¿Aviones o caníbales? No había color.
Percy habría preferido conducir el Cadillac de la abuela Zhang hasta Alaska perseguido por ogros que lanzaban bolas de fuego a sentarse en un Gulfstream de lujo.
Ya había volado antes. Los detalles eran confusos, pero se acordaba de un pegaso llamado Blackjack. Había estado en un avión una o dos veces. Pero el sitio de un hijo de Neptuno (o Poseidón, como se llamara) no estaba en el aire. Cada vez que el avión atravesaba una zona de turbulencias, a Percy se le aceleraba el corazón y pensaba que Júpiter los estaba zarandeando.
Trató de concentrarse en la conversación de Frank y Hazel. Hazel estaba asegurando a Frank que había hecho todo lo posible por su abuela. Frank los había salvado de los lestrigones y los había sacado de Vancouver. Había sido increíblemente valiente.
Frank mantenía la cabeza gacha como si se avergonzara de haber llorado, pero Percy lo comprendía perfectamente. El pobre acababa de perder a su abuela y había visto su casa arder en llamas. Por lo que a Percy respectaba, derramar unas cuantas lágrimas por algo así no te hacía menos hombre, sobre todo cuando acababas de rechazar a un ejército de ogros que querían comerte de desayuno.
A Percy todavía no le cabía en la cabeza que Frank fuera su pariente lejano. Frank sería su… ¿qué? ¿Su sobrino nieto multiplicado por mil? Era de lo más raro.
Frank se negaba a explicar exactamente en qué consistía su «don familiar», pero mientras volaban hacia el norte, les relató la conversación que había mantenido con Marte la noche anterior. Explicó la profecía que Juno había pronunciado cuando él era un bebé, que su vida estaba ligada a un trozo de leña, y que le había pedido a Hazel que se lo guardara.
Percy ya había averiguado parte de esa información. Era evidente que Hazel y Frank habían compartido algunas experiencias raras cuando se habían desmayado y que habían hecho una especie de trato. Eso también explicaba por qué incluso en ese momento, movido por la costumbre, Frank no parara de comprobar el bolsillo de su abrigo y por qué se ponía tan nervioso cuando había fuego cerca. Aun así, Percy no podía imaginarse el valor que había necesitado Frank para embarcarse en una misión, sabiendo que una pequeña llama podía apagar su vida.
—Frank, me siento orgulloso de ser pariente tuyo —dijo.
A Frank se le pusieron las orejas coloradas. Con la cabeza agachada, su corte de pelo militar formaba una puntiaguda flecha negra que apuntaba hacia abajo.
—Juno tiene planes para nosotros, algo relacionado con la Profecía de los Siete.
—Sí —masculló Percy—. No me gustaba como Hera. Y no me gusta más como Juno.
Hazel metió los pies debajo de ella. Examinó a Percy con sus luminiscentes ojos dorados, y él se preguntó cómo podía estar tan tranquila. Era la más joven de los tres, pero siempre los mantenía unidos y los consolaba. Se dirigían a Alaska, donde ella había muerto en el pasado. Tratarían de liberar a Tánatos, quien podría llevársela otra vez al inframundo. Y, sin embargo, no mostraba el más mínimo temor. Percy se sentía ridículo por temer las turbulencias del avión.
—Eres hijo de Poseidón, ¿verdad? —dijo ella—. Eres un semidiós griego.
Percy cogió su collar de cuero.
—Empecé a recordar en Portland, después de tomar la sangre de gorgona. He estado recuperando la memoria poco a poco desde entonces. Hay otro campamento: el Campamento Mestizo.
El simple hecho de pronunciar el nombre embargaba a Percy de un calor interior. Le invadieron buenos recuerdos: el olor de los campos de fresas al cálido sol veraniego, fuegos artificiales iluminando la playa el 4 de julio, sátiros tocando zampoñas delante de la fogata nocturna y un beso en el fondo del lago de las canoas.
Hazel y Frank se lo quedaron mirando como si hubiera pasado a hablar en otro idioma.
—Otro campamento —repitió Hazel—. ¿Un campamento griego? Dioses, si Octavio lo descubre…
—Declararía la guerra —dijo Frank—. Siempre ha sabido que había griegos ahí fuera, conspirando contra nosotros. Octavio pensó que Percy era un espía.
—Por eso me envió Juno —explicó Percy—. No para espiar. Creo que ha sido una especie de intercambio. Vuestro amigo Jason… Creo que lo mandaron a mi campamento. En mis sueños, he visto a un semidiós que podría ser él. Estaba trabajando con otros semidioses en un buque de guerra volador. Creo que van a ir al Campamento Júpiter a prestar ayuda.
Frank empezó a dar golpecitos con nerviosismo en el respaldo de su asiento.
—Marte dijo que Juno quiere unir a los griegos y los romanos para luchar contra Gaia. Pero… los griegos y los romanos tienen una larga historia de hostilidad.
Hazel respiró hondo.
—Probablemente por eso los dioses nos han mantenido alejados tanto tiempo. Si un buque de guerra griego apareciera en el cielo sobre el Campamento Júpiter, y Reyna no supiera que es amistoso…
—Sí —asintió Percy—. Tenemos que tener cuidado con la forma en que se lo expliquemos cuando volvamos.
—Si volvemos —le corrigió Frank.
Percy asintió con la cabeza a regañadientes.
—Confío en vosotros, chicos. Espero que vosotros confiéis en mí. Me siento… bueno, me siento tan unido a vosotros dos como a cualquiera de mis viejos amigos del Campamento Mestizo. Pero va a haber muchas suspicacias entre el resto de semidioses de los dos campamentos.
Hazel hizo algo que él no esperaba. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Era un beso de hermana, pero sonreía tan afectuosamente que a Percy le embargó una calidez especial de la cabeza a los pies.
—Por supuesto que confiamos en ti —dijo—. Ahora somos una familia. ¿Verdad que sí, Frank?
—Claro —dijo él—. ¿Me das a mí también un beso?
Hazel se echó a reír, pero en el ambiente se percibía cierta tensión nerviosa.
—En fin, ¿qué hacemos ahora?
Percy respiró hondo. Se les estaba escapando el tiempo. Estaban casi a mitad del 23 de junio, y el día siguiente se celebraba la fiesta de Fortuna.
—Tengo que ponerme en contacto con un amigo para cumplir la promesa que le hice a Ella.
—¿Cómo? —preguntó Frank—. ¿Con uno de esos iris-mensajes?
—Siguen sin funcionar —dijo Percy tristemente—. Lo intenté anoche en casa de tu abuela, pero no hubo suerte. Tal vez sea porque mis recuerdos todavía están un poco revueltos. O porque los dioses no permiten que establezca conexión. Espero que pueda contactar con mi amigo en sueños.
Otra sacudida de turbulencias le hizo agarrarse a su asiento. Debajo de ellos, unas montañas cubiertas de nieve atravesaron el manto de nubes.
—No sé si podré dormir —dijo Percy—. Pero tengo que intentarlo. No podemos dejar a Ella sola con esos ogros cerca.
—Sí —convino Frank—. Todavía nos quedan horas de viaje. Túmbate en el sofá, colega.
Percy asintió con la cabeza. Era una suerte tener a Hazel y a Frank velando por él. Lo que les había dicho era cierto: confiaba en ellos. Conocer a Hazel y a Frank era el único aspecto positivo de la extraña y aterradora experiencia de perder la memoria y ser arrancado de su antigua vida.
Se estiró, cerró los ojos y soñó que se caía de una montaña de hielo hacia un mar helado.
El sueño cambió. Se encontraba otra vez en Vancouver, delante de las ruinas de la mansión de los Zhang. Los lestrigones habían desaparecido. La mansión había quedado reducida a un armazón chamuscado. Un equipo de bomberos estaba recogiendo su equipo, preparándose para marcharse. El jardín parecía una zona de guerra, con cráteres humeantes y trincheras de las tuberías de riego que habían explotado.
En el linde del bosque, un gigantesco y peludo perro negro iba de un lado a otro olfateando los árboles. Los bomberos no le hacían el más mínimo caso.
Al lado de uno de los cráteres había un cíclope arrodillado vestido con unos tejanos exageradamente grandes y una enorme camisa de franela. Su cabello castaño despeinado estaba salpicado de lluvia y de barro. Cuando levantó la cabeza, su gran ojo marrón estaba rojo de haber llorado.
—¡Cerca! —dijo gimiendo—. ¡Muy cerca, pero ya no está!
A Percy se le partía el corazón al oír el dolor y la preocupación que se reflejaban en la voz de aquel grandullón, pero sabía que solo disponían de unos segundos para hablar. Los márgenes de la visión se estaban disolviendo. Si Alaska era la tierra situada más allá del alcance de los dioses, Percy suponía que cuanto más al norte se dirigieran, más difícil sería comunicarse con sus amigos, incluso en sueños.
—¡Tyson! —gritó.
El cíclope miró a su alrededor frenéticamente.
—¿Percy? ¿Hermano?
—Tyson, estoy bien. Estoy aquí… bueno, en realidad no.
Tyson trató de asir el aire como si estuviera cazando mariposas.
—¡No te veo! ¿Dónde está mi hermano?
—Tyson, me dirijo a Alaska. Estoy bien. Volveré. Busca a Ella. Es una arpía con las plumas rojas. Está escondida en el bosque que rodea la casa.
—¿Que busque a una arpía? ¿Una arpía roja?
—¡Sí! Protégela, ¿vale? Es mi amiga. Llévala de vuelta a California. Hay un campamento de semidioses en las colinas de Oakland: el Campamento Júpiter. Reúnete conmigo sobre el túnel de Caldecott.
—Colinas de Oakland… California… Túnel de Caldecott —el cíclope gritó al perro—: ¡Señorita O’Leary! ¡Tenemos que encontrar a una arpía!
—¡GUAU! —dijo la perra.
La cara de Tyson empezó a disolverse.
—¿Está bien mi hermano? ¿Va a volver mi hermano? ¡Te echo de menos!
—Yo también te echo de menos —Percy trató de que no se le quebrara la voz—. Te veré dentro de poco. ¡Ten cuidado! Hay un ejército de gigantes que marcha hacia el sur. Dile a Annabeth…
El sueño cambió.
Percy se encontró en las colinas situadas al norte del Campamento Júpiter, contemplando desde lo alto el Campo de Marte y la Nueva Roma. En la fortaleza de la legión estaban sonando unos cuernos. Los campistas se movían desordenadamente preparándose para el paso de revista.
El ejército de los gigantes se encontraba formado a la izquierda y a la derecha de Percy: centauros con cuernos de toro, los nacidos de la tierra con sus seis brazos y unos malvados cíclopes con armaduras hechas de restos de metal. La torre de asedio de los cíclopes proyectaba una sombra sobre los pies del gigante Polibotes, que miraba sonriendo el campamento romano. Se paseaba con impaciencia a través de la colina, soltando serpientes de sus trenzas verdes y pisando arbolitos con sus patas de dragón. En su armadura verde azulada, las caras ornamentales de unos monstruos hambrientos parecían parpadear en las sombras.
—Sí —dijo riéndose entre dientes, mientras clavaba su tridente en el suelo—. Tocad vuestros cuernecitos, romanos. ¡He venido a destruiros! ¡Esteno!
La gorgona salió de los arbustos. Su cabello de víboras verde lima y su chaleco de empleada de supermercado contrastaban terriblemente con la combinación de colores del gigante.
—¡Sí, amo! —dijo—. ¿Le apetece un cachorro envuelto?
Levantó una bandeja de muestras gratuitas.
—Mmm —dijo Polibotes—. ¿De qué son los cachorros?
—En realidad no son cachorros. Son perritos calientes metidos en rollitos, pero esta semana están de oferta…
—¡Bah! ¡Entonces da igual! ¿Están nuestras fuerzas listas para atacar?
—Ah… —Esteno retrocedió rápidamente para evitar que el pie del gigante la aplastara—. Casi, majestad. Ma Gasket y la mitad de sus cíclopes han parado en Napa. Algo relacionado con una visita a una bodega. Han prometido que estarán aquí mañana por la noche.
—¿Qué? —El gigante miró a su alrededor, como si acabara de percatarse de que faltaba gran parte de su ejército—. ¡Grrr! Esa cíclope me va a provocar una úlcera. ¿Una visita a una bodega?
—Creo que también sirven queso y galletitas —dijo Esteno en tono servicial—. Aunque en nuestro supermercado están a un precio mucho mejor.
Polibotes arrancó un roble del suelo y lo lanzó al valle.
—¡Cíclopes! Te lo aseguro, Esteno, cuando destruya a Neptuno y tome los océanos, renegociaré el contrato laboral de los cíclopes. ¡Ma Gasket se enterará de cuál es su sitio! A ver, ¿qué noticias hay del norte?
—Los semidioses han partido hacia Alaska —dijo Esteno—. Van directos a la muerte. A la «muerte» con eme minúscula, quiero decir. No a nuestra prisionera la Muerte. Aunque supongo que también van directos hacia ella.
Polibotes gruñó.
—Más vale que Alcioneo no haya matado al hijo de Neptuno como prometió. Lo quiero encadenado a mis pies para poder matarlo en el momento oportuno. ¡Su sangre regará las piedras del monte Olimpo y despertará a la Madre Tierra! ¿Qué se sabe de las amazonas?
—Solo silencio —respondió Esteno—. Todavía no sabemos quién fue la vencedora del duelo de anoche, pero tarde o temprano Otrera triunfará y acudirá en nuestra ayuda.
—Hum —Polibotes se rascó distraídamente unas víboras del pelo—. Entonces tal vez sea mejor esperar. Mañana al anochecer es la fiesta de Fortuna. Para entonces debemos invadir el territorio, con amazonas o sin ellas. ¡Mientras tanto, atrincheraos! Acamparemos aquí, en terreno elevado.
—¡Sí, majestad! —A continuación, Esteno anunció a las tropas—: ¡Cachorros envueltos para todos!
Los monstruos dieron vivas.
Polibotes extendió las manos por delante, abarcando el valle como en una foto panorámica.
—Sí, tocad vuestros cuernecitos, semidioses. ¡Dentro de poco, el legado de Roma quedará destruido por última vez!
El sueño se desvaneció.
Percy se despertó sobresaltado cuando el avión empezó a descender.
Hazel le posó la mano en el hombro.
—¿Has dormido bien?
Percy se incorporó aturdido.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
Frank estaba en el pasillo, envolviendo su lanza y su nuevo arco en el bolso para esquíes.
—Unas horas —dijo—. Ya casi hemos llegado.
Percy miró por la ventanilla. Una reluciente ensenada serpenteaba entre montañas nevadas. A lo lejos había una ciudad esculpida en el monte, rodeada de exuberantes bosques verdes a un lado y playas negras cubiertas de hielo al otro.
—Bienvenidos a Alaska —dijo Hazel—. Aquí los dioses no pueden hacer nada por nosotros.