El anciano estaba en el mismo sitio donde lo habían dejado, en medio del aparcamiento lleno de camiones de venta de comida. Estaba sentado en su banco de picnic con sus zapatillas de conejitos apoyadas en alto, comiendo un plato de grasiento kebab. La desbrozadora estaba a su lado. Tenía la bata manchada de salsa de barbacoa.
—¡Bienvenidos! —gritó alegremente—. Oigo el aleteo de unas alitas nerviosas. ¿Me habéis traído a mi arpía?
—Está aquí —dijo Percy—. Pero no es suya.
Fineas se chupó la grasa de los dedos. Sus ojos lechosos parecían fijos en un punto situado justo encima de la cabeza de Percy.
—Ya veo… Bueno, en realidad estoy ciego, así que no veo nada. Entonces ¿habéis venido a matarme? Si es así, buena suerte en vuestra misión.
—He venido a jugar.
La boca del anciano se movió nerviosamente. Dejó el kebab y se inclinó hacia Percy.
—Un juego…, qué interesante. ¿Información a cambio de la arpía? ¿El ganador se lo lleva todo?
—No —contestó Percy—. La arpía no entra en el trato.
Fineas se rió.
—¿En serio? Tal vez no comprendas su valor.
—Es una persona —dijo Percy—. No está en venta.
—¡Venga ya! Eres del campamento romano, ¿verdad? Roma se construyó gracias a la esclavitud. No me vengas con esos aires de superioridad. Además, ni siquiera es humana. Es un monstruo. Un espíritu del viento. Una secuaz de Júpiter.
Ella graznó. Meterla en el aparcamiento había sido todo un reto, pero ahora empezó a retroceder murmurando:
—«Júpiter. Hidrógeno y helio. Sesenta y tres satélites.» Sin secuaces. No.
Hazel rodeó las alas de Ella con el brazo. Parecía la única que podía tocar a la arpía sin hacer que gritara y se retorciera.
Frank se quedó al lado de Percy. Tenía la lanza preparada, como si el anciano pudiera atacarles.
Percy sacó los frascos de cerámica.
—Le propongo otra apuesta. Tengo dos frascos de sangre de gorgona. Uno mata. El otro cura. Son idénticos. Ni siquiera nosotros sabemos cuál es cuál. Si elige el correcto, podría curarle la ceguera.
Fineas alargó las manos con impaciencia.
—Déjame tocarlos. Déjame olerlos.
—No tan deprisa —dijo Percy—. Primero tiene que aceptar las condiciones.
—Condiciones… —Fineas respiraba entrecortadamente. Percy notó que estaba ansioso por aceptar la oferta—. Profecía y vista… Sería imparable. Podría ser el dueño de esta ciudad. Me construiría mi palacio aquí, rodeado de camiones de comida. ¡Podría atrapar a esa arpía yo mismo!
—N-nooo —dijo Ella con nerviosismo—. No, no, no.
Cuando llevas puestas unas zapatillas de conejitos rosa es difícil soltar una risa malvada, pero Fineas lo hizo lo mejor que pudo.
—Muy bien, semidiós. ¿Cuáles son tus condiciones?
—Elegirá un frasco —dijo Percy—. No podrá destaparlo ni oler antes de decidirse.
—¡No es justo! Estoy ciego.
—Y yo no tengo su sentido del olfato —replicó Percy—. Puede coger los frascos. Le juro por la laguna Estigia que son idénticos. Contienen exactamente lo que le he dicho: sangre de gorgona, un frasco del lado izquierdo del monstruo y otro del derecho. Y le juro que ninguno de nosotros sabe cuál es cuál.
Percy se giró hacia atrás para mirar a Hazel.
—Tú eres nuestra experta en el inframundo. Con todo el follón que se ha armado con la Muerte, ¿jurar algo por la laguna Estigia todavía compromete?
—Sí —respondió ella sin vacilar—. Romper un juramento como ese… Bueno, mejor no lo hagas. Hay cosas peores que la muerte.
Fineas se acarició la barba.
—Así que tengo que elegir qué frasco bebo y tú te bebes el otro. Juraremos beber al mismo tiempo.
—De acuerdo —dijo Percy.
—El que pierda muere, obviamente —dijo Fineas—. Esa clase de veneno probablemente me impediría resucitar… durante mucho tiempo, al menos. Mi esencia se dispersaría y se degradaría. Así que corro un gran riesgo.
—Pero si gana, lo conseguirá todo —dijo Percy—. Si yo muero, mis amigos jurarán dejarlo en paz y no vengarse. Recuperaría la vista, algo que ni siquiera Gaia está dispuesta a concederle.
La expresión del anciano se avinagró. Percy comprendió que había puesto el dedo en la llaga. Fineas quería recuperar la vista. Por mucho que Gaia le hubiera dado, a él le molestaba que lo mantuviera en la oscuridad.
—Si pierdo, me moriré y no podré darte la información que buscas —dijo el anciano—. ¿De qué te servirá eso?
Percy se alegró de haber discutido detenidamente ese punto con sus amigos. Frank había propuesto la respuesta.
—Usted escribirá la ubicación de la guarida de Alcioneo por adelantado —dijo Percy—. Quédesela, pero jure por la laguna Estigia que es concreta y exacta. También tiene que jurar que si pierde y se muere, las arpías quedarán libres de su maldición.
—Es una apuesta muy arriesgada —gruñó Fineas—. Te enfrentas a la muerte, Percy Jackson. ¿No sería más fácil entregarme a la arpía?
—Esa opción no se contempla.
Fineas sonrió despacio.
—Así que estás empezando a comprender el valor que tiene. Cuando pueda ver, la atraparé yo mismo. Quien controle a esa arpía… Bueno, yo fui rey en el pasado. Esta apuesta podría convertirme otra vez en rey.
—Se está adelantando a los acontecimientos —advirtió Percy—. ¿Cerramos el trato?
Fineas se tocó la nariz pensativamente.
—No puedo predecir el resultado. Es un fastidio cómo funcionan estas cosas. Una apuesta totalmente inesperada… hace que el futuro sea confuso. Pero puedo asegurarte una cosa, Percy Jackson: un consejo gratis. Si sobrevives hoy, no te gustará tu futuro. Te aguarda un gran sacrificio, y no tendrás valor para hacerlo. Eso te costará caro. Al mundo le costará caro. Sería más fácil que eligieras el veneno.
Percy notó un sabor amargo en la boca, como el del té verde de Iris. Quería pensar que el anciano solo estaba poniéndolo nervioso, pero algo le decía que la predicción era cierta. Se acordó de la advertencia que le había hecho Juno cuando había decidido ir al Campamento Júpiter: «Sentirás más dolor, tristeza y pérdida de los que hayas experimentado jamás. Pero podrías tener una oportunidad de salvar a tus viejos amigos y a tu familia».
En los árboles que rodeaban el aparcamiento, las arpías se reunieron para mirar, como si intuyeran lo que estaba en juego. Frank y Hazel observaban el rostro de Percy con preocupación. Él les había asegurado que las probabilidades eran mejores que el cincuenta por ciento. Tenía un plan. Claro que podía salirle el tiro por la culata. Sus posibilidades de sobrevivir podrían ser de un ciento por ciento… o de cero. Él había omitido ese detalle.
—¿Cerramos el trato? —volvió a preguntar.
Fineas sonrió.
—Juro por la laguna Estigia que me atendré a las condiciones, tal como me las has explicado. Frank Zhang, tú eres descendiente de un argonauta. Confío en tu palabra. Si gano, ¿juráis tú y tu amiga Hazel dejarme en paz y no vengaros?
Frank estaba cerrando los puños tan fuerte que Percy temió que partiera la lanza de oro, pero logró mascullar:
—Lo juro por la laguna Estigia.
—Yo también lo juro —dijo Hazel.
—Juro —murmuró Ella—. «No jures por la luna, esa inconstante.»
Fineas se rió.
—En ese caso, buscadme algo con lo que escribir. Empecemos de una vez.
Frank tomó prestada una servilleta y un bolígrafo a un vendedor de un camión. Fineas garabateó algo en la servilleta y se la metió en un bolsillo de la bata.
—Juro que esta es la ubicación de la guarida de Alcioneo, aunque no vivirás lo suficiente para leerla.
Percy desenvainó su espada y barrió toda la comida de la mesa de picnic. Fineas se sentó a un lado. Percy se sentó al otro.
Fineas alargó las manos.
—Déjame tocar los frascos.
Percy contempló las colinas a lo lejos. Se imaginó el rostro vago de una mujer durmiente. Dirigió sus pensamientos al suelo situado debajo de él y esperó que la diosa estuviera escuchando.
«Está bien, Gaia —dijo—. Os voy a poner en evidencia. Decís que soy un peón valioso. Decís que tenéis planes para mí y que me vais a proteger hasta que llegue al norte. ¿Quién es más valioso para vos: este viejo o yo? Porque uno de los dos está a punto de morir.»
Fineas curvó los dedos en un movimiento de asimiento.
—¿Te estás acobardando, Percy Jackson? Dámelos.
Percy le pasó los frascos.
El anciano comparó su peso. Deslizó los dedos a lo largo de las superficies de cerámica. A continuación dejó los dos sobre la mesa y posó una mano suavemente en cada uno. Un temblor recorrió el suelo: un ligero terremoto, lo bastante fuerte para que a Percy le castañetearan los dientes. Ella se puso a graznar con nerviosismo.
El frasco de la izquierda pareció temblar ligeramente más que el de la derecha.
Fineas sonrió maliciosamente. Cerró los dedos en torno al frasco de la izquierda.
—Has sido tonto, Percy Jackson. Elijo este. Y ahora bebamos.
Percy cogió el frasco de la derecha. Los dientes le castañeteaban.
El anciano alzó el frasco.
—Un brindis por los hijos de Neptuno.
Los dos destaparon sus frascos y bebieron.
Inmediatamente Percy se inclinó. Le ardía la garganta y la boca le sabía a gasolina.
—Oh, dioses —dijo Hazel detrás de él.
—¡No! —exclamó Ella—. No, no, no.
A Percy se le nubló la vista. Veía a Fineas sonriendo triunfalmente, sentado más derecho, parpadeando con expectación.
—¡Sí! —gritó—. ¡En cualquier momento recuperaré la vista!
Percy había elegido mal. Había sido un tonto corriendo semejante riesgo. Se sentía como si unos cristales rotos estuvieran atravesando su estómago hasta sus intestinos.
—¡Percy! —Frank lo agarró por los hombros—. ¡Percy, no puedes morir!
Respiraba con dificultad… y de repente la vista se le aclaró.
Al mismo tiempo, Fineas se encorvó como si le hubieran dado un puñetazo.
—¡Tú… tú no puedes! —dijo gimiendo el anciano—. Gaia, tú… tú…
Se levantó tambaleándose y se apartó de la mesa dando traspiés, al tiempo que se llevaba las manos a la barriga.
—¡Soy demasiado valioso!
Le empezó a salir humo de la boca. Un vapor amarillo pálido brotó de sus orejas, su barba y sus ojos ciegos.
—¡No es justo! —gritó—. ¡Me has engañado!
Trató de sacar el trozo de papel del bolsillo de su bata, pero sus manos se desmenuzaron y sus dedos se convirtieron en arena.
Percy se levantó con paso vacilante. No se sentía curado de nada en especial. No había recobrado la memoria por arte de magia, pero el dolor había cesado.
—Nadie le ha engañado —dijo Percy—. Ha tomado la decisión libremente, y le exijo que se atenga a su palabra.
El rey ciego gimoteó angustiado. Se giró echando humo y desintegrándose poco a poco hasta que no quedó más que una vieja y manchada bata y unas zapatillas de conejitos.
—Este es el botín de guerra más asqueroso de la historia —dijo Frank.
Una voz de mujer habló en la mente de Percy.
«Una apuesta, Percy Jackson —era un susurro soñoliento, con un ligerísimo dejo de reticente admiración—. Me has obligado a elegir, y tú eres más importante para mis planes que el viejo vidente. Pero no fuerces tu suerte. Cuando te llegue la muerte, te prometo que será mucho más dolorosa que la causada por sangre de gorgona.»
Hazel pinchó la bata con su espada. No había nada debajo: ninguna señal de que Fineas estuviera tratando de recomponerse. Miró a Percy asombrada.
—Ha sido o lo más valiente o lo más tonto que he visto en mi vida.
Frank movió la cabeza con gesto de incredulidad.
—¿Cómo lo has sabido, Percy? Estabas seguro de que elegiría el veneno.
—Gaia —dijo Percy—. Quiere que llegue a Alaska. Piensa… No estoy seguro. Piensa que puede utilizarme como parte de su plan. Ha influido en Fineas para que eligiera el frasco incorrecto.
Frank se quedó mirando horrorizado los restos del anciano.
—¿Gaia mataría a su propio sirviente antes que a ti? ¿Era esa tu apuesta?
—Planes —murmuró Ella—. Planes y proyectos. La señora del suelo. Grandes planes para Percy. Cecina macrobiótica para Ella.
Percy le dio toda la bolsa de cecina, y la arpía chilló de regocijo.
—No, no, no —murmuró, medio cantando—. Fineas, no. Comida y palabras para Ella, sí.
Percy se agachó por encima de la bata y sacó del bolsillo la nota que el anciano había escrito. Rezaba lo siguiente: GLACIAR DE HUBBARD.
Tanto riesgo para dos palabras. Le entregó la nota a Hazel.
—Sé dónde está —dijo ella—. Es muy famoso. Pero tenemos mucho camino por delante.
En los árboles que rodeaban el aparcamiento, las otras arpías se recuperaron por fin de la conmoción. Se pusieron a chillar de excitación y volaron hacia los camiones más cercanos. Se lanzaron en picado a través de las ventanillas de servicio y asaltaron las cocinas. Los cocineros gritaban en múltiples idiomas. Los camiones se sacudían de un lado para el otro. Plumas y cajas de comida volaban por todas partes.
—Será mejor que volvamos al bote —recomendó Percy—. Se nos acaba el tiempo.