencia chirrió y los arrojó hacia delante. Los turistas gritaron y se cayeron por los pasillos. Los monstruos se lanzaron en picado, hicieron añicos el techo de cristal del vagón, y el tren entero descarriló.