XXXVI
Frank

Frank se duchó lo más rápido posible, se puso la ropa que Hazel había preparado —una camiseta verde aceituna y unas bermudas beis, ¿en serio?—, y a continuación cogió su arco y su carcaj de recambio y subió la escalera del desván.

El desván estaba lleno de armas. Su familia había reunido suficiente armamento antiguo para abastecer a un ejército. Escudos, lanzas y carcajs de flechas colgaban de una pared; casi tantos como los del arsenal del Campamento Júpiter. En la ventana trasera había un escorpión montado y cargado, listo para la acción. En la ventana delantera había algo que parecía una ametralladora con varios cañones.

—¿Un lanzacohetes? —se preguntó en voz alta.

—No, no —dijo una voz desde el rincón—. Patatas. A Ella no le gustan las patatas.

La arpía se había hecho un nido entre dos viejos baúles. Estaba posada en un montón de pergaminos chinos, leyendo siete u ocho al mismo tiempo.

—Ella, ¿dónde están los demás? —preguntó Frank.

—Tejado —Ella miró hacia arriba y luego retomó la lectura, toqueteándose las plumas un momento y pasando páginas al siguiente—. Tejado. Vigilando a los ogros. A Ella no le gustan los ogros. Patatas.

—¿Patatas?

Frank no lo entendió hasta que giró la ametralladora. Sus ocho cañones estaban cargados de patatas. En la base del arma había un cesto lleno de más munición comestible.

Miró por la ventana: la misma ventana desde la que lo había mirado su madre cuando había conocido a los osos. En el jardín, los ogros se apiñaban empujándose unos a otros, chillando a la casa de vez en cuando y lanzando balas de cañón de bronce que explotaban en el aire.

—Tienen balas de cañón —dijo Frank—. Y nosotros tenemos un arma de patatas.

—Fécula —dijo Ella pensativamente—. La fécula es mala para los ogros.

Otra explosión sacudió la casa. Frank tenía que subir al tejado y ver cómo les iba a Percy y Hazel, pero le sabía mal dejar a Ella sola.

Se arrodilló al lado de ella, con cuidado de no acercarse demasiado.

—Ella, aquí no estás a salvo con los ogros. Dentro de poco viajaremos a Alaska. ¿Vendrás con nosotros?

Ella se movió incómoda.

—Alaska. Un millón seiscientos veintidós mil cuatrocientos treinta y tres kilómetros cuadrados. Mamífero autóctono: el alce.

De repente pasó al latín, que Frank entendía a duras penas gracias a las clases del Campamento Júpiter:

—«Al norte, más allá de los dioses, la corona de la legión espera. Cayendo del hielo, el hijo de Neptuno ahogo encuentra…».

Se detuvo y se rascó su despeinado pelo rojo.

—Hum. Quemado. El resto está quemado.

A Frank le costaba respirar.

—Ella, ¿era… era eso una profecía? ¿Dónde la has leído?

—Alce —dijo Ella, paladeando la palabra—. Alce. Alce. Alce.

La casa volvió a sacudirse. De las vigas cayó polvo. En el exterior, un ogro rugió:

—¡Frank Zhang! ¡Sal de ahí!

—No —dijo Ella—. Frank no debe salir. No.

—Tú… quédate aquí, ¿vale? —dijo Frank—. Tengo que ayudar a Hazel y Percy.

Bajó la escalera de mano que ascendía al tejado.

—Buenos días —dijo Percy con seriedad—. Un día precioso, ¿verdad?

Llevaba la misma ropa que el día anterior —unos tejanos, su camiseta de manga corta morada y un forro polar—, pero saltaba a la vista que se acababa de lavar. Empuñaba su espada en una mano y una manguera de jardín en la otra. Frank no sabía qué hacía una manguera en el tejado, pero cada vez que los gigantes lanzaban una bala de cañón, Percy echaba un chorro de agua de gran potencia y hacía detonar la esfera en el aire. Entonces Frank se acordó: su familia también descendía de Poseidón. Su abuela le había dicho que la casa ya había sido atacada antes. Tal vez habían instalado una manguera allí arriba por ese motivo.

Hazel patrullaba por el mirador de la azotea entre los dos aguilones del desván. Estaba tan guapa que Frank notó una punzada en el pecho. Llevaba unos tejanos, una chaqueta color crema y una camiseta blanca que hacía que su piel pareciera cálida como el cacao. El cabello rizado le caía sobre los hombros. Cuando se acercó, Frank percibió un olor a champú de jazmín.

Ella aferraba su espada. Cuando miró a Frank, los ojos le brillaban de preocupación.

—¿Estás bien? —preguntó—. ¿Por qué sonríes?

—Ah, oh, por nada —logró decir él—. Gracias por el desayuno. Y por la ropa. Y por… no odiarme.

Hazel se quedó desconcertada.

—¿Por qué iba a odiarte?

A Frank le ardía la cara. Ojalá hubiera mantenido la boca cerrada, pero ya era demasiado tarde. «No la dejes escapar —había dicho su abuela—. Necesitas mujeres fuertes.»

—Es solo que… anoche… —dijo tartamudeando— cuando invoqué al esqueleto…. pensé… pensé que tú pensabas que… era repulsivo… o algo por el estilo.

Hazel arqueó las cejas. Movió la cabeza consternada.

—Frank, puede que estuviera sorprendida. Puede que tuviera miedo de esa cosa. Pero ¿repulsión? Aluciné al ver cómo le dabas órdenes, tan lleno de seguridad, en plan: «Por cierto, chicos, tengo a este spartus que podemos usar». No era repulsión lo que sentía, Frank. Estaba impresionada.

Frank no estaba seguro de haber oído bien.

—¿Estabas… impresionada… por mí?

Percy se echó a reír.

—Tío, fue flipante.

—¿De verdad? —preguntó Frank.

—De verdad —prometió Hazel—. Pero ahora mismo tenemos otros problemas por los que preocuparnos, ¿vale?

Señaló el ejército de ogros, que se estaban envalentonando cada vez más, acercándose poco a poco a la casa.

Percy preparó la manguera de jardín.

—Me guardo otro as en la manga. El césped tiene un sistema de aspersión. Puedo hacerlo estallar y provocar confusión abajo, pero eso acabará con la presión del agua. Sin presión, no hay manguera, y las balas de cañón darán de lleno en la casa.

El cumplido de Hazel todavía resonaba en los oídos de Frank y le impedía pensar con claridad. Docenas de ogros habían acampado en su césped, esperando para hacerlo trizas, y él apenas podía controlar las ganas de sonreír.

Hazel no le odiaba. Estaba impresionada.

Se obligó a concentrarse. Recordó lo que su abuela le había dicho sobre su don y que le había pedido que la dejara morir allí.

«Tienes un papel que desempeñar», había dicho Marte.

A Frank le costaba creer que él fuera el arma secreta de Juno, o que la gran Profecía de los Siete dependiera de él. Pero Hazel y Percy contaban con él. Tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano.

Pensó en el extraño fragmento de la profecía que Ella había recitado en el desván, según la cual el hijo de Neptuno se ahogaría.

«No comprendéis su auténtico valor», les había dicho Fineas en Portland. El viejo ciego pensaba que controlando a Ella se convertiría en rey.

Todas las piezas del rompecabezas daban vueltas en la cabeza de Frank. Tenía la sensación de que cuando por fin encajaran, formarían una imagen que no le gustaría.

—Chicos, tengo un plan de fuga —les habló a sus amigos del avión que estaba esperando en el campo de aviación y de la nota que su abuela le había dado para el piloto—. Es un veterano de la legión. Nos ayudará.

—Pero Arión no ha vuelto —dijo Hazel—. ¿Y tu abuela? No podemos dejarla aquí.

Frank contuvo un sollozo.

—Puede… puede que Arión nos encuentre. En cuanto a mi abuela… lo ha dejado muy claro. Me ha dicho que no le pasará nada.

No era exactamente la verdad, pero eso era lo único que se le ocurrió.

—Hay otro problema —dijo Percy—. Los viajes en avión no me sientan bien. Son peligrosos para los hijos de Neptuno.

—Tendrás que arriesgarte… y yo también —dijo Frank—. Por cierto, somos parientes.

Percy estuvo a punto de caerse del tejado de un tropezón.

—¿Qué?

Frank les ofreció una versión de los hechos condensada en cinco segundos:

—Periclímeno. Es antepasado mío por parte de madre. Argonauta. Nieto de Poseidón.

Hazel se quedó boquiabierta.

—¿Eres… eres descendiente de Neptuno? Frank, eso es…

—¿Una locura? Sí. Y, supuestamente, mi familia tiene una facultad, pero no sé cómo usarla. Si no lo averiguo…

Los lestrigones prorrumpieron de nuevo en sonoros vítores. Frank se dio cuenta de que estaban mirándolo, señalándolo, haciéndole señas con las manos y riéndose. Habían divisado su desayuno.

—¡Zhang! —gritaron—. ¡Zhang!

Hazel se acercó a él.

—No paran de hacer eso. ¿Por qué gritan tu nombre?

—No importa —dijo Frank—. Escuchad, tenemos que proteger a Ella y llevárnosla.

—Por supuesto —dijo Hazel—. La pobrecilla necesita nuestra ayuda.

—No —repuso Frank—. O sea, sí, pero no es solo eso. Ha recitado una profecía ahí abajo. Creo… creo que estaba relacionada con esta misión.

No quería darle a Percy la mala noticia de que un hijo de Neptuno se ahogaría, pero repitió los versos.

Percy apretó la mandíbula.

—No sé cómo se puede ahogar un hijo de Neptuno. Yo puedo respirar bajo el agua. Pero la corona de la legión…

—Eso tiene que ser el águila —dijo Hazel.

Percy asintió.

—Y Ella recitó algo parecido antes, en Portland… un verso de la antigua Gran Profecía.

—¿La qué? —preguntó Frank.

—Te lo explicaré más tarde.

Percy giró la manguera y eliminó de un disparo otra bala de cañón.

La bala estalló en una bola de fuego naranja. Los ogros aplaudieron elogiosamente y chillaron:

—¡Bonito! ¡Bonito!

—El caso es que Ella recuerda todo lo que lee —dijo Frank—. Dijo que la página se había quemado, como si hubiera leído un texto de profecías deteriorado.

Hazel abrió mucho los ojos.

—¿Libros de profecías quemados? No creerás… ¡Es imposible!

—¿Los libros que Octavio quería? —aventuró Percy.

Hazel silbó entre dientes.

—Los libros sibilinos desaparecidos que anunciaron el destino de Roma. Si realmente Ella ha leído una copia y la ha memorizado…

—Es la arpía más valiosa del mundo —dijo Frank—. No me extraña que Fineas quisiera atraparla.

—¡Frank Zhang! —gritó un ogro desde abajo. Era más grande que el resto y llevaba puesta una capa de león como un portaestandarte romano y un babero de plástico con una langosta estampada—. ¡Baja, hijo de Marte! Hemos estado esperándote. ¡Ven, sé nuestro invitado de honor!

Hazel agarró el brazo de Frank.

—¿Por qué tengo la sensación de que invitado de honor significa lo mismo que «cena»?

Frank deseó que Marte siguiera allí. Le vendría bien alguien capaz de quitarle los nervios de la batalla con solo chasquear los dedos.

«Hazel cree en mí —pensó—. Puedo hacerlo.»

Miró a Percy.

—¿Sabes conducir?

—Claro. ¿Por qué?

—El coche de mi abuela está en el garaje. Es un viejo Cadillac. Ese cacharro es como un tanque. Si consigues arrancarlo…

—Todavía tendremos que abrirnos paso a través de una hilera de ogros —intervino Hazel.

—El sistema de aspersión —dijo Percy—. ¿Quieres usarlo como distracción?

—Exacto —contestó Frank—. Os conseguiré todo el tiempo que pueda. Id a por Ella y subid al coche. Intentaré reunirme con vosotros en el garaje, pero no me esperéis.

Percy frunció el entrecejo.

—Frank…

—¡Danos una respuesta, Frank Zhang! —chilló el ogro—. Si bajas, perdonaremos a los otros: tus amigos y tu pobre abuela. ¡Solo te queremos a ti!

—Mienten —murmuró Percy.

—Sí, ya lo he pillado —convino Frank—. ¡Marchaos!

Sus amigos se fueron corriendo a la escalera.

Frank trató de controlar los latidos de su corazón. Sonrió y gritó:

—¡Eh, a los de ahí abajo! ¿Quién tiene hambre?

Los ogros dieron vítores cuando Frank se paseó por el mirador de la azotea y saludó con la mano como una estrella de rock.

Frank trató de invocar el poder de su familia. Se imaginó como un dragón que escupía fuego. Se esforzó, cerró el puño y pensó en dragones con tanta intensidad que le brotaron gotas de sudor en la frente. Quería descender majestuosamente sobre sus enemigos y destruirlos. Eso sería genial. Pero no pasó nada. No tenía ni idea de cómo transformarse. Nunca había visto un dragón de verdad. Por un momento, se dejó llevar por el pánico y se preguntó si su abuela le habría gastado una broma cruel. Tal vez había entendido mal el don. Tal vez Frank era el único miembro de la familia que no lo había heredado. Eso sería muy propio de él y de su suerte.

Los ogros empezaron a impacientarse. Los vítores se convirtieron en silbidos. Unos cuantos lestrigones levantaron sus balas de cañón.

—¡Esperad! —gritó Frank—. No querréis carbonizarme, ¿verdad? Así no sabré bien.

—¡Baja! —gritaron—. ¡Hambre!

Era el momento de un plan B. Frank deseó tener uno.

—¿Prometéis perdonar la vida a mis amigos? —preguntó Frank—. ¿Lo juráis por la laguna Estigia?

Los ogros se rieron. Uno lanzó una bala de cañón que describió un arco sobre la cabeza de Frank y voló la chimenea. Milagrosamente, la metralla no alcanzó a Frank.

—Interpretaré eso como un no —murmuró.

Acto seguido gritó:

—¡Está bien! ¡Vosotros ganáis! Enseguida bajo. ¡Esperad ahí!

Los ogros dieron vivas, pero el líder de la capa de león frunció el entrecejo con desconfianza. Frank no tendría mucho tiempo. Bajó por la escalera al desván. Ella había desaparecido. Esperaba que fuera una buena señal. Tal vez se la habían llevado al Cadillac. Cogió un carcaj de flechas con la etiqueta DISTINTAS VARIEDADES escrita con la pulcra letra de su madre. A continuación corrió a la ametralladora.

Giró el cañón, apuntó al líder y apretó el gatillo. Ocho patatas lanzadas a alta potencia impactaron al gigante en el pecho y lo impulsaron hacia atrás con tal fuerza que el ogro chocó contra un montón de balas de cañón. Las balas explotaron inmediatamente y dejaron un cráter humeante en el jardín.

Por lo visto la fécula era mala para los ogros.

Mientras el resto de los monstruos corrían de un lado a otro confundidos, Frank sacó su arco y descargó flechas sobre ellos. Algunos proyectiles estallaron al impactar en el blanco. Otros se astillaron como perdigones y dejaron nuevos y dolorosos tatuajes a los gigantes. Uno alcanzó a un ogro y lo convirtió en un rosal en una maceta.

Lamentablemente, los ogros se recuperaron rápido. Empezaron a lanzar balas de cañón por docenas. Toda la casa crujía con los impactos. Frank corrió a la escalera. El desván se desintegró detrás de él. Por el pasillo del segundo piso salía humo y fuego.

—¡Abuela! —gritó, pero el calor era tan intenso que no pudo llegar a la habitación.

Corrió a la planta baja agarrándose al pasamanos mientras la casa se sacudía y caían grandes pedazos de techo.

El pie de la escalera era un cráter humeante. Saltó por encima de él y atravesó la cocina dando traspiés. Salió al garaje asfixiado a causa de las cenizas y el hollín. Los faros del Cadillac estaba encendidos. El motor estaba en marcha, y la puerta del garaje se estaba abriendo.

—¡Sube! —gritó Percy.

Frank se lanzó a la parte de atrás al lado de Hazel. Ella estaba acurrucada en la parte delantera, con la cabeza metida debajo de las alas, murmurando:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

Percy aceleró. Salieron disparados del garaje antes de que estuviera abierto del todo y dejaron un agujero con la forma del Cadillac en la madera astillada.

Los ogros corrieron a interceptarlos, pero Percy gritó a pleno pulmón, y el sistema de aspersión explotó. Cientos de géiseres saltaron por los aires acompañados de nubes de terrones, trozos de tubería y pesados aspersores.

El Cadillac iba a unos sesenta y cinco kilómetros por hora cuando chocaron contra el primer ogro, que se desintegró al recibir el impacto. Cuando los otros monstruos se recuperaron de la confusión, el Cadillac había recorrido ochocientos metros carretera abajo. Las balas de cañón llameantes estallaban detrás de ellos.

Frank miró atrás y vio la mansión de su familia en llamas, los muros desplomándose hacia dentro y nubes de humo subiendo al cielo. Vio una gran mancha negra —tal vez un buitre— dando vueltas entre el fuego. Tal vez fueran imaginaciones de Frank, pero le pareció que había salido volando de la ventana del segundo piso.

—¿Abuela? —murmuró.

Parecía imposible, pero ella había prometido que moriría a su manera, no a manos de los ogros. Frank esperaba que no se hubiera equivocado.

Atravesaron el bosque y se dirigieron al norte.

—¡Unos cinco kilómetros! —dijo Frank—. ¡No tiene pérdida!

Detrás de ellos, más explosiones arrasaron el bosque. El humo llenaba el cielo.

—¿A qué velocidad pueden correr los lestrigones? —preguntó Hazel.

—Mejor no lo averigüemos —dijo Percy.

La verja del campo de aviación apareció ante ellos a solo unos cientos de metros de distancia. Un avión a reacción privado aguardaba en la pista de aterrizaje. Tenía la escalera bajada.

El Cadillac topó con un bache y salió por los aires. La cabeza de Frank chocó contra el techo. Cuando las ruedas tocaron el suelo, Percy dio un frenazo, y el coche paró virando bruscamente justo pasada la verja.

Frank salió del vehículo y cogió su arco.

—¡Subid al avión! ¡Ya vienen!

Los lestrigones se acercaban a una velocidad alarmante. La primera hilera de ogros salió repentinamente del bosque y corrió hacia el campo de aviación: quinientos metros de distancia, cuatrocientos…

Percy y Hazel consiguieron sacar a Ella del Cadillac, pero en cuanto la arpía vio el avión empezó a chillar.

—¡N-n-o! —gritó—. ¡Volar con las alas! ¡Aviones, n-n-o!

—No pasa nada —le prometió Hazel—. ¡Te protegeremos!

Ella emitió un gemido horrible y doloroso, como si se estuviera quemando.

Percy levantó las manos irritado.

—¿Qué hacemos? No podemos obligarla.

—No —convino Frank.

Los ogros estaban a trescientos metros.

—Es demasiado valiosa para dejarla —dijo Hazel. Entonces hizo una mueca al oír sus propias palabras—. Dioses, Ella, lo siento. Parezco Fineas. Eres un ser vivo, no un tesoro.

—Aviones, no. Aviones, n-n-o.

Ella estaba hiperventilando.

Los ogros se encontraban prácticamente a un tiro de piedra.

A Percy se le iluminaron los ojos.

—Tengo una idea. Ella, ¿puedes esconderte en el bosque? ¿Estarás a salvo de los ogros?

—Esconder —convino ella—. A salvo. Esconderse es bueno para las arpías. Ella es rápida. Y pequeña. Y veloz.

—De acuerdo —dijo Percy—. Quédate en esta zona. Puedo mandar a un amigo para que te recoja y te lleve al Campamento Júpiter.

Frank descolgó el arco y colocó una flecha.

—¿Un amigo?

Percy movió la mano como diciendo «Ya te lo explicaré luego».

—¿Te gustaría eso, Ella? ¿Te gustaría que mi amigo te llevara al Campamento Júpiter y te enseñara nuestro hogar?

—Campamento —murmuró Ella. Y acto seguido añadió en latín—: «La hija de la sabiduría anda sola, la marca de Atenea arde a través de Roma».

—Lo que tú digas —dijo Percy—. Eso parece importante, pero podemos hablar del tema más tarde. En el campamento estarás a salvo. Tendrás a tu disposición todos los libros y toda la comida que quieras.

—Aviones, no —insistió ella.

—Aviones, no —convino Percy.

—Ella se va a esconder.

Y así, sin más, se esfumó: un rayo rojo que desapareció en el bosque.

—La echaré de menos —dijo Hazel con tristeza.

—Volveremos a verla —prometió Percy, pero frunció el entrecejo con inquietud, como si le preocupara realmente la última parte de la profecía, la relacionada con Atenea.

Una explosión mandó la verja del campo de aviación por los aires.

Frank lanzó la carta de su abuela a Percy.

—¡Enséñasela al piloto! ¡Enséñale también la carta de Reyna! Tenemos que despegar enseguida.

Percy asintió con la cabeza. Él y Hazel corrieron hacia el avión.

Frank se puso a cubierto detrás del Cadillac y empezó a disparar a los ogros. Apuntó al grupo más numeroso de enemigos y disparó una flecha con forma de tulipán. Tal como esperaba, era una hidra. Unos cables empezaron a repartir golpes a diestro y siniestro, como los tentáculos de un calamar, y la primera fila de ogros al completo se dio de bruces con el suelo.

Frank oyó que los motores del avión arrancaban.

Disparó tres flechas lo más rápido que pudo y abrió unos cráteres enormes en las filas de los ogros. Los supervivientes se encontraban a solo unos cientos de metros de distancia, y los más listos se detuvieron dando traspiés, conscientes de que estaban a un tiro de piedra.

—¡Frank! —gritó Hazel—. ¡Vamos!

Una bala de cañón en llamas se precipitó hacia él describiendo un lento arco. Frank supo en el acto que la bala iba a alcanzar el avión. Colocó una flecha en el arco. «Puedo hacerlo», pensó. Envió la flecha volando. El proyectil interceptó la bala de cañón en el aire e hizo detonar una inmensa bola de fuego.

Otras dos balas de cañón se dirigieron hacia él. Frank echó a correr.

Detrás de él sonó un chirrido metálico cuando el Cadillac explotó. Se metió en el avión justo cuando la escalera empezaba a subir.

El piloto debía de haber comprendido la situación perfectamente. No hubo avisos de seguridad, ni bebidas antes del vuelo, ni tuvieron que esperar a que la pista quedara libre para despegar. El piloto aceleró, y el avión salió disparado. Otra sacudida recorrió la pista de aterrizaje detrás de ellos, pero para entonces ya estaban en el aire.

Frank miró abajo y vio la pista de aterrizaje llena de cráteres, como un pedazo de queso gruyer en llamas. Había franjas del parque Lynn Canyon incendiadas. Varios kilómetros al sur, lo único que quedaba de la mansión familiar de los Zhang era una hoguera de llamas y humo negro.

Para eso le había servido a Frank su actuación impresionante. No había logrado salvar a su abuela. No había logrado usar sus poderes. Ni siquiera había salvado a su amiga arpía. Cuando Vancouver desapareció entre las nubes, Frank sepultó su cabeza entre las manos y rompió a llorar.

El avión se ladeó a la izquierda.

Por el intercomunicador, la voz del piloto dijo:

Senatus Populusque Romanus, amigos míos. Bienvenidos a bordo. Próxima parada: Anchorage, Alaska.