XXXIV
Frank

Se detuvieron delante del porche. Como Frank había temido, un amplio círculo de fogatas brillaban en el bosque rodeando por completo la finca, pero la casa parecía intacta.

Los móviles de viento de su abuela tintineaban con la brisa nocturna. Su silla de mimbre estaba vacía, orientada hacia la carretera. En las ventanas de la planta baja había luces encendidas, pero Frank decidió no llamar al timbre. No sabía qué hora era, ni si su abuela estaba dormida o si estaba en casa siquiera. Comprobó la estatua del elefante de piedra del rincón: una pequeña copia de la de Portland. La llave de sobra seguía escondida debajo de su pata.

Vaciló ante la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó Percy.

Frank recordó la mañana que había abierto la puerta al oficial del ejército que le había informado de la muerte de su madre. Recordó bajar esos escalones para ir al funeral, con el palo guardado en el abrigo por primera vez. Recordó estar allí y ver como los lobos salían del bosque: los seguidores de Lupa que lo habían llevado al Campamento Júpiter. Parecía que hubiera sucedido hacía mucho, pero solo habían pasado seis semanas.

Y entonces había vuelto. ¿Lo abrazaría su abuela? ¿Le diría: «¡Gracias a los dioses, has vuelto, Frank! ¡Estoy rodeada de monstruos!»?

Era más probable que lo regañara o que los confundiera con unos intrusos y los ahuyentara con una sartén.

—¿Frank? —dijo Hazel.

—Ella está nerviosa —murmuró la arpía desde la barandilla en la que estaba posada—. El elefante… el elefante está mirando a Ella.

—No pasará nada —a Frank le temblaba tanto la mano que apenas podía encajar la llave en la cerradura—. No os separéis.

En el interior, la casa olía a cerrado y a humedad. Normalmente el aire estaba perfumado de incienso de jazmín, pero todos los quemadores estaban vacíos.

Examinaron la sala de estar, el comedor y la cocina. Había platos sucios amontonados en el fregadero, cosa que no era normal. La asistenta de su abuela iba a la casa todos los días, a menos que los gigantes la hubieran espantado.

O se la hubieran comido, pensó Frank. Ella había dicho que los lestrigones eran caníbales.

Apartó esa idea de su mente. Los monstruos no hacían caso a los mortales corrientes. Al menos, normalmente.

En el salón, estatuas de Buda e inmortales taoístas les sonreían como payasos psicópatas. Frank se acordó de Iris, la diosa del arcoíris, que se había interesado superficialmente por el budismo y el taoísmo. Frank se imaginó que una visita a aquella espeluznante y vieja casa la curaría de su inclinación.

De los grandes jarrones de su abuela colgaban telarañas. Eso tampoco era normal. Ella insistía en que el polvo de su colección se limpiara regularmente. Al mirar la porcelana, a Frank le remordió la conciencia por haber destruido tantas piezas el día del funeral. En ese momento le parecía ridículo enfadarse con su abuela cuando tenía tantas personas con las que estar enfadado: Juno, Gaia, los gigantes, su padre Marte… Sobre todo Marte.

La chimenea estaba apagada y fría.

Hazel se abrazó el pecho como si quisiera impedir que el trozo de leña saltara al hogar.

—¿Es esa…?

—Sí —dijo Frank—. Esa es.

—¿Qué es? —preguntó Percy.

La expresión de Hazel era de compasión, pero eso solo hizo sentirse peor a Frank. Se acordó del terror y el rechazo que ella había mostrado cuando él había invocado a Gris.

—Es la chimenea —le dijo a Percy, un comentario ridículo de puro obvio—. Vamos. Miremos arriba.

Los escalones crujían bajo sus pies. El viejo cuarto de Frank estaba como lo había dejado. Ninguna de sus cosas había sido tocada: su arco y su carcaj de sobra (tenía que cogerlos más tarde), sus premios de deletreo del colegio (sí, probablemente era el único semidiós no disléxico y campeón de deletreo del mundo, por si no era ya bastante rarito) y las fotos de su madre: con su chaleco antibalas y su casco, sentada en un vehículo militar en la provincia de Kandahar; con su uniforme de fútbol la temporada que había entrenado al equipo de Frank; con su uniforme de gala del ejército, posando las manos en los hombros de Frank; la vez que había visitado su colegio durante la jornada de orientación profesional.

—¿Es tu madre? —preguntó Hazel con delicadeza—. Es muy guapa.

Frank no contestó. Se sentía un poco avergonzado: un chico de dieciséis años con un montón de fotos de su madre. Debía de ser patético. Pero sobre todo se sentía triste. Hacía seis semanas él estaba allí. En algunos sentidos, parecía una eternidad. Pero cuando miraba la cara risueña de su madre en aquellas fotos, el dolor de su pérdida estaba más reciente que nunca.

Registraron las otras habitaciones. Las dos centrales estaban vacías. Una tenue luz parpadeaba bajo la última puerta: el cuarto de su abuela.

Frank llamó suavemente. Nadie contestó. Abrió la puerta empujándola. Su abuela estaba tumbada en la cama, con aspecto demacrado y débil, y el cabello blanco esparcido sobre su cara como la corona de un basilisco. Una vela ardía sobre la mesita de noche. Un hombre corpulento con el uniforme beis de las Fuerzas Armadas de Canadá estaba sentado a la cabecera. A pesar de la oscuridad, llevaba puestas unas gafas de sol oscuras detrás de cuyos cristales brillaba una luz de color rojo sangre.

—Marte —dijo Frank.

El dios levantó la vista impasiblemente.

—Hola, chico. Pasa. Dile a tus amigos que se larguen.

—¿Frank? —susurró Hazel—. ¿Cómo que Marte? ¿Está tu abuela… está bien?

Frank lanzó una mirada a sus amigos.

—¿No lo veis?

—¿A quién? —Percy agarró su espada—. ¿A Marte? ¿Dónde?

El dios de la guerra soltó una risita.

—No, ellos no pueden verme. Quiero que esta vez vaya mejor. Una conversación en privado entre padre e hijo, ¿vale?

Frank cerró los puños. Contó hasta diez antes de atreverse a hablar.

—Chicos, no es… no es nada. Escuchad, ¿por qué no vais a las habitaciones centrales?

—Los tejados —propuso Ella—. Los tejados son buenos para las arpías.

—Claro —dijo Frank aturdido—. Debe de haber comida en la cocina. ¿Me dejáis solo unos minutos con mi abuela? Creo que está…

Se le quebró la voz. No sabía si tenía ganas de llorar o de gritar o de dar un puñetazo a Marte en las gafas… puede que las tres cosas.

Hazel le posó la mano en el brazo.

—Desde luego, Frank. Vamos, Ella, Percy.

Frank esperó hasta que los pasos de sus amigos se alejaron. Entonces entró en el dormitorio y cerró la puerta.

—¿Eres tú realmente? —preguntó a Marte—. ¿No es un truco o una ilusión o algo parecido?

El dios negó con la cabeza.

—¿Preferirías que no fuera yo?

—Sí —confesó Frank.

Marte se encogió de hombros.

—Te comprendo perfectamente. Nadie recibe la guerra con los brazos abiertos; no si son listos. Pero la guerra acaba encontrando a todo el mundo tarde o temprano. Es inevitable.

—Es estúpido —repuso Frank—. La guerra no es inevitable. Mata a la gente. Me…

—… arrebató a tu madre —concluyó Marte.

Frank tenía ganas de quitarle a bofetadas aquella expresión tranquila de la cara, pero tal vez solo era el aura de Marte, que le hacía sentirse agresivo. Miró a su abuela, que dormía plácidamente. Ojalá hubiera podido despertarla. Si alguien podía enfrentarse a un dios de la guerra esa era su abuela.

—Está preparada para morir —dijo Marte—. Hace semanas que lo está, pero está esperándote.

—¿Esperándome? —Frank se quedó tan pasmado que casi se olvidó de su cólera—. ¿Por qué? ¿Cómo podía saber que iba a volver? ¡Yo no lo sabía!

—Los lestrigones lo sabían —dijo Marte—. Me imagino que cierta diosa se lo dijo.

Frank parpadeó.

—¿Juno?

El dios de la guerra se rió tan fuerte que las ventanas vibraron, pero su abuela no se despertó.

—¿Juno? ¡Por los bigotes de un jabalí, muchacho! ¡Juno, no! Tú eres el arma secreta de Juno. Ella no te traicionaría. No, me refería a Gaia. Es evidente que ha estado siguiéndote la pista. Creo que tú le preocupas más que Percy, Jason o que cualquiera de los siete.

Frank se sentía como si la habitación se estuviera inclinando. Deseó que hubiera otra silla en la que pudiera sentarse.

—Los siete… ¿Te refieres a la antigua profecía, la de las Puertas de la Muerte? ¿Soy uno de los siete? ¿Y Jason y…?

—Sí, sí —Marte agitó la mano impacientemente—. Vamos, muchacho. Se supone que se te dan bien las tácticas. ¡Piénsalo detenidamente! Está claro que tus amigos también están preparados para la misión, suponiendo que volváis con vida de Alaska. Juno pretende unir a los griegos y los romanos, y enviarlos contra los gigantes. Cree que es la única forma de detener a Gaia.

Marte se encogió de hombros; saltaba a la vista que el plan no le convencía.

—En fin, Gaia no quiere que tú seas uno de los siete. A Percy Jackson… cree que puede controlarlo. Todos los demás tienen debilidades que ella puede explotar. Pero tú… tú le preocupas. Preferiría matarte enseguida. Por eso ha reunido a los lestrigones. Llevan aquí días esperando.

Frank sacudió la cabeza. ¿Le estaba gastando Marte una broma? Era imposible que una diosa estuviera preocupada por Frank, sobre todo cuando había alguien como Percy Jackson de quien preocuparse.

—¿Que no tengo debilidades? —dijo—. Pero si es lo único que tengo. ¡Mi vida depende de un palo!

Marte sonrió.

—Te menosprecias. El caso es que Gaia ha convencido a esos lestrigones de que si se comen al último miembro de tu familia (es decir, a ti), heredarán el don de la familia. No sé si es cierto o no, pero los lestrigones están impacientes por intentarlo.

A Frank se le hizo un nudo en el estómago. Gris había matado a seis ogros, pero a juzgar por las fogatas que había alrededor de la finca, había docenas más esperando para cocinar a Frank de desayuno.

—Voy a vomitar —dijo.

—No —Marte chasqueó los dedos, y las náuseas desaparecieron—. Son los nervios de la batalla. Le pasa a todo el mundo.

—Pero mi abuela…

—Sí, ha estado esperando para hablar contigo. Los ogros la han dejado en paz hasta ahora. Ella es el cebo, ¿sabes? Y ahora que has venido, me imagino que ya han olido tu presencia. Atacarán por la mañana.

—¡Pues sácanos de aquí! —le pidió Frank—. Chasquea los dedos y cárgate a los caníbales.

—¡Ah! Eso sería divertido, pero yo no libro las batallas de mis hijos. Los Hados tienen las ideas claras con respecto a lo que deben hacer los dioses y lo que deben hacer los mortales. Esta es tu misión, muchacho. Y por si todavía no lo has descubierto, no podrás volver a utilizar la lanza hasta dentro de veinticuatro horas, así que espero que hayas aprendido a usar el don de la familia. De lo contrario, les servirás de desayuno a los caníbales.

«El don de la familia.» Frank había querido hablar del asunto con su abuela, pero ya no tenía a nadie a quien consultar salvo a Marte. Miró fijamente al dios de la guerra, que sonreía sin la más mínima compasión.

—Periclímeno —Frank pronunció con cuidado la palabra, como si estuviera en un certamen de deletreo—. Él fue mi antepasado, un príncipe griego, un argonauta. Murió luchando contra Hércules.

Marte hizo un gesto con la mano para invitarle a que continuara.

—Tenía una habilidad que le ayudaba en el combate —dijo Frank—. Una especie de don divino. Mi madre decía que luchaba como un enjambre de abejas.

Marte se echó a reír.

—Es cierto. ¿Qué más?

—De algún modo, la familia llegó a China. Creo que en la época del Imperio romano uno de los descendientes de Periclímeno sirvió en la legión. Mi madre solía hablar de alguien llamado Seneca Gracchus, pero también tenía un nombre chino, Sung Guo. Creo… bueno, esta es la parte que no conozco, pero Reyna siempre ha dicho que muchas legiones se perdieron. La Duodécima fundó el Campamento Júpiter. Tal vez hubo otra legión que desapareció en el oeste.

Marte aplaudió silenciosamente.

—No está mal, muchacho. ¿Has oído hablar de la batalla de Carras? Fue una gran catástrofe para los romanos. Lucharon contra los partos en la frontera oriental del Imperio. Quince mil romanos murieron. Diez mil más fueron hechos prisioneros.

—¿Y uno de esos prisioneros era quizá mi antepasado Seneca Gracchus?

—Exacto —respondió Marte—. Los partos pusieron a los legionarios cautivos a trabajar, pues eran muy buenos guerreros. Pero entonces Partia fue invadida de nuevo por el otro lado…

—Por los chinos —aventuró Frank—. Y los prisioneros romanos fueron capturados otra vez.

—Sí. Es un poco embarazoso. En fin, así es como una legión romana llegó a China. Con el tiempo, los romanos echaron raíces y construyeron una nueva ciudad llamada…

—Li-Jien —dijo Frank—. Mi madre decía que era el hogar de nuestros antepasados. Li-Jien. «Legión.»

Marte se mostró satisfecho.

—Ya lo vas entendiendo. Y el viejo Seneca Gracchus tenía el don de tu familia.

—Mi madre decía que luchaba contra dragones —recordó Frank—. Decía que era… el dragón más poderoso de todos.

—Era bueno —reconoció Marte—. No lo bastante para evitar la mala suerte de su legión, pero era bueno. Se estableció en China, transmitió el don de su familia a sus hijos y así sucesivamente. Con el tiempo, tu familia emigró a Norteamérica y se involucró con el Campamento Júpiter…

—El círculo —concluyó Frank—. Juno dijo que yo cerraría el círculo de mi familia.

—Ya veremos —Marte señaló con la cabeza a su abuela—. Ella quería contártelo en persona, pero como no le quedan muchas fuerzas, he pensado que yo podría explicarte parte de la historia. Entonces ¿entiendes el don que posees?

Frank vaciló. Se le había ocurrido una idea, pero le parecía disparatada; todavía más disparatada que una familia que se muda de Grecia a Roma, de Roma a China y de China a Canadá. No quería decirla en voz alta. No quería equivocarse y que Marte se riera de él.

—Creo… creo que sí. Pero contra un ejército de ogros…

—Sí, será difícil —Marte se levantó y se estiró—. Cuando tu abuela se despierte por la mañana, te ofrecerá ayuda. Entonces me imagino que morirá.

—¿Qué? ¡Pero tengo que salvarla! No puede dejarme así sin más.

—Ha vivido una vida plena —dijo Marte—. Está lista para pasar página. No seas egoísta.

—¡Egoísta!

—Si la vieja ha aguantado tanto ha sido por su sentido del deber. Tu madre era igual. Por eso yo la amaba. Siempre anteponía su deber a todo lo demás. Incluso a su vida.

—Incluso a mí.

Marte se quitó las gafas de sol. Donde deberían haber estado sus ojos bullían unas esferas de fuego en miniatura, como explosiones nucleares.

—La autocompasión no sirve de nada, muchacho. No es digna de ti. Incluso sin el don de tu familia, tu madre te dio tus cualidades más importantes: valentía, lealtad e inteligencia. Ahora tienes que decidir cómo usarlas. Por la mañana, escucha a tu abuela. Acepta su consejo. Todavía puedes liberar a Tánatos y salvar el campamento.

—Y dejar morir a mi abuela.

—La vida es preciosa porque tiene final, muchacho. Haz caso a un dios. Los mortales no sabéis la suerte que tenéis.

—Sí —murmuró Frank—. Mucha suerte.

Marte se rió; un áspero sonido metálico.

—Tu madre solía decirme este proverbio chino. Cómete lo amargo. Saborea lo dulce…

—Cómete lo amargo, saborea lo dulce —dijo Frank—. Odio ese proverbio.

—Pero es cierto. ¿Cómo se dice hoy en día? El que algo quiere, algo le cuesta. Es la misma idea. Cuando haces algo fácil, algo atractivo, algo pacífico, casi siempre se acaba volviendo amargo. Pero si sigues el camino difícil… ah, así es como se obtienen los premios más dulces. Deber. Sacrificio. Son valores importantes.

Frank estaba tan disgustado que apenas podía hablar. ¿Era ese su padre?

Claro, Frank entendía que su madre hubiera sido una heroína. Entendía que hubiera salvado vidas y que hubiera sido muy valiente. Pero lo había dejado solo. Eso no era justo. No estaba bien.

—Ya me voy —prometió Marte—. Pero primero quiero aclarar una cosa. Antes dijiste que eras débil. Eso no es cierto. ¿Quieres saber por qué Juno te perdonó la vida, Frank? ¿Por qué ese palo todavía no ha ardido? Es porque tienes un papel que desempeñar. Tú crees que no eres tan bueno como los otros romanos. Crees que Percy Jackson es mejor que tú.

—Y lo es —masculló Frank—. Luchó contra ti y venció.

Marte se encogió de hombros.

—Tal vez. Pero todo héroe tiene un defecto fatal. ¿El de Percy Jackson? Es demasiado leal a sus amigos. No puede abandonarlos por nada del mundo. Hace años se lo dijeron. Y dentro de poco tendrá que hacer frente a un sacrificio del que es incapaz. Sin ti, Frank (sin tu sentido del deber), fracasará. La guerra se torcerá, y Gaia destruirá nuestro mundo.

Frank sacudió la cabeza. No podía oír eso.

—La guerra es un deber —continuó Marte—. La única elección real es si la aceptas y por qué luchas. El legado de Roma está en peligro: cinco mil años de derecho, orden y civilización. Los dioses, las tradiciones, las culturas que dieron forma al mundo en el que vives: todo se vendrá abajo, Frank, a menos que venzas. Creo que es algo por lo que merece la pena luchar. Piénsalo.

—¿Cuál es el mío? —preguntó Frank.

Marte arqueó una ceja.

—¿Tu qué?

—Mi defecto fatal. Has dicho que todos los héroes tienen uno.

El dios sonrió secamente.

—Tú mismo tienes que responder a eso, Frank. Pero por fin haces las preguntas correctas. Ahora duerme. Necesitas descansar.

El dios le dijo adiós con la mano. Frank notó que le pesaban los ojos. Se desplomó, y todo se oscureció.

—Fai —dijo una voz familiar, áspera e impaciente.

Frank parpadeó. La luz del sol entraba a raudales en la habitación.

—Levanta, Fai. Me gustaría mucho abofetear esa ridícula cara que tienes, pero no estoy en condiciones de salir de la cama.

—¿Abuela?

La anciana se volvió más nítida, lo miraba desde la cama. Frank estaba tumbado en el suelo. Alguien lo había tapado con una manta y le había colocado una almohada debajo de la cabeza durante la noche, pero no tenía ni idea de cómo había ocurrido.

—Sí, mi buey tonto —su abuela todavía tenía un aspecto terriblemente débil y pálido, pero su voz sonaba más dura que nunca—. Levántate. Los ogros han rodeado la casa. Tenemos mucho de lo que hablar si tú y tus amigos queréis escapar de aquí con vida.