Por un instante, Hazel se quedó tan pasmada como los karpoi. Entonces Frank y Percy irrumpieron en el claro y empezaron a masacrar a todas las fuentes de fibra que encontraron. Frank disparó una flecha y atravesó a Cebada, que se deshizo en granos. Percy acuchilló a Sorgo con Contracorriente y atacó a Mijo y Avena. Hazel saltó de la roca y se unió a la refriega.
Al cabo de unos minutos, los karpoi habían sido reducidos a montones de grano y diversos cereales de desayuno. Trigo empezó a recomponerse, pero Percy sacó un mechero de su mochila y encendió una llama.
—Inténtalo —le advirtió—, y prenderé fuego a todo este campo. Quedaos muertos. ¡No os acerquéis a nosotros o la hierba se quemará!
Frank hizo una mueca como si la llama le asustara. Hazel no entendía por qué, pero gritó de todas formas a los montones de grano:
—¡Lo hará! ¡Está loco!
Los restos de los karpoi se dispersaron en el viento. Frank trepó a la roca y observó como se marchaban.
Percy apagó el mechero y sonrió a Hazel.
—Gracias por gritar. Si no lo hubieras hecho, no te habríamos encontrado. ¿Cómo te has defendido de ellos tanto tiempo?
Ella señaló la roca.
—Gracias a un montón de esquisto.
—¿Cómo?
—¡Chicos! —gritó Frank desde lo alto de la roca—. Tenéis que ver esto.
Percy y Hazel treparon a la roca para reunirse con él. En cuanto Hazel vio lo que estaba mirando, resopló bruscamente.
—¡Apaga la luz, Percy! ¡Tu espada!
—¡Maldita sea!
Él tocó la punta de la espada, y Contracorriente volvió a convertirse en bolígrafo.
Debajo de ellos había un ejército avanzando.
El campo descendía hasta un barranco poco profundo, donde una carretera secundaria serpenteaba hacia el norte y el sur. Al otro lado de la carretera, unas colinas cubiertas de hierba se extendían hasta el horizonte, sin rastro de civilización a excepción de un supermercado situado en lo alto de la cuesta más cercana.
Todo el barranco estaba lleno de monstruos: una columna tras otra, marchando hacia el sur, tan numerosas y próximas que a Hazel le sorprendió que no la hubieran oído gritar.
Ella, Frank y Percy se agacharon contra la roca. Observaron con incredulidad como varias docenas de humanoides grandes y peludos pasaban vestidos con pedazos de armadura y pieles de animal. Cada criatura tenía seis brazos, tres a cada lado, de modo que parecían cavernícolas que hubieran evolucionado a partir de insectos.
—Gegenes —susurró Hazel—. Los nacidos de la tierra.
—¿Has luchado contra ellos antes? —preguntó Percy.
Ella negó con la cabeza.
—He oído hablar de ellos en la clase de monstruos del campamento.
Nunca le había gustado la clase de monstruos: leer a Plinio el Viejo y otros autores rancios que describían monstruos legendarios de los límites del Imperio romano. Hazel creía en los monstruos, pero algunas descripciones eran tan disparatadas que había pensado que no debían de ser más que rumores ridículos.
Pero en ese momento un ejército entero de esos rumores estaba desfilando ante ella.
—Los nacidos de la tierra lucharon contra los argonautas —murmuró—. Y esas criaturas que hay detrás de ellos…
—Centauros —dijo Percy—. Pero… no puede ser. Los centauros son buenos.
Frank emitió un sonido ahogado.
—Eso no es lo que nos han enseñado en el campamento. Los centauros están locos. Se dedican a emborracharse a todas horas y a matar héroes.
Hazel observó a los hombres caballo pasar a medio galope. Eran humanos de cintura para arriba y caballos de color tostado de cintura para abajo. Iban vestidos con armaduras bárbaras de cuero y bronce, armados con lanzas y hondas. Por un momento, Hazel pensó que llevaban cascos vikingos, pero entonces cayó en la cuenta de que tenían cuernos de verdad que les sobresalían del pelo greñudo.
—¿Se supone que tienen cuernos de toro? —preguntó.
—Tal vez sean de una raza especial —contestó Frank—. No les preguntemos, ¿vale?
Percy miró carretera abajo y su rostro se descompuso.
—Dioses míos… Cíclopes.
En efecto, avanzando pesadamente detrás de los centauros había un batallón de ogros con un solo ojo, tanto machos como hembras, de unos tres metros de estatura cada uno, vestidos con armaduras remendadas de chatarra. Seis de los monstruos estaban uncidos como bueyes y tiraban de una torre de asedio de dos pisos de altura equipada con un gigantesco escorpión.
Percy se presionó las sienes.
—Cíclopes. Centauros. Esto no va bien. Nada bien.
El ejército de monstruos podía hacer perder la esperanza a cualquiera, pero Hazel se dio cuenta de que a Percy le pasaba otra cosa. Tenía un aspecto pálido y débil a la luz de la luna, como si sus recuerdos estuvieran intentando regresar y estuvieran confundiendo su mente.
Lanzó una mirada a Frank.
—Tenemos que llevarlo al bote. El mar le hará sentirse mejor.
—Nada que objetar —dijo Frank—. Hay demasiados. El campamento… tenemos que avisar al campamento.
—Ya lo saben —dijo Percy gimiendo—. Reyna lo sabe.
A Hazel se le hizo un nudo en la garganta. No había forma de que una legión pudiera luchar contra tantos enemigos. Si solo estaban a unos cientos de kilómetros del Campamento Júpiter, su misión ya estaba condenada. No podrían llegar a Alaska y volver a tiempo.
—Venga —los instó ella—. Vamos a…
Entonces vio al gigante.
Cuando apareció por encima de la cumbre, Hazel no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos. Era más alto que la torre de asedio —nueve metros como mínimo—, con unas escamosas patas de reptil, como las de un dragón de Komodo, de cintura para abajo y una armadura azul verdoso de cintura para arriba. Su peto estaba moldeado con hileras de hambrientos rostros monstruosos, con las bocas abiertas como si estuvieran pidiendo de comer. Su cara era humana, pero tenía el pelo desgreñado y verde, como una melena de algas. Al girar la cabeza hacia uno u otro lado le caían serpientes de las trenzas. Caspa viperina, qué asco.
Iba armado con un enorme tridente y una pesada red. La sola imagen de esas armas hizo que a Hazel se le encogiera el estómago. Se había enfrentado muchas veces a esa clase de luchadores en las clases de instrucción de gladiadores. Era el estilo de combate más difícil, furtivo y terrible que conocía. El gigante era un retiarius gigante.
—¿Quién es? —A Frank le temblaba la voz—. No es…
—No es Alcioneo —dijo Hazel débilmente—. Creo que es uno de sus hermanos. El que mencionó Término. El espíritu del cereal también lo mencionó. Es Polibotes.
Hazel no estaba segura de cómo lo sabía, pero podía percibir el halo de poder desde donde estaba. Recordaba esa sensación de haberla experimentado en el Corazón de la Tierra, cuando había resucitado a Alcioneo: como si estuviera cerca de un potente imán, y todo el hierro de su sangre se viera atraído hacia él. El gigante era otro hijo de Gaia: una criatura de la tierra tan malévola y poderosa que irradiaba su propio campo gravitacional.
Hazel sabía que debían marcharse. Su escondite en lo alto de la roca quedaría a la vista de una criatura tan alta si decidía mirar en dirección a ellos. Pero intuía que iba a pasar algo importante. Ella y sus amigos avanzaron un poco más por el esquisto y siguieron observando.
Cuando el gigante se acercaba, una mujer cíclope rompió filas y corrió hacia atrás para hablar con él. Era enorme, gorda y terriblemente fea, ataviada con un vestido de cota de malla como una bata, pero al lado del gigante parecía una niña.
Señaló el supermercado cerrado que había en lo alto de la colina más cercana y murmuró algo sobre comida. El gigante reaccionó retrocediendo bruscamente, como si estuviera molesto. La mujer cíclope ladró una orden a sus parientes, y tres de ellos la siguieron colina arriba.
Cuando estaban a mitad de camino del establecimiento, una intensa luz convirtió la noche en día. Hazel quedó cegada. Debajo de ella cundió el caos en el ejército enemigo, y los monstruos se pusieron a gritar de dolor e indignación. Hazel entornó los ojos. Se sentía como si acabara de salir de un teatro oscuro a una soleada tarde.
—¡Demasiado bonito! —chillaron los cíclopes—. ¡Nos quema el ojo!
La tienda de la colina estaba rodeada de un arcoíris, más cercano y más brillante que todos los que Hazel había visto en su vida. La luz estaba concentrada en la tienda, subía disparada al cielo y bañaba el campo de un extraño fulgor caleidoscópico.
La señora cíclope levantó su maza y cargó contra el supermercado. Al golpear el arcoíris, todo su cuerpo empezó a echar humo. Gimió de dolor y soltó la maza, mientras se retiraba con ampollas multicolores por los brazos y la cara.
—¡Diosa horrible! —rugió al supermercado—. ¡Danos algún tentempié!
Los otros monstruos se volvieron locos y cargaron contra el supermercado, pero huyeron cuando la luz del arcoíris les quemó. Algunos lanzaron piedras, lanzas, espadas e incluso partes de armadura, que ardieron en llamas de bonitos colores.
Finalmente, el líder de los gigantes pareció darse cuenta de que sus tropas estaban desprendiéndose de unos pertrechos de lo más útiles.
—¡Basta! —rugió.
Con cierta dificultad, consiguió someter a sus tropas valiéndose de gritos, empujones y porrazos. Cuando sus soldados se hubieron calmado, se acercó al supermercado protegido por el arcoíris y rodeó los contornos de la luz.
—¡Diosa! —gritó—. ¡Sal y ríndete!
No hubo respuesta en el establecimiento. El arcoíris siguió reluciendo.
El gigante levantó el tridente y la red.
—¡Soy Polibotes! Arrodíllate ante mí para que pueda acabar contigo rápido.
Al parecer, sus amenazas no impresionaron a nadie en el supermercado. Un objeto pequeño y oscuro salió volando por la ventana y cayó a los pies del gigante.
—¡Granada! —gritó Polibotes.
Se tapó la cara. Sus soldados se tiraron al suelo.
Al ver que el objeto no explotaba, Polibotes se inclinó con cautela y lo recogió.
Entonces rugió ultrajado.
—¡¿Un pastelito?! ¿Osas insultarme con un pastelito?
Lanzó el dulce a la tienda, y se volatilizó al entrar en contacto con la luz.
Los monstruos se levantaron.
—¿Pastelitos? —murmuraron varios ávidamente—. ¿Por qué pastelitos?
—Ataquemos —dijo la señora cíclope—. Tengo hambre. ¡Mis chicos quieren galletas!
—¡No! —protestó Polibotes—. Vamos con retraso. Alcioneo quiere que estemos en el campamento dentro de cuatro días. Los cíclopes os movéis con una lentitud imperdonable. ¡No tenemos tiempo para diosas de segunda!
Dirigió el último comentario al supermercado, pero no obtuvo respuesta.
La señora cíclope gruñó.
—El campamento, sí. ¡Venganza! Los de naranja y morado destruyeron mi hogar. ¡Ahora Ma Gasket destruirá el de ellos! ¿Me oyes, Leo? ¿Jason? ¿Piper? ¡Vengo a aniquilaros!
Los otros cíclopes rugieron en señal de aprobación. El resto de los monstruos se unieron a ellos.
A Hazel se le estremeció todo el cuerpo. Lanzó una mirada a sus amigos.
—Jason —susurró—. Luchó contra Jason. Puede que todavía esté vivo.
Frank asintió con la cabeza.
—¿Os dicen algo los otros nombres?
Hazel sacudió la cabeza. No conocía a ningún Leo ni ninguna Piper en el campamento. Percy todavía parecía débil y aturdido. Si los nombres le decían algo, no lo demostró.
Hazel reflexionó sobre lo que la cíclope había dicho: «Los de naranja y morado». Morado: obviamente, el color del Campamento Júpiter. Pero naranja… Percy había aparecido con una andrajosa camiseta naranja. No podía ser una coincidencia.
Debajo de ellos, el ejército empezó a marchar otra vez hacia el sur, pero el gigante Polibotes permaneció a un lado, oliendo el aire con el entrecejo fruncido.
—Dios del mar —murmuró. Para horror de Hazel, se volvió en dirección a ellos—. Huelo a dios del mar.
Percy estaba temblando. Hazel le puso la mano en el hombro y trató de pegarlo a la roca.
La cíclope Ma Gasket gruñó.
—¡Pues claro que hueles a dios del mar! ¡El mar está ahí mismo!
—No es eso —insistió Polibotes—. Nací para destruir a Neptuno. Percibo…
Frunció el entrecejo aún más, girando la cabeza y tirando unas cuantas serpientes más.
—¿Marchamos o nos dedicamos a oler el aire? —lo regañó Ma Gasket—. ¡Si yo me quedo sin pastelitos, tú te quedas sin dios del mar!
Polibotes gruñó.
—Muy bien. ¡Marchemos! ¡Marchemos!
Echó un último vistazo al supermercado rodeado del arcoíris y acto seguido se pasó los dedos por el pelo. Sacó tres serpientes que parecían más grandes que el resto y que tenían marcas blancas alrededor del pescuezo.
—¡Un regalo, diosa! ¡Mi nombre, Polibotes, significa «Muchas bocas que alimentar». Aquí tienes unas cuantas bocas hambrientas. A ver cuántos clientes entran en tu tienda con estos centinelas fuera.
Se echó a reír con picardía y lanzó las serpientes a la alta hierba de la ladera.
A continuación marchó hacia el sur, haciendo temblar la tierra con sus enormes patas de dragón de Komodo. Poco a poco, la última columna de monstruos pasó por las colinas y desapareció en la noche.
Una vez que se hubieron marchado, el cegador arcoíris se apagó como un foco.
Hazel, Frank y Percy se quedaron solos en la oscuridad, mirando el supermercado cerrado al otro lado de la carretera.
—Eso sí que ha sido distinto —murmuró Frank.
Percy se estremecía violentamente. Hazel sabía que necesitaba ayuda, o reposo, o lo que fuera. La visión del ejército parecía haber despertado en él algún recuerdo y haberlo dejado conmocionado. Debían llevarlo de vuelta al bote.
Por otra parte, entre ellos y la playa se interponía una enorme extensión de pradera. A Hazel le daba la impresión de que los karpoi no permanecerían lejos eternamente. No le gustaba la idea de que los tres volvieran al bote en plena noche. Y no dejaba de pensar en que si no hubiera invocado aquel esquisto, sería la prisionera del gigante en ese momento.
—Vamos al supermercado —dijo—. Si hay una diosa dentro, a lo mejor puede ayudarnos.
—Solo que ahora hay unas serpientes vigilando la colina —repuso Frank—. Y ese arcoíris ardiente podría volver.
Los dos miraron a Percy, que temblaba como si tuviera hipotermia.
—Tenemos que intentarlo —dijo Hazel.
Frank asintió con la cabeza seriamente.
—Bueno…, una diosa que lanza un pastelito a un gigante no puede ser del todo mala. Vamos.