XXXV
Frank

Con solo echar un vistazo por la ventana, Frank supo que estaba en apuros.

En el límite del césped, los lestrigones estaban amontonando balas de cañón de bronce. Su piel emitía un brillo rojizo. Su cabello desgreñado, sus tatuajes y sus garras no tenían mejor aspecto a la luz de la mañana.

Algunos llevaban porras o lanzas. Unos cuantos ogros confundidos cargaban con tablas de surf, como si se hubieran equivocado de fiesta. Todos estaban de un humor festivo: se chocaban las manos, se ataban baberos de plástico alrededor del cuello, sacaban cuchillos y tenedores. Un ogro había encendido una barbacoa portátil y estaba bailando con un delantal en el que ponía BESA AL COCINERO.

La escena habría resultado casi graciosa, pero Frank sabía que él era el plato principal.

—He mandado a tus amigos al desván —dijo su abuela—. Podrás reunirte con ellos cuando hayamos terminado.

—¿El desván? —Frank se volvió—. Me dijiste que nunca entrara allí.

—Eso es porque guardamos armas en el desván, tontorrón. ¿Crees que es la primera vez que los monstruos atacan a nuestra familia?

—Armas… —masculló Frank—. Vale. En mi vida he manejado armas.

Los orificios nasales de su abuela se ensancharon.

—¿Es eso un sarcasmo, Fai Zhang?

—Sí, abuela.

—Bien. Puede que todavía no todo esté perdido. Ahora siéntate. Debemos comer.

Señaló con la mano la mesita de noche, donde alguien había dejado un vaso de zumo de naranja y un plato con huevos escalfados y una tostada con beicon: el desayuno favorito de Frank.

A pesar de los problemas, a Frank le entró de repente hambre. Miró a su abuela asombrado.

—¿Me has…?

—¿Preparado el desayuno? ¡Por el mono de Buda, claro que no! Y tampoco ha sido el servicio. Es demasiado peligroso para ellos quedarse aquí. No, tu novia Hazel te lo ha preparado. Y anoche te trajo una manta y una almohada. Y escogió ropa limpia para ti de tu habitación. Por cierto, deberías ducharte. Hueles a pelo de caballo quemado.

Frank abrió y cerró la boca como un pez. Era incapaz de emitir sonidos. ¿Hazel había hecho todo eso por él? Estaba convencido de que había echado por tierra cualquier posibilidad con ella la noche anterior al invocar a Gris.

—Ella… esto… ella no es…

—¿No es tu novia? —aventuró su abuela—. ¡Pues debería serlo, pedazo de alcornoque! No la dejes escapar. Por si no te has dado cuenta, necesitas mujeres fuertes en tu vida. Y ahora, vamos por faena.

Frank desayunó mientras su abuela le daba una especie de sesión informativa militar. A la luz del día, su piel era tan translúcida que parecía que le brillaran las venas. Su respiración sonaba como una bolsa de papel crujiente inflándose y desinflándose, pero hablaba con firmeza y claridad.

Le explicó que los ogros llevaban tres días rodeando la casa, esperando a que Frank apareciera.

—Quieren cocinarte y comerte —dijo la anciana con repugnancia—, lo cual es ridículo. Debes de saber fatal.

—Gracias, abuela.

Ella asintió con la cabeza.

—Reconozco que me puse algo contenta cuando dijeron que volvías. Me alegro de verte por última vez, aunque lleves la ropa sucia y necesites cortarte el pelo. ¿Es así como representas a tu familia?

—He estado un poco ocupado, abuela.

—El desaliño no admite excusas. En cualquier caso, tus amigos ya se han levantado y han desayunado. Están haciendo el inventario de las armas del desván. Les he dicho que irás dentro de poco, pero hay demasiados ogros para rechazarlos mucho tiempo. Por eso debemos hablar de vuestro plan de escape. Mira en la mesita de noche.

Frank abrió el cajón y sacó un sobre cerrado.

—¿Sabes el campo de aviación que hay al final del parque? —preguntó su abuela—. ¿Podrías volver a encontrarlo?

Frank asintió mudamente. Estaba a unos cinco kilómetros al norte, siguiendo la carretera principal a través del cañón. Su abuela lo había llevado allí a veces, cuando fletaba aviones para que le trajeran envíos especiales de China.

—Hay un piloto esperando para partir inmediatamente —dijo su abuela—. Es un viejo amigo de la familia. En ese sobre hay una carta para él en la que le pido que te lleve al norte.

—Pero…

—No me discutas, muchacho —murmuró ella—. Marte me ha estado visitando estos últimos días. Me ha hecho compañía y me ha hablado de tu misión. Busca a la Muerte y libérala. Cumple con tu deber.

—Pero si tengo éxito, tú morirás. No te volveré a ver.

—Es cierto —convino su abuela—. Pero me moriré de todas formas. Soy vieja. Creía que ya lo había dejado claro. A ver, ¿te dio tu pretora alguna carta de presentación?

—Ah, sí, pero…

—Bien. Enséñaselas también al piloto. Es un veterano de la legión. En caso de que tenga dudas o le entre miedo, esas credenciales le obligarán moralmente a ayudarte de cualquier forma posible. Lo único que tienes que hacer es llegar al campo de aviación.

La casa retumbó. En el exterior, una bola de fuego estalló en el aire e iluminó toda la habitación.

—Los ogros se están impacientando. Debemos darnos prisa. En cuanto a tus poderes, espero que hayas averiguado cuáles son.

—Hummm…

Su abuela murmuró unos juramentos en atropellado mandarín.

—¡Por los dioses de tus antepasados, muchacho! ¿No has aprendido nada?

—¡Sí!

Frank reveló tartamudeando los detalles de la conversación que había mantenido con Marte la noche anterior, pero se sentía mucho más cohibido delante de su abuela.

—El don de Periclímeno… Creo, creo que era hijo de Poseidón, o sea, de Neptuno, o sea… —Frank extendió las manos— del dios del mar.

Su abuela asintió a regañadientes.

—Era nieto de Poseidón, pero está bien. ¿Cómo ha llegado ese dato a tu brillante intelecto?

—Un vidente de Portland… dijo algo sobre mi bisabuelo, Shen Lun. Dijo que lo culparon del terremoto de 1906 que destruyó San Francisco y la antigua ubicación del Campamento Júpiter.

—Continúa.

—En el campamento decían que un descendiente de Neptuno había provocado el desastre. Neptuno es el dios de los terremotos. Pero… pero no creo que el bisabuelo fuera realmente el culpable. Provocar terremotos no es nuestro don.

—No —convino su abuela—. Pero sí, le echaron la culpa. Era poco popular como descendiente de Neptuno. Era poco popular porque su verdadero don era mucho más extraño que provocar terremotos. Y era poco popular porque era chino. Nunca antes un muchacho chino se había cobrado sangre romana. Es una verdad desagradable, pero no se puede negar. Lo acusaron falsamente y lo echaron de forma deshonrosa.

—Entonces… si no hizo nada malo, ¿por qué me dijiste que me disculpara por él?

Las mejillas de su abuela se encendieron.

—¡Porque disculparse por algo que no has hecho es mejor que morir por ello! No estaba segura de si en el campamento te culparían. No sabía si los prejuicios de los romanos habían disminuido.

Frank engulló el desayuno. Se habían mofado de él en el colegio y a veces en la calle, pero no demasiado, y nunca en el Campamento Júpiter. En el campamento nadie, ni una sola vez, se había burlado de él por ser asiático. A nadie le importaba eso. Solo se metían con él porque era torpe y lento. No podía imaginarse por lo que había pasado su abuelo, acusado de destruir todo el campamento, expulsado de la legión por algo que no había hecho.

—¿Y nuestro verdadero don? —preguntó su abuela—. ¿Has averiguado al menos cuál es?

Las viejas historias de su madre empezaron a dar vueltas en la cabeza de Frank. «Luchar contra un enjambre de abejas. Él era el dragón más fuerte de todos.» Recordó cuando su madre había aparecido al lado de él en el jardín, como si hubiera venido volando del desván. Recordó cuando había salido del bosque diciendo que había dado señas a una mamá osa.

—«Puedes ser cualquier cosa» —dijo Frank—. Es lo que ella siempre me decía.

Su abuela resopló.

—Por fin una lucecita se enciende en esa cabeza tuya. Sí, Fai Zhang. Tu madre no estaba estimulando tu autoestima. Te estaba diciendo la verdad en sentido literal.

—Pero… —Otra explosión sacudió la casa. Cayó yeso del techo como si fuera nieve. Frank estaba tan perplejo que apenas se dio cuenta—. ¿Cualquier cosa?

—Dentro de lo razonable —dijo su abuela—. Seres vivos. Resulta de ayuda si conoces bien a la criatura. También si estás en una situación de vida o muerte, como el combate. ¿Por qué estás tan sorprendido, Fai? Siempre has dicho que no estás cómodo con tu cuerpo. Todos nos sentimos de esa forma: todos los que tenemos la sangre de Pilos. Ese don solo fue concedido una vez a una familia mortal. Somos únicos entre los semidioses. Poseidón debía de sentirse especialmente generoso cuando bendijo a nuestro antepasado… o especialmente rencoroso. A menudo el don ha resultado una maldición. No salvó a tu madre…

En el exterior, los ogros prorrumpieron en vítores. Alguien gritó:

—¡Zhang! ¡Zhang!

—Debes marcharte, bobo —dijo su abuela—. Nuestro tiempo se ha acabado.

—Pero… no sé cómo usar mi poder. Nunca he… No puedo…

—Sí que puedes —dijo su abuela—. O no sobrevivirás para descubrir tu destino. No me gusta la Profecía de los Siete de la que me ha hablado Marte. Para los chinos, el siete es un número de mala suerte: un número de los fantasmas. Pero no podemos hacer nada al respecto. ¡Y ahora vete! Mañana por la noche es la fiesta de Fortuna. No tienes tiempo que perder. No te preocupes por mí. Moriré cuando me llegue el momento, a mi manera. No tengo la más mínima intención de ser devorada por esos ridículos ogros. ¡Vete!

Frank se volvió en la puerta. Se sentía como si le estuvieran estrujando el corazón en un exprimidor, pero hizo una reverencia formal.

—Gracias, abuela —dijo—. Haré que te sientas orgullosa de mí.

Ella murmuró algo. Por un momento Frank pensó que había dicho: «Ya lo has hecho».

Se la quedó mirando perplejo, pero la expresión de la anciana se avinagró enseguida.

—¡Deja de mirarme como un bobo, muchacho! ¡Ve a ducharte y a vestirte! ¡Péinate! Es la última imagen que voy a ver de ti, ¿y apareces con el pelo despeinado?

Él se pasó la mano por el cabello e hizo otra reverencia.

La última imagen que vio de su abuela era ella mirando furiosamente por la ventana, como si estuviera pensando en la terrible reprimenda que les daría a los ogros cuando invadieran su casa.