Frank se sintió aliviado cuando las ruedas se desprendieron.
Ya había vomitado dos veces desde la parte de atrás del carro, lo que no resultaba divertido a la velocidad del sonido. El caballo parecía plegar el tiempo y el espacio al correr, desdibujando el paisaje y haciendo sentirse a Frank como si se acabara de beber cinco litros de leche entera sin su medicamento para la intolerancia a la lactosa. Ella no contribuía a mejorar la situación. No paraba de murmurar:
—Mil doscientos kilómetros por hora. Mil trescientos. Mil trescientos cinco. Rápido. Muy rápido.
El caballo se dirigió a toda velocidad al norte a través del estrecho de Puget y pasó zumbando junto a islas, barcas de pesca y sorprendidos bancos de ballenas. El paisaje que se extendía delante empezó a resultar familiar: Crescent Bay, Boundary Bay. Frank había ido a pescar allí una vez en una excursión escolar. Habían entrado en Canadá.
El caballo se posó como un cohete en tierra firme. Siguió la autopista 99 hacia el norte, corriendo tan rápido que los coches parecían estar quietos. Finalmente, cuando estaban entrando en Vancouver, las ruedas del carro empezaron a echar humo.
—¡Hazel! —chilló Frank—. ¡Esto se está rompiendo!
Ella captó el mensaje y tiró de las riendas. Al caballo no pareció hacerle gracia, pero redujo la marcha a velocidad subsónica mientras pasaban volando por las calles de la ciudad. Cruzaron el puente Ironworkers hasta North Vancouver, y el carro empezó a traquetear de forma peligrosa. Por fin Arión se detuvo en lo alto de una colina boscosa. El caballo resopló de satisfacción, como diciendo: «Así se corre, pringados». El carro humeante se desplomó y arrojó a Percy, Frank y Ella sobre la tierra húmeda cubierta de musgo.
Frank se levantó dando traspiés. Parpadeaba para tratar de despejar los puntos amarillos que veía. Percy gimió y empezó a desenganchar a Arión del carro destrozado. Ella revoloteaba aturdida, pegándose contra los árboles y murmurando:
—Árbol. Árbol. Árbol.
Hazel era la única que no parecía afectada por el viaje. Se deslizó de la grupa del caballo sonriendo con regocijo.
—¡Qué divertido!
—Sí —Frank contuvo las náuseas—. Divertidísimo.
Arión relinchó.
—Dice que necesita comer —tradujo Percy—. No me extraña. Debe de haber consumido unos seis millones de calorías.
Hazel examinó el suelo a sus pies y frunció el entrecejo.
—No percibo oro por aquí… No te preocupes, Arión. Te encontraré un poco. Mientras tanto, ¿por qué no vas a pastar? Nos reuniremos…
El caballo se marchó zumbando, dejando una estela de vapor a su paso.
Hazel frunció el entrecejo.
—¿Crees que volverá?
—No lo sé —dijo Percy—. Parece un poco… fogoso.
Frank casi esperaba que el caballo no volviera. Por supuesto, no lo dijo. Notaba que a Hazel le preocupaba la idea de perder a su nuevo amigo. Pero Arión le daba miedo, y Frank estaba convencido de que el caballo lo sabía.
Hazel y Percy empezaron a recoger las provisiones de los restos del carro. Había unas cuantas cajas de mercancías de Amazon en la parte delantera, y Ella chilló de regocijo cuando encontró una remesa de libros. Agarró un ejemplar de Las aves de Norteamérica, revoloteó a la rama más cercana y empezó a hojearlo arañándolo tan rápido que Frank no sabía si estaba leyendo o haciéndolo trizas.
Frank se apoyó en un árbol tratando de controlar el vértigo. Todavía no se había recuperado del encarcelamiento: lo habían llevado a patadas a través del vestíbulo, lo habían desarmado, lo habían enjaulado, y un caballo ególatra lo había insultado llamándolo «hombrecito». Eso no había contribuido precisamente a mejorar su autoestima.
Antes de eso, la visión que había compartido con Hazel lo había dejado desconcertado. Ahora se sentía más próximo a ella. Sabía que había hecho lo correcto dándole el trozo de leña. Se había quitado un gran peso de encima.
Por otra parte, había visto directamente el inframundo. Había experimentado lo que era estar eternamente sin hacer nada, solo arrepintiéndote de tus errores. Había mirado las inquietantes máscaras doradas de los jueces de los muertos y se había dado cuenta de que algún día se situaría ante ellos, tal vez muy pronto.
Frank siempre había soñado con volver a ver a su madre cuando muriera, pero quizá eso no les fuera posible a los semidioses. Hazel había estado en los Campos de Asfódelos unos setenta años y no había encontrado a su madre. Frank esperaba que él y su madre acabaran en los Campos Elíseos. Pero si Hazel no había ido allí —sacrificando su vida para detener a Gaia, responsabilizándose de sus acciones para que su madre no acabara en los Campos de Castigo—, ¿qué posibilidades tenía Frank? Él nunca había hecho algo tan heroico.
Se enderezó y miró a su alrededor, tratando de orientarse.
Hacia el sur, al otro lado de la bahía de Vancouver, el horizonte del centro emitía destellos rojizos con la puesta de sol. Hacia el norte, las colinas y pluriselvas del parque de Lynn Canyon serpenteaban entre las subdivisiones de North Vancouver hasta dar paso al monte.
Frank había explorado ese parque durante años. Vio un recodo del río que le resultaba familiar. Reconoció un pino muerto que había sido partido por un rayo en un claro cercano. Frank conocía esa colina.
—Estoy prácticamente en casa —dijo—. La casa de mi abuela está allí mismo.
Hazel entornó los ojos.
—¿A qué distancia?
—Justo al otro lado del río, a través del bosque.
Percy arqueó una ceja.
—¿En serio? ¿Vamos a casa de tu abuela?
Frank se aclaró la garganta.
—Sí, vale.
Hazel juntó las manos en un gesto de súplica.
—Frank, por favor, dime que nos dejará pasar la noche. Ya sé que tenemos una fecha límite, pero tenemos que descansar, ¿no? Y Arión nos ha ahorrado tiempo. A lo mejor incluso podríamos tomar comida de verdad.
—¿Y darnos una ducha caliente? —rogó Percy—. ¿Y dormir en una cama con sábanas y almohada?
Frank trató de imaginarse la cara que pondría su abuela cuando apareciera con dos amigos armados hasta los dientes y una arpía. Todo había cambiado desde el funeral de su madre, desde la mañana en que los lobos se lo habían llevado al sur. Entonces él se había enfadado mucho por tener que marcharse. No se imaginaba volviendo.
Aun así, él y sus amigos estaban agotados. Habían estado viajando durante más de dos días sin comer ni dormir como es debido. Su abuela podría darles víveres. Y tal vez pudiera responder a unas preguntas que a Frank le daban vueltas en la cabeza: una creciente sospecha acerca del don de su familia.
—Merece la pena intentarlo —decidió Frank—. Vamos a casa de mi abuela.
Frank estaba tan distraído que habría entrado de cabeza en el campamento de los ogros. Por suerte Percy le hizo retroceder.
Se agacharon junto a Hazel y Ella detrás de un tronco caído y observaron el claro.
—Malo —murmuró Ella—. Esto es malo para las arpías.
Había anochecido del todo. En torno a una llameante fogata había media docena de humanoides greñudos. De pie, debían de medir dos metros y medio: pequeños comparados con el gigante Polibotes o incluso con los cíclopes que habían visto en California, pero no por ello menos espeluznantes. La única ropa que llevaban eran unos bañadores de surfista que les llegaban hasta las rodillas. Tenían la piel del tono rojo de quien ha sufrido una insolación, cubierta de tatuajes de dragones, corazones y mujeres en bikini. Sobre el fuego había un asador del que colgaba un animal despellejado, tal vez un jabalí, y los ogros arrancaban pedazos de carne con sus uñas como garras, riéndose y hablando mientras comían, enseñando sus puntiagudos dientes. Al lado de los ogros había varias bolsas de malla llenas de esferas de bronce, como balas de cañón. Las esferas debían de haber estado calientes, porque echaban humo con el frío aire nocturno.
A menos de doscientos metros detrás del claro, la mansión Zhang brillaba entre los árboles. «Qué cerca», pensó Frank. Se preguntó si podrían rodear furtivamente a los monstruos, pero al mirar a la izquierda y a la derecha, vio más fogatas en ambas direcciones, como si los ogros hubieran cercado la finca. Frank clavó los dedos en la corteza del árbol. Su abuela podía estar sola en casa, atrapada.
—¿Qué son esos tipos? —susurró.
—Canadienses —contestó Percy.
Frank se apartó de él.
—¿Cómo?
—Sin ánimo de ofender —dijo Percy—. Es como los llamó Annabeth cuando luché contra ellos. Dijo que viven en el norte, en Canadá.
—Sí, bueno, estamos en Canadá —masculló Frank—. Yo soy canadiense. Pero en mi vida he visto esas cosas.
Ella se arrancó una pluma de las alas y la hizo girar entre sus dedos.
—Lestrigones —dijo—. Caníbales. Gigantes del norte. La leyenda del Pies Grandes. Sí, sí. No son aves. No son aves de Norteamérica.
—Así se llaman —convino Percy—. Lestri… Esto, lo que ha dicho Ella.
Frank miró ceñudo a las criaturas del claro.
—Se podrían confundir con el Pies Grandes. Tal vez la leyenda viene de ahí. Ella, eres muy lista.
—Ella es lista —asintió ella.
La arpía ofreció tímidamente a Frank su pluma.
—Oh… gracias —él se la metió en el bolsillo y acto seguido reparó en que Hazel lo miraba echando chispas por los ojos—. ¿Qué? —preguntó.
—Nada —Hazel se volvió hacia Percy—. Entonces ¿estás recuperando la memoria? ¿Te acuerdas de cómo venciste a esos?
—Más o menos —dijo Percy—. Todavía está borroso. Creo que me ayudaron. Los matamos con bronce celestial, pero eso fue antes de… ya sabes.
—Antes de que la Muerte fuera secuestrada —dijo Hazel—. Así que ahora podrían no morirse.
Percy asintió con la cabeza.
—Esas balas de cañón de bronce… son peligrosas. Creo que usamos algunas contra los gigantes. Si se les prende fuego, explotan.
Frank se llevó la mano al bolsillo de su abrigo. Entonces se acordó de que Hazel tenía el palo.
—Si provocamos alguna explosión, los ogros de los otros campamentos vendrán corriendo —dijo—. Creo que han rodeado la casa, lo que significa que podría haber cincuenta o sesenta de esos monstruos en el bosque.
—Entonces es una trampa —Hazel miró a Frank con preocupación—. ¿Y tu abuela? Tenemos que ayudarla.
A Frank se le hizo un nudo en la garganta. Ni en un millón de años habría pensado que su abuela necesitaría que la rescataran, pero empezó a visualizar posibles situaciones de batalla, como hacía en el campamento durante los juegos de guerra.
—Necesitamos una distracción —decidió—. Si pudiéramos atraer a ese grupo al bosque, podríamos pasar a escondidas sin alertar a los otros.
—Ojalá Arión estuviera aquí —dijo Hazel—. Podría hacer que los ogros me persiguieran.
Frank sacó su lanza de la mochila.
—Tengo otra idea.
Frank no quería hacerlo. La idea de invocar a Gris le daba todavía más miedo que el caballo de Hazel, pero no veía otra forma.
—¡Frank, no puedes atacar ahí! —le advirtió Hazel—. ¡Es un suicidio!
—No voy a atacar —dijo Frank—. Tengo un amigo… Que… que nadie grite, ¿vale?
Clavó la lanza en el suelo, y la punta se partió.
—Uy —dijo Ella—. La punta de la lanza ya no está. No, no.
El suelo tembló. La mano esquelética de Gris salió a la superficie. Percy buscó su espada con las manos, y Hazel hizo un ruido como un gato que se ha tragado una pelusa. Ella se esfumó y volvió a aparecer en lo alto del árbol más cercano.
—No pasa nada —prometió Frank—. ¡Está todo controlado!
Gris salió arrastrándose del suelo. No mostraba señales de daño de su enfrentamiento contra los basiliscos. Estaba como nuevo con su ropa de camuflaje, sus botas de soldado y su piel gris translúcida que le cubría los huesos como gelatina brillante. Volvió sus espectrales ojos hacia Frank, esperando órdenes.
—Frank, es un spartus —dijo Percy—. Un guerrero esqueleto. Son malos. Son asesinos. Son…
—Lo sé —dijo Frank con amargura—. Pero es un regalo de Marte. Ahora mismo es lo único que tengo. Está bien, Gris. Tus órdenes son atacar a ese grupo de ogros. Llevarlos al oeste, crear una distracción para que nosotros podamos…
Lamentablemente, Gris perdió el interés después de la palabra «ogros». Tal vez solo entendía frases sencillas. Embistió hacia la fogata de los ogros.
—¡Espera! —dijo Frank, pero ya era demasiado tarde.
Gris se arrancó dos costillas de debajo de la camiseta, rodeó corriendo el fuego y apuñaló a los ogros por la espalda a una velocidad tan cegadora que ni siquiera les dio tiempo a gritar. Seis lestrigones con cara de gran sorpresa cayeron de lado como un círculo de fichas de dominó y se convirtieron en polvo.
Gris se puso a dar pisotones de acá para allá, esparciendo sus cenizas mientras intentaban volver a formarse. Cuando pareció convencido de que no iban a volver, se puso firme, saludó enérgicamente en dirección a Frank y se hundió en el suelo del bosque.
Percy se quedó mirando a Frank.
—¿Cómo…?
—Se acabaron los lestrigones —Ella bajó revoloteando y se posó al lado de ellos—. Seis menos seis es igual a cero. Las lanzas son buenas para restar. Sí.
Hazel miró a Frank como si él también se hubiera convertido en un esqueleto viviente. Frank pensó que se le iba a partir el corazón, pero la comprendía perfectamente. Los hijos de Marte eran muy violentos. Por algo el símbolo de Marte era una lanza ensangrentada. ¿Por qué no iba a estar horrorizada Hazel?
Miró furiosamente la punta rota de su lanza. Deseó tener cualquier padre menos a Marte.
—Vamos —dijo—. Mi abuela puede estar en apuros.