—Necesitaremos parte de su comida.
Percy se abrió paso a empujones alrededor del anciano y cogió platos de la mesa de picnic: un cuenco tapado de fideos al estilo tailandés con salsa de macarrones y queso, y una pasta en forma de tubo que parecía una mezcla de burrito y bollo de canela.
Antes de perder el control y estamparle el burrito en la cara a Fineas, Percy dijo:
—Vamos, chicos.
Se llevó a sus amigos fuera del aparcamiento.
Se detuvieron al otro lado de la calle. Percy respiró hondo, tratando de calmarse. La lluvia había disminuido hasta convertirse en una débil llovizna. La fría niebla resultaba agradable en contacto con su cara.
—Ese hombre… —Hazel golpeó el lateral del banco de una parada de autobús—. Merece morir. Otra vez.
Era difícil de apreciar bajo la lluvia, pero parecía que estuviera parpadeando para contener las lágrimas. Su largo cabello rizado estaba pegado a los lados de su cara. A la luz grisácea, sus ojos dorados parecían de hojalata.
Percy recordó la seguridad con la que Hazel había actuado cuando se habían conocido, controlando la situación con las gorgonas y poniéndolo a salvo. Ella lo había consolado en el templo de Neptuno y le había hecho sentirse bien recibido en el campamento.
Ahora quería devolverle el favor, pero no sabía cómo. Ella parecía perdida, abandonada y verdaderamente deprimida.
A Percy no le sorprendió que hubiera vuelto del inframundo. Lo había sospechado en algún momento por la forma en que ella evitaba hablar de su pasado y por lo reservado y cauteloso que se había mostrado Nico di Angelo.
Pero eso no cambiaba cómo Percy la veía. Ella parecía… viva, como una chica de buen corazón normal y corriente, que merecía crecer y tener un futuro. Ella no era un demonio como Fineas.
—Lo venceremos —prometió Percy—. Él no es como tú, Hazel. Me da igual lo que diga.
Ella negó con la cabeza.
—No conoces toda la historia. Deberían haberme mandado a los Campos de Castigo. Yo… yo soy igual de mala…
—¡No, no lo eres!
Frank cerró los puños. Miró a su alrededor como si estuviera buscando a alguien que no estuviera de acuerdo con él: un enemigo al que pudiera pegar en defensa de Hazel.
—¡Ella es buena persona! —gritó a través de la calle.
Unas cuantas arpías chillaron en los árboles, pero nadie más les prestó atención.
Hazel miró fijamente a Frank. Alargó la mano tímidamente, como si quisiera cogerle la mano pero temiera que se evaporara.
—Frank… —dijo tartamudeando—. Yo… yo no…
Lamentablemente, Frank parecía absorto en sus pensamientos.
Cogió su lanza de la mochila y la agarró de manera insegura.
—Podría intimidar a ese viejo —propuso—, asustarle…
—Tranquilo, Frank —dijo Percy—. Reservémoslo como plan alternativo, pero no creo que podamos amedrentar a Fineas para que colabore. Además, solo puedes usar la lanza dos veces más, ¿no?
Frank miró ceñudo la punta de diente de dragón, que había crecido por completo de la noche a la mañana.
—Sí. Supongo…
Percy no sabía lo que el viejo vidente había querido decir con respecto a la historia de la familia de Frank: la destrucción del campamento por parte de su abuelo, su antepasado argonauta y la parte del palo quemado que controlaba la vida del chico. Pero estaba claro que había dejado conmocionado a Frank. Percy decidió no pedir explicaciones. No quería hacer llorar al grandullón, y menos delante de Hazel.
—Tengo una idea —Percy señaló calle arriba—. La arpía de plumas rojas se ha ido en esa dirección. A ver si podemos conseguir que hable con nosotros.
Hazel miró la comida que Percy tenía en las manos.
—¿Vas a usar eso como cebo?
—Más bien como prenda de paz —dijo Percy—. Vamos. No dejéis que las otras arpías roben la comida, ¿vale?
Percy destapó los fideos y desenvolvió el burrito de canela. Un oloroso vapor flotó en el aire. Recorrieron la calle; Hazel y Frank con las armas en ristre. Las arpías revoloteaban detrás de ellos, posándose en árboles, buzones y astas de bandera, siguiendo el olor de la comida.
Percy se preguntaba qué veían los mortales a través de la Niebla. Tal vez pensaban que las arpías eran palomas y las armas palos de hockey o algo por el estilo. Tal vez simplemente pensaban que la salsa de macarrones y queso estaba tan buena que necesitaba una escolta armada.
Percy tenía bien agarrada la comida. Había visto la rapidez con la que las arpías podían arrebatar cosas. No quería perder su prenda de paz antes de encontrar a la arpía de las plumas rojas.
Por fin la vio, dando vueltas sobre una parcela de parque que recorría varias manzanas entre hileras de viejos edificios de piedra. Unos senderos se extendían a través del parque bajo enormes arces y olmos, por delante de esculturas, zonas de recreo y bancos sombreados. El lugar recordaba a Percy… otro parque. ¿Tal vez de su ciudad natal? No se acordaba, pero le hacía sentir nostalgia.
Cruzaron la calle y encontraron un banco en el que sentarse al lado de una gran escultura de bronce de un elefante.
—Se parece a Aníbal —dijo Hazel.
—Solo que este es chino —dijo Frank—. Mi abuela tiene uno de esos —se estremeció—. O sea, el suyo no mide tres metros y medio de alto. Importa cosas… de China. Somos chinos —miró a Hazel y a Percy, que estaban haciendo esfuerzos por no reírse—. Creo que me voy a morir de la vergüenza.
—No te preocupes, tío —dijo Percy—. A ver si podemos hacernos amigos de la arpía.
Levantó los fideos y ventiló el olor hacia arriba: pimienta picante y abundante queso. La arpía roja empezó a dar vueltas más bajo.
—No te haremos daño —la llamó Percy en un tono de voz normal—. Solo queremos hablar. Fideos a cambio de la oportunidad de hablar, ¿vale?
La arpía descendió a toda velocidad en un destello rojo y se posó sobre la estatua del elefante.
Estaba tan flaca que daba pena. Sus patas plumosas eran como palos. Su cara habría sido bonita de no haber sido por sus mejillas hundidas. Se meneaba con bruscos espasmos de pájaro; sus ojos marrón café se movían rápida e incansablemente, y sus dedos arañaban su plumaje, sus lóbulos y su greñudo pelo rojo.
—Queso —murmuró, mirando de reojo—. A Ella no le gusta el queso.
Percy vaciló.
—¿Te llamas Ella?
—Ella. Aella. «Arpía.» En vuestro idioma. En latín. A Ella no le gusta el queso.
Dijo todo eso sin respirar una sola vez ni establecer contacto visual. Sus manos intentaban agarrar su pelo, su vestido de arpillera, las gotas de lluvia, cualquier cosa que se moviera.
De repente, la arpía se abalanzó con tal rapidez que a Percy no le dio tiempo a parpadear, agarró el burrito de canela y apareció de nuevo sobre el elefante.
—¡Dioses, es muy rápida! —dijo Hazel.
—Y va a tope de cafeína —aventuró Frank.
Ella olfateó el burrito. Mordisqueó el borde y se estremeció de la cabeza a las patas, graznando como si se estuviera muriendo.
—La canela es buena —pronunció—. Buena para las arpías. Ñam, ñam.
Empezó a comer, pero las arpías más grandes se lanzaron en picado. Antes de que Percy pudiera reaccionar, empezaron a golpear a Ella con sus alas, intentando arrebatarle el burrito.
—Nnnnnnooo —Ella trató de esconderse bajo sus alas mientras sus hermanas se unían contra ella, arañándola con sus garras—. N-no —dijo tartamudeando—. ¡N-n-no!
—¡Basta! —gritó Percy.
Él y sus amigos corrieron a ayudarla, pero era demasiado tarde. Una gran arpía amarilla agarró el burrito, y toda la bandada se dispersó, dejando a Ella encogida y temblando sobre el elefante.
Hazel tocó la pata de la arpía.
—Lo siento mucho. ¿Estás bien?
Ella sacó la cabeza de debajo de las alas. Todavía estaba temblando. Estaba encorvada, y Percy pudo apreciar el tajo sangrante que tenía en la espalda, en la zona donde Fineas le había dado con la desbrozadora. Se toqueteó las plumas, arrancándose penachos de plumaje.
—Ella pe-pequeña —dijo tartamudeando airadamente—. Ella dé-débil. No hay canela para Ella. Solo queso.
Frank miró con el ceño fruncido al otro lado de la calle, donde las otras arpías estaban posadas en un arce, haciendo pedazos el burrito.
—Te traeremos otra cosa —le prometió.
Percy dejó los fideos. Era consciente de que Ella era distinta, incluso para una arpía. Pero después de ver cómo se habían metido con ella, estaba seguro de una cosa: pasara lo que pasase, la ayudaría.
—Ella, queremos ser tus amigos —dijo—. Podemos traerte más comida, pero…
—Amigos. Friends —dijo Ella—. Diez temporadas. De 1994 a 2004 —miró de soslayo a Percy y acto seguido miró al aire y empezó a recitar a las nubes—. «Un mestizo de los dioses más antiguos, cumplirá dieciséis contra viento y marea.» Dieciséis. Tú tienes dieciséis años. Página dieciséis, Domine el arte de la cocina francesa. Ingredientes: beicon, mantequilla.
A Percy le resonaban los oídos. Estaba mareado, como si se hubiera sumergido treinta metros bajo el agua y hubiera vuelto a subir.
—Ella… ¿qué es lo que has dicho?
—Beicon —la arpía atrapó una gota de lluvia del aire—. Mantequilla.
—No, antes. Esos versos… Yo conozco esos versos.
Al lado de Percy, Hazel se estremeció.
—A mí también me suenan, como… No sé, como una profecía. Tal vez se lo haya oído decir a Fineas.
Al oír el nombre de Fineas, Ella se puso a graznar presa del terror y se marchó volando.
—¡Espera! —gritó Hazel—. No quería… Oh, dioses, qué tonta soy.
—No pasa nada —Frank señaló con el dedo—. Mira.
Ella ya no se movía tan rápido. Ascendió aleteando hasta lo alto de un edificio de ladrillo rojo de tres pisos y desapareció correteando por encima del tejado. Una pluma roja cayó balanceándose a la calle.
—¿Creéis que es su nido? —Frank miró el letrero del edificio entornando los ojos—. ¿Biblioteca del Condado de Multnomah?
Percy asintió con la cabeza.
—Vamos a ver si está abierta.
Cruzaron la calle corriendo y entraron en el vestíbulo.
Una biblioteca no habría sido la primera opción de Percy a la hora de elegir lugares de visita. Con su dislexia, ya tenía suficientes problemas para leer los letreros. ¿Un edificio entero lleno de libros? Parecía tan divertido como la tortura de la gota china o que te sacaran los dientes.
Mientras atravesaban trotando el vestíbulo, Percy se imaginó que a Annabeth le gustaría ese sitio. Era espacioso y estaba radiantemente iluminado, con grandes ventanas abovedadas. Libros y arquitectura, sin duda a ella…
Se paró en seco.
—¿Percy? —dijo Frank—. ¿Qué pasa?
Percy intentó desesperadamente concentrarse. ¿De dónde habían salido esos pensamientos? Arquitectura, libros… Annabeth lo había llevado una vez a la biblioteca, en su hogar en… en… El recuerdo se desvaneció. Percy dio un puñetazo en el lateral de una estantería.
—¿Percy? —dijo Hazel suavemente.
Estaba tan enfadado, tan defraudado con sus recuerdos perdidos, que le entraron ganas de dar otro puñetazo a una estantería, pero las caras de preocupación de sus amigos lo llevaron de vuelta al presente.
—Estoy… estoy bien —mintió—. Solo me he mareado un momento. Busquemos una forma de llegar al tejado.
Les llevó un rato, pero por fin encontraron una escalera con acceso al tejado. En lo alto había una puerta con una alarma de vibración, pero alguien había puesto un ejemplar de Guerra y paz para que no se cerrara.
En el exterior, Ella se encontraba acurrucada en un nido de libros bajo un refugio de cartón improvisado.
Percy y sus amigos avanzaron despacio, procurando no asustarla. Ella no les prestó atención. Se toqueteaba las plumas y murmuraba, como si estuviera ensayando sus frases para una obra de teatro.
Percy se situó a un metro y medio de distancia y se arrodilló.
—Hola. Sentimos haberte asustado. Oye, no tenemos mucha comida, pero…
Sacó un poco de cecina macrobiótica del bolsillo. Ella se abalanzó y se la arrebató en el acto. Se acurrucó de nuevo en su nido, olfateando la cecina, pero suspiró y la tiró.
—N-no es no de su mesa. Ella no puede comer. Lástima. La cecina sería buena para las arpías.
—No es de… Ah, vale —dijo Percy—. Es parte de la maldición. Solo puedes tomar su comida.
—Tiene que haber una forma —dijo Hazel.
—«Fotosíntesis» —murmuró Ella—. «Nombre. Biología. Síntesis de materiales orgánicos complejos.» «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura…»
—¿Qué está diciendo? —susurró Frank.
Percy se quedó mirando el montón de libros que había alrededor de ella. Todos parecían viejos y mohosos. Algunos tenían el precio escrito con rotulador en la portada, como si la biblioteca se hubiera deshecho de ellos liquidándolos.
—Está citando libros —se figuró Percy.
—Almanaque del granjero de 1965. «Empiece a criar animales, veintiséis de enero.»
—Ella, ¿has leído todos estos libros? —dijo.
Ella parpadeó.
—Más. Más abajo. Palabras. Las palabras tranquilizan a Ella. Palabras, palabras, palabras.
Percy escogió un libro al azar: un ejemplar destrozado de Historia de la hípica.
—Ella, ¿te acuerdas del tercer párrafo de la página sesenta y dos…?
—«Secretariat —dijo ella al instante—, el favorito por tres a dos en el Derby de Kentucky de 1973, batió el récord de pista con uno cincuenta y cinco y dos quintos.»
Percy cerró el libro. Le temblaban las manos.
—Palabra por palabra.
—Es increíble —dijo Hazel.
—Es una gallina genial —convino Frank.
Percy se sentía inquieto. Estaba empezando a hacerse una idea de por qué Fineas quería capturar a Ella, y no era porque le hubiera arañado. Percy recordó el verso que la arpía había recitado: «Un mestizo de los dioses más antiguos». Estaba seguro de que hacía referencia a él.
—Ella, vamos a encontrar una manera de romper la maldición —dijo—. ¿Te gustaría?
—Es imposible. «It’s Impossible» —contestó la arpía—. Grabada en inglés por Perry Como en 1970.
—No hay nada imposible —dijo Percy—. Mira, voy a decir su nombre. No tienes por qué huir. Vamos a salvarte de la maldición. Solo tenemos que descubrir una forma de vencer a… Fineas.
Esperó a que ella escapara, pero la arpía se limitó a negar vigorosamente con la cabeza.
—¡N-n-no! Fineas, no. Ella es rápida. Demasiado rápida para él. Pe-pero él quiere en-encadenar a Ella. Él hace daño a Ella.
Trató de llegar al corte de la espalda.
—Frank, ¿tienes el material de primeros auxilios? —preguntó Percy.
—Ahora mismo.
Frank sacó un termo lleno de néctar y explicó sus propiedades curativas a Ella. Cuando se acercó a la arpía, esta retrocedió y empezó a chillar. Entonces Hazel lo intentó, y Ella dejó que le echara un poco de néctar en la espalda. La herida empezó a cerrarse.
Hazel sonrió.
—¿Lo ves? Eso está mejor.
—Fineas es malo —insistió Ella—. Y las desbrozadoras. Y el queso.
—Desde luego —convino Percy—. No le permitiremos que te vuelva a hacer daño. Pero tenemos que averiguar cómo engañarlo. Las arpías debéis de conocerlo mejor que nadie. ¿Hay algún truco que podamos usar para engañarlo?
—N-no —dijo Ella—. Los trucos son para los niños. Cincuenta trucos para enseñarle a su perro, de Sophie Collins, llame al número seis, tres, seis…
—Está bien, Ella —Hazel habló en tono tranquilizador, como si estuviera intentando apaciguar a un caballo—. Pero ¿tiene Fineas alguna debilidad?
—Ciego. Está ciego.
Frank puso los ojos en blanco, pero Hazel continuó pacientemente.
—Vale. ¿Y además de eso?
—Azar —dijo ella—. Los juegos de azar. Doble contra sencillo. Pocas posibilidades. Apostar o retirarse.
A Percy se le levantó el ánimo.
—¿Quieres decir que es aficionado al juego?
—Fineas ve las cosas importantes. Profecías. Destinos. Cosas divinas. No las cosas pequeñas. Aleatorias. Emocionantes. Y está ciego.
Frank se frotó la barbilla.
—¿Tenéis alguna idea de lo que quiere decir?
Percy observó como la arpía se toqueteaba su vestido de arpillera. Le daba una lástima tremenda, pero también estaba empezando a darse cuenta de lo lista que era.
—Creo que ya lo pillo —dijo—. Fineas ve el futuro. Está al tanto de muchos acontecimientos importantes. Pero no puede ver las cosas pequeñas, como los sucesos que ocurren aleatoriamente o los juegos de azar espontáneos. Eso hace que jugar le resulte emocionante. Si podemos tentarlo para que haga una apuesta…
Hazel asintió con la cabeza lentamente.
—De forma que si perdiera, tuviera que decirnos dónde está Tánatos. Pero ¿qué tenemos para apostar? ¿A qué jugamos?
—A algo sencillo con apuestas elevadas —djo Percy—. Por ejemplo, dos opciones. Vivir o morir. Y el precio tiene que ser algo que Fineas quiera… O sea, aparte de Ella. Eso está descartado.
—La vista —murmuró Ella—. La vista es buena para los ciegos. Curar… no, no. Gaia no piensa hacer eso por Fineas. Gaia mantiene a Fineas cie-ciego para que dependa de Gaia. Sí.
Frank y Percy se cruzaron una mirada elocuente.
—La sangre de gorgona —dijeron al unísono.
—¿Qué? —preguntó Hazel.
Frank sacó los dos frascos de cerámica que había cogido del Pequeño Tíber.
—Ella es un genio —dijo Frank—. Salvo si la palmamos.
—No te preocupes por eso —dijo Percy—. Tengo un plan.