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Frank

Frank no recordaba gran cosa del funeral propiamente dicho. De lo que sí se acordaba era de las horas previas, cuando su abuela había salido al jardín y lo había encontrado disparando flechas a su colección de porcelana.

La casa de su abuela era una laberíntica mansión de piedra gris de casi cinco hectáreas en North Vancouver. Su jardín trasero llegaba hasta el parque de Lynn Canyon.

Era una mañana fresca y lloviznosa, pero Frank no notaba el frío. Llevaba un traje de lana negro y un abrigo negro que habían pertenecido a su abuelo. A Frank le había sorprendido y le había impresionado descubrir que le quedaban bien. La ropa olía a bolas de naftalina húmedas y jazmín. La tela picaba pero abrigaba. Con el arco y el carcaj, debía de parecer un mayordomo muy peligroso.

Había cargado parte de la porcelana de su abuela en un carrito y lo había llevado al jardín, donde había colocado los blancos sobre los viejos postes de la cerca situados en el límite de la finca. Había estado disparando tanto tiempo que los dedos se le estaban empezando a entumecer. Con cada flecha que disparaba, se imaginaba que eliminaba sus problemas.

Francotiradores en Afganistán. «Zas.» Una tetera estalló con una flecha por la mitad.

La medalla al sacrificio, un disco de plata con una cinta roja y negra concedida por la muerte en el cumplimiento del deber, entregada a Frank como si fuera algo importante, algo capaz de arreglarlo todo. «Paf.» Una taza de té fue a parar al bosque dando vueltas.

El oficial que vino a decirle: «Tu madre es una heroína. La capitana Emily Zhang murió intentando salvar a sus compañeros». «Crac.» Un plato azul y blanco se hizo añicos.

El castigo de su abuela: «Los hombres no lloran. Y menos los hombres de la familia Zhang. Lo soportarás, Fai».

Nadie lo llamaba Fai salvo su abuela.

«¿Qué clase de nombre es Frank? —lo regañaba—. Ese no es un nombre chino.»

«Yo no soy chino», pensaba Frank, pero no se atrevía a decirlo. Su madre le había dicho hacía años: «No discutas con la abuela. Eso solo la hará sufrir más». Ella tenía razón. Y ahora Frank no tenía a nadie más que a su abuela.

«Pam.» Una cuarta flecha impactó en el poste de la cerca y se clavó en él, vibrando.

—Fai —dijo su abuela.

Frank se volvió.

La mujer sujetaba con firmeza un cofre de caoba del tamaño de una caja de zapatos que Frank no había visto nunca. Con su vestido negro de cuello alto y su severo moño de cabello gris, parecía una maestra de escuela del siglo XIX.

Su abuela contempló la carnicería: la porcelana en el carrito, los fragmentos de sus juegos de té favoritos esparcidos por el césped, las flechas de Frank sobresaliendo del suelo, los árboles, los postes de la cerca y una flecha en la cabeza de un sonriente gnomo de jardín.

Frank pensó que se pondría a gritar o que le pegaría con la caja. Él nunca había hecho algo tan grave. Nunca se había sentido tan furioso.

La cara de su abuela rebosaba amargura y desaprobación. No se parecía en nada a la madre de Frank. Se preguntaba cómo su madre había salido tan simpática, siempre risueña y amable. Frank no se imaginaba a su madre creciendo con su abuela como tampoco se la podía imaginar en el campo de batalla, aunque probablemente las dos situaciones no se diferenciaban tanto.

Esperó a que su abuela estallara. Tal vez lo encerrara y no tuviera que ir al funeral. Quería hacerle daño por portarse tan mal continuamente, por dejar que su madre fuera a la guerra, por regañarlo para que lo superara. Lo único que a ella le importaba era su estúpida colección.

—Deja ese ridículo comportamiento —dijo su abuela. No parecía muy irritada—. Es indigno de ti.

Para gran asombro de Frank, apartó de una patada una de sus tazas de té favoritas.

—El coche llegará pronto —dijo—. Debemos hablar.

Frank se quedó mudo de asombro. Miró más atentamente la caja de caoba. Por un instante, se preguntó si contenía las cenizas de su madre, pero era imposible. Su abuela le había dicho que habría un entierro militar. Entonces ¿por qué sujetaba su abuela la caja con tanta cautela, como si el contenido le causara tristeza?

—Entra —dijo.

Sin esperar a ver si Frank la seguía, la mujer se volvió y entró en la casa.

En el salón, Frank se sentó en un sofá de terciopelo, rodeado de antiguas fotos familiares, jarrones de porcelana demasiado grandes para su carrito y banderas de caligrafía chinas. Frank no sabía lo que decía la caligrafía. Nunca había tenido mucho interés por aprender. Tampoco conocía a la mayoría de las personas de las fotografías.

Cada vez que su abuela empezaba a sermonearlo sobre sus antepasados —cómo habían venido de China y habían prosperado en el negocio de la importación-exportación y cómo, con el tiempo, se habían convertido en una de las familias chinas más ricas de Vancouver—, era un rollo, la verdad. Frank era canadiense de cuarta generación. Le daban igual China y todas aquellas rancias antigüedades. Los únicos caracteres chinos que reconocía eran el apellido de su familia: Zhang. «Maestro de arcos.» Eso molaba.

Su abuela se sentó a su lado, con una postura rígida y las manos dobladas sobre la caja.

—Tu madre quería que tuvieras esto —dijo con reticencia—. Lo guardaba desde que eras un bebé. Cuando se marchó a la guerra, me lo confió a mí. Pero se ha ido, y dentro de poco tú también te irás.

A Frank se le revolvió el estómago.

—¿Me iré? ¿Adónde?

—Yo soy vieja —contestó su abuela, como si fuera un anuncio sorprendente—. Muy pronto yo también tendré una cita con la Muerte. No te puedo enseñar las técnicas que necesitarás, y no puedo ocultar esta carga. Si le pasara algo, no me lo perdonaría nunca. Te morirías.

Frank no estaba seguro de haber oído bien. Parecía que hubiera dicho que su vida dependía de aquella caja. Se preguntaba por qué no la había visto antes. Ella debía de haberla tenido encerrada en el desván: la única habitación en la que Frank tenía prohibido explorar. Ella siempre había dicho que guardaba sus tesoros más valiosos allí arriba.

Le dio la caja. Él levantó la tapa con las manos temblorosas. Dentro, acolchado en forro de terciopelo, había un objeto aterrador, capaz de cambiar su vida e increíblemente importante: un palo.

Parecía madera de deriva: dura y lisa, tallada con una forma ondulada. Era casi del tamaño de un mando a distancia de televisión. Tenía la punta chamuscada. Frank tocó el extremo quemado. Todavía estaba caliente. Las cenizas le dejaron una mancha negra en el dedo.

—Es un palo —dijo.

No entendía por qué su abuela estaba tan tensa y seria por algo así.

A la mujer le brillaban los ojos.

—Fai, ¿sabes algo de profecías? ¿Sabes algo de dioses?

Las preguntas le incomodaron. Pensó en las ridículas estatuas doradas de inmortales chinos que su abuela tenía, en sus supersticiones a la hora de colocar los muebles en determinados sitios y de evitar números que traían mala suerte. Las profecías le hacían pensar en las galletas de la suerte, que ni siquiera eran chinas —en realidad, no—, pero los matones del colegio le molestaban con chistes sobre frases estúpidas como «Confucio dice…» y todas esas chorradas. Frank nunca había estado en China. No quería tener nada que ver con ese país. Pero, por supuesto, su abuela no quería oír eso.

—Un poco, abuela —contestó—. No mucho.

—La mayoría de la gente se habría burlado de la historia de tu madre —dijo ella—. Pero yo no. Sé de profecías y de dioses. Griegos, romanos, chinos… se cruzan en nuestra familia. Yo no puse en duda lo que me contó de tu padre.

—Espera… ¿Qué?

—Tu padre era un dios —dijo ella sin rodeos.

Si su abuela hubiera tenido sentido del humor, Frank habría pensado que estaba bromeando. Pero su abuela nunca gastaba bromas. ¿Se estaba volviendo senil?

—¡Deja de mirarme con la boca abierta! —le espetó—. No estoy mal de la cabeza. ¿Nunca te has preguntado por qué tu padre no volvió?

—Estaba… —dijo Frank titubeando. Perder a su madre ya era bastante doloroso. No quería pensar también en su padre—. Estaba en el ejército, como mamá. Desapareció en combate. En Irak.

—Bah. Era un dios. Se enamoró de tu madre porque era una guerrera nata. Era como yo: fuerte, valiente, buena y hermosa.

Fuerte y valiente, Frank no lo dudaba. Imaginarse a su abuela como buena o hermosa era más difícil.

Seguía sospechando que había perdido la chaveta, pero preguntó:

—¿Qué clase de dios?

—Un dios romano —respondió ella—. Aparte de eso, no sé nada. Tu madre no me lo dijo o quizá ella tampoco lo sabía. No me extraña que un dios se enamorara de ella, teniendo en cuenta a nuestra familia. Debió de descubrir que ella tenía sangre ancestral.

—Espera… Somos chinos. ¿Por qué un dios romano querría salir con una canadiense china?

Los orificios nasales de su abuela se ensancharon.

—Si te hubieras molestado en aprender la historia de la familia, Fai, lo sabrías. China y Roma no son tan distintas, ni están tan separadas como podrías creer. Nuestra familia es de la provincia de Gansu, una ciudad antiguamente llamada Li-Jien. Y antes de eso…, bueno, como he dicho, sangre ancestral. La sangre de príncipes y héroes.

Frank se limitó a mirarla fijamente.

Ella suspiró exasperada.

—¡Estoy desperdiciando saliva con este muchacho! Descubrirás la verdad cuando vayas al campamento. Tal vez tu padre te reconozca, pero de momento debo explicarte qué es el trozo de leña.

Señaló la gran chimenea de piedra.

—Poco después de que tú nacieras, una visita apareció en nuestro hogar. Tu madre y yo estábamos sentadas aquí, en el sofá, en el mismo sitio donde tú estás sentado. Tú eras una criatura, envuelto en una manta azul, y ella te estaba meciendo en sus brazos.

Parecía un recuerdo agradable, pero su abuela lo evocaba en un tono amargo, como si ya entonces supiera que Frank se convertiría en un zoquete grande y torpe.

—Una mujer apareció entre el fuego —continuó—. Era una mujer blanca (una gwai poh), vestida de seda azul, con una extraña capa que parecía la piel de una cabra.

—Una cabra —repitió Frank aturdido.

Su abuela frunció el entrecejo.

—¡Sí, límpiate las orejas, Fai Zhang! ¡Soy demasiado vieja para repetirlo todo dos veces! La mujer de la piel de cabra era una diosa. Yo siempre percibo estas cosas. Sonrió al bebe, a ti, y le dijo a tu madre, en perfecto mandarín, nada menos: «Él cerrará el círculo. Devolverá a tu familia a sus raíces y te colmará de honor».

Su abuela resopló.

—Yo no le llevo la contraria a las diosas, pero esta no veía el futuro con claridad. En cualquier caso, dijo: «Irá al campamento y allí restablecerá tu reputación. Liberará a Tánatos de sus cadenas heladas…».

—Espera. ¿A quién?

—A Tánatos —dijo su abuela con impaciencia—. El nombre griego de la Muerte. ¿Puedo seguir sin que me interrumpas? La diosa dijo: «La sangre de Pilos es abundante en el niño por parte de madre. Tendrá el don de la familia Zhang, pero también tendrá los poderes de su padre».

De repente, la historia de la familia de Frank no resultaba aburrida. Ardía en deseos de preguntar qué significaba todo aquello: poderes, dones, sangre de Pilos. ¿Qué era ese campamento y quién era su padre? Pero no quería interrumpir otra vez a su abuela. Quería que siguiera hablando.

—Todo poder se cobra un precio, Fai —dijo—. Antes de que la diosa desapareciera, señaló al fuego y dijo: «Será el más fuerte de tu clan y el más grande. Pero las Parcas han decretado que sea también el más vulnerable. Su vida será intensa y breve. En cuanto este trozo de yesca se consuma (el palo que había en el borde de la lumbre), tu hijo está destinado a morir».

Frank apenas podía respirar. Miró la caja que tenía sobre el regazo y la mancha de ceniza de su dedo. La historia parecía ridícula, pero de repente el trozo de madera parecía más siniestro, más frío y más pesado.

—Este… este…

—Sí, mi buey cabezón —dijo su abuela—. Ese mismo palo. La diosa desapareció, e inmediatamente cogí la madera del fuego. Lo hemos guardado desde entonces.

—Si se quema, ¿me moriré?

—No es tan raro —dijo su abuela—. Romanos, chinos… A menudo los destinos de los hombres se pueden prever, y a veces hasta se pueden evitar, al menos por un tiempo. La madera está ahora en tus manos. Mantenla cerca. Mientras esté a salvo, tú estarás a salvo.

Frank sacudió la cabeza. Quería protestar diciendo que no era más que una estúpida leyenda. Tal vez su abuela estuviera intentando asustarle como venganza por romperle la porcelana.

Sin embargo, los ojos de la anciana tenían una mirada desafiante. Parecía estar retando a Frank: «Si no te lo crees, quémalo».

Frank cerró la caja.

—Si es tan peligroso, ¿por qué no lo sellamos con algo que no arda, como plástico o acero? ¿Por qué no lo guardamos en una caja fuerte?

—¿Qué pasaría si cubriéramos el palo con otra sustancia? —se preguntó su abuela—. ¿Te ahogarías tú también? No lo sé. Tu madre no correría el riesgo. Ella no soportaría participar en una cosa así por miedo a que algo saliera mal. Los bancos se pueden robar. Los edificios se pueden incendiar. Cuando alguien intenta engañar al destino, las cosas conspiran contra él. Tu madre pensó que el palo solo estaría a salvo en sus manos, hasta que se fue a la guerra. Entonces me lo dio a mí.

Su abuela espiró con amargura.

—Emily fue una insensata yendo a la guerra, pero supongo que siempre he sabido que era su destino. Ella esperaba volver a encontrarse con tu padre.

—¿Pensaba… pensaba que él estaría en Afganistán?

Su abuela extendió las manos, como si aquello le resultara incomprensible.

—Se fue. Luchó con valor. Creía que el don de la familia la protegería. Seguro que así es como salvó a esos soldados. Pero el don nunca ha mantenido a salvo a nuestra familia. A mí no me ha ayudado. Y ahora te has hecho hombre. Debes seguir tu camino.

—Pero… ¿qué camino? ¿Cuál es nuestro don: el tiro con arco?

—¡Tú y tu tiro con arco! Qué muchacho más bobo. Pronto lo descubrirás. Esta noche, después del funeral, debes ir al sur. Tu madre dijo que si no volvía del combate, Lupa enviaría unos mensajeros. Ellos te acompañarán a un lugar donde los hijos de los dioses son adiestrados para cumplir su destino.

Frank se sentía como si le estuvieran disparando con flechas y el corazón se le hubiera partido en fragmentos de porcelana. No entendía la mayor parte de lo que decía su abuela, pero una cosa estaba clara: lo estaba echando de casa.

—¿Me dejarías marchar sin más? —preguntó—. ¿Dejarías marchar a la única familia que te queda?

La boca de su abuela temblaba. Sus ojos parecían húmedos. A Frank le sorprendió darse cuenta de que estaba al borde de las lágrimas. Había perdido a su marido hacía años, luego a su hija, y ahora estaba a punto de echar de su lado a su único nieto. Pero se levantó del sofá y se mantuvo firme, con una postura rígida y correcta como siempre.

—Cuando llegues al campamento —le mandó—, debes hablar con la pretora en privado. Dile que tu bisabuelo era Shen Lun. Han pasado muchos años desde el incidente de San Francisco. Con suerte, no te matarán por lo que él hizo, pero puede que te convenga pedir perdón por sus actos.

—Esto pinta cada vez mejor —masculló Frank.

—La diosa dijo que cerrarías el círculo de la familia —la voz de su abuela no tenía ni rastro de compasión—. Ella eligió tu camino hace años, y no será fácil. Pero ahora es el momento del funeral. Tenemos obligaciones. Vamos, el coche estará esperando.

La ceremonia transcurrió de forma confusa: caras solemnes, el tamborileo de la lluvia sobre el toldo junto a la tumba, el estallido de los rifles de la guardia de honor, el ataúd hundiéndose en la tierra.

Esa noche vinieron los lobos. Se pusieron a aullar en el porche. Frank salió a recibirlos. Cogió su mochila de viaje, su ropa de mayor abrigo, su arco y su carcaj. La medalla al sacrificio de su madre estaba metida en la mochila. El palo chamuscado se hallaba cuidadosamente envuelto en tres capas de tela en el bolsillo de su chaqueta, cerca de su corazón.

Emprendió el viaje al sur: primero a la Casa del Lobo, en Sonoma, y finalmente al Campamento Júpiter, donde habló con Reyna en privado como le había mandado su abuela. Suplicó perdón por el bisabuelo del que no sabía nada. Reyna le dejó unirse a la legión. No le contó lo que había hecho su bisabuelo, pero era evidente que lo sabía. Frank se percató de que era malo.

—Juzgo a la gente por sus propios méritos —le dijo Reyna—. Pero no menciones el nombre de Shen Lun delante de nadie más. Debe seguir siendo nuestro secreto, o te tratarán mal.

Lamentablemente, Frank no contaba con muchos méritos. Su primer mes en el campamento lo pasó chocando y tirando hileras de armas, rompiendo carros y haciendo tropezar a cohortes enteras mientras estas marchaban. Su tarea favorita era cuidar de Aníbal el elefante, pero también había metido la pata provocando una indigestión al animal al darle de comer cacahuetes. ¿Quién iba a saber que los elefantes podían ser intolerantes a los cacahuetes? Frank se imaginaba a Reyna arrepintiéndose de su decisión de dejarle unirse a la legión.

Cada día se despertaba preguntándose si el palo se encendería y se quemaría, y si él dejaría de existir.

Todo eso pasaba por la cabeza de Frank mientras se dirigía hacia los juegos de guerra en compañía de Hazel y Percy. Pensó en el palo envuelto dentro del bolsillo de su chaqueta y en lo que la aparición de Juno en el campamento significaba. ¿Estaba a punto de morir? Esperaba que no. Todavía no había honrado a su familia, eso estaba claro. Quizá Apolo lo reconociera esa noche y le explicara cuáles eran sus poderes y sus dones.

Una vez que salieron del campamento, la Quinta Cohorte formó dos filas detrás de sus centuriones, Dakota y Gwen. Marcharon hacia el norte, rodeando las afueras de la ciudad, y se dirigieron al Campo de Marte: la parte más grande y más llana del valle. La hierba estaba muy corta debido a todos los unicornios, toros y faunos sin hogar que pacían allí. La tierra estaba llena de cráteres de explosiones y surcada por trincheras de juegos anteriores. En la parte norte del campo estaba su objetivo. Los ingenieros habían construido una fortaleza de piedra con rastrillos de hierro, torres de vigía, escorpiones, cañones de agua y, sin duda, muchas otras sorpresas desagradables para que las usaran los defensores.

—Hoy han hecho un buen trabajo —observó Hazel—. Eso no es bueno para nosotros.

—Espera —dijo Percy—. ¿Me estás diciendo que han construido esa fortaleza hoy?

Hazel sonrió.

—A los legionarios se les adiestra para construir. Si nos viéramos obligados, podríamos derribar todo el campamento y reconstruirlo en otra parte. Llevaría unos tres o cuatro días, pero podríamos hacerlo.

—Mejor no —dijo Percy—. ¿Así que atacáis una fortaleza distinta cada noche?

—No cada noche —contestó Frank—. Tenemos diferentes ejercicios de entrenamiento. A veces, las bolas de la muerte…, que son como las bolas de pintura, solo que… con bolas de veneno, ácido y fuego. Otras veces hacemos competiciones de carros y gladiadores, y otras, juegos de guerra.

Hazel señaló al fuerte.

—La Primera y la Segunda Cohorte guardan sus estandartes en algún lugar del interior. Nuestra misión consiste en entrar y capturarlos sin que nos descuarticen. Si lo hacemos, ganamos.

A Percy se le iluminaron los ojos.

—Como el juego de capturar la bandera. Creo que me gusta.

—Bueno, sí… —dijo Frank riendo—. Es algo más difícil de lo que parece. Tenemos que esquivar esos escorpiones y los cañones de agua de los muros, atravesar el interior de la fortaleza luchando, al mismo tiempo que protegemos nuestros propios estandartes y a nuestras tropas y evitamos que los capturen. Nuestra cohorte compite con las otras dos cohortes atacantes. En cierto modo debemos cooperar, pero en realidad no es así. La cohorte que captura los estandartes se lleva toda la gloria.

Percy tropezó, tratando de mantener el ritmo de la marcha. Frank se solidarizó con el recién llegado. Él se había pasado las dos primeras semanas cayéndose.

—¿Y por qué hacemos esta práctica? —preguntó Percy—. ¿Pasáis mucho tiempo asediando ciudades fortificadas?

—Trabajo en equipo —respondió Hazel—. Rapidez de reflejos. Táctica. Técnicas de combate. Te sorprendería lo que se aprende con los juegos de guerra.

—Como quién te apuñalará por la espalda —dijo Frank.

—Sobre todo eso —convino Hazel.

Marcharon hasta el centro del Campo de Marte y formaron filas. La Tercera y la Cuarta Cohorte se reunieron lo más lejos posible de la Quinta. Los centuriones del bando atacante se juntaron para debatir. En el cielo, Reyna daba vueltas a lomos de su pegaso, Scipio, lista para hacer de árbitro. Media docena de águilas gigantescas volaban en formación detrás de ella, preparadas para ofrecer servicios de ambulancia aérea en caso necesario. La única persona que no participaba en el juego era Nico di Angelo, el «embajador de Plutón», que había subido a una torre de vigilancia a unos cien metros del fuerte y debía de estar observando con unos prismáticos.

Frank apoyó su pilum contra su escudo y comprobó la armadura de Percy. Todas las correas estaban abrochadas correctamente. Cada parte de la armadura estaba bien ajustada.

—Lo has hecho bien —dijo asombrado—. Percy, debes de haber participado en juegos de guerra antes.

—No lo sé. Tal vez.

El único elemento antirreglamentario era la reluciente espada de bronce de Percy, que ni estaba hecha de oro imperial ni era un gladius. Tenía forma de hoja, y la inscripción de la empuñadura estaba en griego. Frank se inquietó al mirarla.

Percy frunció el ceño.

—Podemos usar armas de verdad, ¿no?

—Sí —asintió Frank—. Por supuesto. Es solo que nunca había visto una espada como esa.

—¿Y si hago daño a alguien?

—Lo curamos —contestó Frank—. O lo intentamos. Los médicos de la legión saben emplear muy bien la ambrosía y el néctar, y las virutas de unicornio.

—Nadie muere —dijo Hazel—. Bueno, al menos normalmente. Y si se da el caso…

Frank imitó la voz de Vitelio:

—¡Son unos debiluchos! ¡En mi época, moríamos continuamente, y nos gustaba!

Hazel se rió.

—No te separes de nosotros, Percy. Lo más probable es que recibamos la peor tarea y nos eliminen pronto. Nos mandarán a los muros primero para minar las defensas. Luego la Tercera y la Cuarta Cohortes entrarán y se llevarán los honores, si pueden abrir brecha en el fuerte.

Sonaron los cuernos. Dakota y Gwen se apartaron del corrillo de los oficiales, con expresión adusta.

—¡Muy bien, el plan es el siguiente! —Dakota bebió un trago rápido de su termo de viaje con refresco—. Nos van a mandar a los muros primero para minar las defensas.

Toda la cohorte se quejó.

—Lo sé, lo sé —dijo Gwen—. ¡Pero a lo mejor esta vez tenemos suerte!

Gwen era la optimista del grupo. A todo el mundo le caía bien porque se preocupaba por su gente y trataba de mantener alta la moral. Incluso podía controlar a Dakota durante sus ataques de hiperactividad. Aun así, los campistas gruñeron y se quejaron. Nadie creía en la suerte de la Quinta.

—La primera fila con Dakota —dijo Gwen—. Juntad los escudos y avanzad en formación de tortuga hasta las puertas. Intentad permanecer sanos y salvos. Atraed su fuego. La segunda fila… —Gwen se volvió hacia la hilera de Frank sin gran entusiasmo—. Los diecisiete, de Bobby en adelante, haceos cargo del elefante y de las escaleras. Intentad hacer un ataque de flanco en el muro oeste. Tal vez podamos dispersar a sus defensores. Frank, Hazel, Percy… haced cualquier cosa. Enseñadle a Percy cómo funciona todo. Tratad de mantenerlo con vida —se volvió hacia toda la cohorte—. Si alguien salta por encima del muro, me aseguraré de que os den la corona mural. ¡Victoria para la Quinta!

La cohorte vitoreó sin demasiado entusiasmo y rompió filas.

Percy frunció el entrecejo.

—¿«Haced cualquier cosa»?

—Sí —dijo Hazel suspirando—. Todo un voto de confianza.

—¿Qué es la corona mural? —preguntó.

—Una medalla militar —contestó Frank. Le habían obligado a memorizar todos los posibles premios—. Un gran honor para el primer soldado que abre brecha en un fuerte enemigo. Como podrás apreciar, en la Quinta nadie tiene una de esas. Normalmente ni siquiera entramos en el fuerte porque estamos quemados o ahogándonos o…

Titubéo y miró a Percy.

—Cañones de agua.

—¿Qué? —preguntó Percy.

—Los cañones de los muros extraen agua del acueducto. Hay un sistema de bombeo… Jo, no sé ni cómo funcionan, pero tienen mucha presión. Quizá… si pudieras controlarlos como controlaste el río…

—¡Frank! —Hazel sonrió—. ¡Es una idea genial!

Percy no estaba tan seguro.

—No sé cómo lo hice en el río. No estoy seguro de que pueda controlar los cañones desde tan lejos.

—Te acercaremos —Frank señaló el muro este del fuerte, donde la Quinta Cohorte no atacaría—. Allí es donde la defensa será más débil. No se tomarán en serio a tres chicos. Creo que podemos acercarnos mucho antes de que nos vean.

—¿Acercarnos cómo? —preguntó Percy.

Frank se volvió hacia Hazel.

—¿Puedes volver a hacerlo?

Ella le dio un puñetazo en el pecho.

—¡Dijiste que no se lo dirías a nadie!

Frank se sintió fatal en el acto. Se había entusiasmado tanto con la idea…

Hazel murmuró entre dientes.

—Da igual. No pasa nada. Percy, se refiere a las trincheras. El Campo de Marte se ha llenado de túneles a lo largo de los años. Algunos se han desplomado o están enterrados muy hondo, pero muchos siguen siendo transitables. Se me da muy bien encontrarlos y usarlos. Incluso puedo derrumbarlos si es necesario.

—Como hiciste con las gorgonas para retrasarlas —dijo Percy.

Frank asintió con la cabeza en señal de aprobación.

—Te dije que Plutón molaba. Es el dios de todo lo que hay bajo tierra. Hazel puede encontrar cuevas, túneles, trampillas…

—Y era nuestro secreto —murmuró ella.

Frank notó que se ruborizaba.

—Sí, lo siento. Pero si podemos acercarnos…

—Y si podemos cortar los cañones… —Percy asentía con la cabeza, como si estuviera empezando a gustarle la idea—. ¿Qué hacemos entonces?

Frank revisó su carcaj. Siempre se abastecía de flechas especiales. No había tenido ocasión de usarlas antes, pero tal vez esa noche fuera el momento. Tal vez por fin pudiera hacer algo que llamara la atención de Apolo.

—El resto es cosa mía —dijo—. Vamos.