XII
Frank

Después la batalla se convirtió en un caos.

Frank, Percy y Hazel se abrieron paso a través de los enemigos, derribando a cualquiera que se interpusiera en su camino. La Primera y la Segunda Cohorte —el orgullo del Campamento Júpiter, una máquina de guerra bien engrasada y sumamente disciplinada— se desmoronaron ante el asalto y la novedad de encontrarse en el bando perdedor.

Parte de su problema era Percy. El chico luchaba como un demonio, girando a través de las filas de defensores con un estilo completamente heterodoxo, rodando bajo sus pies, acuchillando con su espada en lugar de clavarla como haría un romano, golpeando a los campistas con la cara de la hoja y sembrando en general el pánico colectivo. Octavio gritó con voz chillona —tal vez ordenando a la Primera Cohorte que no cediera terreno, tal vez intentando cantar con voz de soprano—, pero Percy puso fin a sus chillidos. Dio una voltereta por encima de una hilera de escudos y estampó el pomo de su espada contra el yelmo de Octavio. El centurión se desplomó como un monigote.

Frank disparó flechas hasta que su carcaj estuvo vacío; usaba proyectiles con la punta roma que no mataban pero dejaban feos cardenales. Rompió su pilum sobre la cabeza de un defensor y acto seguido desenvainó a regañadientes su gladius.

Mientras tanto, Hazel se subió a la grupa de Aníbal. Embistió hacia el centro del fuerte, sonriendo a sus amigos.

—¡Venga, tortugas!

Dioses del Olimpo, es preciosa, pensó Frank.

Corrieron al centro de la base. El torreón interior estaba prácticamente desprotegido. Evidentemente, los defensores no imaginaban que un asalto pudiera llegar tan lejos. Aníbal derribó las enormes puertas. En el interior, los portaestandartes de la Primera y la Segunda Cohorte estaban sentados en torno a una mesa jugando una partida de Mythomagic con cartas y figuritas. Los emblemas de la cohorte estaban apoyados sin cuidado contra un muro.

Hazel y Aníbal entraron directamente en la sala, y los portaestandartes se cayeron hacia atrás de sus sillas. Aníbal pisó la mesa, y las fichas del juego se desperdigaron.

Cuando el resto de la cohorte dio con ellos, Percy y Frank habían desarmado a los enemigos, habían cogido los estandartes y habían subido al lomo de Aníbal con Hazel. Salieron triunfalmente del torreón con las banderas del enemigo.

La Quinta Cohorte formó filas alrededor de ellos. Salieron desfilando del fuerte y pasaron por delante de los perplejos enemigos y las filas de aliados igual de desconcertados.

Reyna daba vueltas a baja altura montada en su pegaso.

—¡El juego tiene ganador! —Parecía que estuviera conteniendo la risa—. ¡Reuníos para los honores!

Los campistas se reagruparon poco a poco en el Campo de Marte. Frank vio muchas heridas leves —algunas quemaduras, huesos rotos, ojos morados, cortes y tajos, además de un montón de peinados interesantes producto del fuego y los cañones de agua que habían explotado—, pero nada que no se pudiera arreglar.

Se deslizó por un costado del elefante. Sus compañeros se arremolinaron alrededor de él, dándole palmadas en la espalda y elogiándolo. Frank no sabía si estaba soñando. Era la mejor noche de su vida… hasta que vio a Gwen.

—¡Socorro! —gritó alguien.

Un par de campistas salieron a toda prisa de la fortaleza llevando a una chica en una camilla. La dejaron en el suelo, y otros chicos se acercaron corriendo. Pese a la distancia, Frank supo que era Gwen. Se encontraba en estado grave. Yacía de lado en la camilla con un pilum que le sobresalía de la armadura, como si estuviera sujetándolo entre el pecho y el brazo, pero había demasiada sangre.

Frank movió la cabeza con gesto de incredulidad.

—No, no, no… —murmuró mientras corría junto a ella.

Los médicos gritaron a todos que se retiraran y dejaran aire a la chica. Toda la legión permaneció callada mientras los curanderos trabajaban, tratando de colocar gasas y polvo de cuerno de unicornio debajo de la armadura de Gwen para detener la hemorragia e intentando hacerle beber néctar. Gwen no se movía. Su rostro tenía un color gris ceniciento.

Al final, uno de los médicos levantó la vista hacia Reyna y negó con la cabeza.

Por un instante no se oyó otro sonido que el agua de los cañones destruidos goteando por los muros del fuerte. Aníbal acarició el pelo de Gwen con la trompa.

Reyna inspeccionó a los campistas desde su pegaso. Su expresión era dura y sombría como el acero.

—Habrá una investigación. El responsable ha privado a la legión de una buena oficial. La muerte con honor es una cosa, pero esto…

Frank no sabía a qué se refería. Entonces se fijó en las marcas grabadas en el mango de madera del pilum: CHT I LEGIO XII F. El arma era de la Primera Cohorte, y la punta asomaba por la parte delantera de la armadura. Gwen había sido alanceada por la espalda, posiblemente después de que el juego hubiera terminado.

Frank escudriñó a la multitud en busca de Octavio. El centurión estaba observando con más interés que preocupación, como si estuviera examinando a uno de sus ridículos osos de peluche destripados. No tenía pilum.

A Frank le empezó a retumbar la sangre en los oídos. Quería estrangular a Octavio con sus propias manos, pero en ese momento Gwen jadeó.

Todo el mundo retrocedió. Gwen abrió los ojos. Su rostro recuperó el color.

—¿Qué… qué pasa? —Parpadeó—. ¿Qué miran todos?

No parecía haber reparado en el arpón de dos metros y diez centímetros que le sobresalía del pecho.

—Es imposible —susurró un médico detrás de Frank—. Estaba muerta. Tiene que estar muerta.

Gwen trató de incorporarse, pero no pudo.

—Había un río, y un hombre me pidió… ¿una moneda? Me di la vuelta, y la puerta de la salida estaba abierta. Así que… que me marché. No lo entiendo. ¿Qué ha ocurrido?

Todo el mundo la miraba horrorizado. Nadie intentó ayudarla.

—Gwen —Frank se arrodilló a su lado—. No intentes levantarte. Cierra los ojos un momento, ¿vale?

—¿Por qué? ¿Qué…?

—Confía en mí.

Gwen hizo lo que le pidió.

Frank agarró el mango del pilum por debajo de la punta, pero le temblaban las manos. La madera resbalaba.

—Percy, Hazel… ayudadme.

Uno de los médicos se dio cuenta de lo que se proponía.

—¡No lo hagas! —dijo—. ¡Podrías…!

—¿Qué? —le espetó Hazel—. ¿Empeorarlo?

Frank respiró hondo.

—Agarradla bien. ¡Uno, dos, tres!

Extrajo el pilum por la parte delantera. Gwen ni se inmutó. La hemorragia se detuvo rápidamente.

Hazel se inclinó para examinar la herida.

—Se está cerrando sola —dijo—. No sé cómo, pero…

—Me encuentro bien —protestó Gwen—. ¿Por qué está preocupado todo el mundo?

Se levantó con la ayuda de Frank y Percy. Frank fulminó con la mirada a Octavio, pero la cara del centurión era una máscara de educada preocupación.

«Luego —pensó Frank—. Ocúpate de él luego.»

—Gwen —dijo Hazel suavemente—, no sé cómo decir esto con delicadeza. Estabas muerta. De algún modo has vuelto.

—Que yo… ¿qué? —Tropezó contra Frank. Se llevó la mano al agujero mellado de su armadura—. ¿Cómo… cómo?

—Buena pregunta —Reyna se volvió hacia Nico, quien miraba con seriedad desde la primera fila del grupo de campistas—. ¿Es esto un poder de Plutón?

Nico negó con la cabeza.

—Plutón nunca permite a la gente volver de entre los muertos.

Lanzó una mirada a Hazel como si le estuviera advirtiendo que guardara silencio. Frank se preguntó a qué venía aquello, pero no tenía tiempo para pensar en ello.

Una voz atronadora recorrió el campo: «La Muerte pierde el control. Esto es solo el principio».

Los campistas desenvainaron sus armas. Aníbal bramó con nerviosismo. Scipio se encabritó y estuvo a punto de tirar a Reyna.

—Conozco esa voz —dijo Percy.

No parecía contento.

En medio de la legión, una columna de fuego salió disparada por los aires. El calor quemó las pestañas de Frank. Los campistas que se habían empapado con los cañones vieron su ropa secada al vapor en el acto. Todo el mundo retrocedió cuando un soldado gigante salió de la explosión.

Frank no tenía mucho pelo, pero el poco que tenía se le puso de punta. El soldado medía tres metros de altura e iba vestido con un uniforme de camuflaje para el desierto de las Fuerzas Armadas de Canadá. Tenía el pelo moreno cortado en forma de cuña, con la parte superior plana, como el de Frank. Su rostro era anguloso y brutal, lleno de viejas cicatrices de cuchillo. Sus ojos estaban tapados con unas gafas infrarrojas que brillaban por dentro. Llevaba un cinturón con un arma, una funda de puñal y varias granadas. Sus manos sostenían un descomunal rifle M16.

Lo peor era que Frank se sentía atraído hacia él. Mientras el resto de chicos retrocedían, Frank avanzaba. Notó que, silenciosamente, el soldado estaba logrando que se acercara a fuerza de voluntad.

Frank deseaba desesperadamente huir y esconderse, pero no podía. Dio tres pasos más. A continuación hincó una rodilla.

Los otros campistas siguieron su ejemplo y se arrodillaron. Incluso Reyna desmontó.

—Eso está bien —dijo el soldado—. Arrodillarse está bien. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que visité el Campamento Júpiter.

Frank reparó en que una persona no estaba arrodillada. Percy Jackson, con la espada todavía en la mano, miraba furiosamente al gigantesco soldado.

—Sois Ares —dijo Percy—. ¿Qué queréis?

Doscientos campistas y un elefante lanzaron un grito ahogado colectivo. Frank quería decir algo para disculpar a Percy y apaciguar al dios, pero no sabía qué. Temía que el dios de la guerra disparase a su nuevo amigo con aquel enorme M16.

En cambio, el dios enseñó sus brillantes dientes blancos.

—Tienes agallas, semidiós —dijo—. Ares es mi forma griega, pero para estos seguidores, para los hijos de Roma, soy Marte: patrón del Imperio, padre divino de Rómulo y Remo.

—Ya nos conocemos —dijo Percy—. Tuvimos… tuvimos una pelea…

El dios se rascó el mentón, como si estuviera haciendo memoria.

—Peleo con mucha gente, pero te aseguro que no has peleado conmigo como Marte. Si lo hubieras hecho, estarías muerto. Y ahora arrodíllate, como corresponde a un hijo de Roma, antes de poner a prueba mi paciencia.

Alrededor de los pies de Marte, el suelo empezó a bullir en un círculo de llamas.

—Percy —dijo Frank—, por favor.

Estaba claro que a Percy no le gustaba la idea, pero se arrodilló.

Marte escudriñó a la multitud.

—¡Romanos, prestad atención!

Se echó a reír, un rugido afable y efusivo, tan contagioso que casi hizo sonreír a Frank, aunque todavía estaba temblando de miedo.

—Siempre he querido decir eso. Vengo del Olimpo con un mensaje. A Júpiter no le gusta que nos comuniquemos directamente con los mortales, y menos en la actualidad, pero ha hecho una excepción conmigo ya que los romanos siempre habéis sido mi pueblo favorito. Solo se me permite hablar unos minutos, así que escuchad.

Señaló a Gwen.

—Esa debería estar muerta, pero no lo está. Los monstruos contra los que lucháis ya no vuelven al Tártaro cuando son eliminados. Algunos mortales que fallecieron hace mucho han vuelto a vagar por la tierra.

¿Eran imaginaciones de Frank o el dios estaba mirando furiosamente a Nico di Angelo?

—Tánatos ha sido encadenado —anunció Marte—. Las Puertas de la Muerte han sido forzadas, y nadie las vigila… al menos, de forma imparcial. Gaia permite a nuestros enemigos salir al mundo de los mortales. Sus hijos, los gigantes, están reuniendo ejércitos para enfrentarse a vosotros: unos ejércitos que no podréis matar. A menos que la Muerte se libere y retome sus funciones, seréis aplastados. Debéis encontrar a Tánatos y liberarlo de los gigantes. Solo él puede invertir el curso de los acontecimientos.

Marte miró a su alrededor y se fijó en que todo el mundo seguía arrodillado en silencio.

—Oh, ya podéis levantaros. ¿Alguna pregunta?

Reyna se puso en pie con inquietud. Se acercó al dios, seguida de Octavio, que estaba haciendo reverencias y arrastrándose como un adulador servil.

—Señor Marte, nos sentimos honrados —dijo Reyna.

—Más que honrados —dijo Octavio—. Mucho más que honrados…

—¿Y bien? —soltó Marte.

—Bien —dijo Reyna—. ¿Tánatos es el dios de la muerte, el teniente de Plutón?

—Exacto —dijo el dios.

—¿Y decís que lo han capturado unos gigantes?

—Exacto.

—¿Y por lo tanto la gente dejará de morir?

—No de forma súbita —dijo Marte—. Pero las barreras entre la vida y la muerte siguen debilitándose. Los que sepan cómo aprovecharse de ello lo explotarán. Los monstruos son ahora más difíciles de despachar. Pronto será totalmente imposible matarlos. Algunos semidioses también podrán volver del inframundo, como vuestra amiga, la centuriona Kebab.

Gwen hizo una mueca.

—¿Centuriona Kebab?

—Si no se les controla, hasta a los mortales les resultará imposible morir —continuó Marte—. ¿Os imagináis un mundo en el que nadie muere… nunca?

Octavio levantó la mano.

—Pero, oh, todopoderoso señor Marte, si no podemos morir, ¿no es eso algo bueno? Si podemos seguir con vida indefinidamente…

—¡No seas tonto, muchacho! —rugió Marte—. ¿Una matanza interminable sin conclusión de ningún tipo? ¿Una carnicería sin sentido? ¿Monstruos que se levantan una y otra vez y a los que no se puede matar? ¿Es eso lo que quieres?

—Vos sois el dios de la guerra —terció Percy—. ¿No deseáis una carnicería interminable?

Las gafas infrarrojas de Marte emitieron un brillo más intenso.

—Eres un insolente. Es posible que haya luchado contra ti antes. No me extraña que quisiera matarte. Soy el dios de Roma, niño. Soy el dios de la fuerza militar usada para las causas justas. Protejo a la legión. Aplasto con mucho gusto a mis enemigos con el pie, pero no lucho sin un motivo. No deseo la guerra sin fin. Ya lo descubrirás. Tú también me servirás.

—Lo dudo —dijo Percy.

De nuevo Frank esperó a que el dios lo fulminara, pero Marte se limitó a sonreír como si fueran dos viejos amigos diciendo tonterías.

—¡Ordeno una búsqueda! —anunció el dios—. Iréis al norte a buscar a Tánatos en la tierra que está más allá del alcance de los dioses. Lo liberaréis y desbarataréis los planes de los gigantes. ¡Cuidado con Gaia! ¡Cuidado con su hijo, el gigante mayor!

Al lado de Frank, Hazel emitió un sonido estridente.

—¿La tierra que está más allá del alcance de los dioses?

Marte se la quedó mirando, apretando más fuerte su M16.

—Eso es, Hazel Levesque. Ya sabes a lo que me refiero. ¡Todos recordáis la tierra donde la legión perdió su honor! Tal vez si la búsqueda tiene éxito y volvéis para la fiesta de Fortuna… tal vez entonces recuperaréis vuestro honor. Si no tenéis éxito, no quedará campamento al que volver. Roma será aplastada, y su legado se perderá para siempre. Así que mi consejo es: «No fracaséis».

Octavio consiguió inclinarse todavía más.

—Esto…, señor Marte, una cosita de nada. ¡Una búsqueda requiere una profecía, un poema místico que nos guíe! Antes las obteníamos de los libros sibilinos, pero ahora es el augur el que tiene que averiguar la voluntad de los dioses. Así que si pudiera conseguir unos setenta animales de peluche y, si es posible, un cuchillo…

—¿Eres tú el augur? —lo interrumpió el dios.

—S… sí, mi señor.

Marte sacó un pergamino de su cinturón.

—¿Alguien tiene un bolígrafo?

Los legionarios se lo quedaron mirando.

Marte suspiró.

—¿Doscientos romanos y nadie tiene un bolígrafo? ¡Da igual!

Se echó el M16 al hombro y extrajo una granada de mano. Muchos romanos gritaron. Entonces la granada se transformó en un bolígrafo, y Marte empezó a escribir.

Frank miró con los ojos muy abiertos a Percy. El chico esbozó mudamente con la boca las palabras: «¿Puede adoptar tu espada forma de granada?».

Percy esbozó la respuesta: «No. Cállate».

—¡Toma! —Marte terminó de escribir y lanzó el pergamino a Octavio—. Una profecía. Puedes incluirla en tus libros, grabarla en el suelo, lo que te dé la gana.

Octavio leyó el pergamino.

—Dice: «Id a Alaska. Buscad a Tánatos y liberadlo. Volved para el anochecer del veinticuatro de junio o moriréis».

—Sí —dijo Marte—. ¿No está claro?

—Bueno, mi señor… normalmente las profecías no están claras. Están escritas en clave. La rima y…

Marte sacó despreocupadamente otra granada de su cinturón.

—¿Sí?

—¡La profecía está clara! —anunció Octavio—. ¡Una búsqueda!

—Buena respuesta —Marte se dio unos golpecitos en el mentón con la granada—. A ver, ¿qué más? Había otra cosa… Ah, sí.

Se volvió hacia Frank.

—Ven aquí, chico.

No, pensó Frank. Notó que el palo quemado del bolsillo de su chaqueta aumentaba de peso. Las rodillas le flaquearon. Una sensación de temor se apoderó de él, peor que el día que el oficial del ejército había acudido a la puerta de su casa.

Sabía lo que venía a continuación, pero no podía impedirlo. Avanzó en contra de su voluntad.

Marte sonrió.

—Has hecho un buen trabajo conquistando el muro, chico. ¿Quién es el árbitro del juego?

Reyna levantó la mano.

—¿Has visto el juego, árbitro? —preguntó Marte—. Mi chico ha sido el primero en trepar el muro y ha dado la victoria a su equipo. A menos que estés ciega, ha sido el jugador más destacado de la partida. No estás ciega, ¿verdad?

Parecía que Reyna estuviera intentando tragarse un ratón.

—No, señor Marte.

—Entonces asegúrate de que recibe la corona mural —ordenó Marte—. ¡Este es mi chico! —gritó para que lo oyera toda la legión.

Frank deseó que la tierra se lo tragara.

—El hijo de Emily Zhang —continuó Marte—. Ella fue una buena soldado. Y una buena mujer. Frank ha demostrado su valor esta noche. Feliz cumpleaños con retraso, chico. Ya es hora de que tengas un arma de un hombre de verdad.

Lanzó su M16 a Frank. Por un instante Frank pensó que acabaría aplastado bajo el peso del enorme rifle de asalto, pero el arma se transformó en el aire y se volvió más pequeña y más fina. Cuando Frank la cogió, era una lanza. Tenía un astil de oro imperial y una extraña punta parecida a un hueso blanco que parpadeaba con luz espectral.

—La punta es un diente de dragón —explicó Marte—. Aún no has aprendido a desarrollar las aptitudes de tu madre, ¿verdad? Bueno… esa lanza te dará un respiro hasta que aprendas. Solo puedes atacar tres veces con ella, así que úsala sabiamente.

Frank no lo entendía, pero Marte se comportaba como si el asunto estuviera zanjado.

—Mi chico, Frank Zhang, va a dirigir la misión para liberar a Tánatos, a menos que haya alguna objeción.

Por supuesto, nadie pronunció palabra, pero muchos campistas miraron a Frank con envidia, celos, ira y amargura.

—Puedes llevar a dos compañeros —dijo Marte—. Esas son las normas. Uno de ellos tiene que ser ese chico.

Señaló a Percy.

—En el viaje aprenderá a respetar a Marte o morirá en el intento. En cuanto al segundo, me da igual. Elige a quien quieras. Organizad uno de vuestros debates del senado. Eso se os da bien a todos.

La imagen del dios parpadeó. Un rayo relampagueó en el cielo.

—Esa es mi señal —dijo Marte—. Hasta la próxima, romanos. ¡No me decepcionéis!

El dios estalló en llamas y acto seguido desapareció.

Reyna se volvió hacia Frank. Su expresión era en parte de asombro y en parte de náuseas, como si por fin hubiera conseguido tragarse el ratón. Levantó el brazo en un saludo romano.

—Ave, Frank Zhang, hijo de Marte.

Toda la legión siguió su ejemplo, pero Frank ya no deseaba su atención. Su noche perfecta se había echado a perder.

Marte era su padre. El dios de la guerra lo enviaba a Alaska. Frank había recibido algo más que una lanza por su cumpleaños. Había recibido una sentencia de muerte.