—Hazel —Percy estaba sacudiéndole el hombro—. Despierta. Hemos llegado a Seattle.
Ella se incorporó como atontada, entornando los ojos al sol de la mañana.
—¿Frank?
Frank gimió mientras se frotaba los ojos.
—¿Acabamos de…? ¿Me he…?
—Los dos os habéis desmayado —dijo Percy—. No sé por qué, pero Ella me dijo que no me preocupara. Dijo que estabais… ¿compartiendo?
—Compartiendo —convino Ella.
La arpía estaba agachada en la popa, arreglándose las plumas del ala con los dientes, lo que no parecía una forma muy efectiva de higiene personal. Escupió una pelusa roja.
—Compartir es bueno. Se acabaron los desmayos. Hazel ha compartido. Se acabaron los desmayos.
Percy se rascó la cabeza.
—Sí… hemos estado manteniendo conversaciones por el estilo toda la noche. Todavía no sé de lo que está hablando.
Hazel pegó la mano al bolsillo de su abrigo. Palpó el trozo de leña envuelto en tela.
Miró a Frank.
—Estabas allí.
Él asintió con la cabeza. No dijo nada, pero su expresión era clara: lo que había dicho iba en serio. Quería que ella guardara el palo. Hazel no sabía si eso le hacía sentirse honrada o asustada. Nadie le había confiado algo tan importante.
—Espera —dijo Percy—. ¿Habéis compartido el desmayo? ¿De ahora en adelante vais a perder el conocimiento los dos?
—No —contestó Ella—. No, no, no. Se acabaron los desmayos. Más libros para Ella. Libros de Seattle.
Hazel contempló el agua. Navegaban por una gran bahía en dirección a un grupo de edificios del centro. Los barrios se extendían a través de una serie de colinas. En la más elevada se levantaba una extraña torre blanca con un platillo en lo alto, como una nave espacial de las antiguas películas de Flash Gordon que tanto le gustaban a Sammy.
«¿Se acabaron los desmayos?», pensó Hazel. Después de soportarlos durante tanto tiempo, le parecía demasiado bueno para ser cierto.
¿Cómo podía estar segura Ella de que se habían terminado? Y sin embargo, Hazel se sentía realmente distinta… más asentada, como si ya no intentara vivir en dos períodos de tiempo. Cada músculo de su cuerpo empezó a relajarse. Se sentía como si por fin se hubiera quitado una chaqueta que había llevado puesta durante meses. De algún modo, la compañía de Frank durante el desmayo la había ayudado. Ella había revivido todo su pasado hasta el presente. A partir de entonces solo tenía que preocuparse por el futuro… suponiendo que tuviera uno.
Percy dirigió el bote hacia los muelles del centro. A medida que se acercaban, Ella se puso a rascarse nerviosamente en su nido de libros.
Hazel también empezó a sentirse nerviosa. No estaba segura del motivo. Era un día radiante y soleado, y Seattle parecía una ciudad preciosa, con ensenadas y puentes, islas arboladas esparcidas por la bahía y montañas cubiertas de nieve elevándose a lo lejos. Aun así, se sentía como si la estuvieran observando.
—Esto… ¿por qué paramos aquí? —preguntó.
Percy les mostró el anillo de plata que llevaba en el collar.
—Reyna tiene una hermana aquí. Me pidió que la buscara y le enseñara esto.
—¿Reyna tiene una hermana? —preguntó Frank, como si la idea le aterrara.
Percy asintió con la cabeza.
—Por lo visto, Reyna piensa que su hermana podría enviar ayuda al campamento.
—Amazonas —murmuró Ella—. La patria de las amazonas. Mmm. Ella buscará librerías. No le gustan las amazonas. Violentas. Escudos. Espadas. Puntiagudas. Ay.
Frank alargó la mano para coger su lanza.
—¿Amazonas? ¿Quieres decir… guerreras?
—Eso tendría sentido —dijo Hazel—. Si la hermana de Reyna también es hija de Belona, puedo entender por qué se unió a las amazonas. Pero… ¿estamos a salvo aquí?
—No, no, no —respondió Ella—. Vamos a buscar libros. Nada de amazonas.
—Tenemos que intentarlo —dijo Percy—. Se lo prometí a Reyna. Además, el Pax no tira muy bien. Lo he estado forzando mucho.
Hazel miró a sus pies. Se estaba filtrando agua entre las tablas.
—Oh.
—Sí —asintió Percy—. Tendremos que repararlo o buscar un bote nuevo. Ahora mismo lo mantengo entero a fuerza de voluntad. Ella, ¿tienes idea de dónde podemos encontrar a las amazonas?
—Y… esto… —dijo Frank con nerviosismo—, no matarán hombres nada más verlos, ¿verdad?
Ella echó un vistazo a los muelles del centro, a solo unos cientos de metros de distancia.
—Ella buscará amigos más tarde. Ahora Ella se va volando.
Y eso hizo.
—Bueno… —Frank cogió una pluma roja del aire—. Es alentador.
Atracaron en el muelle. Apenas les dio tiempo a descargar las provisiones antes de que el Pax se sacudiera y se hiciera pedazos. Prácticamente toda la barca se hundió, y solo quedó una tabla con un ojo pintado y otra con la letra P meciéndose en las olas.
—Supongo que no tendremos que repararlo —dijo Hazel—. Y ahora, ¿qué?
Percy se quedó mirando las empinadas colinas del centro de Seattle.
—Esperemos que las amazonas nos ayuden.
Exploraron durante horas. Encontraron un delicioso chocolate con caramelo salado en una tienda de dulces. Compraron un café tan cargado que Hazel empezó a notar la cabeza como si fuera un gong vibrando. Pararon en un bar con terraza y comieron unos estupendos sándwiches de salmón a la parrilla. En una ocasión vieron a Ella pasar zumbando entre torres de pisos, sosteniendo un gran libro con cada pata. Pero no encontraron a ninguna amazona. Mientras tanto, Hazel era consciente de que el tiempo pasaba. Era el 22 de junio, y Alaska todavía quedaba muy lejos.
Al final fueron paseando por el centro hasta una plaza rodeada de edificios de cristal y ladrillo más pequeños. Hazel empezó a notar un hormigueo nervioso. Miró a su alrededor, convencida de que la estaban observando.
—Allí —dijo.
El bloque de oficinas de la izquierda tenía una sola palabra grabada en las puertas de cristal: AMAZON.
—Oh —dijo Frank—. Ah, no, Hazel. Es algo moderno. Es una empresa, ¿no? Venden cosas por internet. No son realmente amazonas.
—A menos…
Percy cruzó las puertas. A Hazel le daba mala espina aquel sitio, pero ella y Frank lo siguieron.
El vestíbulo era como un acuario vacío: paredes de cristal, un lustroso suelo negro, unas cuantas plantas simbólicas y prácticamente nada más. Contra la pared del fondo, una escalera de piedra negra subía y bajaba. En medio de la estancia había una joven vestida con un traje de chaqueta y pantalón negro, con el cabello castaño rojizo largo y un auricular de vigilante de seguridad. En su placa de identificación ponía KINZIE. Tenía una sonrisa bastante afable, pero a Hazel sus ojos le recordaban a los policías de Nueva Orleans que solían patrullar por el barrio francés de noche. Siempre parecían mirar a través de uno, como si estuvieran pensando quién podía ser el siguiente en atacarles.
Kinzie saludó a Hazel con la cabeza, sin hacer caso a los chicos.
—¿Puedo ayudaros?
—Esto… eso espero —dijo Hazel—. Estamos buscando amazonas.
Kinzie echó un vistazo a la espada de Hazel y luego a la lanza de Frank, aunque ninguna de las dos armas debería haber resultado visible a través de la Niebla.
—Este es el campus principal de Amazon —dijo ella con cautela—. ¿Tenéis una cita con alguien o…?
—Hylla —la interrumpió Percy—. Estamos buscando a una chica que se llama…
Kinzie se movió tan deprisa que Hazel casi no pudo seguirla con la vista. Dio una patada a Frank en el pecho y lo envió volando hacia atrás a través del vestíbulo. Sacó una espada de la nada, derribó a Percy con la cara de la hoja y presionó con la punta por debajo de su barbilla.
Hazel alargó la mano para coger su espada demasiado tarde. Una docena de chicas vestidas de negro subieron en tropel la escalera empuñando espadas y la rodearon.
Kinzie lanzó una mirada asesina a Percy:
—Primera regla: los hombres no hablan sin permiso. Segunda regla: entrar ilegalmente en nuestro territorio se castiga con la muerte. Conoceréis a la reina Hylla, eso seguro. Ella será la que decida vuestro destino.
Las amazonas confiscaron las armas del trío y les hicieron bajar tantos pisos que Hazel perdió la cuenta.
Finalmente aparecieron en una caverna tan grande que podría haber albergado diez institutos, con sus campos deportivos incluidos. Austeros fluorescentes brillaban a lo largo del techo de roca. Cintas transportadoras serpenteaban a través de la sala como toboganes acuáticos, transportando cajas por todos lados. Pasillos de estanterías metálicas se extendían interminablemente, llenos de cajas de mercancías. Las grúas zumbaban y los brazos robóticos rechinaban doblando cajas de cartón, empaquetando remesas y colocando cosas en las cintas y retirándolas. Algunos estantes eran tan altos que solo eran accesibles con escaleras de mano y pasarelas, que recorrían el techo como los andamios de un teatro.
Hazel se acordó de unos noticiarios que había visto de niña. Siempre le habían impresionado las escenas de fábricas en las que se construían aviones y cañones para la guerra: cientos y cientos de armas que se fabricaban a diario. Pero eso no era nada comparado con lo que tenía delante, y casi todo el trabajo lo realizaban ordenadores y robots. Los únicos humanos que Hazel podía ver eran unas vigilantes vestidas de negro que patrullaban por las pasarelas y unos hombres con monos naranja, como uniformes de presidiario, que conducían carretillas elevadoras por los pasillos, entregando más palés con cajas. Los hombres llevaban collares de hierro alrededor del cuello.
—¿Tenéis esclavos?
Hazel sabía que podía ser peligroso hablar, pero estaba tan escandalizada que no pudo contenerse.
—¿Los hombres? —bufó Kinzie—. No son esclavos. Simplemente saben cuál es su sitio. Vamos.
Anduvieron tanto que a Hazel empezaron a dolerle los pies. Pensó que debían de estar llegando al final del almacén cuando Kinzie abrió unas grandes puertas de dos hojas y les hizo pasar a otra caverna tan grande como la primera.
—El inframundo no es tan grande —se quejó Hazel, una afirmación que probablemente no era cierta, pero a sus pies así se lo parecía.
Kinzie sonrió con satisfacción.
—¿Admiras nuestra base de operaciones? Sí, disponemos de un sistema de distribución mundial. Nos costó muchos años y la mayor parte de nuestra fortuna construirlo. Ahora, por fin, obtenemos beneficios. Los mortales no son conscientes de que están financiando el reino de las amazonas. Dentro de poco seremos más ricas que cualquier país de los mortales. Entonces, cuando los débiles mortales dependan de nosotras para todo, ¡empezará la revolución!
—¿Qué vais a hacer? —masculló Frank—. ¿Anular los envíos gratuitos?
Una guardia le dio un golpe en la barriga con la empuñadura de la espada. Percy trató de ayudarle, pero otras dos guardias le hicieron retroceder a punta de pistola.
—Así aprenderás lo que es el respeto —dijo Kinzie—. Los hombres como tú son los que han arruinado el mundo de los mortales. La única sociedad armoniosa es la gobernada por mujeres. Somos más fuertes, más sabias…
—Más humildes —dijo Percy.
Las guardias intentaron golpearle, pero Percy se agachó.
—¡Basta! —dijo Hazel.
Sorprendentemente, las guardias le hicieron caso.
—Hylla va a juzgarnos, ¿verdad? —preguntó Hazel—. Pues llévanos con ella. Estamos perdiendo el tiempo.
Kinzie asintió con la cabeza.
—Puede que tengas razón. Tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos. Y el tiempo… el tiempo definitivamente es un problema.
—¿A qué te refieres? —preguntó Hazel.
Una guardia gruñó.
—Podríamos llevárselos directamente a Otrera. A lo mejor así se ganaban su aceptación.
—¡No! —gruñó Kinzie—. Antes me pondría un collar de hierro y conduciría una carretilla. Hylla es la reina.
—Hasta esta noche —murmuró otra guardia.
Kinzie cogió su espada. Por un segundo, Hazel pensó que las amazonas empezarían a luchar entre ellas, pero Kinzie pareció controlar su ira.
—Basta —dijo—. Vamos.
Cruzaron un carril para el tráfico de carretillas elevadoras, recorrieron un laberinto de cintas transportadoras y se agacharon bajo una hilera de brazos robóticos que estaban recogiendo cajas.
La mayoría de las mercancías parecían bastante corrientes: libros, componentes electrónicos, pañales… Sin embargo, contra una pared había un carro de combate con un gran código de barras en el lateral. Del yugo colgaba un letrero que rezaba: ÚNICO EN EXISTENCIAS. ¡DESE PRISA EN RESERVARLO! (PRÓXIMAMENTE, NUEVOS EJEMPLARES.)
Por fin entraron en una caverna más pequeña que parecía una combinación de una zona de carga y descarga y una sala del trono. Las paredes estaban llenas de estanterías metálicas de seis pisos de altura decoradas con estandartes de guerra, escudos pintados y cabezas disecadas de dragones, hidras, leones gigantescos y jabalíes. Montando guardia a cada lado había docenas de carretillas elevadoras modificadas para la guerra. Cada máquina estaba controlada por un hombre con collar de hierro, pero en la plataforma del fondo había una guerrerra amazona que manejaba una gigantesca ballesta. Los dientes de cada carretilla habían sido afilados y convertidos en hojas de espada de tamaño descomunal.
En las estanterías de la sala había amontonadas cajas que contenían animales vivos. Hazel no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: mastines negros, águilas gigantes, un híbrido de león y águila que debía de ser un grifo y una araña roja del tamaño de un coche utilitario.
Observó horrorizada como una carretilla elevadora entraba volando en la sala, recogía una caja con un precioso pegaso blanco y se marchaba a toda velocidad mientras el caballo protestaba relinchando.
—¿Qué le vais a hacer a ese pobre animal? —preguntó Hazel.
Kinzie frunció el entrecejo.
—¿Al pegaso? No le pasará nada. Alguien debe de haberlo encargado. Los portes son excesivos, pero…
—¿Puedes comprar un pegaso por internet? —preguntó Percy.
Kinzie lo fulminó con la mirada.
—Evidentemente tú, no, hombre. Pero las amazonas sí. Tenemos seguidoras por todo el mundo. Necesitan suministros. Por aquí.
Al final del almacén había un estrado construido con palés de libros: pilas de novelas de vampiros, muros de thrillers de James Patterson y un trono fabricado con miles de ejemplares de algo titulado Los cinco hábitos de las mujeres agresivas.
Al pie de los escalones había varias amazonas vestidas de camuflaje entablando una acalorada discusión mientras una joven —la reina Hylla, supuso Hazel— observaba y escuchaba desde su trono.
Hylla tenía veintitantos años y era ágil y esbelta como una tigresa. Llevaba un mono de cuero negro y botas negras. No tenía corona, pero alrededor de su cintura se ceñía un extraño cinturón hecho de eslabones de oro entrelazados, como el dibujo de un laberinto. Hazel no podía creer lo mucho que se parecía a Reyna: un poco más mayor, tal vez, pero con el mismo largo cabello moreno, los mismos ojos oscuros y la misma expresión dura, como si estuviera intentando decidir cuál de las amazonas que tenía delante merecía más la muerte.
Kinzie echó un vistazo a la discusión y gruñó disgustada.
—Las agentes de Otrera, propagando sus mentiras.
—¿Qué? —preguntó Frank.
Entonces Hazel se detuvo tan bruscamente que las guardias que la seguían tropezaron. A escasa distancia del trono de la reina, dos amazonas vigilaban una jaula. Dentro había un precioso caballo; no era un ejemplar alado, sino un majestuoso y fuerte corcel con el pelaje color miel y la crin negra. Sus intensos ojos marrones miraban a Hazel, y ella habría jurado que el animal tenía una expresión de impaciencia, como si estuviera pensando: «Ya era hora de que llegaras».
—Es él —murmuró Hazel.
—¿Él, quién? —preguntó Percy.
Kinzie frunció el entrecejo irritada, pero cuando vio adónde estaba mirando Hazel, su expresión se suavizó.
—Ah, sí. Precioso, ¿verdad?
Hazel parpadeó para asegurarse de que no estaba teniendo alucinaciones. Era el mismo caballo que había perseguido en Alaska. Estaba segura… pero era imposible. Ningún caballo podría vivir tanto.
—¿Está…? —Hazel apenas podía controlar su voz—. ¿Está en venta?
Todas las guardias se echaron a reír.
—Es Arión —dijo Kinzie pacientemente, como si comprendiera la fascinación de Hazel—. Es un tesoro real de las amazonas: solo nuestra más valiente guerrera lo puede reclamar, según la profecía.
—¿Profecía? —preguntó Hazel.
Kinzie adoptó una expresión de dolor, casi de vergüenza.
—Da igual. Pero no está en venta.
—Entonces ¿por qué está en una jaula?
Kinzie hizo una mueca.
—Porque… es difícil.
En el momento justo, el caballo golpeó con la cabeza contra la puerta de la jaula. Los barrotes metálicos vibraron, y las guardias retrocedieron con nerviosismo.
Hazel deseaba liberar a ese caballo. Lo deseaba más de lo que había deseado nada en la vida. Pero Percy, Frank y una docena de guardias amazonas la estaban mirando fijamente, de modo que trató de ocultar sus emociones.
—Solo preguntaba —logró decir—. Vamos a ver a la reina.
La discusión que estaba teniendo lugar en la parte delantera de la sala aumentó de volumen. Finalmente, la reina reparó en que el grupo de Hazel se acercaba y soltó:
—¡Basta!
Las amazonas que estaban discutiendo se callaron en el acto. La reina las rechazó con un gesto de la mano e hizo señas a Kinzie para que avanzaran.
Kinzie empujó a Hazel y sus amigos hacia el trono.
—Mi reina, estos semidioses…
La reina se levantó de golpe.
—¡Tú!
Miró a Percy Jackson con una furia asesina.
Percy murmuró algo en griego antiguo que con toda seguridad no les habría gustado a las monjas de St. Agnes que regañaban a Hazel por su lenguaje.
—Carpeta —dijo—. Balneario. Piratas.
Aquello no tenía sentido para Hazel, pero la reina asintió con la cabeza. Bajó de su estrado de best sellers y sacó una daga de su cinturón.
—Has sido increíblemente tonto viniendo aquí —dijo—. Tú destruiste mi hogar. Nos convertiste a mí y a mi hermana en exiliadas y prisioneras.
—Percy —dijo Frank con inquietud—. ¿Qué está diciendo la mujer de la daga?
—La isla de Circe —dijo Percy—. Lo acabo de recordar. La sangre de gorgona… tal vez esté empezando a curar mi mente. El mar de los Monstruos. Hylla… nos recibió en el puerto y nos llevó a ver a su jefa. Hylla trabajaba para la hechicera.
Hylla enseñó sus perfectos dientes blancos.
—¿Me estás diciendo que has tenido amnesia? Puede que te crea, ¿sabes? ¿Por qué si no serías tan tonto de venir aquí?
—Venimos en son de paz —intervino Hazel—. ¿Qué hizo Percy?
—¿Paz? —La reina arqueó las cejas mirando a Hazel—. ¿Que qué hizo? ¡Este varón destruyó la escuela de magia de Circe!
—¡Circe me convirtió en un conejillo de Indias! —protestó Percy.
—¡No hay excusa que valga! —dijo Hylla—. Circe era una jefa sabia y generosa. Yo tenía alojamiento y comida, un buen seguro médico, cobertura dental, leopardos como mascotas, pociones gratis… ¡de todo! Y este semidiós con su amiga, la rubia…
—Annabeth —Percy se dio unos golpecitos en la frente como si quisiera que sus recuerdos volvieran más rápido—. Es verdad. Estuve allí con Annabeth.
—Liberaste a nuestros cautivos: Barbanegra y sus piratas —se volvió hacia Hazel—. ¿Alguna vez te han secuestrado unos piratas? No es nada divertido. Redujeron a cenizas nuestro balneario. Mi hermana y yo fuimos sus prisioneras durante meses. Por suerte, éramos hijas de Belona. Aprendimos a luchar rápido. De no haber sido así… —Se estremeció—. El caso es que los piratas aprendieron a respetarnos. Al final nos dirigimos a California, donde… —Vaciló como si el recuerdo le resultara doloroso—. Donde mi hermana y yo nos separamos.
Se acercó a Percy hasta que estuvieron frente a frente. Le deslizó la daga por debajo de la barbilla.
—Por supuesto, yo sobreviví y prosperé. He llegado a ser reina de las amazonas, de modo que tal vez debería darte las gracias.
—De nada —dijo Percy.
La reina presionó con la daga un poco más.
—Da igual. Creo que te voy a matar.
—¡Espere! —gritó Hazel—. ¡Reyna nos envía! ¡Su hermana! Mire el anillo que Percy lleva en el collar.
Hylla frunció el entrecejo. Bajó el cuchillo hacia el collar de Percy hasta que la punta se posó sobre el anillo de plata. Su rostro palideció.
—Explícame esto —lanzó una mirada asesina a Hazel—. Rápido.
Hazel lo intentó. Describió el Campamento Júpiter. Les dijo a las amazonas que Reyna era su pretora y les habló del ejército de monstruos que marchaba hacia el sur. Y también les informó de su misión para liberar a Tánatos en Alaska.
Mientras Hazel hablaba, otro grupo de amazonas entró en la sala. Una de ellas era más alta y más mayor que el resto, con el cabello plateado recogido en unas trenzas y una elegante túnica de seda como una matrona romana. Las otras amazonas le dejaban paso, tratándola con tanto respeto que Hazel se preguntó si sería la madre de Hylla… hasta que se fijó en que Hylla y la mujer mayor se lanzaban cuchillos con los ojos.
—Así que necesitamos su ayuda —dijo Hazel, concluyendo su historia—. Reyna necesita su ayuda.
Hylla agarró el cordón de cuero de Percy y se lo arrancó del cuello, con las cuentas, el anillo y la placa de probatio incluidos.
—Reyna… esa chica insensata…
—¡Vaya! —la interrumpió la mujer mayor—. ¿Así que los romanos necesitan nuestra ayuda?
Se echó a reír, y las amazonas que la rodeaban hicieron otro tanto.
—¿Cuántas veces luchamos contra los romanos en mi época? —preguntó la mujer—. ¿Cuántas veces han matado ellos a nuestras hermanas en la batalla? Cuando yo era reina…
—Otrera —la interrumpió Hylla—, estás aquí como invitada. Ya no eres reina.
La mujer mayor extendió las manos e hizo una reverencia burlona.
—Lo que tú digas… al menos, hasta esta noche. Pero digo la verdad, reina Hylla —pronunció la palabra como un insulto—. ¡La mismísima Madre Tierra me ha traído de vuelta! Traigo noticias de una nueva guerra. ¿Por qué deben obedecer las amazonas a Júpiter, el estúpido rey del Olimpo, cuando pueden obedecer a una reina? Cuando yo asuma el mando…
—Si es que asumes el mando —dijo Hylla—. De momento yo soy la reina. Mi palabra es ley.
—Ya veo.
Otrera miró a las amazonas reunidas, quienes estaban muy quietas, como si hubieran acabado en un foso con dos tigres salvajes.
—¿Tan débiles nos hemos vuelto que escuchamos a semidioses hombres? ¿Vas a perdonar la vida de este hijo de Neptuno, aunque en el pasado destruyera tu hogar? ¡Puedes dejar que también destruya nuestro nuevo hogar!
Hazel contuvo el aliento. Las amazonas miraban a Hylla y a Otrera, buscando la más mínima señal de debilidad.
—Pronunciaré sentencia cuando conozca todos los hechos —dijo Hylla en tono glacial—. Así es como gobierno, con la razón, no con el miedo. Primero hablaré con esta —señaló con el dedo a Hazel—. Es mi deber escuchar a una guerrera antes de sentenciar a muerte a ella o a sus aliados. Esa es la costumbre de las amazonas. ¿O los años que has pasado en el inframundo te han confundido, Otrera?
La mujer mayor se rió con desdén, pero no intentó discutir.
Hylla se volvió hacia Kinzie.
—Llévate a estos varones a los calabozos. El resto de vosotras, dejadnos.
Otrera levantó la mano hacia la multitud.
—Haced lo que ordena nuestra reina. ¡Pero si alguna de vosotras quiere saber más sobre Gaia y nuestro glorioso futuro con ella, que venga conmigo!
Aproximadamente la mitad de las amazonas la siguieron fuera de la sala. Kinzie resopló indignada, y acto seguido ella y sus guardias se llevaron a Percy y a Frank.
Pronto Hylla y Hazel se quedaron solas, acompañadas únicamente de las guardias personales de la reina. A la señal de Hylla, ellas también se marcharon fuera del alcance del oído.
La reina se volvió hacia Hazel. Su ira se desvaneció, y Hazel vio desesperación en sus ojos. La reina parecía uno de sus animales enjaulados mientras era arrastrado en una cinta transportadora.
—Debemos hablar —dijo Hylla—. No tenemos mucho tiempo. Lo más probable es que a medianoche esté muerta.