XIV
Percy

El interior del senado parecía la sala de conferencias de un instituto de secundaria. Un semicírculo de asientos dispuestos en una serie de gradas se hallaban orientados hacia un estrado con un podio y dos sillas. Las sillas estaban vacías, pero una tenía un pequeño paquete de terciopelo en el asiento.

Percy, Hazel y Frank se sentaron en el lado izquierdo del semicírculo. Los diez senadores y Nico di Angelo ocuparon el resto de la primera fila. En las filas superiores había varias docenas de fantasmas y unos cuantos veteranos mayores de la ciudad, todos vestidos con togas informales. Octavio se hallaba en la parte de delante con un puñal y un león de peluche, por si alguien necesitaba consultar al dios de las mascotas cursis. Reyna se dirigió al podio y levantó la mano para solicitar atención.

—Estamos reunidos en una sesión de emergencia —dijo—, así que no nos detendremos en formalidades.

—¡Me encantan las formalidades! —se quejó un fantasma.

Reyna le lanzó una mirada de enfado.

—En primer lugar, no estamos aquí para someter a votación la misión —dijo—. La misión ha sido ordenada por Marte Ultor, patrón de Roma. Obedeceremos sus deseos. Tampoco estamos aquí para debatir sobre la elección de los compañeros de Frank Zhang.

—¿Los tres de la Quinta Cohorte? —gritó Hank, de la Tercera—. No es justo.

—Ni inteligente —dijo el chico sentado a su lado—. Sabemos perfectamente que la Quinta meterá la pata. Deberían llevar a alguien que lo hiciera bien.

Dakota se levantó tan rápido que derramó el refresco de su termo.

—¡Pues anoche lo hicimos bastante bien cuando os pateamos el podex, Larry!

—Basta, Dakota —dijo Reyna—. Dejemos el podex de Larry fuera del asunto. Como jefe de la misión, Frank tiene derecho a elegir a sus compañeros. Ha elegido a Percy Jackson y a Hazel Levesque.

Absurdus! —gritó un fantasma de la segunda fila—. ¡Zhang ni siquiera es miembro de pleno derecho de la legión! Está en período de probatio. Para ser jefe de misión hay que tener rango de centurión o superior. Esto es completamente…

—Cato —le espetó Reyna—. Debemos obedecer los deseos de Marte Ultor. Eso significa hacer ciertos… ajustes.

Reyna dio unas palmadas, y Octavio avanzó. Dejó su puñal y su oso de peluche y cogió el paquete de terciopelo de la silla.

—Frank Zhang, acércate —dijo.

Frank miró con nerviosismo a Percy. A continuación se levantó y se aproximó al augur.

—Tengo el… placer —dijo Octavio, pronunciando la última palabra con gran esfuerzo— de hacerte entrega de la corona mural por ser el primero en trepar los muros en la guerra de asedio —Octavio le dio una insignia de bronce con forma de corona de laurel—. Y por orden de la pretora Reyna, te asciendo al rango de centurión.

Entregó a Frank otra insignia, una medialuna de bronce, y el senado estalló en protesta.

—¡Todavía está en período de probatio! —gritó uno.

—¡Imposible! —dijo otro.

—¡El cañón de agua me puso perdido! —gritó un tercero.

—¡Silencio! —La voz de Octavio tenía un tono mucho más autoritario que la noche anterior en el campo de batalla—. Nuestra pretora reconoce que nadie con un rango inferior al de centurión puede dirigir una misión. Para bien o para mal, Frank debe dirigir esta misión, así que nuestra pretora ha decretado que Frank Zhang debe ser nombrado centurión.

De repente Percy entendió lo eficiente que era Octavio como orador. Parecía que fuera razonable y que apoyara a Frank, pero tenía una expresión dolida. Elegía con cuidado las palabras para hacer recaer toda la responsabilidad en Reyna. «Ha sido idea suya», parecía decir.

Si salía mal, Reyna cargaría con la culpa. Si Octavio hubiera estado al mando, las cosas se habrían hecho con mayor prudencia. Pero, desafortunadamente, no tenía más remedio que apoyar a Reyna, pues Octavio era un leal soldado romano.

El augur conseguía expresar todo eso sin decirlo, calmando al senado al mismo tiempo que se solidarizaba con él. Por primera vez Percy se dio cuenta de que aquel chico flacucho con pinta rara que parecía un espantapájaros podría ser un peligroso enemigo.

Reyna también debió de advertirlo. Una expresión de irritación cruzó su rostro.

—Hay una vacante para centurión —dijo—. Una de nuestras oficiales, también senadora, ha decidido renunciar. Después de diez años en la legión, se retirará a la ciudad y asistirá a la universidad. Gwen, de la Quinta Cohorte, te damos las gracias por tu servicio.

Todo el mundo se volvió hacia Gwen, quien forzó una sonrisa animosa. Parecía cansada después de la terrible experiencia de la noche anterior, pero también aliviada. A Percy no le extrañaba. Comparado con ser atravesada con un pilum, la universidad debía de pintar muy bien.

—Como pretora, tengo derecho a sustituir a los oficiales —continuó Reyna—. Reconozco que es poco corriente que un campista en período de probatio ascienda directamente al rango de centurión, pero creo que estamos de acuerdo en que… lo de anoche también fue poco corriente. Frank Zhang, tu identificación, por favor.

Frank se quitó la placa de plomo que llevaba alrededor del cuello y se la dio a Octavio.

—El brazo —dijo Octavio.

Frank levantó el antebrazo. Octavio alzó las manos al cielo.

—Aceptamos a Frank Zhang, hijo de Marte, en la Duodécima Legión Fulminata en su primer año de servicio. ¿Juras entregar tu vida al senado y al pueblo de Roma?

Frank murmuró algo parecido a «Lo gudo». A continuación, se aclaró la garganta y logró decir:

—Lo juro.

Los senadores gritaron:

Senatus Populusque Romanus!

En el brazo de Frank empezó a arder fuego. Por un instante, sus ojos se llenaron de terror, y Percy temió que su amigo se desmayara. Entonces el fuego y la llama se apagaron, y en la piel de Frank quedaron grabadas unas nuevas marcas: SPQR, una imagen de unas lanzas cruzadas y una única raya, que representaba su primer año de servicio.

—Puedes sentarte.

Octavio lanzó una mirada a los presentes como diciendo: «No ha sido idea mía, amigos».

—Y ahora debemos hablar de la misión —dijo Reyna.

Los senadores se removieron en sus asientos y murmuraron mientras Frank regresaba a su sitio.

—¿Te ha dolido? —susurró Percy.

Frank se miró el antebrazo, que todavía echaba humo.

—Sí. Mucho.

Parecía desconcertado con las insignias que tenía en la mano —la marca de centurión y la corona mural—, como si no supiera qué hacer con ellas.

—Dame —los ojos de Hazel brillaban con orgullo—. Déjame.

Prendió las medallas a la camiseta de Frank.

Percy sonrió. Solo hacía un día que conocía a Frank, pero también se sentía orgulloso de él.

—Te lo mereces, tío —dijo—. Lo que hiciste anoche fue de líder nato.

Frank frunció el entrecejo.

—Pero centurión…

—¡Centurión Zhang! —gritó Octavio—. ¿Has oído la pregunta?

Frank parpadeó.

—Esto… perdón. ¿Qué?

Octavio se volvió hacia el senado y sonrió de satisfacción, en plan: «¿Qué os había dicho?».

—Estaba preguntando si tienes un plan para la misión —dijo Octavio como si estuviera hablando con un niño de tres años—. ¿Sabes acaso adónde vais a ir?

—Esto…

Hazel posó la mano en el hombro de Frank y se levantó.

—¿No prestaste atención anoche, Octavio? Marte fue muy claro. Vamos a ir a la tierra que está más allá del alcance de los dioses: Alaska.

Los senadores se retorcieron dentro de sus togas. Algunos fantasmas relucieron y desaparecieron. Incluso los perros metálicos de Reyna se tumbaron boca arriba y se pusieron a gemir.

Por fin, el senador Larry se levantó.

—Sé lo que dijo Marte, pero es una locura. ¡Alaska está maldita! La llaman la tierra que está más allá del alcance de los dioses por un motivo. Está tan al norte que los dioses no tienen poder allí. Ese sitio está plagado de monstruos. Ningún semidiós ha vuelto de allí con vida desde…

—Desde que perdisteis vuestra águila —dijo Percy.

Larry se quedó tan sorprendido que se cayó de podex.

—Mirad, sé que soy nuevo aquí —continuó Percy—. Sé que no os gusta mencionar la matanza de los años ochenta…

—¡Él la ha mencionado! —dijo gimoteando uno de los fantasmas.

—¿Es que no lo entendéis? —continuó Percy—. La Quinta Cohorte dirigió esa expedición. Como fracasamos, somos los responsables de enmendar la situación. Por eso Marte nos envía. Ese gigante, el hijo de Gaia, es el que derrotó a vuestros ejércitos hace treinta años. Estoy seguro. Ahora está sentado allí arriba, en Alaska, con un dios de la muerte encadenado y todos vuestros viejos pertrechos. Está reuniendo a sus ejércitos y enviándolos al sur para atacar este campamento.

—¿De verdad? —preguntó Octavio—. Parece que sabes mucho de los planes del enemigo, Percy Jackson.

Percy era capaz de hacer oídos sordos a la mayoría de los insultos, como que lo llamaran débil o tonto o lo que fuera. Pero cayó en la cuenta de que Octavio lo estaba llamando espía; lo estaba llamando traidor. Era una idea tan ajena a Percy, tan impropia de su persona, que casi no podía procesar la calumnia. Cuando lo logró, los hombros se le pusieron rígidos. Estaba tentado de dar otro porrazo a Octavio en la cabeza, pero se dio cuenta de que el augur estaba provocándolo, tratando de hacerle parecer inestable.

Percy respiró hondo.

—Vamos a enfrentarnos a ese hijo de Gaia —dijo, logrando recuperar la compostura—. Os devolveremos vuestra águila y liberaremos a ese dios… —Lanzó una mirada a Hazel—. Tánatos, ¿no?

Ella asintió con la cabeza.

—Letus, en romano. Pero su nombre griego es Tánatos. En lo referente a la muerte… no nos importa mantener su forma griega.

Octavio suspiró irritado.

—Bueno, comoquiera que lo llaméis… ¿Cómo esperáis hacer todo eso y volver para la fiesta de Fortuna? Es la noche del veinticuatro. Hoy es día veinte. ¿Sabéis siquiera dónde buscar? ¿Sabéis quién es el hijo de Gaia?

—Sí —Hazel habló con tal seguridad que hasta Percy se sorprendió—. No sé exactamente dónde buscar, pero estoy casi segura. El gigante se llama Alcioneo.

El nombre pareció bajar diez grados la temperatura de la sala. Los senadores se pusieron a temblar.

Reyna se agarró al podio.

—¿Cómo lo sabes, Hazel? ¿Porque eres hija de Plutón?

Nico di Angelo había estado tan callado que Percy casi se había olvidado de que estaba allí. En ese momento se levantó ataviado con su toga negra.

—Pretora, con permiso —dijo—. Hazel y yo aprendimos un poco sobre los gigantes gracias a nuestro padre. Cada gigante fue criado específicamente para enfrentarse a uno de los doce dioses del Olimpo, para usurpar el dominio de ese dios. El rey de los gigantes era Porfirión, la versión opuesta de Júpiter. Pero el gigante mayor era Alcioneo. Nació para enfrentarse a Plutón. Por eso sabemos que se trata de él en concreto.

Reyna frunció el entrecejo.

—¿De veras? Pareces conocerlo muy bien.

Nico tiró del borde de su toga.

—El caso es que los gigantes eran difíciles de matar. Según la profecía, solo podían ser vencidos si los dioses y los semidioses aunaban fuerzas.

Dakota eructó.

—Perdón, ¿has dicho dioses y semidioses aunando fuerzas…, luchando codo con codo? ¡Eso jamás podría ocurrir!

—Ha ocurrido —dijo Nico—. En la primera guerra de los gigantes los dioses hicieron un llamamiento a los héroes para que se unieran a ellos, y vencieron. No sé si podría volver a ocurrir, pero Alcioneo… era distinto. Él era completamente inmortal, imposible de matar por dioses o semidioses, siempre que permaneciera en su territorio natal: el lugar en el que nació.

Nico hizo una pausa para dejar que asimilaran la información.

—Y si Alcioneo ha sido resucitado en Alaska…

—Entonces no puede ser derrotado allí —terminó Hazel—. Jamás. De ningún modo. Por eso nuestra expedición de los años ochenta estaba condenada al fracaso.

Estalló otra ronda de discusiones y gritos.

—¡La misión es imposible de llevar a cabo! —gritó un senador.

—¡Estamos condenados! —chilló un fantasma.

—¡Más refresco! —voceó Dakota.

—¡Silencio! —gritó Reyna—. Senadores, debemos comportarnos como romanos. Marte nos ha encomendado esta misión, y tenemos que creer que podemos cumplirla. Estos tres semidioses deberán viajar a Alaska. Deberán liberar a Tánatos y volver antes de la fiesta de Fortuna. Si de paso pueden recuperar el águila perdida, mucho mejor. Lo único que podemos hacer es aconsejarles y asegurarnos de que tienen un plan.

Reyna miró a Percy sin demasiada esperanza.

—¿Tienes un plan?

Percy quería dar un paso adelante valientemente y decir: «¡No, no tengo ninguno!». Esa era la verdad, pero al mirar todas las caras nerviosas que lo rodeaban, supo que no podía decirlo.

—Primero quiero que me aclares una cosa —se volvió hacia Nico—. Creía que Plutón era el dios de los muertos. Y ahora me entero de la existencia de ese otro tío, Tánatos, y de las Puertas de la Muerte de la Profecía de los Siete. ¿Qué significa todo eso?

Nico respiró hondo.

—Está bien. Plutón es el dios del inframundo, pero el dios de la muerte propiamente dicho, el responsable de que las almas vayan al más allá y se queden allí, es el teniente de Plutón, Tánatos. Es como… imagínate que la Vida y la Muerte son dos países distintos. A todo el mundo le gustaría estar en la Vida, ¿verdad? Así que hay una frontera vigilada para impedir que la gente cruce sin permiso. Pero es una gran frontera, con muchos agujeros en la valla. Plutón intenta sellar las brechas, pero no dejan de aparecer otras nuevas. Por eso depende de Tánatos, que es como la patrulla fronteriza, la policía.

—Tánatos atrapa almas y las deporta otra vez al inframundo —dijo Percy.

—Exacto —convino Nico—. Pero ahora Tánatos ha sido capturado, encadenado.

Frank levantó la mano.

—Esto… ¿cómo se encadena a la Muerte?

—Ya se había hecho antes —explicó Nico—. En la Antigüedad, un tipo llamado Sísifo engañó a la Muerte y la ató. En otra ocasión, Hércules la derribó.

—Y ahora un gigante la ha capturado —dijo Percy—. Entonces, si pudiéramos liberar a Tánatos, ¿los muertos seguirían muertos? —Lanzó una mirada a Gwen—. Esto… sin ánimo de ofender.

—Es más complicado —dijo Nico.

Octavio puso los ojos en blanco.

—¿Por qué será que no me sorprende?

—Te refieres a las Puertas de la Muerte —dijo Reyna, haciendo caso omiso a Octavio—. Aparecen mencionadas en la Profecía de los Siete, que envió a la primera expedición a Alaska…

Catón el fantasma resopló.

—¡Todos sabemos cómo acabó eso! ¡Los lares lo recordamos perfectamente!

Los otros fantasmas asintieron gruñendo.

Nico se llevó los dedos a los labios. De repente todos los lares se quedaron callados. Algunos parecían asustados, como si les hubieran pegado los labios. Percy deseó tener ese poder sobre ciertas personas vivas… como Octavio, por ejemplo.

—El Tánatos solo es parte de la solución —explicó Nico—. Las Puertas de la Muerte… es un concepto que ni siquiera yo entiendo del todo. Hay muchas vías para entrar en el inframundo (la laguna Estigia, la puerta de Orfeo), además de rutas de escape más pequeñas que se abren de vez en cuando. Ahora que Tánatos está encarcelado, todas esas salidas serán más fáciles de usar. En ocasiones eso será ventajoso para nosotros y permitirá que un alma amiga vuelva, como Gwen. Pero la mayoría de las veces beneficiará a almas y monstruos malvados, los mismos que ahora pretenden escapar. Las Puertas de la Muerte son las puertas privadas de Tánatos, su vía rápida entre la Vida y la Muerte. Se supone que solo Tánatos sabe dónde están, y su ubicación cambia con el paso del tiempo. Si no me equivoco, las Puertas de la Muerte han sido forzadas. Los secuaces de Gaia se han hecho con el control de ellas…

—Lo que significa que Gaia controla quién puede volver de entre los muertos —aventuró Percy.

Nico asintió con la cabeza.

—Ella puede elegir a los que deja salir: los peores monstruos, las almas más perversas. Si rescatamos a Tánatos, al menos él podrá atraparlas y enviarlas al inframundo. Los monstruos morirán donde los matemos, como antes, lo que nos dará un respiro, pero a menos que volvamos a tomar las Puertas de la Muerte, nuestros enemigos no permanecerán muertos mucho tiempo. Tendrán un camino fácil para volver al mundo de los vivos.

—Así que podemos atraparlos y deportarlos, pero seguirán volviendo —resumió Percy.

—En pocas y deprimentes palabras, sí —dijo Nico.

Frank se rascó la cabeza.

—Pero Tánatos sabe dónde están las puertas, ¿no? Si lo liberamos, podrá volver a tomarlas.

—No lo creo —dijo Nico—. No solo. Él no está a la altura de Gaia. Eso exigiría una enorme misión… un ejército formado por los mejores semidioses.

—«Los enemigos en armas ante las Puertas de la Muerte» —dijo Reyna—. Es la Profecía de los Siete…

Miró a Percy, y por un breve instante él vio lo asustada que estaba. Lo había ocultado bien, pero Percy se preguntó si ella también había tenido pesadillas con Gaia, si había tenido visiones de lo que ocurriría cuando el campamento fuera invadido por monstruos que no se podían matar.

—Si esto da comienzo a la antigua profecía, no disponemos de los recursos para enviar un ejército a esas Puertas de la Muerte y proteger el campamento. Ni siquiera creo que podamos prescindir de siete semidioses…

—Lo primero es lo primero —Percy trató de mostrarse seguro, aunque notaba que el pánico estaba aumentando en la sala—. No sé quiénes son los siete, ni lo que esa antigua profecía significa exactamente. Pero primero tenemos que liberar a Tánatos. Marte solo nos ha dicho que necesitamos a tres personas para la misión en Alaska. Concentrémonos en tener éxito y en volver antes de la fiesta de Fortuna. Ya nos preocuparemos luego por las Puertas de la Muerte.

—Sí —dijo Frank con una vocecilla—. Probablemente nos baste con una semana.

—¿Así que tienes un plan? —preguntó Octavio con escepticismo.

Percy miró a sus compañeros de equipo.

—Iremos a Alaska lo antes posible…

—E improvisaremos —dijo Hazel.

—Un montón —añadió Frank.

Reyna los observó. Parecía que estuviera escribiendo mentalmente su propio obituario.

—Muy bien —dijo—. Solo nos queda votar la ayuda que podemos ofrecer a la misión: transporte, dinero, magia, armas…

—Con permiso, pretora —dijo Octavio.

—Genial —murmuró Percy—. Ya empezamos.

—El campamento corre grave peligro —dijo Octavio—. Dos dioses nos han advertido que dentro de cuatro días sufriremos un ataque. No debemos malgastar nuestros recursos, y menos aún financiando proyectos con escasas posibilidades de éxito.

Octavio los miró a los tres con lástima, como diciendo: «Pobrecillos».

—Está claro que Marte ha elegido a los candidatos menos idóneos para la misión. Tal vez se deba a que los considera más prescindibles. Tal vez Marte se esté arriesgando. Sea cual sea el motivo, ha tenido la sabiduría de no ordenar una enorme expedición, ni nos ha pedido que financiemos su aventura. Propongo que conservemos nuestros recursos y defendamos el campamento. Aquí es donde se perderá o se ganará la batalla. Si estos tres tienen éxito, ¡estupendo! Pero deberían hacerlo valiéndose de su propio ingenio.

Un murmullo de incomodidad recorrió la multitud. Frank se levantó de un brinco. Antes de que pudiera iniciar una pelea, Percy dijo:

—¡Está bien! No hay problema. Pero al menos dadnos transporte. Gaia es la diosa de la tierra, ¿no? Creo que deberíamos evitar viajar por tierra. Además, será demasiado lento.

Octavio se echó a reír.

—¿Quieres que os fletemos un avión?

La sola idea provocaba náuseas a Percy.

—No. Viajar por aire… Tengo la sensación de que tampoco sería buena idea. Pero un bote sería distinto. ¿Podéis darnos un bote?

Hazel emitió un gruñido. Percy la miró. Ella sacudió la cabeza y esbozó con los labios las palabras: «Nada. No es nada».

—¡Un bote! —Octavio se volvió hacia los senadores—. El hijo de Neptuno quiere un bote. ¡Viajar por mar nunca ha sido una costumbre romana, pero él tampoco es muy romano que digamos!

—Octavio, un bote es una petición bastante asequible —dijo Reyna severamente—. Y no ofrecerles más ayuda me parece muy…

—¡Tradicional! —exclamó Octavio—. Es muy tradicional. ¡A ver si estos aventureros tienen el valor de sobrevivir sin ayuda, como auténticos romanos!

Más murmullos resonaron en la cámara. Los ojos de los senadores se desplazaban de Octavio a Reyna, contemplando el duelo de voluntades.

Reyna se enderezó en su asiento.

—Muy bien —dijo tensamente—. Lo someteremos a votación. Senadores, la moción es la siguiente: la misión irá a Alaska. El senado proporcionará pleno acceso a la flota romana atracada en Alameda. No se les ofrecerá más ayuda. Los tres aventureros sobrevivirán o fracasarán de acuerdo con sus propios méritos. ¿Todos a favor?

Las manos de todos los senadores se alzaron.

—Se aprueba la moción —Reyna se volvió hacia Frank—. Centurión, tú y tu grupo podéis marchar. El senado tiene otros asuntos que tratar. Octavio, quiero hablar contigo un momento.

Percy se alegró enormemente de ver la luz del sol. En aquella sala oscura, con todos los ojos puestos en él, se había sentido como si cargara con el peso del mundo sobre sus hombros… y estaba casi seguro de que había experimentado esa sensación antes.

Llenó los pulmones de aire fresco.

Hazel cogió una gran esmeralda del sendero y se la metió en el bolsillo.

—Bueno… lo tenemos bastante chungo.

Frank asintió con la cabeza tristemente.

—Si alguno de vosotros quiere echarse atrás, lo entenderé.

—¿Estás de broma? —dijo Hazel—. ¿Y estar de guardia el resto de la semana?

Frank forzó una sonrisa. Se volvió hacia Percy.

Percy estaba contemplando el foro. «No te muevas», le había dicho Annabeth en el sueño. Pero si no se movía, el campamento sería destruido. Alzó la vista a las colinas y se imaginó la cara de Gaia sonriendo entre las sombras y las cumbres. «No puedes vencer, pequeño semidiós —parecía decir—. Sírveme quedándote, o sírveme yéndote.»

Percy hizo un juramento silencioso: después de la fiesta de Fortuna, buscaría a Annabeth. Pero de momento tenía que actuar. No podía permitir que Gaia venciera.

—Cuenta conmigo —le dijo a Frank—. Además, quiero ver la flota romana.

Solo habían atravesado la mitad del foro cuando alguien gritó:

—¡Jackson!

Percy se volvió y vio a Octavio trotando hacia ellos.

—¿Qué quieres? —preguntó Percy.

Octavio sonrió.

—¿Ya me consideras tu enemigo? Es una decisión temeraria, Percy. Soy un romano leal.

Frank gruñó.

—Serás traidor y pelota…

Percy y Hazel tuvieron que frenarlo.

—Vaya, hombre —dijo Octavio—. Ese no es precisamente el comportamiento adecuado para un nuevo centurión. Jackson, si os he seguido es porque Reyna me ha dado un mensaje. Quiere que te presentes en el principia sin tus… hum… dos lacayos. Le gustaría hablar en privado contigo antes de que partáis.

—¿Hablar de qué? —preguntó Percy.

—No lo sé —Octavio sonrió con picardía—. La última persona con la que habló en privado fue Jason Grace. Y fue la última vez que lo vi. Buena suerte y adiós, Percy Jackson.