La jaula de las amazonas estaba en lo alto de un pasillo de almacenaje, a casi veinte metros en el aire.
Kinzie hizo subir a Hazel por tres escaleras de mano distintas hasta una plataforma metálica y luego le ató las manos holgadamente a la espalda y la hizo avanzar a empujones por delante de unas cajas de joyas.
Unos diez metros más adelante, bajo la fuerte luz de unos fluorescentes, una hilera de jaulas de tela metálica colgaban de unos cables. Percy y Frank estaban en dos de las jaulas, hablando en voz baja entre ellos. A su lado, en la plataforma, tres amazonas con cara de aburrimiento se encontraban apoyadas en sus lanzas contemplando unas pequeñas tablillas negras que sostenían en las manos como si estuvieran leyendo.
A Hazel las tablillas le parecieron demasiado finas para ser unos libros. Entonces cayó en la cuenta de que podían ser una especie de pequeños… ¿cómo los llamaba la gente moderna…? Ordenadores portátiles. Tal vez una forma de tecnología moderna de las amazonas. La idea le resultaba tan inquietante como la batalla de carretillas elevadoras de abajo.
—En marcha, chica —ordenó Kinzie, lo bastante alto para que las guardias la oyeran.
Empujó a Hazel por la espalda con su espada.
Hazel andaba lo más despacio que podía, pero los pensamientos se le agolpaban en la mente. Tenía que idear un plan de rescate brillante. Hasta el momento no se le había ocurrido nada. Kinzie se había asegurado de que pudiera romper sus ataduras fácilmente, pero de todas formas estaría desarmada frente a tres guerreras adiestradas, y tenía que actuar antes de que la metieran en una jaula.
Pasó por delante de un palé de cajas con el rótulo ANILLOS DE TOPACIO DE 24 QUILATES y de otro con la etiqueta PULSERAS DE LA AMISTAD DE PLATA. Un visor electrónico situado junto a las pulseras de la amistad rezaba: «Los clientes que compraron este producto también compraron LÁMPARA SOLAR DE GNOMO DE JARDÍN Y LANZA LLAMEANTE DE LA MUERTE. ¡Compra los tres y ahorra un 12 %!».
Hazel se quedó paralizada. Dioses del Olimpo, qué tonta era.
Plata. Topacio. Concentró sus sentidos, buscando metales preciosos, y por poco le explotó el cerebro del exceso de información. Estaba al lado de una montaña de joyas de seis pisos de altura. Pero delante de ella, desde el punto en el que se encontraba hasta las guardias, no había más que jaulas.
—¿Qué pasa? —susurró Kinzie—. ¡No te pares! Van a sospechar.
—Haz que vengan —murmuró Hazel por encima del hombro.
—¿Por qué…?
—Por favor.
Las guardias fruncieron el ceño en dirección a ellas.
—¿Qué estáis mirando? —les gritó Kinzie—. Traigo a la tercera prisionera. Venid a por ella.
La guardia más cercana dejó su tablilla.
—¿Por qué no andas otros treinta pasitos, Kinzie?
—Hummm, porque…
—¡Uf! —Hazel cayó de rodillas y trató de adoptar su mejor cara de mareo—. ¡Tengo náuseas! No puedo… andar. Las amazonas me dan… mucho… miedo.
—Ya estamos —les dijo Kinzie a las guardias—. ¿Vais a venir a llevaros a la prisionera o tengo que decirle a la reina Hylla que no estáis cumpliendo con vuestro deber?
La guardia que estaba más cerca puso los ojos en blanco y se acercó pesadamente. Hazel pensaba que las otras dos guardias también vendrían, pero tendría que preocuparse por eso más tarde.
La primera guardia agarró a Hazel por el brazo.
—Está bien. Me llevaré a la prisionera. Pero yo de ti, Kinzie, no me preocuparía por Hylla. No seguirá siendo reina mucho más tiempo.
—Ya veremos, Doris.
Kinzie se volvió para marcharse. Hazel esperó hasta que sus pasos se alejaron por la pasarela.
Doris, la guardia, tiró del brazo de Hazel.
—¿Y bien? Vamos.
Hazel se concentró en el muro de joyas situado junto a ella: cuarenta grandes cajas de pulseras de plata.
—No… me encuentro bien.
—No irás a vomitarme encima, ¿verdad? —gruñó Doris.
Trató de levantar a Hazel de un tirón, pero Hazel se dejó caer, como una niña a la que le da un berrinche en una tienda. A su lado, las cajas empezaron a temblar.
—¡Lulu! —gritó Doris a una de sus compañeras—. Ayúdame con esta flojucha.
¿Unas amazonas que se llamaban Doris y Lulu?, pensó Hazel. Vale…
La segunda guardia se acercó trotando. Hazel se figuró que era su mejor oportunidad. Antes de que pudieran levantarla, gritó: «¡Oooh!» y se tumbó contra la plataforma.
—No me fastidies… —empezó a decir Doris.
El palé de joyas entero explotó con un sonido como si mil tragaperras hubieran dado el premio gordo. Una ola gigantesca de pulseras de la amistad de plata se derramó sobre la pasarela y arrastró a Doris y a Lulu por encima de la barandilla.
Habrían muerto de la caída, pero Hazel no era tan mala. Había invocado varios cientos de pulseras, que saltaron sobre las guardias, les rodearon los tobillos y las dejaron colgando boca abajo desde la plataforma, gritando como unas flojuchas.
Hazel se volvió hacia la tercera guardia. Rompió sus ataduras, que eran tan resistentes como el papel higiénico. Recogió una de las lanzas de las guardias abatidas. Se le daban fatal las lanzas, pero esperaba que la tercera amazona no lo supiera.
—¿Tengo que matarte desde aquí? —gruñó Hazel—. ¿O me vas a obligar a acercarme?
La guardia se volvió y echó a correr.
Hazel gritó por el lado de la pasarela a Doris y Lulu.
—¡Las tarjetas de Amazon! ¡Pasádmelas, a menos que queráis que os quite esas pulseras y os deje caer!
Cuatro segundos y medio más tarde, Hazel tenía las dos tarjetas. Se acercó corriendo a las jaulas y pasó una tarjeta. Las puertas se abrieron de golpe.
Frank se la quedó mirando asombrado.
—Hazel, ha sido… increíble.
Percy asintió con la cabeza.
—No volveré a ponerme joyas nunca.
—Menos esto —Hazel le lanzó el collar—. Nuestras armas y provisiones están al final de la pasarela. Debemos darnos prisa. Dentro de poco…
Las alarmas empezaron a sonar por toda la caverna.
—Sí —dijo—, pasará eso. ¡Vamos!
La primera parte de la huida fue sencilla. Recuperaron sus cosas sin problemas y empezaron a bajar por la escalera. Cada vez que un grupo de amazonas se arremolinaba debajo de ellos, ordenándoles que se rindieran, Hazel hacía explotar una caja de joyas y enterraba a sus enemigas bajo cataratas de oro y plata. Cuando llegaron al pie de la escalera, se encontraron con una escena esperpéntica: amazonas atrapadas hasta el cuello en collares de cuentas, varias amazonas más boca abajo en una montaña de pendientes de amatista y una carretilla de combate enterrada bajo pulseras de la suerte de plata.
—Hazel Levesque —dijo Frank—, eres alucinante.
A ella le entraron ganas de besarlo allí mismo, pero no tenían tiempo. Volvieron corriendo a la sala del trono.
Se tropezaron con una amazona que debía de ser leal a Hylla. En cuanto vio a los fugitivos, se apartó como si fueran invisibles.
—Pero ¿qué…? —dijo Percy.
—Algunas quieren que escapemos —le informó Hazel—. Te lo explicaré más tarde.
La siguiente amazona que se encontraron no era tan amistosa. Estaba vestida con una armadura completa, bloqueando la entrada de la sala del trono. Giró su lanza a la velocidad del rayo, pero esta vez Percy estaba listo. Sacó a Contracorriente y entró en combate. Cuando la amazona lo intentó atacar, Percy cortó el astil de la lanza por la mitad y le asestó un golpe en el yelmo con la empuñadura de la espada.
La guardia se desplomó.
—Marte Todopoderoso —exclamó Frank—. ¿Cómo has…? ¡Eso no era una técnica romana!
Percy sonrió.
—El graecus sabe algunos movimientos, amigo mío. Después de ti.
Entraron corriendo en la sala del trono. Según lo prometido, Hylla y sus guardias se habían ido. Hazel se acercó a toda prisa a la jaula de Arión y pasó una tarjeta a través de la cerradura. Inmediatamente el caballo salió y se empinó triunfalmente.
Percy y Frank retrocedieron dando traspiés.
—Esto… ¿está domesticada esa cosa? —preguntó Frank.
El caballo relinchó airadamente.
—Creo que no —aventuró Percy—. Acaba de decir: «Te voy a matar a pisotones, estúpido hombrecito chino canadiense».
—¿Hablas el idioma de los caballos? —preguntó Hazel.
—¿«Hombrecito»? —farfulló Frank.
—Hablar con los caballos es una facultad de Poseidón —dijo Percy—. Digo, de Neptuno.
—Entonces tú y Arión deberíais llevaros bien —dijo Hazel—. Él también es hijo de Neptuno.
Percy palideció.
—¿Cómo dices?
De no haber estado en una situación tan grave, la expresión de Percy podría haber hecho reír a Hazel.
—El caso es que es rápido. Puede sacarnos de aquí.
Frank no parecía entusiasmado.
—Los tres no cabemos en un caballo, ¿no? Nos caeremos o lo retrasaremos o…
Arión volvió a relinchar.
—Uy —dijo Percy—. Frank, el caballo dice que eres un… Mira, no voy a traducir eso. En fin, dice que hay un carro en el almacén y que está dispuesto a tirar de él.
—¡Allí! —gritó alguien desde el fondo de la sala del trono.
Una docena de amazonas entraron corriendo, seguidas de unos hombres con monos naranja. Cuando vieron a Arión, retrocedieron rápidamente y se dirigieron a las carretillas de combate.
Hazel subió de un salto a la grupa de Arión.
Sonrió a sus amigos.
—Recuerdo haber visto ese carro. ¡Seguidme, chicos!
Entró galopando en la caverna más grande y dispersó a un grupo de hombres. Percy dejó sin sentido a una amazona. Frank derribó a otras dos con su lanza. Hazel notó que Arión se esforzaba por correr. El animal quería ir a toda velocidad, pero necesitaba más espacio. Tenían que llegar al exterior.
Hazel se lanzó como un rayo contra una patrulla de amazonas, que se dispersaron al ver el caballo. Por una vez, la spatha de Hazel resultaba de la longitud adecuada. Blandía el arma contra todo aquel que se ponía a su alcance. Ninguna amazona osaba desafiarla.
Percy y Frank corrían detrás de ella. Por fin llegaron al carro. Arión se detuvo junto al yugo, y Percy se puso manos a la obra con las riendas y los arreos.
—¿Lo has hecho antes? —preguntó Frank.
Percy no tuvo que contestar. Sus manos volaban. En un abrir y cerrar de ojos, el carro estaba listo. Subió de un salto y gritó:
—¡Vamos, Frank! ¡Venga, Hazel!
Detrás de ellos sonó un grito de guerra. Un ejército entero de amazonas entró como un huracán en el almacén. La mismísima Otrera iba montada a horcajadas en una carretilla de combate, con su cabello plateado ondeando mientras giraba la ballesta montada hacia el carro.
—¡Detenedlos! —gritó.
Hazel espoleó a Arión. Cruzaron corriendo la caverna, zigzagueando alrededor de palés y carretillas. Una flecha pasó silbando cerca de la cabeza de Hazel. Algo explotó detrás de ella, pero no miró atrás.
—¡La escalera! —gritó Frank—. Es imposible que este caballo pueda tirar del carro y subir tantos… ¡DIOSES MÍOS!
Afortunadamente, la escalera era lo bastante ancha para el carro, porque Arión no redujo la velocidad. Subió disparado los escalones haciendo traquetear y chirriar el carro. Hazel miró atrás unas cuantas veces para asegurarse de que Frank y Percy no se habían caído. Los chicos tenían los nudillos blancos de agarrar los laterales del carruaje, y los dientes les castañeteaban como unas calaveras de Halloween a cuerda.
Por fin llegaron al vestíbulo. Arión cruzó con estrépito la puerta principal de la plaza y dispersó a un grupo de hombres con trajes de oficina.
Hazel notaba la tensión en la caja torácica de Arión. Se volvía loco por correr al notar el aire fresco, pero Hazel le tiró de las riendas.
—¡Ella! —gritó Hazel al cielo—. ¿Dónde estás? ¡Tenemos que irnos!
Por un instante, temió que la arpía estuviera demasiado lejos para oírla. Podía haberse perdido o haber sido capturada por las amazonas.
Detrás de ellos, una carretilla subió ruidosamente la escalera y atravesó con gran estruendo el vestíbulo, seguido de una multitud de amazonas.
—¡Rendíos! —gritó Otrera.
La carretilla levantó sus afilados dientes.
—¡Ella! —gritó Hazel desesperadamente.
Ella se posó en el carro en medio de un relumbrón de plumas rojas.
—Ella está aquí. Las amazonas pinchan. Vámonos.
—¡Agárrate! —la avisó Hazel. Se inclinó hacia delante y dijo—: ¡Corre, Arión!
El mundo pareció alargarse. La luz del sol se curvó a su alrededor. Arión se alejó disparado de las amazonas y atravesó a toda velocidad el centro de Seattle. Hazel miró atrás y vio una línea de calzada humeante en la zona del suelo que los cascos de Arión habían tocado. El animal se dirigió con gran estruendo al puerto, saltando por encima de coches y atravesando como un rayo intersecciones.
Hazel gritó a pleno pulmón, pero fue un grito de alegría. Por primera vez en su vida —en sus dos vidas— se sentía totalmente imparable. Arión llegó al agua y saltó directamente de los muelles.
A Hazel se le taponaron los oídos. Oyó un rugido que, como más tarde descubriría, era un estampido sónico, y Arión atravesó embalado el estrecho de Puget, mientras el agua del mar se convertía en vapor a su paso y el horizonte de Seattle se alejaba detrás de ellos.