XVI
Percy

La comida parecía la celebración de un funeral. Todo el mundo comía. La gente hablaba en susurros. Nadie parecía especialmente contento. Los demás campistas no paraban de mirar a Percy como si fuera el cadáver que hubiera que honrar.

Reyna pronunció un breve discurso deseándoles suerte. Octavio rasgó un muñeco de peluche y lo abrió por la mitad, y anunció graves presagios y tiempos difíciles, pero predijo que un héroe inesperado (cuyas iniciales probablemente eran OCTAVIO) salvaría el campamento. Luego los demás campistas se fueron para asistir a sus clases vespertinas: lucha de gladiadores, lecciones de latín, emboscada de fantasmas con bolas de pintura, adiestramiento de águilas y un montón de actividades más tentadoras que una misión suicida. Percy siguió a Hazel y a Frank a los barracones para hacer el equipaje.

Percy no tenía muchas cosas. Había limpiado su mochila del viaje al sur y había guardado la mayoría de las provisiones del supermercado de las arpías. Tenía unos tejanos limpios y una camiseta morada de repuesto que le había dado el intendente del campamento, además de néctar, ambrosía, aperitivos y un poco de dinero de los mortales, así como material de camping. Durante la comida, Reyna le había dado un pergamino de presentación de parte de la pretora y el senado. Supuestamente, cuando enseñaran la carta, los legionarios retirados con los que coincidieran en el viaje les ayudarían. También tenía su collar de cuero con las cuentas, el anillo de plata y la placa de probatio, y naturalmente llevaba a Contracorriente en el bolsillo. Dobló su camiseta naranja manchada y la dejó en su litera.

—Volveré —dijo. Se sentía ridículo hablando con una camiseta, pero en realidad estaba pensando en Annabeth y en su antigua vida—. No me marcho para siempre, pero tengo que ayudar a estos chicos. Ellos me han acogido. Se merecen sobrevivir.

Afortunadamente, la camiseta no contestó.

Uno de sus compañeros de cuarto, Bobby, los llevó al límite del valle a lomos de Aníbal el elefante. Desde las cumbres, Percy pudo ver cuanto se extendía abajo. El Pequeño Tíber serpenteaba a través de prados dorados donde los unicornios pastaban. Los templos y foros de la Nueva Roma brillaban a la luz del sol. En el Campo de Marte, los ingenieros trabajaban arduamente, derribando los restos del fuerte de la noche anterior y levantando barricadas para jugar a matar con un balón. Un día normal en el Campamento Júpiter, pero al norte, en el horizonte, se estaban acumulando nubes de tormenta. A través de las colinas se deslizaban sombras, y Percy se imaginó la cara de Gaia acercándose más y más.

«Trabaja conmigo por el futuro —había dicho Reyna—. Pienso salvar este campamento.»

Al contemplar el valle, Percy entendió por qué a ella le importaba tanto. A pesar de ser nuevo en el Campamento Júpiter, sentía un intenso deseo de proteger aquel lugar. Quería formar parte del futuro de un refugio seguro en el que los semidioses pudieran desarrollar sus vidas. Tal vez no como Reyna imaginaba, pero si pudiera compartir aquel sitio con Annabeth…

Se bajó del elefante. Bobby les deseó buen viaje. Aníbal rodeó a los tres aventureros con su trompa. A continuación, el taxi elefante regresó al valle.

Percy suspiró. Se volvió hacia Hazel y se devanó los sesos tratando de hacer un comentario optimista.

—Identificación, por favor —dijo una voz familiar.

Una estatua de Término apareció en la cumbre de la colina. La cara de mármol del dios frunció el entrecejo malhumoradamente.

—¿Y bien? ¡Venid!

—¿Usted otra vez? —preguntó Percy—. Creía que solo vigilaba la ciudad.

Término resopló.

—Yo también me alegro de verte, don Transgresor. Normalmente vigilo la ciudad, pero cuando se trata de salidas internacionales, me gusta ofrecer seguridad extra en los límites del campamento. Deberíais haber dejado dos horas de margen antes de la hora de salida planeada, pero tendremos que conformarnos. Venid aquí para que pueda cachearos.

—Pero si no tiene… —Percy se interrumpió—. Ah, claro.

Se situó junto a la estatua manca. Término llevó a cabo un riguroso cacheo mental.

—Parece que no llevas nada —concluyó Término—. ¿Tienes algo que declarar?

—Sí —contestó Percy—. Declaro que esto es ridículo.

—¡Bah! Placa de probatio: Percy Jackson, Quinta Cohorte, hijo de Neptuno. Bien, pasa. Hazel Levesque, hija de Plutón. Bien. ¿Alguna moneda extranjera o, ejem, piedra preciosa que declarar?

—No —murmuró ella.

—¿Estás segura? —preguntó Término—. Porque la última vez…

—¡No!

—Vaya, menuda panda de malhumorados —dijo el dios—. ¡Aventureros! Siempre con prisas. A ver, Frank Zhang. ¡Ah! ¿Centurión? Bien hecho, Frank. Y ese corte de pelo es perfectamente reglamentario. ¡Lo apruebo! Adelante, centurión Zhang. ¿Necesitáis indicaciones?

—No, supongo que no.

—Id a la estación de metro de la bahía de San Francisco —dijo Término de todas formas—. Cambiad de tren en Oakland en Twelfth Street. Bajaos en la estación de Fruitvale. Desde allí, podéis ir andando o coger el autobús a Alameda.

—¿No tienen un tren mágico o algo por el estilo? —preguntó Percy.

—¡Trenes mágicos! —dijo Término en tono de burla—. Y también querrás tu propio control de seguridad y un pase para el salón ejecutivo. Viajad con prudencia, y tened cuidado con Polibotes. Ese sí que infringe la ley. Ojalá pudiera estrangularlo con mis propias manos.

—Espere… ¿quién ha dicho? —preguntó Percy.

Término adoptó una expresión de esfuerzo, como si estuviera flexionando su inexistente bíceps.

—En fin. Tened cuidado con él. Me imagino que puede oler a un hijo de Neptuno a un kilómetro y medio de distancia. Marchaos. ¡Buena suerte!

Una fuerza invisible los empujó a través del límite. Cuando Percy miró atrás, Término había desaparecido. De hecho, todo el valle había desaparecido. En las colinas de Berkeley no parecía haber ningún campamento romano.

Percy miró a sus amigos.

—¿Tenéis idea de lo que ha dicho Término? Tened cuidado con… ¿Político o no sé qué?

—¿Po-li-bo-tes? —Hazel pronunció el nombre con cuidado—. Es la primera vez que lo oigo.

—Suena a griego —dijo Frank.

—Eso reduce las posibilidades —Percy suspiró—. Bueno, probablemente acabamos de aparecer en el radar olfativo de todos los monstruos en un radio de ocho kilómetros a la redonda. Más vale que nos pongamos en marcha.

Les llevó dos horas llegar al puerto de Alameda. Comparado con los últimos meses que Percy había vivido, el viaje transcurrió sin contratiempos. No les atacó ningún monstruo. Nadie miró a Percy como si fuera un adolescente rebelde sin hogar.

Frank había guardado su lanza, su arco y su carcaj en un largo bolso para esquís. La espada de la caballería de Hazel estaba envuelta en un petate que llevaba colgado a la espalda. Juntos, los tres parecían estudiantes de secundaria normales en plena excursión nocturna. Fueron andando a la estación de Rockridge, compraron billetes con dinero de los mortales y subieron al metro.

Se apearon en Oakland. Tuvieron que atravesar algunos barrios peligrosos, pero nadie les molestó. Cada vez que los miembros de una banda de la zona se acercaban lo bastante para mirar a Percy a los ojos, se desviaban rápidamente. Había perfeccionado su mirada de lobo durante los últimos meses, una mirada que decía: «Por muy malo que creas que eres, yo soy peor». Después de estrangular a monstruos marinos y de atropellar gorgonas con un coche patrulla, a Percy no le daban miedo las bandas. Ya no le daba miedo casi nada del mundo de los mortales.

A media tarde llegaron al puerto de Alameda. Percy contempló la bahía de San Francisco y aspiró el salado aire del mar. Enseguida se sintió mejor. Ese era el dominio de su padre. Se enfrentaran a lo que se enfrentasen, él contaría con ventaja mientras estuvieran en el mar.

En los muelles había atracados docenas de barcos: desde yates de quince metros hasta botes de pesca de tres metros. Escudriñó los amarres en busca de algún tipo de embarcación mágica: un trirreme, tal vez, o un buque de guerra con una cabeza de dragón como el que había visto en sus sueños.

—Esto… ¿sabéis lo que estamos buscando?

Hazel y Frank negaron con la cabeza.

—Yo ni siquiera sabía que hubiera una flota.

Parecía que Hazel deseara que no hubiera ninguna.

—Ah… —Frank señaló con el dedo—. ¿No os parece…?

Al final del muelle había una pequeña barca, similar a un bote, cubierta con una lona morada. La tela tenía bordadas las iniciales S.P.Q.R. con letras doradas descoloridas.

La seguridad de Percy flaqueó.

—No me fastidies.

Empezó a quitar la lona, deshaciendo los nudos con las manos como si lo hubiera hecho toda la vida. Debajo de la lona había una vieja barca de remos sin remos. La barca había sido pintada de azul oscuro, pero el casco tenía tanta brea y salitre incrustados que parecía un enorme moretón náutico.

En la proa todavía se podía leer el nombre «Pax» estampado con letras doradas. Unos ojos pintados se hundían tristemente al nivel del agua, como si el bote estuviera a punto de dormirse. A bordo había dos bancos, un estropajo de aluminio, una vieja nevera portátil y un montón de cuerda deshilachada con una punta atada al amarradero. En el fondo de la barca, una bolsa de plástico y dos latas de Coca-Cola vacías flotaban en varios centímetros de agua llena de espuma.

—He aquí —dijo Frank—. La poderosa flota romana.

—Tiene que haber un error —dijo Hazel—. Esto es una porquería.

Percy se imaginó a Octavio riéndose de ellos, pero no dejó que eso le desanimara. El Pax seguía siendo una barca. Subió a bordo de un salto, y el casco emitió un murmullo bajo sus pies en respuesta a su presencia. Achicó el agua con espuma por los costados a fuerza de voluntad. A continuación señaló el estropajo de aluminio, que se deslizó a toda velocidad a través del suelo, frotándolo y puliéndolo tan rápido que el acero empezó a echar humo. Cuando hubo acabado, el bote estaba limpio. Percy señaló la cuerda, y la amarra se desató del muelle.

No había remos, pero no importaba. Percy notaba que el bote estaba listo para navegar, esperando su orden.

—Servirá —dijo—. Subid.

Hazel y Frank se quedaron un tanto estupefactos, pero subieron a bordo. Hazel parecía especialmente nerviosa. Cuando se hubieron sentado en los asientos, Percy se concentró, y la barca se alejó del muelle.

«Juno tenía razón —la voz soñolienta de Gaia susurró en la mente de Percy, y el hijo de Neptuno se sobresaltó tanto que el bote se balanceó—. Podrías haber elegido una nueva vida en el mar. Allí habrías estado a salvo de mí. Pero ya es demasiado tarde. Elegiste el dolor y el sufrimiento. Ahora eres parte de mi plan, mi pequeño e importante peón.»

—Fuera de mi barco —gruñó Percy.

—¿Qué? —preguntó Frank.

Percy aguardó, pero la voz de Gaia permaneció callada.

—Nada —dijo—. Veamos de lo que es capaz este bote.

Giró el bote hacia el norte, y en un abrir y cerrar de ojos avanzaban a quince nudos, rumbo al Golden Gate.