Frank echaba de menos su arco.
Quería quedarse en el porche y disparar a las serpientes desde lejos. Unas cuantas flechas explosivas bien colocadas, unos cuantos cráteres en la ladera, y problema resuelto.
Por desgracia, un carcaj lleno de flechas no serviría de nada a Frank si no podía dispararlas. Además, no tenía ni idea de dónde estaban los basiliscos. Habían dejado de escupir fuego en cuanto él había salido.
Bajó del porche y apuntó con su lanza dorada. No le gustaba luchar de cerca. Era demasiado lento y robusto. Lo había hecho bien en los juegos de guerra, pero aquello era de verdad. No había águilas gigantes listas para recogerlo y llevarlo al médico si cometía un error.
«Puedes ser cualquier cosa.» La voz de su madre resonaba en su mente.
«Genial», pensó. Quiero ser bueno con la lanza. E inmune al veneno… y al fuego.
Algo le dijo que su deseo no había sido concedido. Se sentía igual de incómodo con la lanza en las manos.
Parcelas de llamas seguían ardiendo en la ladera. El humo acre le quemaba en la nariz. La hierba marchita crujía bajo sus pies.
Recordó las historias que su madre solía contarle: generaciones de héroes que habían luchado contra Hércules y contra dragones, y que habían navegado por mares plagados de monstruos. Frank no entendía cómo él podía venir de un linaje así, ni cómo su familia había emigrado de Grecia a través del Imperio romano hasta China, pero unas inquietantes ideas estaban empezando a cobrar forma en su mente. Por primera vez, empezó a preguntarse por el príncipe de Pilos y la deshonra de su bisabuelo Shen Lun en el Campamento Júpiter, y cuáles podían ser los poderes de su familia.
«El don nunca ha mantenido a salvo a nuestra familia», le había avisado su abuela.
Una idea muy tranquilizadora, considerando que Frank estaba persiguiendo a unas serpientes venenosas que escupían fuego.
No se oía nada en la noche, exceptuando el crepitar de los fuegos de los arbustos. Cada vez que una brisa hacía susurrar la hierba, Frank pensaba en los espíritus de los cereales que habían capturado a Hazel. Con un poco de suerte, se habían ido hacia el sur con el gigante Polibotes. En ese momento Frank no necesitaba más problemas.
Avanzó sigilosamente colina abajo mientras los ojos le picaban del humo. Entonces, a unos seis metros más adelante, vio un estallido de llamas.
Consideró lanzar la lanza. Una idea ridícula. Entonces se quedaría sin arma. En lugar de ello, avanzó hacia el fuego.
Ojalá hubiera tenido los frascos de sangre de gorgona, pero se habían quedado en el bote. Se preguntaba si la sangre de gorgona podría curar el veneno de basilisco… Pero aunque hubiera tenido los frascos y hubiera conseguido elegir el adecuado, dudaba que le hubiera dado tiempo a tomárselo antes de convertirse en polvo como su arco.
Apareció en un claro de hierba quemada y se encontró cara a cara con un basilisco.
La serpiente levantó la cola. Siseó y extendió el collar de púas blancas que le rodeaba el pescuezo. «Pequeña corona», recordó Frank. Era lo que significaba basilisco. Él pensaba que los basiliscos eran enormes monstruos parecidos a dragones que podían petrificarte con la mirada. Sin embargo, de algún modo, el basilisco real era todavía más terrible. A pesar de su pequeño tamaño, aquella diminuta combinación de fuego, veneno y maldad sería mucho más difícil de matar que un lagarto grande y voluminoso. Frank había visto la rapidez con la que podían moverse.
El monstruo clavó sus ojos de color amarillo claro en Frank.
¿Por qué no le atacaba?
La lanza dorada de Frank tenía un tacto frío y pesado. La punta de diente de dragón se inclinó hacia el suelo por sí sola, como una varilla de zahorí buscando agua.
—Basta.
Frank se esforzó por levantar la lanza. Ya tendría bastantes problemas para clavarle la lanza al monstruo sin que el arma se rebelara contra él. Entonces oyó que la hierba susurraba a cada lado. Los otros dos basiliscos entraron reptando en el claro.
Frank había caído de lleno en una emboscada.